[ADVERTENCIA: Antes de continuar quiero dar aviso sobre este capítulo en específico. El siguiente capítulo contiene escenas de violencia que pueden ser perturbadoras para algunos lectores, si bien, en la época medieval algunas prácticas de castigo eran comunes, se comprende que puede afectar la sensibilidad de algunos lectores. Si eres susceptible a esta clase de escenas se puede pasar de largo, el pasar de largo de este capítulo no afecta mucho a la trama. El resto de la historia no contiene más escenas de este tipo, y si las hay, habrá una advertencia como esta al inicio de cada capítulo, muchas gracias por su comprensión]

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IX: La pena

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Con los últimos rayos del sol eclipsados por las nubes de lluvia, Aliceth corría a toda prisa por las calles empedradas con las gotas cayendo sobre su cabeza, intentaba meter su melena cobriza en el griñón antes de que sucediese cualquier calamidad que la metiera en problemas. Pronto llegaría a Notre-Dame, empapada de pies a cabeza, si es que no se resbalara y se partiera algo, atrayendo su mala suerte.

Se apresuró a meterse a la Catedral que era su hogar tratando de hacerlo en secreto. El templo se encontraba vacío por el momento, pero el sonido chillón de sus zapatos llenos de agua contra el piso no ayudaba mucho, de hecho, nada. Aliceth se quitó los zapatos y continuó caminando descalza por Notre-Dame.

Abrió la puerta de la sacristía y asegurándose de que no hubiese nadie alrededor, continuó corriendo con discreción hasta llegar al convento. Parecía haber burlado cualquier vigilancia y festejó internamente por ello, llegaba a su habitación correspondida y estuvo a punto de abrir la puerta de su dormitorio cuando:

—¡¿Aliceth?! ¡¿Qué haces mojada, descalza y con los zapatos en la mano?!

Aliceth se tensó al escuchar esa irritante voz chillona. Cerró sus ojos y se encogió de hombros, apretando sus dientes entre sí. Giró al otro lado del pasillo, encontrándose con la Hermana Eulalia, la monja con más antigüedad de todas en el convento y de las menos queridas, esto por ser demasiado intrusa y enredadora en la vida de los demás, la cual tenía el extraño talento de aparecer en los momentos inoportunos de los demás.

—...Pues... ¿Usted que cree, Hermana Eulalia?... — Masculló Aliceth derrotada.

Quince minutos después, la pobre novicia rebelde se encontraba en la oficina de la Madre Abadesa. La Hermana Eulalia daba santo y seña de lo visto esa noche en los pasillos del convento, la muy problemática Hermana María Aliceth escabulléndose para no ser vista por nadie.

—Había terminado de rezar cuando escuché pasos, ¡Creí que sería un ladrón! ¡Un gitanillo! ¡O incluso en el Juez Frollo, muy conocida su imprudencia, creyéndose dueño de Notre-Dame! ¡Pero no era más que esta jovencita! ¡Regresando horas después de ayudar a los desamparados!

La Madre Irene se encontraba atenta con mirada seria, su rostro alzado, sin dejar de escuchar las acusaciones de Eulalia. Aliceth soportaba el frío y la humedad pegada en las telas de su habito, mirando al suelo. Debajo de la mesa, sus talones golpeando repetidamente el suelo, esperando que ese incomodo encuentro finalmente finalizara.

—Además, miré como trae puesto el griñón, lo trae desacomodado, como si se lo hubiese quitado, ¿Por qué te quitarías tu habito, Aliceth? ¿Te avergüenza ser novicia?— Eulalia lo decía en un tono de voz tan condenatorio, queriendo evidenciar a Aliceth en cualquier defecto a la vista, incluso en el mal acomodo de sus vestiduras. Era tanto que la Hermana Eulalia jalaba el habito, descubriendo su cabellera roja húmeda. De mala gana, Aliceth volvía a acomodárselo, dejando algunos mechones a la vista.

Cuando finalmente la Hermana Eulalia terminó de delatar con lujos de detalles a la Madre Abadesa, esta quedó en silencio un par de segundos, reflexionando la situación. Pero Aliceth, aun sentada y temblando del fresco, vio con mala cara a la soplona Eulalia.

—¡Me daría vergüenza si fuese como usted!— Aliceth escupió a Eulalia sin consideraciones.

—¡Aliceth!— Recibió una llamada de atención de la Madre Abadesa —Cuida tus palabras, no estas en posición de exigir respeto...

Aliceth trató de no rodar sus ojos, apretaba sus manos en las faldas de su hábito, seguía escuchando algunos pormenores extras de la Hermana Eulalia, sofocando su paciencia. La Madre Abadesa seguía en silencio.

—¿No le parece que es injusto para el resto de las novicias qué la joven María Aliceth se la pase en las calles hasta altas horas de la noche? Y sin contar que fue lo que haya hecho durante esa ausencia— Soltó Eulalia con cierto veneno al final de sus palabras, más esa mirada inquisitoria que estuvo a punto de sacar a Aliceth de sus casillas.

—¡Lo que haya hecho no le incumbe a usted!— Aliceth soltó a la defensiva. Otra reprimenda de la Madre Irene.

—¡Aliceth! ¡Silencio! Aunque te parezca mal, si nos concierne tu ausencia, ¿Qué fue lo que has estado haciendo a estas horas de la noche fuera del convento? ¡No regresaste con tus hermanas, pasaste la tarde sin presentarte, y cuando lo haces! ¡Mira! ¡Regresaste mojada!

—Es porque llovió— Aliceth respondió con obviedad en su voz.

—¡¿No te das cuenta de lo grave que es esto?! ¡¿Donde estuviste?!— La Madre Irene no quiso irse por más conjeturas, quería que saliera todo de la boca de Aliceth.

Aliceth, llevándose sus dos manos a la cara, intentaba crear una respuesta convincente para las dos monjas. No iba a decir jamás que estuvo con los gitanos, no. Tampoco diría que la Bruja Jayah le dijo su destino al leer su mano, se llevaría la excomulgación, ellas eran capaces de hacerle eso.

Aliceth levantó sus ojos y miró a la Madre abadesa.

—Perdí la cuenta, empecé a hacer caridad por mi propia mano, ayudé a algunas personas de la calle, ¡Y perdí la tarde en eso hasta que empezó a llover!

—¿Y dejaste que la lluvia cayera sobre ti? ¿En vez de esperar en un lugar seguro? ¡¿Por qué llegaste así a la abadía?!

Aliceth, quién ya no podía más, olvidó el filtro de sus palabras y soltó lo primero que se le vino a la mente.
—¡Porque de todas formas iban a acusarme de esta forma tan tonta! ¡Tan estúpida! ¡Como siempre!

—¡María Aliceth! ¡Tu lenguaj...!

—¡No! ¡No más lenguaje cuando no puedo con más de estas tonterías!

Chocando sus palmas contra la mesa frente a ella, Aliceth se puso de pie, tan alterada después de haberle gritado a la Madre Abadesa que se puso de espalda a ella.

—¡Es injusto! ¡Siempre que intento hacer algo bien jamás me lo hacen ver! ¡Y siempre que cometo alguna equivocación, soy lo peor de la congregación! ¡Y ya estoy hartísima de siempre ser regañada por las mismas estupideces de siempre! ¡Nunca soy lo suficientemente buena! ¡Pero si soy la peor monja que ha pisado Notre-Dame y eso... Me tiene harta, Madre, hartísima!

Aliceth soltó con enojo y a la vez resentimiento, lágrimas traicioneras salieron de sus ojos, lágrimas que sofocó en cuanto escaparon. Soltó un suspiro caliente entre sus dientes y labios, mientras que el resto de su cuerpo tembló.

La Hermana Eulalia miraba con sorpresa la escena, más una sonrisa cínica. Finalmente, Aliceth perdió los estribos, cometió un grave error y recibiría un verdadero castigo.

El rostro de la Madre Irene era una combinación de tantos sentimientos, la sorpresa de que una de sus novicias le gritara, ofendida de que alguien bajo su mando se le rebelará y le faltase al respeto a ese grado, la decepción de que Aliceth simplemente no aprendía la lección, y el enojo de que esa acción no pasaría desapercibida, tendría sus consecuencias.

La Madre Irene miró a la Hermana Eulalia, buscando alguna respuesta sobre si era lo correcto lo que tenía en mente, pero la vieja monja esperaba con regocijo el pronto castigo a Aliceth. Se acercó y susurró algunas palabras a la Madre Irene. Al escucharlas, ella no lo dudó ni un momento.

—María Aliceth Bellarose... Vayamos al Cuarto sin luz...

Aliceth, quién aún estaba de espaldas, sintió un respingo de miedo al escuchar eso. Su rostro se tornó a uno de temor. Aliceth giró a la Madre Abadesa, asustada, queriendo pedir perdón, pero las palabras se atoraron en su garganta.

Aliceth sólo vio los ojos severos de la Madre Irene. Ella en cambio, se dirigió a la puerta y la abrió, saliendo de la oficina. El miedo se apoderó de Aliceth, quién fue detrás de la Madre Abadesa, con la cabeza agachada. La Hermana Eulalia iba tras ellas, no queriendo perderse ni un segundo de eso.

Una silenciosa caminata a lo largo del convento hasta llegar al llamado "Cuarto sin luz", una habitación alejada dentro de la Abadía, sin ventanas, sólo una puerta enorme de madera vieja. Aliceth tragó saliva al darse cuenta que lo había arruinado. La Madre Irene sacó su manojo de llaves y abrió la pesada puerta.

Al entrar, Aliceth aún tenía la mirada agachada, temiendo por lo que pudiera ocurrir en esa habitación oscura y húmeda, el hedor atacó sus fosas nasales y tosió al aguantar el asco.

—María Aliceth, al centro, arrodíllate...— Al escuchar la orden de la Madre Irene, Aliceth fue a donde le indicaron. Al voltearse atrás, notó que la Hermana Eulalia seguía ahí.

—¿Ella tiene que estar aquí?

—¡María Aliceth! ¡Arrodíllate y mira al frente!

Sin hacer más preguntas, Aliceth se arrodilló, temblando.

La Madre Irene entonces se acercó a una cajonera y al abrirla, buscaba algo en específico hasta hallarlo: Un ramo lleno de espinas. Una vez encontrado, la Madre Abadesa habló en voz alta:

—María Aliceth, has faltado al respeto a tu superiora, La Madre Abadesa. Sabes que una falta de respeto tiene un castigo severo, y has tenido una pésima conducta desde que has llegado a Notre-Dame...— La Madre Irene caminó, tomó la mano de Aliceth y le puso la rama en su palma —...Tu castigo será la flagelación. Tu misma lo harás...

Y sin esperar más, tomó el habito de Aliceth y lo bajó lo suficiente para mostrar su espalda. Aliceth se cubrió su pecho casi inmediato, a pesar que sólo la Madre Irene y la Hermana Eulalia miraban su espalda.

—Diez azotes por tu falta de respeto...

Aliceth tomó la rama espinosa, temblorosa, asustada, las lágrimas caían de sus mejillas. Tomando una bocanada de aire, Aliceth soltó el primer azote. Mordiéndose sus labios, Aliceth cumplía con su castigo, numerando cada azote, sintiendo las espinas encajarse en su piel, y algo líquido correr hasta su espalda baja. A cada número, un terrible jadeo doloroso escapaba de su boca.

A mitad de los azotes, Aliceth escuchó una pequeña risa burlona digna de una bruja —¿Duele, pequeña Aliceth? — se mofó Eulalia con regocijo —Eso te enseñará a no faltar a tus superiores.

Ganas no le faltaron de girarse y tirarle la rama justo en su cara, pero se ganaría una peor pena que esa. Al octavo azote, Aliceth se dejó caer al suelo, llorando de dolor. No podía más y quería que eso se acabara, o que la Madre Abadesa tuviese compasión.

—Sin excepciones...
Al escuchar la voz de la Madre Irene aun firme, Aliceth tenía que agarrar un fuerte valor para continuar con su castigo y terminarlo. Tomando la rama espinosa, gritó el número del siguiente azote.

Al décimo azote, Aliceth dejó caer la rama espinosa y se dejó caer al suelo, llorando de dolor.

Al ver el sufrimiento de su novicia menos favorita, la Madre Abadesa sintió una punzada de arrepentimiento y angustia en su corazón. Por algunos segundos, la culpa mezclada con la duda cruzaron por su mente, ¿Fue demasiado dura con Aliceth? ¿Sus acciones merecieron un castigo de tal magnitud como ese? Sin embargo, se obligó a alejar esos pensamientos. No podía demostrarle compasión ahora, en el nombre de la disciplina y el orden dentro del convento. Su rostro permaneció sin expresión alguna, a pesar que dentro de ella existía una incomoda turbación. Eulalia en cambio, sentía satisfacción y no se molestaba en ocultarlo.

—Levántate Aliceth...Has cumplido con tu pena...

Aliceth, quién no era capaz de ponerse de pie, intentó levantarse del suelo, sus palmas se pusieron este y trató de incorporarse, Aliceth dejó escapar un grito al intentar pararse, el dolor profundo y punzante de su espalda. Trató de subirse el habito, sintiendo arder sus heridas contra la tela húmeda, cubriendo su espalda sangrante.

Al sentirse capaz de estar parada, Aliceth caminó con pesar a donde Eulalia y La Madre Irene la esperaban. La Madre Irene observó los ojos de Aliceth: Apagados, oscuros, temerosos. Y sin que ella lo esperase, Aliceth tomó su mano y le besó el dorso —Lo siento mucho, Madre... N-No volveré a faltarle...

La Madre Irene pudo sentir algunas lágrimas de Aliceth caer en sus nudillos, cosa que le quebró el corazón.

Aliceth salió del Cuarto sin Luz, caminando con pesar, aguantando las rozaduras de su tela contra sus heridas. Algunas de las novicias, que escucharon los gritos de Aliceth, salieron de sus habitaciones y miraron con profundo terror la escena de Aliceth andando a su habitación, más la parte trasera de su habito blanco manchado de rojo.

La Madre Irene veía de lejos esa escena, y la Hermana Eulalia soltó una risilla

—La caminata de la vergüenza, ¿No lo cree?

—Ya basta, Hermana Eulalia. Por favor, váyase a su habitación...

Eulalia, quién dejó de sonreír al no tener la respuesta esperada, hizo caso y se fue. La Madre Irene se llevó una mano a su rostro, y al ver que el resto de las novicias sabían del conocimiento del castigo de Aliceth, no sabía si eso era lo mejor o lo peor para ella.

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Aliceth al entrar a su habitación, se quitó con sumo cuidado su habito. Jadeos de dolor y lágrimas pesadas caían de sus mejillas. Dejó caer el habito al suelo, y poco le importó quedarse desnuda. Podía sentir algunas gotas de sangre correr aún, incluso miró sus pies manchados de ese liquido rojo. Temblorosa, se adentraba a la cama y se recostaba boca abajo, abrazando a la almohada.

Se lamentaría el resto de la noche, pidiéndole a Dios que, si era verdad lo que le dijo esa bruja gitana sobre su destino lejos del convento, deseaba que ese destino llegase antes.

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