XII: Reputación

El vapor inundaba el ambiente mientras escapaba de la tina de madera, tornando cálido el cuarto del baño compartido del convento de Notre-Dame, dentro de ese baño, la joven Aliceth. La muchachita se encontraba sólo con una toalla de lino cubriendo su cuerpo. Aliceth pasaba su mano en el agua de la tina, tomando la temperatura, comprobando si era demasiado cálida aún para entrar en esta. Su brazo izquierdo sobre el borde la tina, sosteniendo su cabeza.

Aliceth se encontraba sola y a veces era mejor así, el resto de las novicias ya habían tomado su respectivo baño y ella sería la última en hacerlo. No importaba si se retrasaría con el resto de actividades del día, Aliceth lo prefería así para poder atenderse como era debido. Una vez que la temperatura de su baño se tornó tolerable, Aliceth se ponía de pie y se quitaba su toalla, descubriendo su cuerpo, dejando la tela en un banquito de madera. Poniendo un pie y después el otro, Aliceth se introdujó a la tina, arrodillándose en el suelo de esta, con cuidado de que su espalda no tocara el agua.

Una vez su cuerpo estuviese en contacto con la humedad, Aliceth soltó un pequeño quejido seguido de un suspiro. Su cuerpo pecoso como sus mejillas adaptándose a la temperatura, su piel en contacto con la calidez del agua, algunas ondas de esta chocando contra su espalda y torso. Durante el baño, Aliceth tomaba un trapo el cual lo llenaba de jabón para pasarlo por sus heridas, curándolas y lavándolas, siendo un proceso un poco doloroso, a pesar de que ya eran siete días de su pena.

Era complicado, por días, Aliceth no tenía la oportunidad de lavar su melena frondosa, era más complicado de lo que parecía, y tenía que hacer lo mínimo para que no apestara. Cruzando sus brazos en el borde de la tina, Aliceth recostaba su cabeza sobre ellos, buscando en que enfocar su imaginación y atención. Pero el agua chocando suavemente contra sus heridas punzantes le era un recordatorio doloroso: Era la monja menos favorita de Notre-Dame.

A lo lejos se escuchaban las campanadas de la Catedral, y Aliceth agradeció en secreto que la sacaran de su trance, sacudió su cabeza y se limpió sus lágrimas, eliminado evidencia que retomara las cosas malas que ha dejado en su paso por la abadía.

Al terminar de curarse, Aliceth tomó agua en las palmas de sus manos y se lo llevaba a su cabellera del color del fuego, rizada y rebelde, sólo se mitigaba cuando estaba mojada. Mientras que las burbujas de jabón se formaban en los rizos, Aliceth recordaba como su cabello era una de sus partes más preciadas de su cuerpo, como lo cepillaba e incluso jugaba con él. Aliceth sonrió ante los recuerdos de ella cuando era más joven, y femenina.

"Quiero volver a ser yo..." María susurró tan suave que no supo si fue un pensamiento o su voz. Abrió sus ojos, sorprendida de escucharse decir eso, una pequeña pizca de melancolía y nostalgia se arremolinaron en su pecho. Haciéndose un ovillo, cuidando de no hacer un movimiento brusco que lastimara su espalda, Aliceth se acurrucó en la tina, recordando mejores tiempos de su vida.

A través del agua, Aliceth observó su cuerpo, y una parte de ella tembló. Estaba cambiando con el paso del tiempo. Recordó como apenas siendo una jovencita muy chica siempre esperaba con ansias el momento en que se convirtiera en una mujer, a la cúspide de su feminidad. Quizá esa jovencita Aliceth estaría decepcionada de la mujer en que se convirtió ahora, en ese presente: Una monja encerrada en cuatro paredes, aguantando injusticias a su ser, sus convicciones e incluso a su cuerpo. Se abrazó a sus piernas, su rostro ocultándose entre estas, ella no se veía así a esa edad, ella se veía a futuro como... Bueno, no se veía como una Esposa de Dios.

Cada vez perdía la esperanza del destino que la Bruja Gitana predijo para ella. Tal vez al final tenían razón sus años de educación cristiana: Sólo eran trucos y engaños para jugar con la esperanza de la gente.

—¡Aliceth! — Escuchó un grito del otro lado de la puerta que la sacó de su trance, elevando su rostro —Dice la Madre Abadesa que ya salgas...

Aliceth se encogió de hombros y suspiró, tomándose un par de segundos antes de salir de su santuario.

—¡Iré enseguida!

...

Aliceth andaba por los pasillos del monasterio, contando mentalmente las actividades de ese día, asegurándose de no olvidar ninguna. No podía permitirse meter la pata y cometer el más mínimo error, bastante daño se había causado a sí misma, no tenía la necesidad de volver a arriesgar su espalda a otro correctivo, la cual, no ha sanado del todo. Un mal paso o algún tirón podía provocarle la dolencia en sus heridas. Sentía escalofríos apenas sus pies recordaban el camino al Cuarto Sin Luz, que prefería tomar otro rumbo dentro del convento.

Quería evitar recordar la rama espinosa clavar contra su piel, la indiferencia de la Madre Irene y la odiosa risa burlona de la Hermana Eulalia.

Pero en su trance, Aliceth se dio cuenta de que muchas de sus Hermanas caminaban a la dirección de los jardines, temió un poco preguntar ya que no era tan bienvenida entre ellas, pero una se acercó, pareciendo haber escuchado sus pensamientos.

—Hermana Aliceth, nos han convocado a una reunión, parece que es urgente

—¿De verdad? ¿L-La Madre Irene lo ha pedido?

—Sí, y todas tenemos que ir, b-bueno es que...— El miedo se arremolinó en los ojos de la monja —Dicen que el Juez Frollo nos está esperando...

Apenas la Sor le comunicó eso, Aliceth sintió que su cuerpo se paralizó. Algunas novicias se dieron cuenta pero no la culparon, ¿Quién no se sentiría asustada de saber que el Juez Frollo estuviera llamando a todas las Hermanas del convento? Aunque Aliceth tenía sus propias razones para entrar en pánico. Caminando por inercia, el rostro de Aliceth se tornó pálido y sus ojos vagaban por todos lados sin sentido.

—¿Sabes porque nos convocó Frollo?

—Nadie lo sabe, pero dicen que se nota impaciente

Exhalando con profundidad, los dedos de Aliceth se buscaron entre sí para tocarse y rasguñarse entre ellos, Aliceth temblaba. Recordó el último encuentro con Frollo, ella rogándole perdonar la vida de la Hermana Eulalia y él obligándola a rezar y a no interceder por sus enemigos. No sabía que pensar o decir.

En el resto de las novicias se percibía el mismo pavor, murmureos y susurros sobre de lo que podría ser ese encuentro, el porque el ministro de Justicia de París las quería ver a todas, Aliceth creyó ver a más de una novicia empezar a llorar de temor, aguantando las lágrimas. A ella le faltaba poco para estar igual, acomodándose el eterno mechón rebelde dentro de su habito.

Al llegar al jardín, este se encontraba igual de bello y reluciente como siempre, los rosales elevándose, el pasto verde y los pocos arboles frondosos y tupidos. A pesar de la belleza, el lugar realmente se miraba gris y pesimista. Aliceth salió al jardín, y contra sus miedos e instinto, lo primero que hizo fue buscar a Frollo y lo encontró: Lo vio de pie, erguido y recto, mirando a sus hermanas por encima del hombro. Apenas llegaban al jardín, las novicias hacían un saludo colectivo, saludo que Aliceth tardó dos segundos en hacerlo. Elevó su mirada después de hacer la reverencia, sus ojos castaños encontrándose con los oscuros de Frollo. La joven sor tragando saliva al notar que estaba en la mira del Juez.

"¿Qué es lo que querrá ahora?" Aliceth no pudo evitar pensar, y agradeció a su lengua no hacerlo en voz alta. Aunque Aliceth sintió miedo, sus miradas se sostuvieron el tiempo suficiente para que el noviciado completo llegara, sus hombros tensándose, su respirar pesado, pero por alguna extraña razón que no podía comprender, no podía dejar de sostener su mirada contra la de Frollo. Aliceth se percató que de los labios de Frollo deseaba nacer una mueca para transformarse en una sonrisa. Aliceth tuvo que reprimir un suspiro ante la audacia del Juez.

La Madre Abadesa se acercó para estar a la par de Frollo, haciendo que el juego de miradas de Frollo y Aliceth terminara sin que nadie lo notase.

—Todo el noviciado esta aquí, ahora puede dar el... El anuncio que me comento que era de carácter urgente para las Hermanas...— Dijo la Madre Irene, sospechando un poco del protector de la Catedral. Frollo agradeció en una reverencia a la Madre Irene, fijando su vista nuevamente en Aliceth. Satisfecho de haberle sembrado una pizca de inquietud a la novicia más problemática de Notre-Dame, Frollo se dirigió al resto de las monjas con su atención escrutadora.

—Buenos días, espero no haberlas interrumpido o que mi visita fuese inoportuna. Se que todas ustedes son responsables y serviciales— Comentó Frollo con un dejó de ironía en su voz — ¿Qué sucedería si no fuesen como tal?

Aliceth logró notar a la Hermana Eulalia con un nerviosismo igual o peor que el de ella. Una pequeña mueca aspirando a ser una sonrisa quería nacer de sus labios. Regocijándose de que estuviera sufriendo, Eulalia se lo merecía, pero la satisfacción duró poco, rápidamente reemplazada por la inquietud al ver el peligro potencial no sólo en ella, sino en el resto de sus Hermanas.

—Siempre que las veo me recuerdan al rebaño del Señor, pequeños corderos inocentes, dóciles y devotos, recordando su lugar dentro de un sitio tan sagrado como la Casa de Dios...

Frollo descendió lentamente de los escalones de piedra, andando entre las aterradas monjas, sus pasos resonando en la hierba. Con las manos en la espalda y la mirada rígida y escrutadora, empezó a caminar entre las novicias como un lobo acechando corderos, provocando estremecimientos de miedo a su paso, dejando un rastro de soberbia y tiranía, por más insignificante que fuese su caminata.

—Siempre en un rebaño, todos los corderos saben cuál es su lugar dentro de ellos, así como ustedes saben su lugar en el convento...—Frollo enfatizó la última oración, dirigiéndose a la Hermana Eulalia, la cual estaba temblando como animal indefenso, temiéndole al Juez y que convirtiera su amenaza en realidad. Frollo continuó caminando entre ellas.

—Pero todos sabemos que hay ovejas que se desvían del rebaño...— En ese momento, detuvo su paso y se mantuvo por detrás de la Hermana Aliceth, la cual evitaba con todas sus fuerzas voltear hacia atrás —¿O me equivoco? — Giro su rostro al resto de las mujeres mientras que Aliceth se mantenía quietecita, sin atreverse siquiera a respirar. Las sores intentaron negar con la cabeza, susurrando tímidos "no" entre dientes.

—Correcto, todas ustedes están en lo correcto— Sonriendo cínicamente, alejándose de la novicia pelirroja, Aliceth pudo respirar apenas él se fue de sus espaldas. Aun así, a pesar de sentir un ponderoso dolor en su cuello y hombros después de la presión, logró verlo delante de ella. Miró su espalda oculta en su toga, el lazo carmesí de su birrete danzar en el aire. Sin esperarlo, Frollo decide lanzarle una mirada por encima del hombro, atrapándola con la guardia baja.

Apretando su puño, Aliceth intentaba controlarse, al final de cuentas, su último encuentro fue extraño, Frollo dándole consejos, haciéndola jurar, incluso señalándole algunos futuros enemigos.

—...Pero como un vulgar dicho entre la plebe, justos pagan por pecadores. Temo que, por algunas ovejas negras del rebaño, todas ustedes serán castigadas. Se me ha informado recientemente del comportamiento de dos novicias. Una de ellas ha roto un par de sus votos, lo cual ya ha sido corregido...

Aliceth ahogó un pequeño grito, ¿Votos rotos? ¿Pero de que estaba hablando? ¡Si ella sólo tardó en llegar al convento! ¿Qué versión le habrán dicho a él? Alguna que debía de demeritarla, por supuesto.

—Y que otra novicia haya osado en torcer el juicio de sus superiores para dar un castigo a su gusto da mucho de qué hablar de este convento— La Hermana Eulalia ahora se sentía presa, que esa amenaza se le iba a cumplir. La Madre Irene no tenía palabras para expresar lo irritada que se sentía, Frollo diciendo las cosas al azar como si nada de la reunión que tuvieron ellos dos junto con el Arcediano, temas que debían de ser discretos.

—Me sorprende de su Madre Superiora, ¿Acaso ella habrá perdido el control? ¿Le habrá quedado grande el papel de la Madre Abadesa de esta abadía?

La Madre Irene quedo sin habla y sin respirar al escuchar la osadía de Frollo. Este sonriendo cínicamente entre dientes, y con desfachatez, continuó con su discurso.

—Como protector de esta Sagrada Catedral, no toleraré esta clase de insolencias, ustedes deben de guardar respeto a Dios, Nuestro Señor, ¡Ustedes deben de guardar respeto a Notre-Dame de París! A raíz de estas dos situaciones, todas recibirán la sanción de estar encerradas por dos días en sus alcobas en completo ayuno y oración, todas tendrán que purificar su alma —Frollo en voz alta sentenciaba la pena entre las incrédulas novicias —Sólo saldrán de sus alcobas para las tareas básicas del convento, pero nada excepcional fuera de estas reglas. Me aseguraré de que cada una de ustedes reflexionen y razonen que no pueden faltar a sus votos jurados ante Dios...— Y al girar para observar el panorama, su vista se fijó en una alterada Aliceth —...Espero comprendan que es por protegerlas, porque ustedes son las Esposas de Jesucristo, y una buena Esposa no avergüenza a su Esposo

Frollo puntualizó la última frase, señalando a la tierra con su dedo, reforzando su carácter frente a todas las Hermanas. —Todo esto es por su bien, quiero que se vuelvan las novicias piadosas que espero verlas convertir, y sí se deben de ser confinadas, así será

Un jadeo ahogado recorrió a las novicias al escuchar la cruel e injusta sentencia de Frollo. Algunas bajaron la mirada con resignación, otras aun temblaban de miedo, ni siquiera querían ver el rostro de satisfacción y falsa compasión de Frollo hacía las sores. La Hermana Eulalia había palidecido, pero suspiró de alivio al saber que el ministro de Justicia no iba a cumplir su amenaza.

Aliceth en cambio, sintió la indignación crecer dentro de ella. Apretó sus puños y los labios, luchando porque su enojo no saliera a flote de su ser para no provocar más líos de los que ya había, cualquier palabra empeoraría las cosas. De reojo, vio el rostro compungido de la Madre Irene, impotente como el resto de sus Hijas.

El ambiente, que en un principio era cálido y lleno de entusiasmo fue reemplazado por una sensación fría, todas le temían a la ira de Frollo, pesaba sobre ellas como una losa de piedra. Ninguna se atrevía a alzarle la mirada.

Ninguna excepto Aliceth, quién se encontraba más frustrada, a saber los rumores falsos que dijeron de ella. Aliceth sentía rabia y vergüenza a la vez.

Cuando Frollo, con esa sonrisa impúdica se alejó de las novicias, se acercó a la Madre Abadesa y le dijo que la esperaría para tratar más cosas respecto a la Catedral.

La Madre Irene ordenó a las novicias que cumplieran con lo dicho por el Juez, incapaz de llevarle la contraria, y desapareció junto con él.

Mientras se retiraban, Aliceth observó cómo se iban, pero a los pocos segundos, pudo sentir la mirada de reproche de algunas de sus Hermanas sobre ella. Aliceth se daba cuenta que todos la juzgaban. Recordó lo dicho por la Hermana Eulalia, recordó cuando la acusó frente a todas que Aliceth era la culpable de sus males, y esto sólo fue la cereza del pastel, provocando que todas la culparan por el castigo colectivo.

Aliceth intentó mostrarse serena, aunque el peso de los ojos acusadores de las novicias la hicieron encogerse. Ella no había hecho nada malo, y estaba recibiendo la antipatía de sus Hermanas por culpa de un malentendido entre ella y la Madre Irene, más la lengua venenosa de la Hermana Eulalia que empezó a emponzoñar al resto.

Aliceth apretó sus puños, ¿Acaso ese veneno llegó incluso con Frollo? Porque la evidenció frente a todas que era la monja que había roto sus votos, fruncía el ceño, a saber qué fue lo que el Juez Frollo hubiese escuchado de ella para que le considerara impúdica. Soltando un suspiro de su garganta hecha nudo, hizo acopio de todas sus fuerzas para no derrumbarse ahí mismo y alejarse del resto de sus Hermanas.

Finalmente, con pasos quedos y cabizbajas, se digirieron a cumplir el cruel e injusto castigo.

...

Mientras Frollo caminaba a la par de la Madre Irene por la sacristía, pensaba seriamente sobre lo ocurrido en los jardines del convento. Las semillas de discordia que había sembrado tiempo atrás por fin creían, florecían y le estaban dando frutos: Ver a Aliceth siendo rechazada por el resto de sus Hermanas, haciéndoles creer que ella tuviera la culpa de los inconvenientes y deslices de la Abadía. Ciertamente era una escena triste, una jovencita siendo rechazada por las demás por cosas de las que tal vez no tenía la culpa, pero a pesar del desconsuelo que podría estar pasando su novicia favorita, realmente era satisfactorio para Frollo.

Días atrás, después de haber tenido ese primer sueño febril con Aliceth, dándose cuenta lo mucho que su ser la necesitaba, se propuso a que, si quería que su monja de fuego fuera para el solo, tendría que tener toneladas de paciencia, y de esas toneladas, trazar de poco a poco un camino de confianza entre él y Aliceth, para que la dulce e ingenua novicia cruzara por ese camino dorado y finalmente, cayera a la trampa de Frollo: A sus brazos.

Frollo continuaba trazando a pinceladas invisibles su plan.

—Su Señoría...— Dijo la Madre Irene aun andando hasta llegar a la oficina de la sacristía, distrayendo a Frollo de sus planes en construcción —Se que usted ha sido bastante atento con todos los cuidados y demandas que ha tenido Notre-Dame...— Y al cerrar la puerta, los reclamos empezarían —Pero ministro Frollo, lo que hizo hoy en el jardín fue imperdonable. Ha puesto en duda mi autoridad y capacidad frente a mis Hijas, y eso fue un acto ruin ¿Qué pretende con minar mi posición como la Madre Abadesa de este convento? ¿Qué gana con hacer esas bajezas?

La Madre Irene realmente se encontraba indignada respecto a lo sucedido, lo cual provocó que Frollo esbozara una fría sonrisa —Oh, estimada Madre, créame que no lo hice con segundas intenciones, sólo he señalado lo evidente. Como Protector de esta Catedral, sería muy irresponsable de mi parte ignorar los problemas disciplinarios que manchan el honor de este convento, ¡Sólo fue mi deber tomar medidas adecuadas!

—¿Las medidas adecuadas? No se atreva a decir que fue por deber cuando he notado que ha sembrado cizaña y rumores malintencionados entre mis Hijas— La Madre Irene replicó al borde de la ira —No se que busca con debilitar mi liderazgo, no se si lo hace para tener más control sobre este lugar, ¡Pero no se lo permitiré!

—¿Tomar control? ¡Sería incapaz! Sólo le estoy ayudando, como dice el proletariado, "echarle una mano", veo que tiene problemas con la disciplina del lugar y sólo hago mi trabajo aquí... Tenga claro que, si usted no pone mano dura sobre este lugar, hablaré seriamente con el Arcediano sobre su autoridad sobre las Hermanas, sobre todo las más problemáticas...

Dicho esto, el juez giró sobre sus talones y se alejó con paso firme, satisfecho de crear dudas en ella. La Madre Irene se quedó de pie, temblando de indignación.

No podía perder su liderazgo, no después de todo ese tiempo. Debía de descifrar el juego de Frollo, y el porque de sus acciones.

...

En la penumbra de la noche, apenas iluminada por unas cuantas velas de los candelabros que decoraban la oficina de la sacristía, la Madre Irene se encontraban aun en esta, sus manos sudando, una fuerte y punzante migraña en su cabeza. Aún recordaba esa platica con el ministro Frollo, no queriendo abandonarla, rebobinándola, debía de saber de algún detalle que había dejado pasar en alto, algo escurridizo que se le haya escapado.

Se escuchó que tocaron la puerta, y la Madre Abadesa levantó su rostro —Madre, ¿No ha ido a descansar? ¿Qué no ha visto la hora?— El buen Arcediano se encontraba ahí, sorprendido de encontrar a la Madre Irene aún recluida en su escritorio.

Sabiendo que podía al fin contar con un apoyo, la Madre Irene se puso de pie y se dirigió con él.

—Arcediano, me alegra que aparezca, por favor, dejemos nuestras diferencias a un lado, debo de comentarle de una situación que ocurrió el día de hoy...

El Arcediano, quién se encontraba aun sentido después de la reunión que tuvieron en el pasado ellos dos con el ministro de Justicia, asintió al ver la preocupación en la cara de la pobre Madre Abadesa.

Sin esperar a más, la Madre Irene empezó —Arcediano, ha ocurrido una grave situación dentro del convento. Como si tuviese alguna autoridad que fuera más allá de nosotros, Frollo mandó a castigar a todas las novicias

El Arcediano abrió sus ojos, suspicaz y pasmado ante las palabras de la Madre.

—¿Qué? ¿Frollo? ¿Con que derecho?

La Madre Irene, la cual empezó a andar de un lado a otro en la oficina, con sus manos temblorosas y su voz madura algo sacudida, continuó:

—Se cree que puede hacer muchas cosas sólo por ser considerado Protector de Notre-Dame, ¡Pero no entiendo porque ha sembrado la discordia entre mis hijas!

Durante la plática, la Madre Irene relató al Arcediano lo que ocurrió en el jardín con todos sus detalles: La tranquilidad antes de aparición de Frollo, las novicias volviéndose temerosas y tensas al ver la presencia del juez, el caminar osado y soberbio entre las monjas, y al final, la descripción del castigo a todas y a cada una de ellas.

El Arcediano intentaba calmar a la Madre Irene, soltando pequeñas frases estando de acuerdo con ella, pero simplemente ella no podía dejar sus preocupaciones de lado. —No entiendo que es lo que Frollo pretende con eso, declarar frente a mis Hijas que no soy una buena Madre, ¿Qué es lo que le sucede?

—El Juez Frollo tiene esos comportamientos avaros y usureros, cree que por ser el Ministro de Justicia de París puede tener control por toda París, incluyendo Notre-Dame

—No puede ser...— La Madre Irene se llevaba dos dedos a su ceño, preocupada a más no poder. Entonces, recordó un pequeño detalle, algo que tal vez el Arcediano pudiera detectar algo que ella no —¿Sabe algo? Recuerdo que en medio de todo, Frollo, antes de soltar el castigo, mencionó las acciones de dos novicias sin decir sus nombres, excusándose que por esas acciones todo el convento recibiría su sanción: Mencionó las acciones de la Hermana Eulalia cuando se entrometió en nuestra plática y...— Cada vez, la Madre Irene estaba arrepentida de haberle hecho caso a su sugerencia del Cuarto sin Luz—...Y a la Hermana Aliceth, señalando que había roto sus votos de novicia... Se que la Hermana Aliceth cometió algunas faltas al reglamento del convento, pero no la creo capaz de haber hecho tal bajeza a su juramento...

La Madre Irene aún consumida por el desosiego, intentaba pensar claramente si estaba haciendo lo correcto como Madre Abadesa o no. Sin embargo, el Arcediano, quién conocía un poco mejor la naturaleza del juez Frollo, empezó a compartir una zozobra diferente al de la Madre Irene, detectó que, tal vez, toda esa discordia y cizaña sin aparente sentido del juez realmente tuviese un detrás.

—Debemos de vigilar a Frollo cada vez que vuelva aquí...— Dijo el Arcediano, la Madre Irene, secándose algunas lagrimas de angustia, vio la determinante mirada del Arcediano —Frollo no es capaz de hacer actos de esta índole sin recibir un beneficio a cambio

—¿Qué? ¿A que es lo que se refiere?

—Puede que sus intenciones sean otras...— El Arcediano no se atrevió a decir en voz alta que tal vez las intenciones del Juez fuesen la novicia más problemática de Notre-Dame —...Es por eso que debemos de estar al tanto de sus acciones dentro de la abadía...

—¿Qué otras intenciones podrían tener el Juez Frollo?

El Arcediano no tenía el corazón de decirle a la Madre Irene, y el ver su estado alterado, sería imprudente cargarle más inquietudes a la pobre Madre Abadesa.

—Lo descubriremos conforme sucedan los días, pero tengamos discreción frente a Frollo, no puede sospechar que lo tendremos en la mira...

La Madre Abadesa, asintiendo, estuvo de acuerdo con el Arcediano, ambos concertaron que cada vez que Frollo llegase a Notre-Dame tuvieran un ojo sobre él, saber las verdaderas intenciones de sus actos de discordia en la Sagrada Catedral.

...