XIII: Pañuelo de lágrimas

Aliceth se convirtió en el rechazo del convento, el fantasma del que nadie querría encontrarse al final del pasillo oscuro, la piedra en el zapato que no te deja en paz y te incomoda por el resto de tu paseo. Eso se convirtió María Aliceth Bellarose después de haberse pronunciado el castigo colectivo a la Abadía.

Todas parecieron acordar de que el convento empezó a desmoronarse desde la llegada de Aliceth a este, su espíritu rebelde, su naturaleza torpe y su atracción a la mala suerte hizo que condenaran al noviciado.

Desde el primer segundo del correctivo, todas parecieron haber congeniado y concordado en aplicarle a la monja pelirroja la ley del hielo. Ni una sola le dirigía la palabra, ni siquiera en asuntos pertinentes a sus labores cotidianas propias de la Iglesia.

Aliceth podía sentir cuando rezaba sola en la Capilla de la Abadía algunos susurros de sus Hermanas, y fingía no prestar atención pero podía escuchar las palabras silentes.

"¿Te das cuenta que todo esto es por su culpa?", "Desde que llegó aquí no ha causado más que problemas", "Debieron de darse cuenta que iba a estropear muchas cosas desde que arruinó El Banquete de la Misericordia", "He escuchado que no estaba segura de ser monja, ¿A qué viene aquí?", "Dicen que rompió sus votos de monja y por eso la castigaron en el Cuarto Sin Luz, debió de haberse perdido por algún lugar", "¿Y nosotras porque tenemos que cargar con la culpa de que haya ido a pecar a saber dónde y a saber con quién?"

Esos eran algunos susurros que Aliceth logró acumular en su mente, volviéndose ecos infinitos, dejaba de rezar, llevándose sus manos al rostro, dejando salir algunas lágrimas dolorosas en silencio. Y antes de salir de la capilla, pedía perdón a Dios y se lavaba su cara con el agua bendita de la pila, para no evidenciar su llanto.

Fueron días sin que nadie le dirigiese la palabra, y quizá sólo la Madre Abadesa lo hacía para recibir sus labores. Pero cuando se trataba de trabajar en equipo, ni una sola de sus Hermanas le dirigía la palabra, ignorándola.

Cuando el tiempo del castigo fue levantado, la ley del hielo seguía persistente en Aliceth, la cual, a pesar que le dolía en su corazón, pretendió acostumbrarse a la soledad. Prefería pasearse por los jardines del convento sola, rezar sola, preparar sus propios alimentos y comer sola, acomodaba las flores a los altares sola, regando agua sobre sus pétalos, y a veces, podía pasarse minutos ver los pequeños capullos, esperando verlos florecer. Era obvio que no sucedería, pero Aliceth buscaba consuelo incluso en las pequeñas cosas.

A pesar del dolor, siempre intentaba ser la monja servicial cuyo el mundo entero esperaba, aun si ese mundo la ignoraba. Ayudaba a los feligreses que venían por un consejo, escuchaba sus problemas y ella les daba la orientación que necesitaran.

Cuando Aliceth se encontraba sola en la capilla y nadie más estaba a los alrededores, cerraba las puertas y las aseguraba. Rezaba a Dios, pidiéndole permiso de hacer una locura, y empezaba a volver a bailar como había aprendido con los gitanos, esa pequeña escapada que le costó unos azotes y espinas en su espalda, pero si estaba sola, tenía que aprender a acompañarse. Sólo se detenía cuando hacía un movimiento brusco y su espalda le pedía parar.

En una de esas ocasiones que se la pasó bailando dentro de la capilla al grado de que el tiempo pasó volando, Aliceth notó su retraso y dejó atrás el templo. Llegó apresurada a su alcoba sólo para encontrar una desagradable sorpresa: En la mesa donde solía escribirle a su familia se encontraba su biblia, desde ese momento supo que las cosas iban mal, su biblia la tenía guardada bajo su almohada para leer de ella antes de dormir. Aliceth tomó la biblia en sus manos y se percató que estaba mojada. Alguien entró directamente a escabullir sus cosas y arruinarlas.

Algunas lágrimas recorrieron sus mejillas al caer en cuenta que eso fue un acto de vileza de parte de sus Hermanas. Abrazando su biblia, Aliceth se sentó en su cama, dejando escapar algunos sollozos, ese libro fue el último regalo de sus padres antes de dejar su natal Alsacia a París, a su vida de novicia. Su alma pidiendo socorro, María se puso de pie y apresuradamente se sentó en su mesita, tomó una pluma, la entintó, agarró una hoja y empezó a escribir una carta a sus padres. Estaba harta, cansada y frustrada, se encontraba en un destierro donde no era bienvenida por nadie, caminando en una línea delgada, temiendo tropezar y caer al vacío.

Las palabras salían de la punta de la pluma, su vocación religiosa, sus votos, Aliceth quería proseguir con el deseo de sus padres a pesar de la adversidad y penuria, pero tampoco se sentía capaz de poder continuar el exilio al que fue forzada a entrar, y como las pocas cosas a las que se aferraba como la bondad de los creyentes, la naturaleza y belleza de Notre-Dame y los bailes clandestinos poco a poco le eran insuficientes, aferradas a ellas como tablas en medio de la mar, pero temía que la tempestad y la furia del océano, que era la indiferencia y el rechazo colectivo, le hicieran resbalarse y caer a las profundidades.

Aliceth rogó aunque sea una visita de ellos, de algunos de sus hermanos, algo que le hicieran recordar que estaba en el lugar correcto, algo que le hiciera recordar que su fe no podía quebrantarse, necesitaba una pizca de cariño que le hiciera recordar que ella era amada. Algo que le hiciera recordar que si valía la pena, a pesar de sus errores y equivocaciones.

Pequeñas gotas provenientes de los ojos de María caían directamente al papel y la tinta, arruinándola un poco. Aliceth se limpiaba sus mejillas y párpados, intentando escribir sus pesares y desasosiegos. Al acabar la carta, María la leyó completa y respiró profundamente. Esperó a que secara tanto las tintas como las lágrimas. Tomando otra hoja para hacerla sobre, metiéndola su carta en este y sellándola con cera, Aliceth se puso de pie y respiró profundamente.

Para su buena suerte, al salir de la abadía, se encontró con el mensajero, el cual recogía las cartas de algunas novicias. Aliceth se quedó de pie, observando todo, y sólo así se quedó, el mensajero agradeciendo al resto de las novicias y saliendo de Notre-Dame. Aliceth por alguna razón quedo parada y paralizada, no fue capaz de estirar su brazo y darle su propia carta al mensajero.

Aliceth regresó con lentos pasos a su alcoba, y al encerrarse de vuelta en ella, se quitó el velo, liberando su melena roja. Recargada contra la pesada puerta, Aliceth cerró sus párpados y trató de darle sentido a su irracional miedo de entregar su carga al mensajero.

Tal vez se vería demasiado débil pedir ayuda, tal vez decepcionaría a sus padres por pedirles ayuda y volver a ser una carga para ellos, tal vez la carta podría perderse y caer en manos equivocadas, y nuevamente podrían exhibirla al intentar "romper sus votos". Aliceth, sintiendo un aire de derrota alrededor suyo, se deslizó por la puerta hasta quedar sentada sobre el frío suelo de piedra. Recargándose contra la madera, Aliceth intentó buscar más razones de su bloqueo, pero sabe que al final, fue pura cobardía, se conocía a sí misma, era muy asustadiza en situaciones donde ella tenía que tomar una decisión, y esa no fue la excepción.

Aliceth guardó la carta bajo su almohada, y una vez a solas, se abrazó a sus piernas y se esforzó que sus sentimientos no salieran a flote, aunque estuviese en un lugar seguro.

Ese sabotaje le estaba afectando más de lo que podía soportar, y Aliceth no se sentía capaz de continuar, su resiliencia se le estaba agotando.

La tarde siguiente, Aliceth barrió con desgano fuera de la Catedral, el frío Otoñal dejándose aparecer de poco a poco. Anhelando distraerse de su mente, alzó su mirada al cielo, los matices rosados y dorados del crepúsculo lucían más radiantes que nunca. Observó alguna bandada de aves viajando al horizonte, contrastando sus siluetas oscuras contra el firmamento y las nubes rosas que decoraban.

Aliceth deseó ser parte de una de esas aves, volar junto con ellas, escapar a un lugar mejor. Imaginó estar en lo alto de la torre más alta de Notre-Dame, con sus brazos extendidos, sintiendo de su espalda salir un par de alas que rozaban contra el viento. Luego, dar un salto al vacío y dejarse llevar por la brisa a un mundo más tranquilo, a un lugar al que pudiera llamarle hogar y ser ella misma de vuelta.

Sus ojos castaños se humedecieron ante esa imposible fantasía. Una sonrisa triste naciendo de sus labios. Disimuladamente, se frotó con el dorso de su mano para contener las lágrimas y volver a su tarea de barrer la entrada. Debía ser fuerte.

La distraía novicia se encontraba tan sumida en sus pesares y en el paisaje paradisiaco que el cielo le daba, que no se dio cuenta que Claude Frollo llegaba a Notre-Dame montando en su corcel negro, Snowball. Frollo observó a su monja favorita, sola y distraída, justo como esperaba encontrarla. Claude sonrió para sí.

La oportunidad de tener a María Aliceth para él solo, aunque fuesen algunos minutos, no iba a desaprovechar su oportunidad. Guardando sus ansias, bajó de Snowball y se acercó a paso cauteloso a sus espaldas. Una vez detrás de ella, esperó el tiempo necesario para que su monja de fuego se percatase de su presencia.

No duró mucho su espera, cuando Aliceth terminó de vislumbrar el paisaje giró para entrar a Notre-Dame, sin contar que se toparía de frente con Frollo. Ahogó un pequeño jadeó y su vista fue a su rostro, ya que el juez era un poco más alto que ella.

—Buenas tardes, Hermana María— Frollo saludó, pretendiendo que los eventos pasados jamás sucedieron. La nada agradable sorpresa para Aliceth, ¿Cómo se atrevía el infame Frollo dirigirle la palabra después de todo lo que provocó? La impresión fue reemplazada con enojo, dándole la espalda, pretendiendo seguir barriendo la entrada.

Frollo levantó una ceja a la peculiar conducta. Y no toleraba esos extraños cambios de humor.

—Veo que, a pesar de ser una benevolente sor y señorita de buen renombre, se te ha olvidado lo básico como los modales…

Aliceth continuó barriendo, ignorando al Juez, y a este no le gustó para nada ese desdén. Al ver que no obtendría respuesta, caminó hasta ponérsele al frente a la novicia —…Y usted ya debe saber de sobra que no soporto las faltas de respeto— Frollo advirtió con profunda seriedad, esperando a que Aliceth le dirigiese la palabra al final. Aliceth, que lo vio de reojo a medias, prolongó su labor doméstica, incluso en los pequeños lugares donde ya había barrido. Fue tan poca la paciencia del juez, que Frollo volvió a ponerse frente a ella y le arrebató la escoba de sus manos.

En un principio, Aliceth sintió un atisbo de miedo al sentir la imposición de Frollo cuando le quitó su escoba, pero aquel conocido instinto de siempre darle pelea al Juez regresó a ella. Volteando sus ojos y exhalando escandalosamente a propósito, María le respondió —No le debo respeto a quién no se lo ha ganado, ¡Y le recuerdo que le dije en el pasado que no tolerare tampoco sus faltas de respeto! — Dicho esto, Aliceth volvió a tomar con poca delicadeza su escoba de las manos de Frollo, una mirada nada amable a él y dirigiéndose de vuelta dentro de la Catedral.

—Insolente…— Antes de que Aliceth entrara, Frollo se interpuso entre ella y la puerta —…Recuerdo perfectamente lo que me dijo esa ocasión, pero no recuerdo haberle faltado el respeto como usted dice

Naciéndole de su pecho, Aliceth soltó una carcajada fuerte y sarcástica, y regresando a su seriedad inicial, perpetuó:

—Me parece que usted no tiene la memoria tan perfecta como dice…— Aliceth se acercaba desafiante a Frollo —…Me parece recordar que usted dijo frente a todo el convento que rompí mis votos cuando no tiene pruebas respecto a ello— Aliceth caminaba hacía Frollo, sin dejarse de él y sus palabras —Y me parece que justo la noche en que le dije que no toleraría más sus faltas de respeto esa noche me tiró al suelo en su urgencia de salirse de aquí, ¿O me equivoco?

Frollo estuvo a punto de reclamarle y negarlo todo, pero un atisbo de culpabilidad golpeó su pecho al rememorar la forma en que la empujó aquella noche y sin querer, provocar su caída. Sin embargo, su enorme ego no le permitió pedir una disculpa, o quizás sí, una a medias, y nada convincente.

—Hermana María, lamento si aquella noche le hice perder el equilibro en mi apuro por retirarme…— Aliceth escuchó atenta a la disculpa de Frollo, más sus dientes tensos, encogiéndose pesadamente de hombros y las palabras atorándose en su garganta —… No fue mi intención lastimarla, pero debe comprender que me encontraba abrumado en ese momento, además, no creo que un tropiezo deba ser remarcado como falta de respeto o maltrato…

Frollo levantó las manos, soltando una sonrisa incomoda, esperando la aceptación de sus disculpas. Ella quedó en silencio por segundos, los cuales fueron eternos para Frollo, volteó su vista otra vez.

— No sé ni para qué me molesté en esperar una sincera disculpa. Es claro que el gran Juez Frollo nunca aceptará haberse equivocado

Y sin más, dándose por vencida con el Juez, Aliceth se adentró en la Catedral. Frollo, orgulloso que era, no iba a aceptar un "No" por respuesta. Apurándose a ir detrás de Aliceth, continuó atosigándola.

—Le he dado mis más sinceras disculpas, ¿Por qué osa no aceptarlas?

—Porque no fueron sinceras disculpas, su excelencia— Soltaba Aliceth con algunos toques sarcásticos en su voz que sacaban de sus casillas a Frollo, pero terco, fue caminado a la par de Aliceth.

—¡Como se atreve a cuestionar mi sinceridad! ¡Monja desagradecida! ¡Te he dado el privilegio de darte una disculpa! ¡Pocos reciben eso!

—Y aun así, temo que tiene el mismo valor que una moneda de cobre— Volvió Aliceth a soltar sin filtros en su boca. Frollo, dejando escapar un poco de su furia, tomó el brazo de Aliceth y rápidamente la jaló a un pasillo aledaño de la Catedral, uno donde nadie los viera.

Una vez ahí, Frollo la agarró de los hombros y la forzó a verlo a los ojos.

—¡Debería de estar agradecida de que el ministro de Justicia de París se rebaje a pedir perdón a una simple monja como usted!— Replicó Frollo, su paciencia agotándose.

Aliceth no esperaba que el Juez la agarrara así y casi la sometiera. Ojeando a todos lados, esperando que nadie los hubiera visto, Aliceth le susurró entre dientes.

—¿Qué usted ha perdido la cabeza? ¿Qué demonios le pasa?

—Cuidado con esa lengua y sus maldiciones, recuerde que está en Notre-Dame

—Le recuerdo lo mismo a usted, estamos en Notre-Dame, y ese no es un comportamiento digno de su Protector…

Aliceth y Frollo seguían peleando, aunque fuesen entre silencio y a susurros, aún a pesar de sus diferencias guardando el respeto a su Catedral.

—¡No me iré de aquí hasta que acepte mis disculpas!

—¡Y yo no aceptaré sus disculpas hasta que sean verdaderas!

Frollo, con el temple al borde de abismo, no tenía ni idea a donde quería llegar con Aliceth, la quería para él, pero el ver que la Aliceth de la vida real no era nada parecida a la Aliceth de sus fantasías, lo hacía sentirse incluso consumido. Quería que Aliceth se amoldara a la dulce María de su cabeza, que dejara su rebelde espíritu de lado, sólo por él.

—¡Acéptelas!

—¡No!

Harto de la necedad y la resistencia de María, en un arrebato de ira, Frollo tomó a Aliceth de sus hombros y sin medir sus fuerzas, la arrinconó contra la pared del pasillo, sus rostros quedando a centímetros de distancia. Aliceth, impactada y sorprendida, no dejándose dominar por el miedo, trató de apartarlo con desprecio.

Sólo hasta ese momento, con tan intima cercanía, a ambos se les ocurrió calmarse, sus respiraciones agitadas volviéndose pacificas, pero sin dejar de verse a los ojos. La furia los abandonaba, pero no del todo. Aliceth, la primera en estar tranquila (a medias), al darse cuenta que prácticamente se encontraba entre el cuerpo de Frollo y la pared, trató hablar.

—¿Por qué ha actuado como un animal?

Frollo, quién tragó saliva, serenándose, reconociendo que tal vez ese arrebato pudo haber asustado a Aliceth, se enderezó. Intento acomodar su birrete, cuál fue su sorpresa que, en medio del furor, cayó de su cabeza. Aun así, sostuvo su mano contra su cabello blanco y jaló algunos mechones.

—No lo sé…— Admitió derrotado. Cabizbajo, Claude era incapaz elevar su visión a la de Aliceth, más de su boca salieron palabras que ella no esperó escuchar en su vida: —Hermana María… Le ruego que me perdone. Este comportamiento es inexcusable, no sé qué oscuros impulsos se apoderaron de mi para actuar de forma tan impropia…

Inhalando y exhalando, Claude Frollo se disculpó con sinceridad, soltando su propio cabello.

Algunos segundos de silencio que eran eternos para Frollo, no dejaba de ver las baldosas blancas y negras debajo de ellos. Aliceth sólo podía percibir que ese arrepentimiento era genuino.

—Sus disculpas son aceptadas…— Claude elevó su rostro, una parte de él sorprendido y la otra parte de él, alivianado —Pero… Ha de saber usted que estas disculpas son por este extraño desaire que ha tenido. No por el resto de cosas que usted ha hecho contra mí… Y sólo lo disculpo porque... Se que esta es una disculpa real

A pesar que pudiera arruinar el momento, Aliceth sintió que debía aclarar ese importante punto. La frustración volvió a Frollo, pero ya no tenía fuerzas para continuar discutiendo con Aliceth.

Dejando escapar aire, Claude Frollo preguntó entre sus dientes tensos —¿Por qué no puede aceptar mis otras disculpas?

—¿Por qué no puedo? Jesucristo… ¿Tiene idea de lo ha provocado con sus falsas acusaciones?

Empezando por ello, Aliceth se alejó un poco para sentarse en una banca cercana a ellos, sus codos encima de sus rodillas, su vista a los pies. Frollo la miró sentarse y poco a poco se acercó a ella.

—¿Se refiere al castigo colectivo? Debe de entender que fue por su bien…

—¿Nuestro bien?— Aliceth soltó con ironía, una sonrisa triste escapando de sus labios —¿Tiene idea de lo que ahora todos en el convento me creen? ¡Una mujer impura y desvirtuada! ¡Soy la monja que rompió sus votos!

—Fue la versión que se me dio, que usted tardó en volver al convento y no quiso dar explicaciones del paradero en el que estuvo

—Oh, ¿Quién le dijo eso? ¿La idiota de Eulalia?

—La Madre Irene. La Hermana Eulalia quiso mencionarlo, aunque…— Frollo intentó no reírse al recordar cuando amenazó falsamente a Eulalia con llevársela al Palacio de Justicia —… Bueno, sus palabras no tenían validez para mi

Aliceth miraba a Frollo, y una parte de ella quería seguir reprochándole al Juez por sus falsas acusaciones, aunque inesperadamente, empezó a sincerarse con el:

—Pues, la que le haya dicho eso es mentira…— Bajó su rostro —Yo no he roto mis votos, hice un sacramento ante Dios, y aunque me cuesta hacerlo cada vez más, no sería capaz de romper un juramento

Frollo quién esperaba sólo escuchar acusaciones, prestó atención y frunció el ceño al detectar salidas de la boca de Aliceth

—Hermana María, ¿He escuchado bien? ¿Acaso dijo que le cuesta cumplir su juramento de novicia?

Aliceth, quién se mordió la lengua por abrirse con aquel Juez que sólo le era un dolor de cabeza, Aliceth se llevó las manos a su rostro.

—Es que usted no me va a comprender nada…— Aliceth dijo a la defensiva.

El Juez en cambio, al notar que quizás Aliceth le diría algo fundamental y valioso para su siniestro plan, se acercó a ella, al grado de sentarse a su lado.

—Si no me dice nada, no la comprenderé, pero estoy dispuesto a escucharle…

La joven monja se encontró en un profundo dilema. Una parte de ella, probablemente su corazón, le pidió la necesidad de desahogarse y contarle a alguien las penurias que la agobiaban. Pero otra parte de su ser, su raciocinio, dudaba en abrirle su corazón precisamente a Frollo, el causante de gran parte de esos sufrimientos que ahora la angustiaban.

Sin embargo, Aliceth se dio cuenta que, en realidad, no tenía a nadie más para hablar de esos temas que pesaban en el corazón. Había perdido la confianza de expresarle eso a la Madre Irene. No quería agobiar al bondadoso Arcediano con sus dramas personales, suficiente trabajo ya tenía con dirigir a la Catedral. Y ni se dijera de sus Hermanas, todas y cada una de ellas le dieron la espalda.

Aunque era inconcebible para ella, Frollo era el único disponible para escucharla. Aliceth midió en su cabeza los pros y contras de usar a Frollo como confidente de sus problemas. Él fue el culpable de su desgracia, pero también le mostró arrepentimiento y le dio una sincera disculpa. Además, esas heridas de su corazón y alma ya pesaban mucho, era hora de pedir ayuda para sanarlas.

Con su garganta temblorosa, Aliceth miró a Frollo, y dudándolo un poco, empezó a relatar los últimos episodios dolorosos.

—Desde que nos castigaste a todas… Pues, mis hermanas me han estado despreciando, no me hablan para nada y hasta las escucho siseando a mis espaldas pensando que no me doy cuenta. Dicen cosas horribles de mí, incluso suponen que…— Aliceth soltó un bufido, no quería continuar con esa parte que le avergonzaba, la parte donde su reputación estaba manchada —Reconozco que no he sido la mejor monja últimamente, y sé que he cometido demasiados errores, pero todo el mundo me lo recalca y remarca a cada momento, y me he hartado al grado que…— Lanzó un bufido más profundo y se llevó una mano a su frente —¿Soy tan mala monja que todo el mundo tiene que recordármelo siempre?

Frollo atendía cortésmente a Aliceth al escuchar sus infortunios, y al escuchar la pregunta, se dio cuenta que el momento que tanto esperó al fin llegó.

Aliceth estaba concentrada en aguantar las lágrimas que no se percataba que era objeto de estudio para Frollo y sus calculadores planes. Valoraba meticulosamente cada expresión dicha por ella.

Aliceth aún tenía sus pupilas contra las baldosas bicolores de la Catedral cuando sintió una mano sobre su hombro. Giró a Frollo, el cual en sus orbes había un rastro de comprensión y entendimiento.

—María, mi niña…— Frollo suspiro, entrando al juego —…No puedo negar lo que has dicho. Es verdad que Notre-Dame en sus años de existencia había acogido a una monja tan… Peculiar, como tú. Ciertamente has cometido demasiados errores como, incontables calamidades de las que he sido testigo, pero estoy de acuerdo en que has sido severamente juzgada por personas que… Bueno, no tiene siquiera el permiso de hacerlo…

Aliceth no pudo evitar sentir un galopeo en su pecho al escuchar a Frollo llamarle por su primer nombre, y después, usar el mote de "mi niña". Parpadeó confundida ¿Qué fue aquello? Nunca le había pasado algo así antes.

Frollo se pudo dar cuenta del sonrojo en las mejillas de Aliceth y sonrió para sí, su plan estaba materializándose frente a sus pupilas, Aliceth confiando en él, poco a poco. Mientras Aliceth trataba de averiguar que fue esa extraña reacción, Frollo tomó delicadamente su mentón, cosa que la hizo sonrojarse aún más.

—No tengas vergüenza, mi María— Frollo dijo en una voz servicial, casi amistosa —Debes de saber que, en lo que me sea posible, estarás a salvo. Yo te protegeré de los males que te aquejan aquí…

—¿C-Como usted va a protegerme?— Aliceth susurró con una misteriosa timidez que se apoderó de ella. Frollo soltó una pequeña risa al oír su duda.

—Pequeña, permítame refrescarte la memoria de que protejo a esta Catedral y si me concierne, puedo meterme en los asuntos más íntimos de esta, eso incluye también tus asuntos…

Aliceth sentía que la afirmación de Frollo debía de ser verdadera, aunque su corazón se dividía en dos: "Cuidado con ese hombre, no sabes sus verdaderas confabulaciones" y en "Él es que único que nos ha escuchado".

—P-Pero, ¿Por qué se molestaría conmigo? ¿Por qué molestarse en ayudarme?— Preguntó con voz trémula, tragando saliva.

—Ya te lo he dicho, puedo meterme en los asuntos más íntimos y delicados de esta Catedral…

Aliceth, al escuchar la afirmación, no pudo evitar soltar una carcajada triste.

—¿Le cuento un secreto algo gracioso?— Frollo, quién encorvó sus cejas al escuchar la sarcástica risa, asintió —Ni siquiera quería ser monja, esa fue la decisión de mis padres…

Frollo al escuchar tal confesión, tuvo que admitir que le complació más de lo debido. Así que su novicia favorita no tenía real vocación a la vida de Dios, y lo que en realidad deseaba era libertad. Un retorcido regodeo emergía desde lo más profundo de Frollo, podría usar esa debilidad a su favor.

"Conque una novicia a la fuerza... esto facilitaría enormemente mis planes... Ahora sé de dónde provenía ese espíritu rebelde de mi hermosa María"

Con falsa compasión, Frollo concibió rápido un discurso para calmar a la pobre Sor.

—Comprendo lo que dice, es duro cuando el destino no se elige. Pero Aliceth, debe de comprender que la obediencia es su deber, y romper los votos tendría consecuencias fatales, y no desea decepcionar a sus padres, ¿No es así?

Aliceth negó con la cabeza más otras lágrimas empezaron a mojar sus pestañas.

—Es por ellos que he aguantado tanto tiempo aquí, a pesar de todo…

El mentón de Aliceth no pudo evitar temblar al recordar a sus padres y finalmente, se quebró frente a Frollo. No le importó si era una persona que aborrecía con el alma, era el único que podía verla en ese instante.

A la vista de Aliceth, se le fue tendida un pedazo bordado de tela fina. Aliceth elevó su rostro, Claude le estaba ofreciendo su pañuelo para secar sus lágrimas.

Ella, tratando de acallar sus sollozos para que no se hiciesen eco y no llamar la atención de curiosos, estiró su temblorosa mano. Frollo bajo toda esa fachada de hombre benevolente e indulgente, se ocultaba la oscura alma de este deleitándose de conocer la parte más vulnerable y sensible de Aliceth.

Cuando ella tomó el pañuelo, sus dedos rozaron con los de Frollo. Una sacudida de energía recorrió a ambos. Aliceth sintió una chispa recorrer su espina dorsal ante ese contacto fugaz. En Claude, sintió que lo poco que lo tocaron los dedos de la joven novicia dejó un rastro de fuego sobre su piel, ardiente y vibrante.

Aliceth rápido tomó el pañuelo, procurando en secar sus ojos y mejillas. Claude en cambio, ocultó su mano tentada con la otra, tratando de rememorar la sensación de los dedos de Aliceth en los suyos.

Después de algunos instantes en que Aliceth pudiera calmar su respiración y controlarla, suspiró y miró a Frollo.

—Gracias…— Susurró tímidamente pero a la vez, agradecida, finalmente, una sonrisa genuina nacía de sus labios. Claude contenía la respiración al darse cuenta que esa dulce sonrisa iba dirigida a él, era para él, su novicia, su María favorita, ella le estaba regalando esa sonrisa.

"Gracias", quedó grabado a fuego en la mente de Claude, se escuchaba tan cálido e íntimo. Tan suyo. Suya.

Aliceth sintió algo extraño, era como si alguien al fin la viera a través de ella.

Claude se atrevió a erguir su mano al rostro de Aliceth, con el pretexto de acomodar el mechón rebelde de Aliceth. Aliceth no hizo nada, no se alejó ni lo intentó detener, sólo dejó que hiciera lo que muchos otros hacían, guardar su mechón por dentro del habito.

Pero Claude, en realidad, su sentido del tacto anhelaba conocer el cabello de María Aliceth. Su mano tembló al tocar su cabello por primera vez. Sintió los cabellos rizados entre sus yemas, suaves, delicados. Al guardarlo, Claude tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no acariciar el rostro de Aliceth.

Los dos quedaron mirándose a los ojos, la cercanía entre ambos se tornó tan íntima. Ninguno quería renunciar a aquello que estaba germinando.

El sonido de unos pasos apresurados obligó a Aliceth y a Frollo a romper el encantamiento, estar alertar, levantarse de la banca y separarse. Quien llegaba era la Madre Abadesa, la cual buscaba a Aliceth. La Madre Irene dispuesta a regañarla una vez más por tardar en barrer la entrada de Notre-Dame.

—¡¿Aliceth?! ¡¿Dónde te has metido?! ¡Espero que no te hayas distraído otra vez con…!

Al doblar la esquina, la Madre Irene se detuvo en seco, topándose con una singular escena que la inquietaría: Su desastrosa novicia y el imponente Juez, frente a frente de pie, pretendiendo no haber tenido una cercanía que se percibía íntima.

Aquel regaño murió en su garganta. La Madre abadesa no supo que decir, sólo estaba sorprendida de encontrarlos solos, muy cerca el uno del otro. No tardó en llegar un silencio incómodo que se apoderaría del ambiente.

La severa mirada de la Madre Irene escaneó de pies a cabeza a Aliceth, notando sus mejillas y nariz roja, esa misma mirada evaluó a Frollo. Tuvo que valorar a sus alrededores y al barrer el suelo con los ojos, estos se detuvieron en el birrete caído del Juez.

Un leve fruncido fue su única reacción.

—Madre Irene— Frollo dijo, sonriendo y pretendiendo que nada ocurrió entre él y Aliceth, haciendo una reverencia a la Madre Abadesa, aprovechando para tomar su birrete y levantarlo del suelo, poniéndoselo de vuelta—Lamento la demora, me encontraba con la Hermana Aliceth conversando trivialidades… Estaba despidiéndome de ella

—Ya veo…— La Madre Irene respondió suspicaz, quién no le quitaba el ojo de encima a Frollo. Había una extraña sensación que podía presentir la Madre, algo no se sentía bien en ese pasillo, no se sentía correcto, algo deshonesto se suscitó entre el Juez Frollo y la novicia Aliceth y ellos tratatab de encubrirlo —Aliceth, regresa a la abadía…— Ordenó a Aliceth fríamente.

Aliceth, asintiendo, caminó fuera del pasillo llevándose la escoba consigo, no sin antes voltear a ver a Claude, pidiéndole con la mirada que por favor, no olvidara lo que sucedió entre ambos.

Frollo ratificó y Aliceth se fue caminando rápido. La Madre Irene vigilando su retirada, buscando algún signo que le atribuyera a su sospecha. Él estaba por hacer lo mismo, cuando la propia Madre Abadesa lo detuvo aclarando su garganta —¿Qué estaba haciendo con la Hermana Aliceth? — Frollo no pudo evitar soltar una pequeña carcajada, sólo para confundir a la Madre Abadesa, la cual parecía esperar a que Frollo confesara algo.

—Sólo conversábamos Madre

—¿Conversar? ¿Y porque en el suelo estaba su…?

—Madre, con todo respeto, soy un hombre de honor, con valores inculcados en la palabra de Dios. Si insinúa que pudimos haber hecho algo, está en lo incorrecto, le tengo un gran respeto a Notre-Dame… y a la Hermana Aliceth también…

Frollo elevó su rostro en gesto soberbio frente a la Madre Irene, entre lanzando sus dedos, una sonrisa descarada en su rostro.

La Madre Irene, a pesar de la desconfianza dentro de ella, no pudo llevarle la contraria a Frollo, aunque tomó las riendas del asunto, dispuesta a zanjarlo.

—Se que usted es un hombre pío y moral, pero le pido de favor que se abstenga de reunirse con la Hermana Aliceth a solas de vuelta. Más que nada, evitar malentendidos

La sonrisa de Frollo se borró de su rostro.

—Comprendo sus inquietudes, Madre, y si eso le parece pertinente, no soy nadie para negármele... Si me disculpa, tengo que atender asuntos en el Palacio de Justicia. Ser ministro de Justica es un oficio bastante ocupado…

Con una reverencia conclusiva, Frollo se encaminó a la salida de Notre-Dame, no sin antes sonreír, una sonrisa maliciosa y triunfante. María Aliceth Bellarose estaba más cerca de caer a la trampa de sus brazos, y eso sólo fue el comienzo. Tenía que seguir tejiendo su plan, su telaraña para atrapar a la novicia aliciente, cual polilla seducida por la llama.

Aliceth regresó a su alcoba con sus sentimientos revoloteando como mariposas en primavera, pensando muy profundamente sobre la conversación en que ella y Frollo tuvieron. Se dejó caer de espaldas en la cama, procesando.

Sólo al relajarse en su lecho se dio cuenta del pequeño detalle que se había quedado con el pañuelo de Frollo. Sostuvo el pedazo de tela fino en sus manos, curiosa, se adentró más en sus cobijas y se recostó sobre su almohada para observar los detalles. Un pañuelo blanco como la nieve con bordados escarlatas, entre las figuras bordadas, se encontraban las letras C.F; Las iniciales de Claude Frollo.

Aliceth pasó su dedo sobre esas letras carmesí. Se hizo la nota mental de regresarle su pañuelo a Frollo apenas se reencontrará con él, pero por alguna razón que no hallaba lógica (Y ni quería buscarla), seguía paseando sus dedos por la tela, sintiendo la suavidad y finura. Jugó con el lienzo algunos segundos más.

De boca arriba, llevándose el pañuelo a su pecho, Aliceth no paraba de pensar en las palabras que Frollo y ella se compartieron, saber que Frollo no se burló de ella cuando le contó sobre toda su tempestad dentro del convento, más al abrir su alma.

Y a respuesta, que le haya ofrecido algo tan personal en un hombre: Su propio pañuelo.

—No es tan horrendo como creía…— Aliceth susurró, sorprendiéndose a sí misma al escucharse hablar de eso, y una risita tímida saliendo de su alma. No sabía qué hacer con sus oleajes del corazón, todo ese caos afectivo era confuso, pero a la vez, sentía que era el nacimiento de algo nuevo.

Aliceth metió una mano a propósito dentro del griñón, y sacó su mechón rebelde, aquel mechón que Frollo acarició.

"¿Qué me está pasando?"

Aliceth bufó y trató de serenarse, intentó recordar todas las diferencias que tuvieron antes, recordar quién era realmente Claude Frollo, aunque era difícil volver a condenarlo luego de haber abierto su corazón, contar sus inquietudes y que él no hiciera mofa de ellas.

De repente, María escuchó que tocaron a su puerta, pero lejos de golpes suaves, parecían llamados urgentes. Aliceth escondió el pañuelo de Frollo debajo de su almohada y se puso de pie, alisando su habito y acomodando su mechón.

Aliceth abrió la puerta, la Madre Irene del otro lado.

Escuchó que tocaron a su puerta, pero lejos de golpes suaves, parecían llamados urgentes. Aliceth escondió el pañuelo de Frollo debajo de su almohada y se puso de pie, alisando su habito y acomodando su mechón, Aliceth abrió la puerta, la Madre Irene del otro lado.

—Madre— Haciendo una reverencia rápida, Aliceth dejó pasar a la Madre Irene a su habitación, cerrando la puerta detrás de ella —D-Debe de estar aquí p-por no que no limpié a-a tiempo l-la tierra de la entrada de C-Catedrall— Aliceth dijo tímida, llevándose sus manos al frente.

Pero ese era el menor de sus problemas.

—¿Qué estabas haciendo con el Juez Frollo en ese pasillo?

Aliceth, quién parecía no comprender lo que intuía la Madre Irene, ella respondió con naturalidad.

—E-Estábamos conversando, Madre— Aliceth quiso explicarse, confundida —Hablábamos de los eventos recientes del convento, sobre el castigo colectivo que nos puso días atrás…

Aliceth respondió con una verdad a medias, no se atrevía a decirle lo que Frollo y ella compartieron en aquel lugar, esa conversación, aunque no fue indebida en ningún aspecto, Aliceth la sentía tan secreta, tan propia de ella y él, que debía de ser sagrada, guardarse para ella lo acontecido en ese pasillo.

A pesar que trataba de lucir calmada, pequeños vestigios de nerviosismo se manifestaron en Aliceth, cosa que la Madre Irene no dejó pasar en alto. Sin medirse y usando su rigor, la Madre Irene recriminó a Aliceth.

—María Aliceth Bellarose, ¡Mentir es una falta grave y forma parte de los siete pecados capitales!— La Madre Irene clamó, atrapando inadvertida a la pobre Aliceth, la cual incluso dio algunos pasos atrás al escuchar el alarido de su Madre Abadesa.

—¿Q-Que? — Aliceth tartamudeó aturdida.

—¡Escúchame bien Aliceth: Se impuso un castigo colectivo a todas tus hermanas por tus malos actos! ¡¿No lo quieres comprender?! ¡Hay rumores sobre ti! ¡Rumores que aseguran que has fallado a tus votos de novicia! ¡Eso es gravísimo!

—P-Pero usted sabe que eso es menti—

—¡Lo que quiero decirte Aliceth es esto: No alimentes a esos rumores!

—¿Qué? ¿Qué quiere decir con...?

—¿Por qué estabas hablando a solas con el ministro Frollo? ¿Por qué estaban apartados de todos, en un lugar donde nadie dentro de Notre-Dame los viera? Y sobre todo, ¿Por qué todo ese secretismo al encontrarlos?

Aliceth quedó muda al escuchar las acusaciones de su propia Madre Abadesa, ni siquiera tenía las palabras para explicarse, más al cobrar conciencia de que la Madre Irene estaba insinuando de que algo más sucedió entre ella y el Juez.

—¡N-No! ¡Madre! ¡Yo sería incapaz de…!

—¡Entonces demuéstralo! ¡Respétate! ¡Respeta a tu cuerpo, tu dignidad y honor, tu novicio y a tu Catedral que es la casa de Dios! ¡No seas impúdica Aliceth! ¡No se te ocurra profanar tu castidad y decencia!

Aliceth se quedó estupefacta al escuchar esas acusaciones de la Madre Irene, palabras que pretendían ser consejos pero sonaban a viles sugerencias.

—¡A partir de ahora, tienes prohibido a hablar con el ministro Frollo! ¡Y aunque él lo pida, ustedes dos no volverán a reunirse para conversar! ¡Lo harán bajo supervisión mía o del Arcediano! ¡Pero jamás solos!

Incapaz de defenderse de los embates de su Madre Abadesa, Aliceth sintió que el mundo se le venía encima.

—P-Pero madre…

—¡Sin Peros! Eres una novicia, Aliceth. Te has consagrado a Dios en cuerpo y alma, No puedes andar en actos impuros ni rumores deshonrosos. Eres esposa de Cristo, tu cuerpo y alma le pertenecen solo a Él. Considera el daño que le haces al buen nombre de esta venerable abadía. Notre-Dame no merece ser mancillada por murmuraciones sobre la imprudencia de sus novicias…

—¡Que yo no hice nada con el Juez Frollo!— Aliceth al fin logró hablar, su voz indignada, sus manos hechas puños, sus retinas aguantando lágrimas de rabia. —Madre, sé que he cometido demasiadas faltas y errores, pero le ruego que no piense mal de mí, yo no haría nada indebido dentro de Notre-Dame ni mucho menos con el Juez Frollo— Aliceth se defendió, no le importaba si era de vuelta llevada al Cuarto Sin Luz, tenía que aclararse con la Madre Irene antes de que sus percepciones sobre ella se hundieran en el abismo — Le juro por mi fe que soy completamente casta en pensamientos, palabras y obras. Le ruego que tenga fe en mi virtud…

La quietud se apoderó del ambiente de la pequeña habitación de la novicia, el silencio se volvió tan inosportable que, sin decir más, La Madre Irene salió de la alcoba, dejando a una alterada Aliceth atrás.

A pesar de que Aliceth fue firme y clara en su postura, defendiendo su honor y honradez, La Madre Irene tenía más elementos y pruebas para sospechar de ellos, dudas empezaron a despuntar de su mente,ninguna bastante alentadora para su novicia menos favorita.

Una vez a solas, Aliceth aseguró la puerta bajo llave, se arrancó el griñón de su habito y se enredó entre sus sábanas. Temblorosa bajo estas, Aliceth se esforzó por calmar su agitada respiración. La sensación de enojo quedó atascada en ella, no era fácil deshacerse de esos sentimientos abrazadores.

Al notarse empapada de sudor, más una que otra lágrima de rabia salir de sus ojos, Aliceth sacó de su escondite el pañuelo de Frollo. En un intento de rememorar la calidez del pasado, Aliceth empezó a pasarse el paño por sus retinas y mejillas.

Estaba demasiado agotada y árida para pensar con claridad del súbdito cambio de sentir por Frollo, sólo cerró sus párpados, su cabeza recostada contra la almohada, su mano sosteniendo el pañuelo de seda con bordados escarlatas.

Quizá mañana se levantaría y reflexionaría sobre su inquietudes y agitaciones internas.

O quizás no.