XIV: Neblina púrpura
El galopeo insaciable del imponente y oscuro frisón anunciaba a los guardias del lúgubre Palacio de Justicia la llegada de su dueño. Con un trote elegante, Snowball se detenía a las afueras del Palacio. Bajando del caballo, Frollo ordenaba inmediatamente que fuera puesto en su caballeriza especial, y que no quería ser molestado esa noche.
Esa noche sería especial puesto que… Tenía mucho que festejar.
Sus pasos resonando en los fríos corredores de piedra. Una sonrisa imperceptible se dibujaba en sus labios. Había tenido un encuentro bastante prometedor con la Hermana Aliceth; esta batalla la tenía ganada, faltaba conquistar la guerra.
Y no faltaba mucho para vencerla.
Al adentrarse en la cámara que le pertenecía y cerrar la puerta tras sí, Frollo dejó escapar una risa de satisfacción. Buscando en su cava el vino con la mejor cosecha, agarró la botella junto con una copa de plata, vacío el líquido oscuro y se dio el gusto de tomarse un largo sorbo.
Dulce, el vino era tan dulce como su casi victoria, dulce como la inocente monja que caería en sus garras
—Pobre Aliceth…— Murmuró Frollo para sí mismo con falsa lastima, sorbiendo un poco más del licor tinto —…Tan sola y desolada. Nadie le brinda amistad ni consuelo, nadie desea ser su amistad… Ha tenido que volcar toda su confianza y esperanzas en mí, su eterno rival
Una maliciosa sonrisa se ensanchó de sus labios.
—Sigue confesando tus tormentos en este confidente, dulce María. Pronto, serás eternamente mía…
El solitario festejo del Juez fue tan exaltado, que se salió de control para el mismo, reía a carcajadas, hablaba solo con libertad, sin filtros en su boca que detuvieran palabras nada propias para un riguroso hombre de fe. La prudencia y el recato habían abandonado su mente nublada por vapores etílicos y pensamientos pérfidos.
Casi se bebió toda la botella en menos de dos horas y su cuerpo reaccionó de una manera diferente al que esperaba. La visión borrosa no le dejaba andar recto. A su falta de coordinación y equilibrio, Frollo intentaba conseguir un lugar que no fuera el suelo para soportar el mal rato. El calor de la chimenea más su propia calidez fueron fastidiosos para el Juez, en un intento desesperado por refrescarse, se quitó con torpeza su distintiva toga oscura, cayendo al suelo de piedra, junto con su birrete.
Los pasos se volvieron lentos, prosiguiendo con cuidado a pesar de su estado de embriaguez, y mientras seguía buscando un asiento logró escuchar el eco de unas risas femeninas resonando en las paredes. Frollo giró, reconociendo esa voz, sin encontrar más que su propia soledad.
Logró llegar a su diván, dejándose caer de espaldas, gruesas gotas de sudor perlaban su frente y cabello plata, empapando el resto de su cara, haciendo que su ropa se pegara incómodamente a su cuerpo. Dándose cuenta que el sudor se tornaba exagerado, buscó desmañadamente su pañuelo, para encontrarse con la sorpresa de que no estaba en sus bolsillos.
—¿Huh?— Frollo se dijo a sí mismo, y se resignó a darlo por perdido.
La borrachera daba fuertes estragos a su cuerpo, algo a lo que claramente no estaba acostumbrado.
Entrecerraba sus ojos, su pulso acelerado, Frollo dormitaba. Su sueño iba y venía, no dejándolo dormir completamente.
Su festejo se le salió de las manos, pero con saber que pronto estaría sosteniendo a su monja de fuego entre sus brazos le importaba poco las consecuencias de su ebriedad. Abrió sus pupilas al volver a escuchar aquella risa, y esta vez, la pudo ver.
Cercana a su chimenea, entre una neblina gris y lavanda, la María Aliceth de sus sueños volvió a manifestarse para él.
Su María de pie, su cabello recogido nuevamente en una delicada cola, sus rizos cayendo en sus hombros, adornándolos. Esta vez, usaba un vestido púrpura con bordados platas, nada decoroso. Frollo ahogó un pequeño suspiro, embelesado al verla portar ese color que pocos tenían el privilegio de usar.
—María…— Frollo susurró.
Aliceth caminó lentamente a donde Frollo descansaba, mostrando sus pies descalzos con cada paso. Se podía sentir un resplandor divino alrededor de ella, un aura sagrada que Frollo estaba dispuesto a profanar, y a la vez, no se sentía con el valor para hacerlo.
La respiración de Claude se volvía agitada cada vez que Aliceth se acercaba, sus manos temblorosas, ansiosas por tocarla. Claude estaba deslumbrado por ver a su dulce María dirigirse a él, sin tener idea de qué hacer cuando estuviese a su lado.
Aliceth llegó al diván y se sentó al borde de este. En su tímida sonrisa, Aliceth se reía un poco de la reacción nerviosa de Claude.
—¿Por qué estás asustado?— La coqueta Aliceth dijo, mientras miraba entusiasmada a Claude, el sólo parpadeó al darse cuenta de su estado.
—¿Qué no lo ves? Estoy dispuesto a pecar por ti…— Frollo susurró, tragando saliva.
—Eso ya lo sé, pero… no te veo tan dispuesto como dices…— Aliceth susurró, paseando uno de sus dedos por la camisa de Claude, escapándole de sus nerviosos labios un jadeo —¿Es por tu compromiso por Dios por el que temes tanto?
Claude Frollo odiaba admitir que, a pesar de tener a su divina tentación a sus pies, seguía siendo eso, una tentación que incitaba al pecado.
—No tengas miedo, esto se siente tan bien, y algo que se siente bien no tiene por qué ser pecado— La Aliceth de sus sueños se agachó, susurrando a su oído, tratando de convencerlo —Aunque, admito lo mucho que me gusta verte nervioso por mi
Un escalofrío atravesó a Claude, más un jadeó pronunciado al sentir el dorso de la mano de Aliceth acariciar su mentón. Cerró sus ojos, tenía sus dudas sobre si realmente eso era un pecado o no.
El cuerpo de Claude reaccionó antes que su razón, y las manos de él se dirigieron a la cintura de Aliceth, invitándola al diván, a sentirse cómoda junto a él. Aliceth no pudo evitar una expresión de inocencia sorprendida, aunque en la comisura de sus labios se curveaba una sonrisa que mostraba el regocijo de que el Juez cediera a sus instintos.
Entre el deseo y el temor al pecado, las manos de Frollo sostuvieron la cintura de su novicia favorita con fuerza y la empujó al diván, subiéndose sobre ella. Aliceth ahora se veía indefensa pero igual de deseable. Los orbes de Frollo disfrutando como ahora ella estaba debajo de él, saboreando tenerla a su merced. Tomó su rostro y la besó intensamente. Un beso ardiente que sabía a gloria, mientras que sus manos paseaban por el cuerpo de la doncella.
Al separar sus bocas, Aliceth sonrió y empezó a deshacer algunos cordones de su vestido, más Claude la detuvo.
—No, mi María, aun no deseo ver tu cuerpo…— Susurró con voz grave —Quiero disfrutar de ese momento cuando realmente estés conmigo…
La dulce Aliceth de sus fantasías hizo un puchero de decepción, pero sonrió complacida. Valía más lo insinuado y no lo exhibido.
Después de algunas caricias prohibidas, besos en la curvatura del cuello de la joven mujer y suaves gimoteos de parte de los dos amantes, el ministro, no pudiendo más por el creciente deseo sobre su amada pelirroja, levantó las faldas de su vestido y se adentró entre sus piernas. Desabrochó sus pantalones y mirando directamente a los ojos castaños de su amante, Claude reclamó a su María, fusionándose con ella en ardiente necesidad.
Se entregaron el uno al otro, dichosos y pasionales, y aunque Frollo sabía que todo esto era parte de una lasciva fantasía, se sentía tan real todo, su voz, sus manos en su espalda, sus piernas enroscándose en su cintura, su cabello cayendo sobre los cojines del diván. Su voz clamando su primer nombre.
Esa noche, sólo eran él y su María.
A las horas, pasando el efecto del vino y calmando el poder de su imaginación, Frollo abría sus ojos, aturdido. Frollo dejó escapar un jadeo de molestia al sentir su cuerpo adolorido y su cabeza con un dolor muy punzante.
Intentó sentarse en el diván, pasando una mano por su desarreglado cabello, quejándose de su malestar. Pero, al recordar el dulce sueño de anoche, no pudo evitar recostarse boca abajo, cerrar sus párpados y tener pequeños vestigios de su fantasía nocturna.
Pasando las manos por el terciopelo escarlata, Frollo abría sus pupilas, recordando al tener a Aliceth a su merced. Un pequeño pensamiento no lo dejó tranquilo, ¿Sería capaz de anteponerse ante su miedo al pecado? ¿O temería justo antes de entregarse a ella, justo como en sus fantasías?
Sería un pequeño debate que tendría consigo mismo durante algunos días.
Molesto, Frollo exhaló contra el cojín del diván. No podía empezar a cuestionarse teniendo a su Aliceth tan cerca de su meta. Pero aquel deber religioso empezó a recordarle que él era un hombre de fe que no podía rebajarse a vulgares actos lujuriosos.
"No tengas miedo, esto se siente tan bien, y algo que se siente bien no tiene por qué ser pecado"
Resonaron las palabras de la Aliceth de sus fantasías. Frollo frunció el ceño, no sabía a quién debía de seguir, si a su propia María o a su sentido religioso.
Frollo negó molesto con la cabeza, enojándose consigo mismo. Eso no importaba, tenía que seguir con sus planes a pie. Aliceth sería suya, ya luego se preocuparía si eso era pecado o no.
Se quejó de la jaqueca, tomó su toga y birrete del suelo, y se dirigió a su habitación. Ordenaría que le prepararan un baño caliente para relajarse y comenzar a medias su día como ministro de Justicia.
Se puso de nota mental no volver a pasarse de copas.
…
Si los días dentro del convento para Aliceth eran insoportables, ahora eran aberrantes.
Claro, continuaban las constantes miradas de desaprobación a su persona, los cuchicheos a sus espaldas, las hermanas continuaban con el cero contacto hacía ella, evitar relacionarse con la monja desastrosa lo menos posible. Podía a veces escuchar entre los pasillos la voz irritante de la Hermana Eulalia bramando cotilleos, muchos inventados por ella, para seguir desprestigiando a Aliceth.
A esas alturas, Aliceth ya estaba en cierto modo acostumbrada, malamente.
Pero ninguna de esas maldades era comparada a la frialdad de la Madre Irene desde aquel incidente con el Juez Frollo. Durante esos últimos días la había reprendido constante y duramente, incluso por errores minúsculos. A veces, durante las oraciones en grupo, la Madre Irene solía predicar algunos pasajes de la biblia, pero sin esperarlo nadie, sermoneaba acerca de la importancia de la obediencia a la palabra del Señor, y constantemente soltaba miradas subrepticias a María Aliceth, miradas que otras novicias notaban.
En alguna de esas reuniones, tuvieron la oportunidad de ser acompañadas por la placentera presencia del Arcediano, donde todos, en una reunión bastante amena y disfrutable, relataban de ciertos pasajes bíblicos, recordando de vez en cuando Las Sagradas Escrituras.
—Nuestra ciudad es grande, podemos decir que está llena de fieles al Señor de todas las clases, desde el más rico al más pobre. Y menciono esto porque me gustaría recordar a los menos privilegiados, a aquellos que no tienen un techo ni cama, y no saben si ese día tendrán un plato de comida. Hablemos de las personas menesterosas y como nosotros tenemos la responsabilidad de Dios de acoger a los necesitados. Recordemos a Isaías 58: del 6 al 8…
Todas las novicias tomaron sus biblias y abrieron sus páginas. Aliceth abrió su propia biblia, cuyas páginas estaban arrugadas y algunas letras borrosas, ella puso a secar su biblia y recuperarla, negándose a deshacerse de ella a pesar de la maldad ocurrida contra esta. Reunidas alrededor del Arcediano, sentadas e iluminadas con la luz de la vela, el compasivo Arcediano continuó con la lectura:
—¿No es este el ayuno que yo escogí: desatar las ligaduras de impiedad, soltar las coyundas del yugo, dejar ir libres a los oprimidos, y romper todo yugo? ¿No es para que partas tu pan con el hambriento, y recibas en casa a los pobres sin hogar; para que cuando veas al desnudo lo cubras, y no te escondas de tu semejante? Entonces tu luz despuntará como la aurora, y tu recuperación brotará con rapidez; delante de ti irá tu justicia; y la gloria del Señor será tu retaguardia…
Todas escuchaban atentamente, sonriendo y algunas susurrando "Amén" mientras que el Arcediano detenía la lectura
—Por eso debemos siempre proteger al pobre, vestirlo, darle pan y cuando se nos es posible, darle acogida en el hospicio de la abadía. Recordar que todos tenemos lugar en el Reino del Dios, pero siempre procurar ese lugar primero para nuestros hermanos más vulnerables en la viña del Señor…
Todas las Hermanas asintieron entre sí, las sonrisas se hicieron más grandes, más algunas afirmaciones a la escritura narrada por el Arcediano. Él se encontraba tranquilo y alegre de ver a todas sus Hijas Unidas.
Continuaron con un par de lecturas referente al tema, y una vez acabado el turno, el Arcediano preguntó quién quisiera ser la siguiente.
—Podemos hablar de todos los temas que ustedes quieran, hijas mías, no teman en hablar
—Arcediano…— Escuchó la voz de la Madre Irene —…Hay algunos pasajes que me gustaría volver a repetir con las novicias
—Oh, excelente Madre Irene. Prestemos atención a su Madre Abadesa, debe de ser bastante interesante lo que tenga en mente
Sentándose en una silla cercana al centro, el Arcediano le cedió su lugar a la Madre Irene, la cual llegó con su biblia en mano. Las hermanas guardaron silencio en expectativa.
—Hijas mías, estuve repasando las Sagradas Escrituras por estos días y me di cuenta que hay versículos que no debemos olvidar jamás, pues nos recuerdan el sagrado deber de obediencia que tenemos ante Dios y sus siervos - dijo con voz grave.
Pasó las hojas de la Biblia hasta llegar a un punto marcado.
—Efesios 5: del 3 al 5: Pero que la inmoralidad, y toda impureza o avaricia, ni siquiera se mencionen entre ustedes, como corresponde a los santos. Tampoco haya obscenidades, ni necedades, ni groserías, que no son apropiadas, sino más bien acciones de gracias. Porque con certeza ustedes saben esto: que ningún inmoral, impuro o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios…
Algunas novicias asintieron, confundidas, no esperando aquellos versículos presentes esa reunión.
—Eso nos dice que ustedes recuerden lo que se necesita para ser merecedora del reino de Dios. Pero también, recordemos las consecuencias de lo que conllevaba la inmoralidad, impureza y avaricia en aquellos tiempos de la creación de las Sagradas Escrituras…
Mientras la Madre Irene hojeaba rápido a alguna otra hoja marcada, el Arcediano fruncía con cierta preocupación su ceño. Todas intuían cual sería la lectura. Incluida Aliceth.
Al llegar al versículo indicado, la Madre Irene volvió a tomar la palabra:
—Deuteronomio 22: del 13 al 21… Leyes sobre la moralidad… Cuando alguno tomare mujer, y después de haberse llegado a ella la aborreciere, le pusiere algunas faltas, y esparciere sobre ella mala fama, y dijere: Esta tomé por mujer, y me llegué a ella, y no la hallé virgen; entonces el padre de la joven y su madre tomarán, y sacarán las señales de la virginidad de la doncella a los ancianos de la ciudad, en la puerta. Y dirá el padre de la moza a los ancianos: Yo di mi hija a este hombre por mujer, y él la aborrece; y, he aquí, él le pone tachas de algunas cosas, diciendo: No he hallado tu hija virgen; pero, he aquí las señales de la virginidad de mi hija. Y extenderán la sábana delante de los ancianos de la los ancianos de la ciudad tomarán al hombre y lo castigarán;y le han de multar en cien ciclos de plata, los cuales darán al padre de la joven, por cuanto esparció mala fama sobre una virgen de Israel; y la ha de tener por mujer, y no podrá despedirla en todos sus dí si este negocio fue verdad, que no se hubiere hallado pruebas de virginidad para la joven,entonces la sacarán a la puerta de la casa de su padre, y la apedrearán con piedras los hombres de su ciudad, y morirá; por cuanto hizo locura en Israel fornicando en casa de su padre; así quitarás el mal de en medio de ti…
Al momento que la Madre Irene terminó de recitar, un pesado silencio abrumó a la sala. Algunas miradas se clavaron en Aliceth cual filosos cuchillos. Bajó la mirada, con tal que nadie viera su cara enrojecerse y su alma entrar en furia. La gota que derramó el vaso fue ver a lo lejos a una irritante Hermana Eulalia, riéndose por lo bajó. Fue suficiente para que Aliceth buscase a toda velocidad un versículo que recordó al instante.
El Arcediano no tenía ni idea de cómo dirigir la situación, que se volvió tremendamente incómoda.
—E-Err…— Balbuceando, intentó expresar algo, cuando fue interrumpido por la Madre Abadesa.
—Eso antes se hacía a la mujer cuando era inmoral y se faltaba a ella misma al respeto. Amable recordatorio sobre la importancia de sus sagrados compromisos de obediencia y castidad
La Madre Irene estuvo a punto de alejarse del centro, para que el Arcediano le diera la palabra a alguien más, cuando una mano se elevó por encima del resto de las monjas.
—A-Aliceth— El Arcediano tartamudeó, quién temía que el momento de paz de volviese uno de caos —¿T-Te gustaría…?
—Si, Arcediano, me encantaría continuar con la sesión, tengo un versículo que me gustaría compartir con las demás — Aliceth se levantó de su asiento, ante la mirada sorprendida de todas, incluida la de sus superiores. Con la escritura en mano, en su arruinada biblia, Aliceth pronunció:
—Este es bastante reflexivo, y para gusto personal, se está convirtiendo en uno de mis favoritos… Juan 8 del 1 al 11… Y Jesús se fue al monte de las Olivas. Y por la mañana volvió al Templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces los escribas y los fariseos le traen una mujer tomada en adulterio; y poniéndola en medio, le dicen: Maestro, esta mujer ha sido tomada en el mismo hecho, adulterando; y en la Ley de Moisés nos mandó apedrear a las tales. Tú pues, ¿Qué dices? Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia abajo, escribía en tierra con el dedo. Y como perseveraban preguntándole, se enderezó, y les dijo: El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y volviéndose a inclinar hacia abajo, escribía en tierra. Oyendo pues ellos esto, redargüidos de la conciencia, se salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros, y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Y enderezándose Jesús, y no viendo a nadie más que a la mujer, le dijo: ¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Y ella dijo: Señor, ninguno. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.
Todas las Hermanas quedaron anonadas, con la quijada en el suelo y atónitas, el Arcediano sentía que se iba a desmayar de los nervios y la incertidumbre, y ni se dijera de la Madre Irene, quién quedó en un silencio atónito, pues acababa de ser confrontada con nada más ni nada menos que las propias palabras de Jesús.
Definitivamente, el más grande acto de rebeldía de la Hermana María Aliceth Bellarose.
—Arcediano, Hermanas; La Madre Irene tiene razón. La desobediencia y la inmoralidad son graves pecados. Pero también lo es la crueldad y la falta de compasión a tu prójimo… No seamos igual que los fariseos que condenaban a la mujer adúltera, yo creo que somos mejor que eso…
Otro silencio arrasador, Aliceth matando cualquier intento de humillación, burla o siseo a ella, a su reputación y a su dignidad.
Abrazando su biblia, levantándose del asiento, Aliceth reverenció a todos alrededor
—Con su permiso, me retiro a rezar a mi alcoba. Que Dios les de sabiduría para guiarnos dentro de este convento, y también para continuar con esta sesión
Y sin decir más, Aliceth caminó fuera de la estancia, dejando boquiabiertos a todas con su audaz arrojo.
Después de algunos pasos sin atreverse a mirar atrás, Aliceth se adentró en su alcoba. Nuevamente se quitó el griñón y se paseó sus dedos en su frente y cabellera. Dejándose caer al suelo y sentándose en este, Aliceth soltó un suspiro pesado.
Aunque cada vez le salía más magistral, sus defensas se le estaban acabando, y su resiliencia se encontraba al borde. Aliceth se abrazó a sí misma, pero antes de siquiera llorar y desahogarse en silencio, buscó debajo de su almohada la carta a sus padres donde les rogaba que le dieran el permiso de renunciar al convento.
Pero se encontró con algo más personal: El pañuelo de Frollo. Cruzando sus brazos en el colchón, arrodillada a este, volvió a jugar con ese pañuelo, secándose una que otra lágrima traicionera que escapaba de sus ojos.
Aliceth rezó un poco antes de dormir, y al hacerlo, lo hizo con su biblia entre sus brazos, y su biblia envuelta en aquel pañuelo de seda.
…
Esa noche, en las oficinas de la Abadía, se suscitaría una conversación embarazosa entre dos personas.
—Madre Irene, ¿Me puede explicar qué fue lo que ocurrió durante la lectura de las Sagradas Escrituras?
Un aún sorprendido Arcediano preguntaba a la Madre Irene, la cual aún estaba sentida por lo ocurrido ahí.
—Sólo di un versículo para recordarle a todo su lugar como novicias. Que la Hermana Aliceth se lo haya tomado personal es otra cuestión que, honestamente, no me compete
—¿Qué no le qué? Madre, recuerde que Aliceth sigue siendo una de sus hijas dentro de su convento, q-quizá la hija menos favorita— El arcediano intentó alivianar un poco la situación dejando escapar una risita, sentándose frente a la Madre Abadesa —¿Por qué tanta severidad a la pobre muchachita? Pensé que después de aquel castigo del Cuarto Sin Luz serías un poco más… empática
La Madre Irene cerró sus ojos, dejando escapar aire por su nariz.
—Lo intenté, Arcediano, intenté serlo con ella, pero, ¿Recuerda cuando me dijo que desconfiáramos del protector de la Catedral? Creo que se equivocó de persona
—¿Qué? ¿A qué se refiere con…?
—Me refiero a que tal vez los rumores de la Hermana Aliceth sean verdad… Tal vez no antes, pero ahora la creo capaz de romper su juramento…
Al pobre Arcediano casi le daba un infarto al escuchar las afirmaciones de la Madre Irene.
—¡Madre Irene! ¡¿Cómo puede usted creer en eso de la Hermana Aliceth?!
—¿Como puedo creer en eso? Pues Aliceth ha dado demasiados indicios que ella intenta ocultar. Primero, aquella vez que llegó tarde al convento donde todo terminó en su castigo, aquella vez le podríamos darle el beneficio de la duda sobre donde realmente estaba y que Aliceth verdaderamente haya llegado tarde culpa de la lluvia. Pero Arcediano, usted no me va a negar que esto no se puede defender: ¡Encontré a la Hermana Aliceth en uno de los pasillos aledaños de Notre-Dame demasiado cercana al ministro Frollo!
La Madre Irene lanzó la afirmación sin considerar las consecuencias. La Madre Irene notó como la cara del siempre relajado Arcediano palidecía ante la afirmación de haberse encontrado a Aliceth a solas con Frollo.
—¡¿Aliceth a solas con Frollo?! ¡¿Porque no me contó eso antes?! — El Arcediano reclamó a la Madre Irene, la cual estaba sorprendida de la reacción de su Superior. Aun así, su orgullo fue más e insistió con lo mismo.
—Porque pensé que se decepcionaría de Aliceth, sé que le tiene consideraciones que tal vez...
—No, Madre Irene, recuerde lo que le dije, que cada vez que Frollo regresara a Notre-Dame, nosotros deberíamos de vigilar lo que hace. Ahora escuche lo que le voy a preguntar, ¿Donde los vio exactamente? ¿Qué era lo que estaban haciendo?
La Madre Irene, la cual ya no podía hacer menos sus declaraciones al ver la creciente preocupación, decidió contarle a un Arcediano demasiado alterado los detalles que recordaba de ese peculiar momento: Aliceth con su rostro rojo y ojos cristalinos, Frollo pretendiendo estar calmado, una chocante aura de sigilo alrededor de los dos, y el maldito e infernal detalle: El sombrero de Frollo en el suelo.
El Arcediano, quién estuvo atento al testimonio de la Madre Irene, trató de mantenerse sereno, levantándose de su asiento y dirigiéndose a la ventana.
La Madre Irene, aunque sintió pesar al tener que revelar lo sucedido, era necesario para seguir evaluando la actitud de Aliceth, que tal vez no era tan inocente como el Arcediano creía.
Lo que La Madre Abadesa desconocía era que el Arcediano, lejos de estar "decepcionado" por Aliceth, en realidad, estaba consternado por ella.
—Ahora si no podemos permitir que Frollo y Aliceth estén a solas…
—No se preocupe, eso ya se lo advertí a Aliceth, que no volvería a hablar a solas con el Juez Frollo mientras no esté presente. No sabemos cuál sea ahora la naturaleza de la relación de ellos dos…
El Arcediano, el cual le daba la espalda a la Madre Irene, no hizo más que rodar sus ojos.
—Antes que nada, que quede claro: No hago todo este escándalo por… Por la supuesta culpabilidad de Aliceth. Lo hago por…— No atreviéndose a decir sus sospechas en voz alta, el Arcediano mejor dirigió la conversación a otro sitio —… Escuche, trate de mantener sus ojos sobre Aliceth, pero no sea severa con ella…
La Madre Irene al escuchar la petición del Arcediano, no pudo evitar mirarlo inquisitivamente.
—Disculpe el atrevimiento, pero no creo que debamos ser tan condescendientes con la Hermana Aliceth— Sabiendo que tal vez se arrepentiría de esas palabras, prosiguió —Quizá necesite otra reprimenda física para que ella entre en razón
El Arcediano, al escuchar a la reacia Madre Abadesa, suspiró, calculando cuidadosamente su contestación —Madre, sé que ella ha sido una novicia, bueno… diferente. Pero a pesar de sus errores, recordemos que Aliceth aún es muy joven e ingenua. Los dos como sus superiores tenemos que guiarla para encaminarla por la senda correcta. Tenemos que usar la mano suave nuevamente…
—¿Y si la mano suave no es suficiente? Ella debió de aprender desde la primera vez que entró al Cuarto sin Luz que hay consecuencias por sus actos— Replicó la Madre Irene con el ceño fruncido.
—Por favor Madre. Confíe en lo que le digo. Si, somos los pastores de este rebaño, y nuestro deber es proteger incluso a aquellos que se descarrían del rebaño. Aliceth podrá ser la oveja negra del convento, pero sigue siendo nuestra ovejita, y si somos severos con ella, me temo que eso puede empujarla a la influencia equivocada…
El Arcediano mantuvo su palabra en un tono calmado pero firme.
La Madre Irene guardó silencio algunos instantes, meditando una respuesta.
—Está bien, Arcediano, seguiré su recomendación por ahora. Eso sí, vigilaré más de cerca a la joven, y al menor indicio de que no endereza su camino, no tendrá más remedios que tomar medidas.
—Está bien, Arcediano, seguiré su recomendación por ahora. Eso sí, vigilaré más de cerca a la joven, y al menor indicio de que no endereza su camino, no tendrá más remedios que tomar medidas.
El Arcediano asintió cuando finalmente la Madre Irene cedió a su petición —Le agradezco su confianza, Madre. Juntos encamináremos a Aliceth por la senda correcta, con paciencia y la gracia de Dios…
El Arcediano aseguró, confiando en el buen juicio de la Madre Abadesa, aun si esta se encontraría reacia a colaborar por la protección de María Aliceth.
…
Después de que se replicarán las campanadas y se escuchasen por toda París, la Catedral estaba repleta de sus fieles creyentes para la misa dominical, algunos ya sentados en las bancas, sólo esperaban a que se diera la hora.
El Arcediano se preparaba en la sacristía para oficiar una vez más la ceremonia espléndida, lista para hacer que todos los asistentes pensaran y reflexionaran con la mano de la palabra de Dios.
Los jóvenes acólitos se afanaban colocando todos los elementos necesarios para la misa, más ayudar al Arcediano con la estola litúrgica. Era octubre, no faltaba mucho para que paisajes nevados adornaran la bella París. Debían de empezar a trabajar al doble, sería una época difícil para los desamparados,
Sin embargo, mientras los jovencitos ayudaban al Arcediano, el más pequeño de ellos llegó corriendo agitadamente.
—¡Arcediano! ¡Ha llegado! — Exclamó el niño con evidente emoción.
El Arcediano perdió momentáneamente la compostura ante el aviso, pero una vez regresando su calma a su ser, se acercó al pequeñín y le dio un par de palmaditas en la cabeza, en señal de agradecimiento por haberle notificado. Acto seguido, se asomó discretamente por la puerta entreabierta de la sacristía.
Tal como el niño acólito dijo, vio entrar puntualmente al temido Juez Claude Frollo. La pura presencia del ministro fue suficiente para aumentar la inquietud del Arcediano. Notaba que, en vez de otras ocasiones, el Juez quedó de pie, cruzándose de brazos, esperando un buen lugar tal vez, o algo más.
El Arcediano aclaró su garganta y volvió con los acólitos, era evidente para que razón Frollo no tomaba aún un lugar.
De la abadía llegaban las novicias, lideradas por la Madre Abadesa. Todas pulcras, erguidas y con una caminata suave. La Madre Abadesa hizo una reverencia al Arcediano y el resto de la congregación imitó a su Madre Superiora. El Arcediano respondió igual y permitió que salieran a la nave de la Catedral. Mientras pretendía aun estar hablando con los acólitos, trataba de ver entre las novicias a Aliceth.
Para sorpresa del Arcediano, no estaba ella ahí. Levantó una ceja, quizá estuviera castigada, o tal vez no se haya sentido bien para asistir a misa, no importaba, mientras estuviera fuera de la vista y presencia de Frollo, Aliceth estaría a salvo.
Todo cursó en completa normalidad, incluso el Arcediano dio algunas instrucciones a sus acólitos antes de iniciar la misa, ellos las siguieron y se dirigieron al altar, quedando solo el Arcediano en la sacristía, exhalando aire alivianado.
Pero, a escasos minutos de que la misa iniciará, el Arcediano volteó al escuchar las suelas apresuradas chocar contra las baldosas de los pasillos. Una apresurada Aliceth llegaba tarde.
—¡Arcediano!— Aliceth vio al Arcediano y avergonzada, se acercaba y le daba su reverencia —Lo lamento tanto, cuando terminé de prepararme, me di cuenta que todas ya se habían ido, ¡Creo que se adelantó la Madre Irene!
Aliceth se excusó y sin darle tiempo al Arcediano de formular una respuesta, Aliceth salió de la sacristía apurada.
"Oh no…" El Arcediano volvió a asomarse por la puerta, para ver la escena que lo preocupará por el resto de la misa:
Aliceth llegó con sus hermanas, pero todas fingieron no verla, y las pocas que lo hicieron sólo le dieron su rechazo.
—Nuestra banca esta ya ocupada, no te puedes sentar con nosotras, busca otra banca
Aliceth aguantó un suspiro de frustración y rápidamente paseó entre las bancas para buscar un buen lugar, no muy alejado del altar. Levantaba la cabeza y no veía un solo sitio vació.
Detrás de ella, una presencia que la acechaba sigilosa cual depredador se posicionó, adornado con una sonrisa oscura que trató de ocultar del resto de los asistentes. Tentó el hombro de la novicia con dos dedos, haciendo que ella volteara. Al hacerlo, su boca se hizo pequeña y sus mejillas se sonrojaron un poco.
—Hermana Aliceth, en esa banca hay dos lugares disponibles, y le invito pasar la misa dominical junto a mi…
Claude Frollo sonrió, invitando a Aliceth a pasar la misa junto a ella. Aliceth, quién no pudo evitar sonreírse un poco, hizo una pequeña reverencia.
—Acepto su invitación…
Escoltada por el satisfecho Juez, Aliceth y Frollo fueron a tomar juntos un lugar.
Todo esto pudo presenciar el Arcediano desde lejos, y temeroso, no pudo hacer más que rezar por Aliceth y que la misa transcurriera con calma. Al salir de la sacristía, el órgano entonó su imponente sonido, la melodía resonando por toda la bella Catedral, más los cantos litúrgicos del coro, dando por iniciada la misa.
…
