ADVERTENCIA: Antes de continuar quiero dar aviso sobre este capítulo en específico. El siguiente capítulo contiene una escena de intento de suicidio. Esto puede llegar a herir la sensibilidad de algunos lectores. También he decidido publicar 2 capítulos sólo por esta ocasión. Sin más que decir, ¡Disfruten la lectura!


XV: Salmos 116: 4

La voz del Arcediano resonaba a través de la Catedral durante la misa, mientras era el encargado de oficiarla, los feligreses prestaban atención devota a la oratoria llena del sabiduría del hombre mayor al mando de Notre-Dame, todos prestando atención, escuchando la palabra del Señor.

Todos excepto el Ministro de Justicia, cuyos pensamientos estaban enfocados únicamente en la joven mujer a su lado, su dulce deseo.

Claude intentaba no girar a ver a la Hermana Aliceth, por más que su alma y corazón se los pidiera. No podía ceder a esa estando en la Casa de Dios, pero estaba afanoso ante ello. Su talón chocando contra el suelo, la sensación de que le estaba fallando a Dios y a su misión por desear a la bella monja a su lado volvían a asfixiarlo.

No era el único que estaba ignorando las palabras del Arcediano, Aliceth ajena al sermón sobre la caridad y la humildad, pretendía hacer lo mismo que su compañero de misa, del cual también era ajena de la turbación que provocaba en él. Aliceth meditaba sobre esa particular y única cercanía y afinidad que creían cada segundo al estar al lado de Frollo, el Juez que alguna vez consideró enemigo. Y eso despertaba inquietud en su ser.

—...Por eso, no podemos ignorar al prójimo, debemos siempre ayudar, el camino a la salvación es ...— El Arcediano aún continuaba su sermón, pero esas sabias palabras parecían no penetrar en los oídos y corazones de Frollo y Aliceth, palabras que se escuchaban como ecos lejanos que no les interesaba escuchar.

Los dos estaban peleando con sus propios demonios internos, que estos revivían con la presencia del otro. La atmósfera entre esos dos se tornaba más densa y pesada, Frollo podía sentir la neblina púrpura acercarse sigilosamente a él. Antes él era el depredador al acecho, ahora él era la presa en peligro dentro de esa bruma mareante.

Y Aliceth pronto estaría rodeada de esa misma neblina púrpura.

Aliceth seguía "prestando atención" cuando sintió algo caer en su mano. Bajó su mirada y notó que era un papel doblado más un pequeño carboncillo. Lentamente, miró de reojo a Frollo. Él le daba sutiles miradas a ella, señalando los objetos en sus manos. Preguntándose qué era lo que estaba pasando, Aliceth abrió el papel y leyó una extraña pregunta:

¿Te han prohibido hablar conmigo?

Aliceth mató una carcajada en su boca al leer la nota. Sonriendo nerviosa, miró a Frollo y asintió suavemente. Frollo señaló con el dedo el carboncillo y el papel, animándola a escribir una respuesta. Aliceth tomó el pedazo de carboncillo y escribió una respuesta rápida, pasando el papel a Frollo.

Sólo bajo la vigilancia del Arcediano o la Madre Abadesa

Al leerlo, apretó sus labios y su ceño, indignado y frustrado de la prohibición de Aliceth. Echándole un vistazo a ella, sus dedos hicieron una seña de que al él también le pidieron ya no tener conversaciones a solas con ella. Frollo escribió una respuesta antes de seguir levantando sospechas, pues detectó que el Arcediano les daba algunas miradas desde el altar de vez en cuando, vigilándolos.

Al tener el papel de vuelta en sus dedos, Aliceth abrió.

No me importa. Dígame donde y cuando la veo

Tengo una respuesta a sus problemas

Las pupilas de Aliceth quedaron pasmadas y sus labios entreabiertos al leer esas palabras.

¿Acaso Frollo descubrió algo que pudiera apoyarla en su desafortunada situación dentro del convento? Aguantó las ganas de preguntarle directa y entusiasmada que era o de que se trataba.

Aliceth miró alrededor de la Catedral, buscando el lugar ideal. No tardó en divisar el punto perfecto: El pasillo aledaño donde su relación cambió de enemistad a... ¿A qué sería eso? No lo sabía, pero ese tenía que ser ahí. Al terminar de escribir su respuesta le pasó el papel a Frollo, el cual ya estaba ansioso y no esperó a nada para abrirlo:

En ese pasillo que usted conoce.

Encuéntrame a Media Noche.

Frollo quedó suspendido al leer esa respuesta, y pudo sentir toda esa neblina púrpura finalmente atraparlo.

Un repentino temor que fue reprimió al instante, reemplazándolo con un regocijo verdadero a medias. Cosa que Frollo no comprendió porque, si sus planes estaban a nada de que se consumieran. Pudiera ser porque, después de ese encuentro nocturno con Aliceth las cosas no serían lo mismo, quizá los marcaría; e irracional a la lógica y a la razón, Frollo sintió una semilla de duda germinar en él.

Miró al frente del altar, el crucifijo de Jesús, miró a los vitrales y rosetones, miró a las estatuas y a las pinturas, podía sentir que Dios lo estaba mirando a él. Podía sentir que Dios lo estaba juzgando. Antes ansiaba que Aliceth lo viera como su Dios Falso y ella fuese su única devota, ahora parecía que el Dios verdadero le recriminaba suplantar su lugar.

—...Huyan de la lujuria. Cualquier otro pecado que la persona cometa queda fuera del cuerpo, pero el pecado de la lujuria ofende al propio cuerpo...— Frollo casi pegaba un salto al escuchar las palabras de la misa, finalmente entrando por sus oídos como flechas de Arquero. Aliceth se asustó un poco de la reacción de Frollo.

Al mirar al frente, notó que el Arcediano continuaba hablando, pero sin dejar de ver a Frollo y a Aliceth —¿No saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que han recibido de Dios y que habita en ustedes? Ya no son los dueños de ustedes mismos...

Intuyendo lo que tal vez ocurría, el Arcediano hizo un cambio durante las lecturas, eligiendo especialmente aquellas donde serían un excelente escarmiento para Frollo.

Claude soltó un fuerte suspiro, recargándose y acomodándose en la banca, Aliceth hizo lo mismo, y al notar que ya no estaban sobre la atención del Arcediano, Aliceth susurró.

—¿Se encuentra bien?

Claude, quién buscaba su pañuelo pero no lo encontraba entre sus bolsillos, intentó serenarse y responder a su dulce Aliceth.

—Sí, sí, estoy bien...— Susurró y Aliceth le sonrió sin mostrar sus dientes. Los dos decidieron volver a escuchar la misa. Pero, apenas pasando unos segundos, Frollo tuvo que aclarar algo —Nos veremos esta medianoche donde usted indico

Aliceth giró un poco lento a Claude, sorprendida, pareciendo que también ella procesaba la confirmación de Frollo. Sin evitar sonreír por completo, Aliceth volvió a asentir, y esta vez, los dos prestaron completa atención a la misa.

Al ser terminada, todo el mundo se levantó y se dirigió a la salida de la Catedral. Aliceth y Frollo en cambio, se dirigían al frente. Frollo ocultando el papel donde tuvieron su "conversación". Aliceth se adelantó, reuniéndose con sus hermanas, todas entrando a la sacristía.

Frollo no quería dejar ir a Aliceth aunque ya estuviese reunida con sus hermanas. A una distancia prudente, la seguía, caminaba los pasos de ella. Su respiración se volvía revuelta al verla alejarse, así que caminó más rápido, más precipitado, no podía dejarla ir.

Era casi suya

—¡Frollo!

La voz del Arcediano lo hizo detenerse en seco, y muy a su pesar, Frollo tuvo que olvidarse de su novicia favorita para concentrarse en la plática con el Arcediano.

—¡Ah! ¡Arcediano! — Frollo fingió cortesía y alegría de volver a ver al Arcediano, no sin antes echar un último vistazo a las monjas entrar por la puerta de la abadía, Aliceth siendo la última en entrar, y para fortuna de él, Aliceth volteó a ver a Frollo antes de cruzar la puerta y desaparecer de su vista —Buenas noches, Arcediano— Frollo saludó, dirigiendo su vista ahora al hombre mayor.

—Frollo, buenas noches— Ambos se saludaron respetuosamente, y antes de darle oportunidad, Frollo empezó a hablar primero.

—He de decir que la misa de hoy fue puramente exquisita. Dio apropiados consejos a la gente. He de admitir que eligió los versículos correctos, Corintios 6:18, si mal no recuerdo...

—Así es Frollo, y...

—Siempre las enseñanzas del Antiguo Testamento son las indicadas para estos tiempos. No se puede permitir que los ciudadanos de París caigan en impurezas. Debería de citar la Primera Epístola de los Corintios de vez en cuando, la gente necesita recordar que se le debe de tener respeto a Dios...

Mientras Frollo continuaba adulando a las antiguas escrituras, elevando sus manos e incluso haciendo algo de mímica. El Arcediano, experto en detectar mentiras, entrecerró sus ojos, no creyendo nada en la falsa devoción de Frollo.

—Frollo, la gente le tiene respeto a Dios

—No todos, Arcediano, si supiera del aumento de arrestados en el Palacio de Justicia, se daría cuenta que, pues... No existe el miedo a Dios entre esas gentes

—¿Ah no? Bueno, es una lástima. Hablando del miedo a Dios, ¿Por qué tanta verborrea a las Sagradas Escrituras? ¿Hay algo que lo atormenta?

El escepticismo en la pregunta del Arcediano hizo que los hombros y el cuello de Frollo se tensaran un poco, más no demostraría recelo ni aprensión. Irguiéndose, el rostro de Frollo se volvió serio.

—Por supuesto que no. Mi conciencia está tranquila

El Arcediano al ver las reacciones inusuales del severo Juez, intentaba hacerse el desentendido, pero sin quitarle el ojo de encima.

—Eso espero, Frollo. Me alegra oír eso, es como aquel dicho que dicen, el que nada debe, nada teme, ¿Verdad?

—Ciertamente... — Y antes de que el Arcediano se atreviera a hacer más preguntas, Frollo se despidió—Lamento interrumpir esto, pero como Juez debo volver a mis obligaciones. Sólo quería felicitarlo por dar una magnífica misa. Ha sido un placer hablar con usted, Arcediano

Sin esperar un agradecimiento, Frollo se dio la vuelta y caminó a la salida de Notre-Dame. El Arcediano miraba al Juez Irse, y suspiró. Temía por la integridad de Aliceth, pero al menos no le permitió acercarse a ella más allá de la misa.

Mientras todo continuará así, todo estaría bien.

Al cabalgar por las calles, sólo Frollo tenía dos frases en su cabeza, dos frases escritas en un papel arrugado en su bolsillo derecho:

En ese pasillo que usted conoce.

Encuéntrame a Media Noche.

...

Aliceth no podía dejar de estar nerviosa.

Y a la vez, entusiasmada, incluso feliz.

El Juez Frollo le había prometido una solución para sus eternos conflictos dentro de la abadía y eso la hacía sentirse optimista, ya podía ver todo en claro, podía ver supremamente la luz al final del túnel.

Aliceth estuvo soñando despierta el resto de la tarde, imaginando como podría ser la reunión con Frollo, incluso planeando paso a paso todo. Trataba de figurarlo, al llegar la medianoche, todas sus Hermanas y su Madre Abadesa estarían dormidas, y ella saldría de su habitación descalza para evitar que la suela de sus zapatos la delatara. Correría por los pasillos del convento hasta llegar a la sacristía, abriría las puertas y pasearía por Notre-Dame hasta llegar al lugar indicado por ella. Incluso imaginaba ver a Frollo ya esperándola ahí.

Estaba sonriendo sin darse cuenta, y la atrapaban tarareando canciones.

Aliceth fantaseaba en secreto, ¿Cuál sería esa solución que Frollo tendría para ella? ¿Cuál sería la cura de sus males? ¿Cómo Frollo haría lo posible por salvarla de ese infierno?

El tiempo pasaba muy lento y el atardecer está siendo especialmente tardío y moroso, pero Aliceth era tolerante, sólo era cuestión de horas. Sus emociones eran versátiles, todo era borrascoso dentro de su ser que no sabía si podía soportarlo. A veces pensaba lo gracioso de las cosas, Frollo convirtiéndose de su eterno rival a su confidente y protector, el único que la vio a través de ella, el que no se burló ni hizo menos de sus lágrimas. Y se reía sola, y más de alguna hermana novicia juzgándola.

¿Se estaba volviendo loca? No, sólo estaba a punto de recibir su libertad.

Pero esa vocecita de la conciencia no la dejaba del todo tranquila. Aliceth creía también que tal vez el Juez no hacía eso con buenas intenciones, tal vez sólo la escuchó para planear su siguiente golpe, tal vez la dejaría esperando en el corredor de medianoche hasta el amanecer, o quizás lo vea, sólo para burlarse en su cara nuevamente.

Su pecho se hacía pequeño y su corazón se apachurraba de pensar en eso, la angustia de no saber si el Juez Frollo realmente estaba siendo benevolente con ella o sólo iba a convertirla en su mejor chiste.

Toda esa inquietud y zozobra sólo le traían regaños y más regaños de la Madre Irene cuando se daba cuenta que estaba otra vez sumida en sus esperanzas. Todas estaban reunidas en la última actividad del día, en la elaboración de hostias.

La Madre Irene a esas alturas se encontraba harta de Aliceth, no dejaba de hacer errores durante todo el proceso. Pero no había nada más que la hiciera enojar tanto como que una orden tan simple fuera quebrantada una vez más. Y que Aliceth se hubiera juntado con Frollo sin su supervisión era una de esas reglas rotas. Tampoco ayudaba a la novicia de que estuviese distraída el resto de la tarde, le hacía echar chispas por sus ojos a su Madre Abadesa.

Con manos temblorosas, Aliceth trataba de concentrarse en mezclar los ingredientes para las hostias, pero sus pensamientos la traicionaban una y otra vez. Confundió la harina con el almidón, y tuvo que rehacer la masa ante la dura mirada de la Madre Irene, la masa se pegaba al rodillo cuando intentaba estirarla, y ni se diga al momento de hornearlas, el olor a quemado se apoderó de la cocina. Las demás hermanas murmuraban en voz baja, sentenciándola en cuchicheos mientras que Aliceth hacía lo posible por esconder las hostias negras de la Madre Irene, la cual se dio cuenta pronto del error de la torpe monja.

Aliceth sentía que el tiempo no avanzaba, las horas parecían eternas antes de su encuentro medianoche con Frollo.

Horas más tarde, las hostias estaban hechas, las Hermanas las veían con orgullo una a otras.

—Buen trabajo, hijas. Es hora de descansar

Seco, la Madre Irene felicitó a sus hijas de una forma tan insípida que no era propio de ella. El orgullo se disipó pronto, pero no importaba. La Madre Superiora se dio la vuelta y se dirigía a la salida, el resto de Hermanas hicieron lo mismo, siguiendo a la Madre Irene.

Pero un pequeño accidente cambiaría para mal todo, sobre todo para Aliceth.

Una de las novicias en su distracción chocó contra una caja de hostias recién hechas, cayéndose al suelo y destrozándose en mil pedazos. Todas las novicias voltearon a ver el desastre, la caja de madera rota y cientos de hostias regadas en el suelo.

Aliceth, en su bondad, se acercó a la Hermana que ya estaba arrodillada juntando las hostias.

—Déjame ayudarte— Susurró mientras tomaba algunas hostias y la caja con su mano. La novicia hermana miró hacia arriba por las espaldas de Aliceth y su rostro detonó miedo.

Pero cuando Aliceth intentó reaccionar, sintió una mano jalar bruscamente su brazo, levantándola sin consideraciones, y al estar de pie, pasaría lo inexplicable e inesperado: Aliceth recibió una bofetada de la Madre Irene.

Todas las novicias ahogaron un grito ante tal vil acto.

—¡Esto es el colmo! ¡Esto es inaudito! ¡No puedo creer que hayan permitido dejar entrar a alguien como tú a mi convento!— La Madre Irene gritó hecha furia a una asustada Aliceth, ella estaba aterrorizada y petrificada. Llevó su mano a su rojiza mejilla, la cual aún ardía como mil infiernos.

No fue difícil para las demás darse cuenta de la desatinada confusión, su Madre Abadesa creyó que Aliceth fue la autora del accidente de las hostias. Pero al ver la rabia de la Madre Irene, nadie fue capaz de explicar que Aliceth no fue la culpable.

La Madre Irene no iba a retenerse en la cruel represión.

—¡Has cometido demasiados errores desde que llegaste! ¡Sin duda alguna eres la peor Monja que ha pisado Notre-Dame! ¡Y no solo yo, todas tus Hermanas piensan lo mismo de ti!

Los gritos feroces de la Madre Irene resonaban por toda la cocina, Aliceth no podía creer que esos gritos fueran para ella. Intentó hablar, pero su voz temblaba y no podía pronunciar palabra alguna.

—¡¿No te tienes compasión por ti misma?! ¡¿No tienes compasión por tu pobre espalda?! ¡¿Acaso buscas a propósito que se te vuelva a castigar con el Cuarto Sin Luz?!

Al recordar ese terrible castigo, Aliceth negó muda, balbuceando, poniendo sus manos en sus oídos, sus lágrimas corriendo con más fuerza de sus mejillas a pesar que vagamente intentó retenerlas.

—¡Claro, ningún castigo será suficiente para ti! ¡Pues no aprendes ni jamás aprenderás! ¡Eres una vergüenza y deshonra para nosotras, para tu familia y para Dios!

Esas últimas palabras fueron el golpe final para la novicia aliciente. Aliceth sintió como si un abismo se abriera bajo sus pies. El rechazo absoluto en la voz de la Madre Irene fue demasiado para soportarlo. Agachando la mirada, derrotada, sólo asintió, aceptando esos crueles gritos

Aceptó esas crueles, y las convirtió en su realidad.

Al no poder contener el llanto, Aliceth salió corriendo de la cocina, la Madre Irene gritándole que no se fuera y regresara, pero fue en vano. El resto de las novicias no fue capaz de poder relatar la verdad.

Sólo atinaron a salir de cocina, no queriendo ser las siguientes.

...

Pasaron horas de esa desafortunada escena, dentro de las cuatro paredes de su alcoba, Aliceth intentaba sobrellevar el dolor.

María Aliceth estaba sentada en el suelo, abrazándose sus rodillas, sollozando desconsoladamente. Le dolió tanto esas brutales palabras de su Madre Superiora, pero gran parte de ella no podía dejar de pensar que eran reales.

Le era imposible parar llorar, su cuerpo temblando, su voz gimoteando, no se daba cuenta, pero sus uñas ya habían rasgado la piel de sus brazos, culpa de la ansiedad creciente en su pecho, llegando a cada rincón de su cuerpo.

Le llegó el recuerdo de su encuentro con Frollo pero tampoco quería verlo, esa esperanza a la que Aliceth se aferraba ahora se desmoronaba ¿Qué tal si Frollo estaba jugando con sus sentimientos e inseguridades? ¿Qué tal si al final se burlaría de ella? Sería el último clavo a su ataúd.

—Tonta...— Aliceth balbuceaba mientras lloraba —...Eres una tonta, todos ellos tienen razón, no eres más que una tonta inútil ¡Una tonta inútil! ¡Una imbécil!

Aliceth se ahogó más en su dolor, sus lloriqueos se volvían gritos contra sus rodillas, su cuerpo no paraba de sacudirse.

—Por favor, ayúdame Dios...— Aliceth intentó conectarse con Dios, pero en vez de arrodillarse en su cama, se recostó en el suelo, aún abrazada a ella misma —Por favor, dime que no es cierto, dime que no soy inútil, dime que aun puedo ¡Que aún puedo hacer las cosas bien!...

¿Qué cosas podría hacer bien? Su familia la dejó en el convento tal vez para deshacerse de ella, su reputación estaba dañada, su Madre Abadesa la aborrecía, ninguna de sus hermanas fue capaz de defenderla. Era ella sola contra la vida.

Aliceth, en su agonía, se miró su mano. Recordó a la Bruja Gitana, la Bruja Jayah que le dijo sobre su vida, larga, próspera, con abundancia y con hijos. Con un futuro amor.

—¡Eso es mentira!— Una inexplicable rabia se apoderó de Aliceth, haciéndola levantarse del suelo —¡Siempre fue mentira eso! ¡Jamás tendré una buena vida! ¡No tendré amor ni hijos, porque nadie me quiere!

Aliceth tomó las cosas de su escritorio y las tiraba contra la pared, colérica. Rompió las hojas de papel, lanzó las velas, tiró el tintero contra el suelo, provocando una ruina con la tinta, manchando el piso, la cama y parte de su habito.

Hizo destrozos en su habitación, donde en un punto de no retorno, Aliceth lanzó una afirmación terrible.

—¡Maldita sea mi vida! ¡Maldito sea mi destino!— Se miró sus manos temblorosas, manchadas de tinta oscura y de su propia sangre, proveniente de un corte que Aliceth no recuerda para nada habérselo hecho. Observó a su alrededor, su habitación en completo destrozo. Aliceth, temblando, se dejó caer de rodillas—Soy una maldita idiota... No soy más que un estorbo...

Sola y desamparada por hasta el mismísimo Dios, Aliceth volvió a verse las palmas de sus manos. Si en realidad tenía el destino de su vida en sus manos como dijo la bruja, ella podía cambiarlo.

Podía acortarlo.

Sentía que flotaría lejos de su cuerpo, su vista nublada por pensamientos pesimistas, mientras caminaba apresurada fuera de la abadía. Lágrimas silenciosas caían al piso de Notre-Dame. Aliceth en la Catedral se tambaleaba y chocaba contra bancas y columnas, aguantando su llanto. Buscaba una puerta en específico y la encontró: La puerta de la torre más alta de Notre-Dame.

Algunas voces de su cabeza le rogaban que no lo hiciera, que eso era pecado y era una condena a su alma, pero Aliceth ignoró todas sus súplicas.

Aliceth subió las escaleras tan rápido como sus piernas le permitían, escuchaba sus zapatos resonar contra la piedra. Al subir los escalones, perdió uno de ellos, pero Aliceth no iba a regresarse por ese zapato, no iba a voltear al pasado. Creyó escuchar su nombre pero no se detenía, posiblemente eran más voces dentro de ella implorando.

Al llegar al final de la torre, Aliceth entró a la última habitación y divisó lo que buscaba: Una ventana, una ventana que diera al vacío.

La incertidumbre sacudió en su alma, no sabía si esa era la decisión correcta, a pesar que se su pie descalzo se acercó, sosteniéndolo contra el borde de la ventana. Cuando sus manos quedaron agarradas a los alrededores, sus orbes mirando al oscuro abismo, a las torres y tejados de Notre-Dame. Tembló al sentir el gélido viento chocar contra su cara.

Aliceth cerró sus ojos y empezó a rezar en voz muy bajita, le pidió perdón a Dios por no ser fuerte, le pidió perdón a sus Hermanas, al Arcediano y a la Madre Irene por haber sido la peor novicia de la abadía, a Notre-Dame por manchar su magnífica estructura y reputación con su sangre, a Claude Frollo por no haber tenido la perseverancia de esperarlo, a su familia por no haber sido capaz de pedirles ayuda ni despedirse de ellos.

Entre lágrimas silenciosas y susurros, Aliceth pedía perdón a todos los que les falló en vida

Aliceth se arrancó el habito de su cabeza, su cabellera roja se liberó de su eterna prisión por última vez. La joven novicia miró al cielo y clamó una plegaria a su Dios, un último grito de ayuda.

—Por favor Dios... Ayúdame... Ayúdame a elegir otro camino a mi destino... O...— Aliceth rezó, ahora sus ojos mirando al vacío —...O ayuda a liberar mi alma ahora...

Aliceth estiró su pie descalzo al vacío, cerró sus párpados y la fuerza empezó a abandonar sus dedos y manos, mientras que sus labios entonaban el Padre Nuestro, un último Padre Nuestro.

Y sus plegarias fueron escuchadas por Dios.

...