XXI: Senderos

Aquella noche, María Aliceth Bellarose tenía un torbellino de emociones, todo dentro de su cabeza era igual de un ciclón, y temía que de sus lagrimales escapase la llovizna de su mente. Esa noche, María Aliceth Bellarose era un desastre.

En su camisón de lino, sus plantas contra el suelo frío de piedra, frente al enorme armario de su recamara, Aliceth tragaba saliva. Removía desesperada entre los vestidos que Frollo le había obsequiado alguna vez, y otros más que consiguió con la recompensa de su salario. Pero ninguno de esos pomposos trajes era el adecuado para lo que se le avecinaba el día de mañana.

—Volver a Notre-Dame, ¿Qué le ha sucedido al Juez Frollo?— Decía Aliceth mientras rebuscaba entre todas las prendas —¡No tiene sentido! ¡Él sabe que me da terror volver a Notre-Dame después de…! Bueno, que tampoco he hecho algún pecado… Oh…

Aliceth sacó dos vestidos que no había tenido el gusto de estrenar aún y se puso frente al espejo, miraba un vestido verde y un vestido azul. A pesar de la finura de la tela y de la delicadeza en los bordados, ninguno de los dos le convencía. Volvía a batir entre más vestidos, mirándose al espejo, buscando zapatos que combinar, que joyas usar, idear el peinado.

Aliceth le faltaba poco para volverse loca.

Al continuar meneando entre las prendas, la joven de rizos ardientes hizo un pequeño descubrimiento. Su mano encontró un hermoso vestido que no había visto antes, era oscuro con mangas bombachas, y en esas mangas había pequeños detalles en púrpura y escarlata. No comprendía el origen de esa nueva prenda entre sus vestuarios.

—¿Será otro obsequio del Juez Frollo? ¡Ay no!— Se llevaba una mano a su rostro, muy apenada —¡Se escabulle y oculta sus presentes de manera que no pueda rechazárselos! ¡Es un tramposo!

Después de haberse "lamentado" del regalo de su Juez, Aliceth intentó probarse el vestido, era de corte imperio, el negro era el color predominante, a excepción de los pequeños detalles antes mencionados. Aliceth daba vueltas frente al espejo, por supuesto que le gustaba la prenda, su parte vanidosa jamás rechazaría ropa, joyas o zapatos, pero la duda albergaba en ella.

Aliceth se miró por enésima vez en el espejo, embalsamada por como el vestido le sentaba, cada vez le gustaba mucho más. "Me siento como si fuese de la realeza…" Aliceth susurró al ver su reflejo, posando erguida y con su mentón alzado. Sin embargo, algo en su interior le inquietaba.

Al girar sobre sí misma, notó que su escote, aunque discreto era, dejaba adivinar de más de la suavidad de su piel. Las mangas, aunque abultadas, enmarcaban sus brazos, y el corsé contorneaban su estrecha cintura y caderas. Su silueta de enaltecía de una forma que no se hubiese permitido antes.

Esa prenda ensalzaba su feminidad, y a la vez, despertaba en ella sensaciones indebidas. Un pensamiento clandestino cruzó por su cabeza: ¿Cómo reaccionaría el Juez Frollo cuando la viese usar esa prenda? Un escalofrío recorrió su espalda y negó con la cabeza muchas veces. Aunque el vestido era un total deleite para los ojos, llevarlo a Notre-Dame sería una total falta de respeto.

Negando más veces, volvió a adentrarse en el armario. Atormentada por la tentación de su vanidad y por otro sentimiento que no lograba descifrar, se empezó a regañar a sí misma. Ya no era novicia, pero eso no significaba que tenía que dejar de lado el comportarse con decoro.

Al volver a usar su camisón, rezar en el borde de su cama y al adentrarse en las sábanas, Aliceth trataba de ignorar a propósito la extraña sensación de haber pensado en la posible reacción de su Juez al verla usar ese vestido. Algo dentro de ella tembló y jadeó a tan siquiera tener aquel pensamiento… ¿Impío?

"P-Por supuesto que no… El Juez Frollo no tiene esa clase de intenciones hacía a mi…" Aliceth cerró sus ojos mientras se abrazaba a sí misma "Me salvó la vida, me tiene respeto, y estoy segura que en el fondo de su alma existe un cariño hacía a mí, pero no de ese cariño que peca".

Aliceth volvió a juntar sus manos y entre rezos, le pidió perdón a Dios por dudar de la buena voluntad y de la bondad de Claude Frollo. Se adentró en sus sábanas, sintiendo un dejo de desconcierto y sospechas antes de entrar al mundo de los sueños.

La mañana fría del día siguiente, Frollo estaba de pie frente a la ventana con su camisa y sus pantalones para dormir. Miraba a la magnífica Catedral de París, que podía verse por el claro de la alborada. Los rayos del amanecer pintando el cielo de lila y púrpura.

Pacientemente esperaba hasta que uno de los sirvientes llegó.

—Su señoría, el baño está listo…

Con un gesto de sus dedos indicando al sirviente que se fuera, Frollo miró una última vez al alba y se dio la vuelta. Al estar en la privacidad de su baño, Frollo se desvistió sin apuro alguno y se metió a la ostentosa tina. Dejó escapar un jadeo al sentir el agua caliente contra su piel, marcada por cicatrices y vestigios, señales de largas cacerías a romaníes en el pasado antes de convertirse en el Ministro de Justicia de París.

Mientras el agua caliente relajaba sus músculos y cerraba sus ojos, Frollo pasaba la palma de su mano por la superficie del agua, acariciando distraídamente las pequeñas mareas y olas que se formaban, imaginando que era la piel de una ex novicia quién acariciaba. Frollo suspiró, dentro de sus parpados, un rostro angelical parecido al de la Virgen María aparecía como tentación divina.

Su propia María.

Sonreía, moría por verla esa mañana y ver que elección de vestimenta usaría para volver a Notre-Dame. Ansiaba tanto presumirla ante toda la abadía, echarles en cara que jamás ellos pudieron darle el cuidado que ella se merecía. No. Sólo él fue capaz de ver más allá del griñón y el habito, fue quién descubrió la mujer inteligente y perspicaz debajo de la imagen de la monja más sosa de Notre-Dame.

María Aliceth era su creación perfecta y estaba dispuesto a vanagloriarse ante todo el mundo que él fue el artista de dicha obra de arte.

Pero eso no era suficiente para Frollo, Aliceth era su musa, pero para estar completamente satisfecho no descansaría hasta verla completamente rendida a su voluntad, tanto en su alma como en su carne. Claude no pudo evitar soltar un suspiro al imaginarla a su lado, en esa tina, acariciando sus curvas, marcando su cuerpo con besos y caricias peligrosas, poner señales en su piel que indicaran que ella era de su propiedad.

"Muy pronto caerás, Aliceth…Sucumbirás al deseo, al fuego, y arderás conmigo"

Frollo abrió sus ojos al escuchar las campanas de Notre-Dame replicar, no podía atrasarse, debía de apresurarse a vestirse y a arreglarse. Levantándose de la tina, tomando una toalla de lino, se envolvía y secaba su cuerpo y cabello de plata en esta, saliendo del baño dispuesto a ponerse su uniforme como Ministro de Justicia de París.

Una vez vestido por completo, Frollo salió de sus aposentos, su semblante serio y su rostro levantando, los guardias guardaban respeto apenas Frollo pasaba a su lado.

El Juez caminó entre los pasillos del Palacio de Justicia hasta llegar a la puerta de la habitación de Aliceth, para encontrarse con la sorpresa de que ella ya estaba preparada.

—Mi señor, buenos días…— Aliceth se acercaba a Frollo y hacía una marcada reverencia ante él. Frollo repetía el mismo gesto, a pesar de que era todo un placer volver a ver a su mimada asistente personal, se sintió un poco decepcionado cuando notó la vestimenta de Aliceth. María usaba un vestido oscuro sin mucha chispa ni encanto el cual ya había repetido antes, de los vestidos menos favoritos de Claude. En el fondo, esperaba que Aliceth llegase con aquella pieza única que fue especialmente hecha para ella, aquel vestido con el que compartirían colores, ser vistos ante los demás como iguales.

En cambio, usaba uno bastante sobrio y mojigato para su gusto.

—Buenos días, María, te ves esplendida como siempre… Veo que decidiste repetir el vestido negro de la semana pasada…— Frollo dijo cruzando sus brazos, tratando de no darle una mirada desdeñosa. Aliceth se miró a su prenda y soltó una pequeña risa.

—Bueno, este casi no me lo he puesto, y pienso que es acorde a la ocasión

—¿Ocasión?

—…La visita a Notre-Dame— Aliceth sonrió dulcemente —Q-Quiero decir, no muestra ni siquiera la piel del cuello. M-Me pareció acorde…

En un pequeño gesto de vanidad y candor, Aliceth dio una vuelta pronunciada, dejando que las faldas volaran a su giro. Frollo no dejó de verla, aunque no pudo evitar esbozar una sonrisa algo torcida.

—Comprendo, pero Señorita Bellarose, le recomiendo que no se limite. De vez en cuando me gusta consentirla con nuevos trajes, creo que tengo derecho a verla usar esas prendas nuevas de vez en cuando…

Frollo se agachó ligeramente, elevando su mano al rostro de Aliceth, acariciando su mejilla con dos de sus dedos y terminando en su mentón. No pudo evitar ver los ojos cafés de su protegida, los cuales eran enormes y resplandecientes. Una sonrisa más pronunciada en sus labios.

Aliceth sintió un repentino escalofrío al sentir la mano de Frollo acariciar su mentón. No era la primera vez que él hacía eso, pero ese extraño sobresalto la tomó por sorpresa. Frollo jamás había hecho comentarios sobre su vestimenta, quizá algún halago, pero nada más que eso.

Aquello despertó una confusión desconocida, su raciocinio no alcanzaba a diluir el porqué de su súbita turbación.

—E-Esta bien, mi señor— Aliceth asintió con la cabeza, sus labios un poco temblorosos. Frollo no podía dejar de verla, su pequeño capullo finalmente floreciendo.

Ofreciendo su brazo, Frollo invitó a María.

—¿Vamos? Se nos hará tarde para misa…

Aliceth, la cual enterró cualquier sensación no bienvenida en lo fondo de su ser a pesar de que quedó grabada en su memoria la inusual sonrisa de Frollo más su consejo en cuanto a su apariencia, tomó el brazo de Frollo y ambos se fueron caminando, tenían que cumplir con sus deberes espirituales.

Los cascos de los caballos que jalaban el carruaje del Ministro de Justicia sonaban contra las piedras enterradas entre las calles de París, más alguno que otro relinchido de estos. Dentro de la carroza casi claustrofóbica, la muy nerviosa Aliceth no podía dejar de soplar y de volver a tomar ese mismo aire, el sudor de sus manos era inusual y desesperada, se secaba ese sudor contra sus faldas, sin contar como el tacón de su zapato chocaba contra la madera del suelo en repetidas veces.

—Debes de calmarte…— Frollo indicaba al ver a su María completamente ansiosa. Aliceth elevó su rostro enrojecido a Frollo, temerosa.

—No es fácil volver a Notre-Dame después del escándalo que provoqué…

Frollo aprovechó cuando Aliceth agachó su mirada para virar la suya. Rápidamente se sentó a su lado y tomó la mano húmeda de Aliceth. Ella casi ahogaba un suspiro al sentir la mano de Frollo contra la suya, otra vez esa corriente galopeando por su cuerpo.

—Escúchame, María Aliceth…— Aliceth elevó su rostro con cierto temor, cuando Frollo la llamaba por sus dos nombres era por una llamada de atención o un pequeño error que había cometido en el trabajo, pero ahora, eso iba más allá de lo laboral —…No cometiste ningún grave pecado, no cometimos ninguna falta a Dios, y si insisten en que has manchado algo al dejar el convento, lo único que ellos intentaron manchar fue tu reputación

—Reputación… Era una palabra por la cual ya no me preocupaba hasta el día de hoy… M-Mi sirvienta, Joanna, me dijo que usara esto…— De su pequeño bolso, sacó un abanico oscuro, a juego con su vestimenta —Incluso me hizo este peinado…— Aliceth señaló la cola de caballo alta, muy diferente a los diferentes peinados que solía hacerle. Frollo notaba los pequeños detalles, incluso parecía que la sirvienta de Aliceth sabía lo que ella todavía no.

—Pequeña María, le tomas demasiada importancia a lo que dicen los demás, sobre todo a lo que dirían en aquel convento que tanto te hizo llorar…

Aliceth tembló por dentro, sabía que las palabras de Frollo estaban plagadas de razón. Miró al suelo, guardando su abanico en su pequeño bolso.

—¿Qué pensarán de mi cuando me vean?

—… Que ha renacido cual ave fénix… Y que ahora es capaz de caminar entre serpientes y ser inmune a su veneno…

Aliceth elevó su mirada, encontrándose con la de Frollo. Tuvo que respirar profundamente para poder agarrar confianza. Volvió a sentir la mano de Frollo apretar la suya. Tuvo que cerrar sus ojos y repetir un mantra dentro de su cabeza para saber que iba a estar bien.

Era hora de recuperar su reputación.

Y lo mejor (O quizá lo peor), era que Frollo la cubría en todo esto.

Los parisinos llegaban ante las réplicas de las campanas de la Catedral más bella de la ciudad, de todas las edades y clases sociales. Algunas personas de orígenes modestos o que se encontraban en la indigencia aprovechaban aunque fuese una hora dentro del templo para cubrirse del frío creciente, señal inequívoca de que el invierno se estaba acercando. La gente llegaba y se persignaba, mostrando respeto a la magnífica Notre-Dame, a su Santa Madre y a Dios su Señor. Al frente de todo, los acólitos estaban preparando el altar. El menor, quién hacía pequeñas actividades para sentirse útil, sostenía una pesada biblia en sus manos, siendo dirigido por los mayores. Las novicias ya estaban sentadas, preparándose para la misa dominical.

De repente, en las afueras de Notre-Dame, algunas personas se hacían a un lado u otras rápidamente entraban a la Catedral, escucharon un galopeo seguido de un pesado carruaje muy bien conocido entre los citadinos. El carruaje se estacionó justo enfrente del templo.

La puerta fue abierta, y bajando los pequeños escalones, El Ministro Claude Frollo salió de su carruaje, mirando a todos lados con esa característica mirada que infundía miedo en el resto de los demás. Más se mantuvo de pie por algunos segundos. Algunas personas observaban de lejos, parecía que esperaba algo o a alguien.

De repente, una segunda persona salía del carruaje, y se quedó mirando a la Catedral, sus ojos marrones detonaban nostalgia, melancolía y temor. La joven miró a Frollo, él cual le extendió su mano.

Aliceth tragó saliva, no muy segura aún hasta que Frollo aclaró su garganta. Asintió a la pelirroja, prometiéndole sin palabras que todo saldría bien.

Antes de tomar su palma, Aliceth abrió su pequeño bolso y sacó el abanico que Joanne le recomendó usar. No podía estar segura del todo, pero podría al menos pretenderlo. Su bolso colgando de su muñeca, su abanico aún cerrado entre sus dedos. Aliceth tomó la mano de Frollo y se apoyó de él para bajar.

Al fondo de la Catedral, algunas de las novicias estaban hablando entre sí, esperando el inicio de la misa, cuando a una de ellas les dio por voltear hacia atrás, su mandíbula cayendo al suelo. Rápidamente giró y susurró al resto, todas las novicias volteando al mismo tiempo y empezaron los murmureos entre ellas.

Su Madre Abadesa, la Madre Irene, estuvo a punto de llamarles la atención y sermonearlas cuando una de ellas soltó un nombre que la puso de nervios de pies a cabeza.

—¡Madre, se trata del Ministro Frollo… Y viene acompañado de Aliceth!

La Madre Irene elevó su cabeza. Era cierto. Aliceth había vuelto a Notre-Dame.

Aliceth Bellarose estaba acompañada, tomada del brazo de Claude, elevando su cabeza. No sin antes ambos haciendo su genuflexión, entraron con paso armonizado dentro de la Catedral.

Los ojos de Aliceth trataban de concentrarse al frente, más no pudieron evitar desviarse a donde solía reunirse con sus antiguas hermanas. La sorpresa de todas ellas al verla de vuelta. La vanidad de Aliceth se apoderó de ella y abrió con gracia su abanico, una sonrisa nació de sus labios.

Frollo guiaba a Aliceth a propósito hasta tener un buen lugar muy cercano al altar, justo al extremo contrario donde sus ex hermanas estaban sentadas. Ninguna de ellas no podía dejar de ver a Aliceth.

Aliceth procuraba no desviar sus ojos, procuraba ventilarse con su abanico aunque el clima fuese frío. Sentía la mano de Frollo apretar suavemente la suya, Aliceth lo miró, esperando que le dijera los resultados de su repentina aparición en Notre-Dame.

—¿Y qué tal?— Aliceth susurró nerviosa.

—Querida Aliceth, estas condenando muchas almas con tu belleza redescubierta. Están muriéndose de envidia

Aliceth soltó una pequeña risa genuina que sin querer fue un poco ruidosa. El órgano indico el inicio de la misa, todos levantándose mientras que el Arcediano salía listo para dar una misa más. Pero, al ver a los presentes, dejó de sonreír al ver a Frollo, y peor, ver a Aliceth a su lado. Aliceth no pudo evitar saludarlo a lo lejos, moviendo su mano rápidamente.

El Arcediano buscó a la Madre Irene con la mirada, y ella tenía el mismo rostro que él. Sus facciones pasmadas al ver de vuelta a la joven Bellarose.

Cuando el órgano detuvo finalmente su melodía, el Arcediano dio inicio. La misa transcurrió con normalidad, aunque Aliceth notaba de reojo que sus antiguas hermanas novicias seguían mirándola con sorpresa. Aliceth no pudo evitar levantar una ceja y sonreír, mientras su abanico la refrescaba.

Frollo prestaba atención a la misa, sonriendo, estaba ocurriendo, quería que todos vieran como Aliceth floreció cual rosa silvestre bajó su cuidado y riego. El único que pudo contra la rebeldía de la "peor monja de Notre-Dame".

La Madre Abadesa era quién dirigía miradas al dúo, su preocupación externándose. Recordaba a la Aliceth novicia, y no se parecía nada a la joven que estaba sentada al lado del Ministro de Justicia. Estaba llena de presunción, petulancia y… ¿Oh, eso era maquillaje? La Madre Irene se iba a desmayar pronto.

Todo transcurría con tranquilidad, a veces, Aliceth volteaba a ver a Frollo, pequeños vestigios a su memoria llegaban, cuando este solía molestarla cuando era novicia durante las misas. Aliceth sonrió al recordar que en aquellos tiempos él era su dolor de cabeza. Y pensar que ahora era su confidente.

Por alguna razón, Aliceth apretó más su mano a Frollo al tener ese pensamiento, cosa que Frollo le llamó la atención.

Ese fue de los pocos detalles que provocó un ligero sonrojo a Frollo, sonrojo que no duró casi nada, pero su huella quedó en él.

El Arcediano, viendo las circunstancias, tuvo que hacer un urgente cambio durante la lectura de las sagradas escrituras

—Debo de admitir que estas escrituras deben de decirse, porque es necesario para muchos escuchar estas palabras. Pueden servirles de lección, pueden tomarlas como sermón, o también pueden llegar a salvarles la vida. Primera epístola a Timoteo, 3: También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a estos evita. Porque de estos son los que se meten en las casas y llevan cautivas a las mujercillas cargadas de pecados, arrastradas por diversas concupiscencias. Estas siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad.

Frollo estuvo a punto de soltar una carcajada pero aguantó, por supuesto que esa lectura era un mensaje, y ese mensaje era para él. Él era aquel hombre avaro y soberbio que cautivó a una mujer, y esa mujer era Aliceth. Pero lo que el Arcediano desconocía que Aliceth logró llegar al verdadero conocimiento al lado de él, y no en el convento de Notre-Dame.

Le dio una pequeña ojeada a Aliceth, quién parecía estar concentrada en la lectura de las sagradas escrituras, algo de su ex oficio de novicia que quedó marcado en ella. Claude no pudo evitar darle unas palmaditas en el dorso de la mano de Aliceth, la cual hizo que sus labios formaran una pequeña sonrisa. Sus ojos marrones correspondieron a la mirada de los ojos oscuros del Juez y los dos volvieron a prestar atención a la misa.

Para el Arcediano no pasó desapercibida las miradas y sonrisas cómplices compartidas entre Aliceth y Claude. De por sí la zozobra estaba sobre su cabeza, ahora una preocupación se sentó sobre sus hombros. Con disimulo, prosiguió con la misa, buscando el siguiente párrafo de la lectura del Viejo Testamento.

Más al dar otro vistazo, sus ojos posaron sobre las manos enlazadas del Juez y la exnovicia. El Arcediano tuvo que hacer una gran fuerza de voluntad para no desmayarse en plena misa, pero una fuerte inquietud se afloró en su pecho, ¿Qué significaban tales muestras de afecto impropias en el recinto sagrado de Notre-Dame? ¿Acaso él intentaba desafiarlos? ¿Aliceth ya sería una mujer corrompida por culpa de Claude Frollo?

Con apuro, llegó a la lectura encontrada y volvió a hablar, pero esta vez, como una advertencia para Aliceth, una advertencia sobre lo que podría seguir sucediendo si continuaba permitiéndole a Frollo sobrepasar esos límites.

—Proverbios 2:11-15… "La sensatez cuidará de ti y la prudencia te protegerá; te apartará del mal camino y de quienes hablan con maldad; de los que abandonan los senderos rectos y andan por caminos sombríos; de los que disfrutan haciendo el mal y gozan con la perversión; de los que siguen senderos tortuosos"

No sólo con este pasaje, el arcediano daba un sermón al resto de los feligreses, daba una advertencia a María Aliceth, de que Frollo era uno de esos hombres que abandonó el sendero recto tiempo atrás y ahora andaba en caminos sombríos, y que su destino sería el mismo si seguía tras él, tras su protección y cuidado.

La sonrisa de Frollo desapareció al escuchar eso, y pudo darse cuenta por el rostro de incertidumbre de Aliceth que ella captó esa esa advertencia. Apretando sus dientes por dentro de su boca, Frollo suprimió su frustración.

"Nadie me la va a quitar del sendero que he construido para ella" Un decidido pensamiento cruzó en su mente.

El resto de la misa transcurrió sin algún percance, solamente cuando Aliceth y Frollo se levantaron a recibir la eucaristía, Aliceth tomó la hostia en su boca y bebió del vino sagrado, y antes de volver a su asiento, sus pupilas se reencontraron con las de la Madre Irene. Sólo se dedicaron unas cargadas miradas, las de Aliceth llenas de firmeza y las de la Madre Irene llenas de arrepentimiento. Aliceth sin más, regresó al lado de Frollo y se arrodillo a rezar.

Cuando el Arcediano dio las últimas palabras de la misa, Aliceth y Frollo se pusieron de pie para recibir la última bendición del Arcediano a la congregación, más las palabras "La misa ha terminado, pueden irse en paz", la cual, Aliceth sentía el apuro de salir de ahí, sentía que se estaba asfixiando.

—Aliceth, ¿A dónde vas, pequeña?— Frollo la detuvo por el hombro, parando su escape.

—Mi señor, ¿No ha escuchado? La misa ya se acabó

—Lo sé, y permíteme refrescarte la memoria, ¿No recuerdas que soy el Protector de Notre-Dame?

—Tch… Es verdad— Aliceth se encogió de hombros —¿P-Puedo esperarlo afuera?

—¿Afuera? ¿Está segura?

—Si… Siento que me hace falta algo de aire…— Aliceth volvió a sacudir con ansiedad su abanico, ansiedad que Frollo se dio cuenta. Sabía que estar en Notre-Dame le era impactante aún, y no quería que se llevase malas emociones.

—De acuerdo, pero no te vayas lejos, de preferencia quédate en el carruaje. Tardaré un poco, pero procuraré apurar mis pendientes para no dejarte esperando

Aliceth asintió, y con una pequeña reverencia, dejó atrás a Frollo.

Apresurada, una vez que Aliceth estuvo fuera del recinto religioso, la joven pelirroja dejó escapar un largo suspiro, sintiendo que podía respirar nuevamente. Aunque el carruaje de Frollo estaba prácticamente casi a la entrada de Notre-Dame, Aliceth sintió la acostumbrada necesidad de recorrer cerca de la Catedral como en los viejos tiempos, así que casi sin pensarlo, Aliceth se dio un paseo por los alrededores. Caminó despacio, sin prisas, mirando a sus zapatos llenarse de tierra, no le molestaba en absoluto eso, se puso como nota mental limpiar esos zapatos antes de que Joanna los descubriera y quisiera limpiarlos por su cuenta.

Llegó al borde del rio Sena, sus codos se recargaron contra el muro de piedra, Aliceth dedicó algunos segundos de su vida el ver el cauce del majestuoso rio, relajándose con el sonido del agua, respirando el aire fresco. Cerró sus parpados sólo por un momento, degustando el momento de paz.

Fue entonces que, al abrir sus orbes, del otro lado del rio percibió figuras familiares entre los árboles. Una gran emoción naciente de su pecho: ¡Era el grupo de gitanos con los que alguna vez la recibieron con calidez en su comunidad y pueblo!

Tomando las faldas de su vestido, Aliceth apresuró su paso para encontrarse con ellos, cruzando el puente de piedra. Casi corría, deseosa de saber que fue de sus vidas después de aquella preciosa reunión.

Al llegar a con ellos, Aliceth no pudo evitar llegar llena de júbilo, que saludó casi en voz alta, incluso con los brazos abiertos —¡Hola! ¿Me recuerdan? ¡Yo sí los recuerdo! ¡Y no esperaba volver a verlos otra vez, pero no tienen idea de la alegría que siento de volver a verlos!— Aliceth recibió un par de miradas extrañas, cosa que ella no percibió en un principio, no se daba cuenta que ellos no la restaban recibiendo con el mismo regocijo que ella, de hecho… En sus rostros no había amabilidad cuando Aliceth anunció su presencia a ellos.

—E-Eh… ¿S-Sucede algo malo? ¿Pasó algo muy malo?— Las palabras salieron de la boca de Aliceth con cierto nerviosismo al ver la primera reacción de ellos. Algo malo debía de sucederles para que no hubiese calidez alguna en su… De hecho, ni siquiera hubo un saludo de parte de ellos.

—¿Eres la monja que nos acompañó?— Preguntó uno de ellos con desdén —Wow, no luces igual

—Oh, bueno— Aliceth se encogió de hombros, riéndose un poco y no pudiendo evitar pavonearse con su nueva imagen, llevándose sus manos a sus mejillas—Hubo algunos pocos cambios en mi vida, para mejor…— Aliceth intentó explicarse ante el grupo de gitanos, jugando con un mechón de su cabellera —Todo lo que dijo la Bruja Jayah fue la verdad ¡Ya no soy una novicia como ella dijo!

—No, no lo eres, te convertiste en algo peor

La risa de Aliceth se detuvo al escuchar las palabras del gitano.

—¿P-Peor? N-No lo creo, no creo que haya sido peor, yo creo que—

—¿Crees que serías la misma buena mujer después de juntarte con nuestro enemigo?

La agresividad en las palabras del gitano hizo que la sonrisa de Aliceth se congelara, y poco a poco, cambiase a una mueca de preocupación, Aliceth consternada, trataba de procesar esa pregunta.

—¿Q-Que? ¿Ene-Enemi…? ¿De qué enemigo hablan?— Aliceth terminó riéndose más nerviosa que nunca, tratando de arreglar esa situación —Escuchen y-yo no, yo… No tengo idea de lo que están diciendo, y creo que lo mejor será—

—¡No te hagas la tonta! ¡Nos dimos cuenta cuando entraste con el Juez Frollo!

El gitano casi gritó a la cara de Aliceth, la cual cerró sus ojos y se alejó un poco al recibir tal acusación en su faz. Con el nerviosismo atacando su ser, Aliceth intentó explicarse ante sus viejas amistades fugaces, con riesgo a perderlas para siempre.

—O-Oh, si… c-claro, v-verán, entre esos cambios de mi vida, y-yo empecé a trabajar con el Juez Frollo porque…

Y sin esperar a la explicación, todos al instante se dieron la vuelta y siguieron con su camino. Aliceth, sorprendida y con la necesidad de aclararse, fue detrás del grupo, poniéndose al frente.

—¡Pero! ¡E-Escuchen, yo no! ¡Miren, sé que ustedes le temen al Juez Frollo por todo lo que ha hecho, pero les prometo que yo no estoy de acuerdo con lo que él le hace a su gente, yo no soy esa clase de personas que…!

—Por favor, mírate como estas vestida, como esas damas de alcurnia que nos ven con asco cuando les pedimos una moneda. Seguramente todo eso te lo da aquel demonio. Sabemos que ahora estas fingiendo ser alguien noble, ¡Pero Frollo te ha de haber enviado con nosotros para atraparnos! ¡Ahora tendremos que apurarnos a huir de nuestro escondite y encontrar uno nuevo, porque estamos muy seguros que ya le dijiste a Frollo donde nos ocultamos y está mandando a sus hombres a saquearnos y matarnos!

—N-N-N-No, N-N-No, ¡N-No! ¡Por favor, no es verdad eso! ¡Yo realmente los aprecio, yo sólo trabajo con él porque estoy en deuda, el salvó mi vida, y yo no podía dejarlo de lado, pero yo no sería capaz de hacerle eso a ustedes y a su pueblo, y-yo no…!

—¡Mentirosa!—Los romaníes empezaron a rodear a la alterada Aliceth, la cual le llovían críticas a más no poder —¡Eres una de ellos!

—N-No, por favor, ¡Déjenme explicarles! ¡Yo no!—

—¡Ahora para nosotros eres una basura embaucadora! ¡Si no eres más que la maldita zorra de Frollo!

Aliceth quedó tan impactada al escuchar ese insulto que su voz desapareció de su garganta, quedándose muda momentáneamente. Jamás en la vida osó recibir una injuria como esa, grabándose para siempre en su memoria.

Todos los intentos de Aliceth por seguir explicando sus razones a los gitanos quedaron completamente reducidos a cenizas al escuchar aquella acusación, sus ojos abriéndose, sintiendo su piel palidecerse, su cuerpo se tornó de piedra, inhábil de moverse.

De repente, Aliceth sintió su rostro muy caliente, demasiado caliente, y de sus orbes marrones empezaron a caer las primeras lágrimas, descendiendo en sus mejillas, las cuales volvían a ser rojas. Un pequeño quejido lleno de dolor salió de su boca abierta, sin aliento.

Incapaz de poder continuar, Aliceth sintió su cuerpo recuperar su movimiento, al igual que su voz —L-Lo siento… Lo siento, yo… no quise molestarlos, perdón, perdón…—Aliceth se dio la vuelta y se fue casi corriendo de ahí, con sus lágrimas saliendo sin control de su cara.

Ni siquiera volteó atrás, Aliceth sólo corrió de vuelta a cerca del carruaje, y en su huida sus manos secaron algunas lágrimas para evitar las preguntas de los guardias de Frollo.

Al llegar al carruaje, simplemente se metió y cerró la puerta con urgencia, y en ese momento, se echó a llorar como nunca. Aliceth creía que ya había dejado de ser una decepción.

Dentro de la Catedral, bajando apresuradamente las escaleras que daban a la torre del Campanario, Claude Frollo estaba disgustado. Jamás le gustaba las reuniones con Quasimodo, su eterna obligación, su juramento ante Dios para redimir su alma al matar a la madre gitana del pequeño jorobado a los pies de Notre-Dame.

En el fondo, Frollo deseaba mucho que ocurriese una catástrofe, que el plan de Dios fuese diferente a lo que dijo en su juramento. Esperaba que, por la "terrible maldición" con la que nació Quasimodo acortara el tiempo de su existencia sobre la tierra.

Trataba de frenar ciertos deseos oscuras por igual, por temer a pecar de pensamiento, de que entre los senderos de Dios tuviese uno especial para Quasimodo, que tuviese piedad de su existencia y se lo llevase con él, al reino de los cielos.

Cuando pasó por el último escalón, Frollo salió apresurado a la salida —¡Frollo!— Más el Arcediano le detuvo. El Juez no pudo evitar hacer una mueca de desprecio, aprovechando que estaba de espaldas al Arcediano. Se preparó mentalmente y giró hacía a él.

—Arcediano, buen día, lamento tener que irme tan temprano…— Dijo Frollo con fingido pesar, quién en realidad deseaba irse de ahí pronto —…Pero he de informarle que he hecho mi visita a Quasimodo. El parece estar bien, se queja sobre el frío, pero nada que una pila de leña no arregle…— Cruzándose de brazos, Frollo empezó a hablar con ese característico tono de voz cuando pretendía ser amable. Intentó hacer notar su interés en Quasimodo, cuando el Arcediano sabía que en el fondo no era así.

—Frollo, me extraña escuchar eso de ti, eres un hombre inteligente, ¿Y fue lo mejor que se te ocurrió para Quasimodo?— El Arcediano dejaba escapar cierto sarcasmo en su voz, cosa que enfurecía a Frollo, pero por respeto a Dios contenía su descontrol —¿Dices que una pila de leña para que pase el frío? ¿En el campanario, que está hecho de madera?

Frollo apretó sus puños, sin querer volvió a dejar expuesto sus fantasías oscuras de deshacerse de Quasimodo. Antes de que pudiera excusarse, el Arcediano le dio una solución más acertada. —Sí realmente Quasimodo teme del frío y te preocupas por que pase el invierno sin calor, podrías hacer que se quedará durante la temporada en tu morada

—¿Qué?— Frollo miró con incredulidad al Arcediano —¡Por supuesto que no! ¡No puedo arriesgarm… Arriesgarlo a la crueldad de la gente— Tuvo que morderse la lengua para corregirse.

—¿Y dejarlo morir de frío en el campanario?

—¡No es el primer invierno que se la pasa solo en el campanario! Además, lo hemos acordado 12 años atrás, si el sale de esa torre ¡Lo crucificarían! ¡El mundo allá afuera es cruel y no puedo arriesgar a Quasimodo! ¡Es demasiado joven para que lo entienda!— Frollo buscaba cualquier excusa para no sacar a Quasimodo del campanario. No iba a arriesgarse a que la gente de París lo viera al lado del Jorobado de Notre-Dame.

El Arcediano reprimió las ganas de llevarse la palma a su cara, Claude Frollo jamás iba a cambiar.

—Me encargaré de traer un poco de leña y conseguiré vestimenta y cobijas suficientes para que pueda soportar el invierno. Proveeré un poco más de alimento de lo normal para estas fechas, ¿Eso es más que suficiente?— Volvió a dar opciones que fuesen convincentes para el Arcediano. Este sólo negó con su cabeza.

—Lo ideal para mí sería que lo llevaras a un verdadero lugar donde pueda tener calidez y un techo más decente… Pero, si consideras que eso es lo mejor para Quasimodo, entonces que así sea… Pero no dejes desamparado al pobre muchacho en estas fechas

—¿Cómo se atreve a cuestionar mis métodos? Recuerde que yo soy el que lo mantiene, lo alfabetiza, lo alimenta y lo viste. Si no fuese por mí, este muchacho ya hubiera sido apedreado por los ciudadanos de esta ciudad

Frollo elevó su rostro, emanaba arrogancia de su ser, casi dándose golpes de pecho que él era el único que podía cuidar de Quasimodo a la única manera existente: a su manera.

—No estoy seguro, le recuerdo que Quasimodo pudo haber muerto a los días de nacido de no ser porque intervine…

Frollo quedó en suspenso al escuchar esas palabras del Arcediano, la furia se desató en su interior. Más porque el Arcediano tenía razón, Claude Frollo se hubiera deshecho de Quasimodo si él no hubiese aparecido a tiempo.

—Por favor, Frollo, mándale saludos a Aliceth. Se le extraña mucho su presencia aquí, y siempre rezo por su protección todas las noches… Que pasen buen día…

Sin decir más, el Arcediano dio la vuelta y se regresó a la sacristía, dejando a un Frollo bastante furioso y frustrado con sus palabras. Con su ira contenida, se dirigió a la salida de Notre-Dame de París.

Al bajar los escalones de Notre-Dame, los guardias se irguieron y saludaron a Frollo mientras este entraba a su carruaje, de su enojo abrió tan rápido y brusco la puerta, que no le dio tiempo a Aliceth de limpiarse las lágrimas y fingir serenidad.

El enfurecimiento de Frollo casi desapareció al ver a su divina tentación sumida en pena, pero eso, casi desapareció.

—¿Porque estas llorando?— Frollo preguntó, pero más que pregunta, sonaba a acusación. Aliceth al verlo, tragó saliva y bajó su rostro enrojecido, tratando de figurar una respuesta.

A pesar de que su corazón estaba roto por el reencuentro y los insultos de los gitanos, no podía decirle la verdad a Frollo, sería darle la razón a ellos, de que ella era la… Recordó ese insultó y se sintió peor.

—P-Perdoné… N-No fue fácil para mí regresar a Notre-Dame…— Aliceth sacó la excusa más viable para librarse del cuestionamiento de Frollo —F-Fueron demasiadas emociones, pensé que iba a manejarlo bien… Pero soy m-muy débil…— Aliceth bajó su rostro y volvió a llorar.

Frollo, quién de por sí estaba molesto con las palabras del Arcediano, cerró la puerta tras ellos y se sentó al lado de Aliceth. Cuando el carruaje avanzó, la tomó de sus hombros.

—Escúchame bien, María, ¡Deja de pensar en la opinión de los demás! ¡Sobre todo de los que están dentro de Notre-Dame! ¡No puedes dejar que te tumben y te golpeen aniñadas e inmaduras emociones! ¡Deja de buscar la aprobación de los demás, jamás serás suficiente para los otros, por más que te esfuerces!

Aliceth dejó de llorar, pero sólo para quedar estupefacta a las palabras de Frollo, podía sentir la fuerza de sus dedos al sentirla contra la piel de sus hombros, a pesar de la tela de sus mangas. Sus ojos marrones bien abiertos, sorprendida de la reacción de Frollo. ¿Porque estaba alterado? ¿Quién o que lo hizo molestarse a ese grado?

—M-Mi S-Señor…

—No necesitas buscar la aprobación de ellos Aliceth, ¡Para eso me tienes a mí!— Soltaba Frollo más frustrado —Y te lo dije una vez y te lo volveré a repetir….— Frollo soltó bruscamente los hombros de Aliceth para pasar sus palmas a las mejillas de ella —Deja de derramar lágrimas por gente que no merece la pena… Tus lágrimas son… Son…

Frollo al ver otra vez el rostro enrojecido y lloroso de Aliceth. En el fondo, le fascinaba cuando Aliceth sollozaba, cuando ella era vulnerable, porque podía ser su protector. Y a la vez, se hipnotizaba al ver sus mejillas pecosas teñidas de escarlata, decoradas con el rocío triste que derramaban sus pupilas cafés.

Claude pasaba sus pulgares por las lágrimas de Aliceth, ella temblaba bajó su toque, y al agachar su rostro a los labios de Aliceth, sintió esa divina tentación llamarle desde el fondo de su alma. Pasó uno de sus pulgares por el labio de Aliceth, gesto que la hizo estremecerse e incluso soltar un pequeño jadeo.

—Tus lágrimas son benditas, Aliceth… No las derrames por cualquiera…

"Derrámalas por mí, María"

Antes de que hiciese algo que lo dejaría sin dormir por la culpa y el arrepentimiento, Claude atinó a abrazar con fuerza a Aliceth, cosa que hasta a él lo sorprendió, el camino despejado para reclamar a Aliceth a través de un beso, y sin embargo, la cobardía se apoderó de él.

Aliceth sólo pudo sentir los brazos de Frollo, su fuerza, y su birrete cayendo al suelo de madera. La confusión también se despertó en Aliceth, y débilmente correspondió el abrazo de Frollo. Algunas lágrimas salieron de ella, y a solución, se acurrucó más en Frollo, frotando sus mejillas y pupilas mojadas contra su ropa, secándolas.

Sólo el movimiento del carruaje contra las piedras de la calle era lo único que interrumpía el venerable silencio entre ambos. Los dos estaban tan unidos, y en ese momento tan íntimo, Frollo se dio cuenta que estaba tan cerca del cabello rojo de Aliceth. Esperando que no lo escuchara y dejándose llevar por su más primitivo instinto, posó su nariz sobre los rizos carmesí y aspiró su aroma.

Por supuesto que Aliceth no lo escuchó, sólo lo sintió.

Un jadeo involuntario de Aliceth hizo que Frollo regresase a la realidad de golpe. Abruptamente se separó de ella y carraspeó, su vista al suelo, recogiendo torpemente su birrete de ahí y poniéndoselo de vuelta en su cabeza, incluso tardando a propósito en hacerlo. Aliceth no quería dejar de verlo, pero sólo pudo atinar a bajar su mirada, alisarse su vestido y seguir mirando a cualquier parte que no fuesen los ojos oscuros de Frollo.

El corazón de ambos no podía dejar de latir con fervor, Frollo arrepentido de casi haber cedido a la pasión y la tentación de los labios y el cabello de fuego de María Aliceth. Ella en cambio, en su estómago tenía el revoltijo de emociones, la incertidumbre por los repentinos gestos de Frollo, un irremediable miedo por lo sucedido, y un extraño sentimiento que no lograba identificar.

La razón de Aliceth le recordaba la voz y palabras de las advertencias de la Madre Irene y el Arcediano respecto a Frollo, pero a la vez, algo dentro de su pecho, de su corazón, le rogaba que por favor, ignorara esas voces. No entendía porque, pero debía de ignorarlas.

Quizá debía de ser la neblina purpura, acechándolos a ambos.

Por algunos minutos, un silencio incomodo se albergó entre ambos, y mientras los dos pretendían no mirarse el uno al otro, sus corazones latían al unísono.

la neblina púrpura forjaba su sendero intoxicante.