XXVII: Cautiva de la bruma púrpura

El manto celeste de la noche cayó sobre París y muchos ya se preparaban para ir a la cama, algunos aprovecharían la noche para divertirse en lugares llenos de libertinaje, otros reposarían de haberse ganado la vida y el pan de la mesa en sus labores de cada día. Entre esas personas estaba Aliceth, quién dejaba que Joanna, su dama de compañía, le ayudara a desvestirse y a prepararse para dormir. Detrás de un biombo, Joanna desataba los cordones del vestido sobrio y santurrón.

—En verdad, fue una angustia saber que no pasará la noche aquí, más con la horrible tormenta de anoche, Señorita Bellarose. Me alegra tanto que haya vuelto

—Oh Joanna, te preocupas demasiado. Sólo fuimos a atender unos asuntos personales del Juez Frollo, pero nos atrapó la nevada y aunque quisiéramos, hubiera sido fatal desafiar la tormenta— Aliceth explicaba relajada mientras dejaba escapar un largo suspiro al sentir que el vestido bajaba por su cuerpo, el corsé de aquel vestido era muy aprisionante.

—Pero, ¿Quiere decir que durmió en la mansión Frollo? Se arriesgó mucho, Señorita— Mencionaba su desasosiego Joanna mientras le pasaba su camisón a Aliceth y se alejaba del biombo con el vestido usado.

—Créame que, con la fama que tienen los Frollo, pasé una noche más que tranquila… Tuve una que otra pesadilla, pero todo resultó bien…— Aliceth mencionaba a medias los detalle de su aventura mientras el camisón bajaba por su cabeza y caía a sus pies, vestida completamente —Además, tuve el honor de conocer a Jehan Frollo, el hermano menor del Juez Frollo— Salía Aliceth del biombo, acomodando su camisón con sus dedos y sacando su cabellera roja de este.

—Oh, el joven Jehan Frollo… He escuchado tantas cosas de él… Todo lo contrario al Ministro Frollo…

—Y tienes toda la razón, Joanna— Aliceth soltaba pequeñas carcajadas mientras iba a su tocador y se sentaba en el banco frente a este —Es un hombre que… Simplemente decidió tomar otro tipo de vida, alejado al que sus padres y su hermano mayor le enseñaron…— A la vez que su mente evocaba los recuerdos de Jehan, Aliceth se quitaba el broche de plata de su cabello —Su vida es muy libertina, y es demasiado coqueto. Apuesto a que es coqueto con cada mujer joven y bonita que se le cruce— Mencionaba Aliceth entre pequeñas risas mientras que Joanna se acercaba a ella, tomaba el peine de marfil y se dedicaba a cepillar los rulos rojos de María.

—Sí, temo que he escuchado aquellos rumores sobre el joven Frollo que dejan en vergüenza al Ministro Frollo, pero, apuesto a que es un poco más amigable que su hermano mayor

Aliceth soltó una pequeña carcajada sincera ante la afirmación de su dama de compañía —Y sí que lo es, pero su galantería llegaba al punto que sólo estorbaba en vez de ayudarle. Podría tener magia en su lengua, pero era más labia que cualquier otra cosa— La dos jóvenes se reían ante las anécdotas de Aliceth —En verdad prefería pasar tiempo con su hermano mayor

Joanna se reía incrédula por las palabras de su dama, la cual tenía sus rizos entre sus dedos.

—Bueno, no me sorprendería mucho que el joven Jehan haya intentado cortejarla, usted es muy bonita y no iba a perder el intento. Seguramente entre sus planes al verla era darle una cuñada ya conocida al Ministro— Aliceth no pudo evitar estallar en carcajadas mientras que Joanna intentaba seguirle.

—¡Qué cosas dices, Joanna!— Aliceth incluso chocaba sus palmas y su cara se ponía roja, y Joanna continuaba.

—Pero mire las posibilidades, tendría su aprobación inmediata, y sin contar que, al no haber herederos del hijo mayor, ¡Usted gozaría de la fortuna de los Frollo!

Aliceth no paraba de reír y negaba con la cabeza, secándose las lágrimas, Aliceth intentaba refutar a los perspicaces planes de Joanna, inteligente era, y mucho. Más Aliceth estaría a punto de hablar de más.

—¡Oh no! ¡No! ¡No! ¡No! ¿Esposa de Jehan Frollo? ¡Jamás!

—¡Oh! ¡Piénselo Señorita Bellarose!

— ¡Oh Joanna! No tienes ni idea de la clase de hombre que es, ¡Créeme que preferiría ser la cuñada de Jehan a ser su esposa!— Aliceth seguía enfrascada en sus risas sin saber que había confesado algo a su sirvienta que la dejó boquiabierta, mirando pasmada a través del espejo.

—Señorita Bellarose, ¿Acaso he escuchado bien? ¿Ha dicho que prefiere ser la esposa del Juez Frollo a ser su cuñada?

Aliceth giró muda a Joanna, una sensación de frío al igual que un fuerte bochorno en sus mejillas. Ambos boquiabiertas, las dos empezaron a reírse nerviosamente, más Aliceth que Joanna. Al ver el apuro en que Aliceth se metió, Joanna intentó hacer más ligero el ambiente.

—Qué cosas dice, Señorita Bellarose, pasar tanto tiempo con el Ministro le ha alterado su cabeza— Joanna intentó hacer una pequeña broma para suavizar la tensión, pero detectó un pequeño nerviosismo en Aliceth, sus ojos cafés ocultándose entre sus pestañas y sus dientes delanteros mordiendo con delicadeza su labio inferior.

—La verdad ocurrieron muchas cosas en ese día…— Aliceth, girando, vio cómo Joanna rápidamente tomaba lugar en el baúl frente a su cama, sacando otra sonrisa más en ella —Cuando el Juez Frollo hablaba con su hermano, me dio permiso de pasear por su mansión. Quería conocerla, para ser sincera, cuando llego a un lugar nuevo, quiero conocer cada rincón de ese lugar. Paseé por la mansión hasta que llegué a una habitación llena de pinturas y retratos de los Frollo. Conocí mucho de los rostros de esa familia. Quizá abuelos, tíos, primos del Ministro. Pero… Llegué a ver un retraso del Ministro Frollo… Cuando era joven…

La sonrisa que estaba naciendo de los labios de Aliceth la delataba y a ese punto no le importaba estar atrapada. Joanna se removía en el baúl, emocionada por la historia que su dama le relataba.

—¿El Ministro Frollo joven? Me es imposible imaginarlo joven

Aliceth empezó a reírse, y mirando las uñas de sus pies, continuó.

—Oh no, créeme que al ver al Juez Frollo joven pues… No te imaginas que es el, pero… Lucía muy diferente al Claude que conozco…

Joanna detectó ese "Claude" en las palabras de su dama, y se irguió más adelante, fascinada de escuchar a Aliceth, llevándose sus dedos a su boca.

—¿Y cómo era? ¿Era guapo? ¿Feo? ¿O era de belleza exótica?

Aliceth no pudo evitar soltar otra carcajada de su garganta y tuvo que calmarse para poder continuar con su relato.

—Oh no, definitivamente feo no era ni de belleza exótica. Él era muy guapo en su juventud, antes de que su cabellera se volviese blanca, era negra, muy oscura cómo la noche….—Aliceth recargó sus brazos en el respaldo de su silla, recordando los detalles de aquel retrato que la flechó —Tenía un poco más de pómulos de joven, pero su cara siempre fue delgada y afilada, siempre vestía sobrio cómo hoy en día, y sus ojos… Sus ojos eran oscuros, un poco más grandes y su mirada era diferente… Muy diferente… Muy triste

—¿Triste?— Joanna preguntaba curiosa y Aliceth asentía con su cabeza, mientras que dejaba escapar un suspiro lleno de anhelo. Joanna quedó muy sorprendida de ver a su dama hablar así de su superior. No lucía cómo aquella muchachita que a veces confiaba en ella para desahogarse cuando Frollo era irracional o se sobrepasaba con ella con la carga de trabajo. En los ojos de Aliceth había un brillo especial, uno que sólo ocurría cuando el corazón latía junto con el alma. Un pequeño silencio que inundó el ambiente, pero uno cargado de paz y de armonía

—¿Sabes algo, Joanna?— Aliceth le dirigió esa mirada cargada de anhelo a Joanna y ella asintió

—¿Qué cosa, Señorita?

—Cuando vivía en Alsacia con mis padres, era un dolor de cabeza para ellos porque me querían casar con cualquier hombre decente que me propusiera matrimonio, pero ellos quedaron esperando a que dijera que "si" y siempre dije que "no". Por eso y más cosas me mandaron al convento de Notre-Dame— Aliceth se río un poco consigo misma, pero continuó —Aunque… He estado pensando en algo…

Joanna asentía en silencio ante la revelación que Aliceth estuvo a punto de confesarle

—Si Claude Frollo hubiese vivido su juventud a la par de la mía, o en otros casos, yo hubiese vivido las épocas cuando él era joven, y si se hubiese arrodillado ante mi para hacer esa pregunta que todos los hombres hacen cuando se arrodillan ante una mujer… S-Supongo que hubiese sido el único hombre al que le hubiera dijo que "Si"

Joanna ahogó un grito y se llevó las manos a la boca, y con sus manos en esta, finalmente soltó el grito. Aliceth sólo se rio algo apenada al ver la reacción de su dama de compañía. Una enorme sonrisa no abandonaba su rostro al admitir finalmente el sentimiento que nació de su pecho y lo deseaba sacar, y si no lo sacaba a tiempo, sentía que, o se envenenaría, o iba a florecer en su corazón, pulmones y estómago, y no podría volver a respirar.

—¿Y cómo fue volver a ver al Ministro?— Joanna preguntó curiosa y Aliceth se llevó su palma a su cara.

—Fue raro… Creo que… Creo que sentí decepción al volverlo a ver— Volvió a reírse nerviosa —Y el resto de la noche, mientras él no me veía, yo lo miraba y trataba de imaginarlo de joven… Pero debo de admitir que, con el temperamento que se carga, más unas sermoneadas que recibí por la mañana de él, rompieron un poco la ilusión que tenía.

Un jadeo de decepción escapó de Joanna, pero podía ver la ensoñación de Aliceth en sus pupilas cafés.

—Claude explotó cómo siempre, pero ya no me intimida cómo antes, pude hacerle frente y que me dejará en paz

—¿Y luego qué pasó?— Joanna preguntaba con picardía y Aliceth ahogó una risa al ver el entusiasmo de su dama.

—Pues me fui, no iba a aguantar su mal humor. Pero he de admitir que de alguna forma su rabia me divierte…— Volvió a poner su cabeza sobre sus brazos descansando en el respaldo de la silla, volviendo a morder su labio —Me pregunto si hubiese tenido el mismo temperamento que tiene ahora si en su juventud me hubiera casado con él…

Joanna y Aliceth continuaron con más risas, la dulce criada de la Señorita Bellarose le estaba confiando cosas verdaderamente delicadas y escandalosas sí alguien más se enterará. Era muy seguido que el resto de la servidumbre en el Palacio de Justicia continuamente le preguntaban acerca de Aliceth Bellarose y de su verdadera relación con el Ministro Frollo. Joanna, que en un principio era miedo a las consecuencias de abrir su boca de más de parte del Juez, pero ahora evolucionando a un naciente cariño por ella, se limitaba a decir que sólo era una dama alcahueta y mimosa, algo típico a lo que la servidumbre estaba acostumbrada a lidiar.

—¡Señorita Bellarose!— Dijo Joanna al ver por la ventana —Me temo que es hora de que me vaya a dormir…

—Oh, tienes razón, Joanna— Aliceth se ponía de pie y se acercaba a ella, ambas se dieron un largo abrazo, y Aliceth le pedía de favor cómo siempre que todo quedara entre ellas. Joanna asentía y se despedía de ella. Al cerrar la puerta tras ella, Aliceth llegó a su cama, dejándose caer sobre esta.

Miraba a la decoración de los doseles sobre su cabeza, y se atrapó a sí misma con una enorme sonrisa en su cara. —¡Basta, María!— Aliceth se llevaba la mano en su cara más risas nerviosas. Pero en el fondo, se sentía bien haber tenido que revelar a alguien esos sentimientos. Aliceth daba vueltas en la cama y se cubría con las cobijas. Casi olvidaba rezar a Dios antes de dormir, tomó el rosario de la mesita de noche y empezó a rezar un poco, dándole gracias a Dios por otro día de vida, pero desconcentrando.

—Oh Dios…— Aliceth volvía a reírse, sintiéndose tonta entre rezos. Ella bajó de la cama y fue a la ventana. Mirando a través de ella, observó a Notre-Dame de lejos, no era para ella sólo la Casa de Dios más divina de todas, ni el convento donde pasó gran parte de sus peores días y noches, era también para ella el lugar donde conoció a Claude Frollo.

Aliceth sentía vergüenza y continuaba rezando con el rosario enredado entre sus manos.

—Dios… ¿Por qué no me dejaste nacer al mismo tiempo que Claude? ¿O por qué no dejaste que Claude naciera al mismo tiempo que yo?

Aliceth preguntaba a Dios a la vez que miraba al cielo estrellado y a la luna, esperanzada a que Dios estuviese escondido entre las estrellas. Debía de estar en alguna, en la más brillante.

Sin más, Aliceth terminó sus oraciones y volvió a la cama, apagando las velas con un soplido, se hizo pequeña entre las cobijas y finalmente se dejó envolver por el mundo de los sueños y anhelos.

….

Era un caluroso día en pleno verano en un pequeño pueblito pintoresco y folclórico al Noroeste de Francia, a las afueras de aquel pueblo llamado Alsacia, de la parte trasera de una vasta y popular casona perteneciente a los Bellarose, una de las familias más distinguidas del pueblo, se abría con fervor una puerta y de ella salía corriendo una chica pelirroja, atravesando la tierra, el lodo y los animalitos de granja que pertenecían a la familia, levantando las faldas de su vestido para evitar mancharlo.

—¡María! ¡María Bellarose!— Se dejaban escuchar bramidos histéricos provenientes de una mujer de al menos cincuenta años, los alaridos llenos de rabia y desilusión —¡María Aliceth Bellarose! ¡Vuelve acá!

La joven Aliceth hacía caso omiso, atravesando la pequeña puerta del jardín, corría directo al bosque situado detrás de su hogar. Cerca del granero, dos de los doce hijos varones de los Bellarose se encontraban en actividades de limpieza, viendo con gracia la escena, aguantando carcajadas para no estallar a su madre.

—¡Barthélemy! ¡Judas! ¡Ya saben que hacer!— Gritos lejanos de Aliceth se oían atravesando el bosque mientras que su silueta se perdía entre los árboles. La señora Bellarose, una mujer ya regordeta, con cabellos platas y rubios a la vez, levantaba sus vestiduras y bajaba con apuro.

—¡Ni se atrevan a asustar al Señor Lafayette, cómo siempre lo hacen con cada pretendiente!

—¡¿Cómo vamos a asustarlos si Alice ya lo hizo?!— Los dos hermanos se burlaron de los nervios y la consternación de su madre, quién corría tras la más testaruda de sus crías, la pequeña María. Escenas así en la Casa de los Bellarose eran bastante comunes y sólo significaban una cosa: Aliceth había rechazado una propuesta de matrimonio más.

La pobre Señora Bellarose no pudo seguirle el paso a su única hija, regresando derrotada, su andar torcido y su respirar sin aliento, la cara roja del cansancio y rabia —¡Dios bendito! ¡¿Esta chiquilla necia no entiende que su futuro está en peligro?!— Vituperando, la Señora Bellarose llegaba al patio trasero, gimoteando enojada —¡Oh! ¡Y ustedes son unos imprudentes! ¡Siempre burlándose de su pobre madre! ¡Oh! ¡August! ¡August!— La Señora Bellarose entraba desesperada a su hogar, llamando al hombre de la casa, su esposa y padre de sus trece hijos.

Paralelamente, en los cofines del bosque, Aliceth recorría mentalmente el pequeño camino que daba a uno de sus escondites, atravesando troncos caídos, piedras y arbustos con frutillas, Aliceth llegaba a su minúsculo santuario: Un pequeño arroyo que atravesaba el campo y la arboleda. No estaba tan alejado de su hogar, pero la distancia era suficiente para aprovechar la intimidad del paisaje.

Anduvo con calma cuando llegó a escuchar el sonido del agua y se sentó a la orilla, recuperándose de su correteada, Aliceth cerraba sus ojos, se relajaba y dejaba que el viento tocara su cara y cabellera. Con una de sus manos tocaba el pequeño riachuelo correr, mojando sus dedos, el sonido de las aves a los alrededor hacían más placentera la estadía de la muchachita.

Solía tener la costumbre de quitarse sus botines para refrescar sus pies cada vez que huía de un matrimonio ventajoso, pero al momento de desabrochar las cintas, escuchó ruidos entre los arbustos. Aliceth giró, creyendo que su madre, su padre o alguno de sus hermanos descubrió su escondite o que tal vez fuera un animal del que tenía que huir, cómo aquel zorro que la persiguió al grado de volver a casa.

Pero para su sorpresa, se encontró con un joven alto, muy alto, de vestiduras sobrias, una cruz de plata colgando de su cuello, cabello rebelde azabache y ojos oscuros. Oscuros y tristes.

Por supuesto que Aliceth se sintió invadida, ¡¿Quién era ese muchacho que se atrevía a entrar a su templo natural?! Más la docilidad y la belleza melancólica que emanaba de él lograron que las advertencias en Aliceth se redujeran. No dudo en ponerse de pie y huir en caso de que fuese un depredador, más algo en esos ojos nostálgicos le indicaban que estaba fuera de peligro.

—Buenas tardes…— Aliceth hacía una reverencia rápida pero marcada, bajando su mirada. El joven hizo lo mismo, llevándose una mano a su pecho y reverenciando en lentitud. Al dirigirle la mirada, Aliceth se atrevió —¿Se encuentra perdido? ¿O busca algún camino en especial?

—No… Sólo estoy… Conversando… Conversando con Dios…— El joven parecía hacer lo mismo que ella, evitar su mirada, aunque la timidez en él era más marcada. Sin saber el porqué, Aliceth empezaba a sentir la necesidad de conocerlo. Al ver la cruz y notar en una de sus manos una biblia, Aliceth sonrió.

—¿Es usted un monje? ¿Busca llegar a Notre-Dame de Estrasburgo?— Preguntó con todas la cordialidad aprendida, cosa que olvidaba cuando estaba con los aspirantes a su mano. Más el joven negó con la cabeza.

—Sólo soy un aspirante… No logré entrar al sacerdocio…

—Oh…— La sonrisa desapareció del rostro de Aliceth, empatizando con el joven —Lo lamento mucho…

El joven bufó y miró la biblia en sus manos, intentando entender algo que tal vez estaba frente a sus narices y no lograba comprenderlo. Aliceth fruncía el ceño preocupada hasta que vio al joven tirar la biblia al suelo, ella ahogando un jadeo.

—¿Qué es lo que El Señor desea más de mí? Me preparé por demasiado tiempo para poder predicar su Palabra, ¿Porque no fui suficiente para él? ¿Acaso el fracaso es una prueba más? ¿O sólo no nací para esto?

Aliceth notaba cómo el joven muchacho dejaba atrás su biblia y se dirigía la orilla del arroyo, sus puños volviéndose rojos, intentando acallar pequeños sollozos en rezos. Aliceth, temerosa de cómo pudiese reaccionar, se acercó de puntitas y tomó la biblia de sus manos.

Dio un par de pasos hasta llegar a sus espaldas, tragando saliva y armándose de valor, Aliceth puso una mano en el hombro del joven. —Lamento mucho que no puedas cumplir tu sueño. Pero eso no quiere decir que no seas suficiente para El Señor…

—Quizá me odia…— El joven dejó escapar un sollozo.

—¡No! ¡Por supuesto que no!— Aliceth se apresuró a calmar al joven —Dios no puede odiarnos a nosotros, ¿Cuándo un Padre ha odiado a sus hijos?

—¿Cuándo un Padre ha odiado a su hijo? A veces lo he visto en los ojos de mi propio Padre…Y después de este fracaso, me odiará más…— El joven no paraba de llorar, cosa que le dolía en el corazón de Aliceth. Tomando un poco más de soporte, Aliceth hizo girar al joven, esos ojos no paraban de lagrimear.

—En verdad lamento tanto por lo que pasas… Nadie tiene porque sentir el resentimiento de quién se supone que debe de protegerte…— Aliceth pasó una mano por el rostro del joven, secando sus perlas tristes. El sólo cerró sus ojos, sintiendo la calidez del rostro de la noble damisela.

—¿A quién le debo el honor de que este curando mis necios dolores?— El Joven pronuncio avergonzado, cosa que no pudo evitar arrancarle una sonrisa a Aliceth, ¿Tanto resentimiento se tenía este pobre muchacho?

—Me llamo Aliceth…— Ella respondió y el joven abrió sus ojos, encontrándose con las orbes marrones de su más reciente confidente, y el susurró su propia identidad.

—Claude… Mi nombre es Claude…

Aliceth no pudo evitar tomar la mano libre del joven Claude y estrecharla, sin esperar que él entrelazara sus dedos con los de ella.

—Estoy encantada de conocerte, Claude…

Ambos se sentaron en las orillas del arroyo y no hicieron nada más que conversar. Aliceth, deseosa de saberlo absolutamente todo de él, cada detalle de su vida. Supo que era de los Frollo, una familia de altísimo renombre y linaje de París, era un muchacho culto, muy inteligente, devoto a Dios aunque eso fue evidente desde el primer momento. En tan poco tiempo, compartieron sus gustos, sus disgustos, sus fortalezas, sus temores. Verlo era cómo apreciar una obra de arte.

Conforme seguían hablando, a pesar de que no podía escuchar correctamente sus palabras, Aliceth podía sentir aquella falta de afecto de su familia, más del padre, aunque su madre siempre fue una figura devota y muy presente en su vida. Habló sobre un pequeño hermano menor que era travieso, cosa que le robó algunas risas a Aliceth. Ella sólo prestaba a él toda su atención.

Cuando Claude dejaba de relatar de su afligida vida, Aliceth podía ver que la nostalgia difícilmente lo abandonaría a pesar que ya había desahogado su pesar. Debía de intentar algo para poder alegrarlo, o al menos distraerlo. A su cabeza le llegó un juego infantil que solía jugarlo con sus hermanos mayores, y aunque la idea era arriesgada, peor era nada.

—Ven, Claude, vamos a jugar algo…— Aliceth se ponía de pie, confundiendo al joven Claude.

—¿Jugar? ¿No somos ya mayores para eso?— Claude miraba con desconcierto e incluso inseguridad, mirando a todos lados.

—Vamos, nadie nos ve, no haremos nada malo…— Aliceth estiró su mano al desconfiado Claude, el cual cedió ante la petición de su nueva amiga, levantándose del pastizal. Aliceth dio un vistazo por el lugar, buscando algún punto en específico hasta encontrar uno.

—¿Ves ese árbol? ¿El del tronco torcido?

—L-Lo veo, ¿Que tiene?

—¡El que llegue primero gana!— Y sin más advertencias, Aliceth corrió disparada, cosa que sorprendió a Claude, pero al final, hizo caso a su niño interior, corriendo tras Aliceth. La primera en llegar fue ella, realmente sus piernas estaban hechas para correr. Alentó a Claude a elegir otro punto para alcanzar, y aunque aún con inseguridades, Claude esta vez eligió una roca cercana al riachuelo. Los dos disfrutaron gran parte de su tiempo en ese recreo en el que ambos necesitaban, una distracción de los problemas familiares de ellos dos.

Entre una de las correderas, el pie de Aliceth pisó mal y estuvo por recibir una fuerte caída, de no ser porque Claude la tomó a tiempo, pero eso no los salvó del suelo. Sin embargo, estando los dos entre el pasto y la tierra, no pudieron evitar estallar en carcajadas.

Cuando las risas fueron apagadas por el dolor de sus estómagos y mejillas, las lágrimas de alegrías fueron secadas, los dos no pudieron evitar verse a sus ojos, sin dejar de sonreírse con ternura. Algo singular manaba entre ellos. La pelirroja logró alcanzar a descubrir cómo los iris oscuros de Claude bajaban tímidamente a sus labios, así fuesen por pocos segundos.

María Aliceth había recibido lecciones de su madre para ser una correcta madamisela alsaciana. Entre algunas de lecciones de conducta, jamás debía de ser ella quién mostrara interés, por más que deseara ser la primera en decirlo, una dama no debía de ser ambiciosa. Además que era un ramal del pecado de la lujuria.

Pero la pelirroja encontró que Claude era muy modesto y retraído, y a veces, eran ellas quienes debían dar el primer paso.

Aliceth elevó su rostro, inclinándose al de Claude y juntó sus labios con los de él. Claramente fue un estupor para el joven aspirante a sacerdote, pero sólo en esos segundos descubrió porque Dios le indicó que la vida del sacerdocio no iba a ser la suya.

El primer rayo de luz atravesando su ventana cayó sobre los párpados de Aliceth, obligándola abandonar el mundo onírico de su cabeza y a su Claude, abriendo sus ojos y sus pestañas revoloteadas. Aliceth se estiró en su cama, a pesar de que era consciente de que todo fue parte de un sueño, Aliceth se abrazó a otra almohada.

Le importaba poco levantarse tarde, atrasarse o esperar a que Joanna le ayudase con su vestimenta del día, le importaba menos del sermón y reprimenda que pudiera recibir del Juez Claude Frollo, no quería lidiar con su versión más añeja y estricta, llena de seriedad y dureza. Quería quedarse con el joven Claude Frollo, aquel por el cual su corazón no dejaba de latir con pasión, devoción, y tal vez amor.

Ella sólo quería quedarse en su propia neblina púrpura.