XXXIV: Malsana curiosidad

No era capaz de ver la cara de su Superior, no después de la gran desobediencia que cometió, ella sabía que él sería capaz de descubrir su error con tan solo verla a los ojos. Prefirió mentir, pedir el favor a Joanna de replicar la excusa, la cual era que el frío invernal fue tan crudo que prefirió retirarse a su habitación antes a calentarse y ponerse cómoda.

Pero eso no era mentira, una tormenta invernal azotaba en París, aquella que lograban calar en los más profundos miedos de Aliceth, la clase de tormentas que eran capaces de revivir sus más grandes traumas, pero esta vez los sustos de su infancia no eran lo que mantenían a Aliceth sin poder dormir.

Recostada en su cama, su mirada fija en el dosel, la pesada cobija sobre ella, los dedos de sus pies se enroscaban y su labio inferior magullado estaba de haber sido mordido repetidas veces esa noche.

El problema de Aliceth que no la dejaba dormir era que cada vez que cerraba los ojos para descansar, lo primero que veía eran los impúdicos retratos recreados en la oscuridad de sus párpados, recreaciones del libro que jamás debió de abrir. Las escenas lujuriosas rebobinaban en su cabeza. A esas alturas, intentaba evocar sus más profundos pavores, pero ni la impresión que vivió durante su niñez fue capaz de quitarle las imágenes del lascivo demonio que reclamaba a una princesa pura para sí mismo arriba de un suave lecho. Cada segundo sin recibir descanso era una tortura, arrepentida hasta la uña más pequeña de su pie de haber leído esas letras prohibidas.

Daba vueltas por debajo de la tela, sus rizos enredándose entre sí, era el turno de su dedo índice en ser mordido. A pesar del sentimiento de vergüenza que la atacaba por leer letras prohibidas, una parte de ella sentía duda.

Duda de saber más, y no sólo en cuanto a la historia de la Princesa y el Demonio, duda por explorar en su interior las extrañas e inquietantes sensaciones que jamás creyó que su cuerpo pudiera poseer. Descubrir qué clase de calor malsano era aquel que ni el más frío de los inviernos podía combatirlo. Esa curiosidad nociva por investigar aquello que siempre le habían enseñado a temer y evitar.

María negó con la cabeza, molesta consigo misma. Debía de concentrarse en su presente y futuro, recordarse que estaba acomodada en una buena posición gracias a la generosidad de su Superior, generosidad que no solía mostrar con nadie más, y que quizá jamás lo demostró con alguien más. Sí tan sólo él se enterará que Aliceth había sido desleal a sus órdenes, por supuesto que la echaría a patadas del Palacio de Justicia, así que debía de dejar esas ansias de saber de lado. Pero por más que lo intentaba, su mente volvía una y otra vez a evocar los detalles de lo que había leído, causándole un caos de emociones que no sabía cómo manejar.

Se sentía dividida entre el deber y el deseo, la obediencia y el pecado, la fortaleza y la tentación.

No quería hacerlo, era faltarle respeto a su educación, su religión y su fe, pero parte de ella necesitaba cuestionarse, sin parar de disputar con ella misma si la vida que había elegido era la adecuada para ella, si todo ese recato y pulcritud eran verdaderamente necesarios para preservar su virtud.

"Dios... Ayúdame... Esto que siento en mi interior me quema... arde cómo el fuego del infierno... Ayúdame a arrancarlo de mí"

Aliceth rezaba mentalmente, y a pesar del profundo miedo a quedarse dormida gracias a la tormenta invernal, el cansancio fue más y los párpados se volvieron pesados, cerrando sus ojos, rindiéndose al sueño.

Y a sus deseos.

...

Calor, era lo único que podía sentir.

Aliceth abría lentamente sus ojos, ¿Como podía sentir calor cuando había una fuerte tormenta de nieve allá afuera? Ella se removía en la cama, preguntándose qué era lo que cambió drásticamente el clima. Pero, para su sorpresa, no estaba en su cama, ni siquiera en su habitación.

Aliceth elevó su cabeza rápido, dándose cuenta que el lugar era completamente diferente, Aliceth se giraba, contemplando a su alrededor. Paredes de piedra tosca, cubiertas de musgo y humedad con algunas piedras preciosas en bruto incrustadas, reflejando luces de colores por toda la caverna, con ayuda de antorchas de pedrusco cuyo fuego no se consumaba de forma natural, no parecían tener leña o carbón en que consumirse. Aromas sulfosos emanaban, penetrando en las fosas nasales de la confundida pelirroja. Pequeñas grietas servían cómo rendijas, dejando entrever un poco más de luz, luces rojas y naranjas cómo su cabello, como si fuera de ese lugar estuviese el mismísimo infierno.

Cuando decidió mirarse, se notó en un enorme lecho, cubierto con sabanas de seda negra y cobijas de pieles de bestias salvajes, animales cuyo pelaje Aliceth no podía identificar, ni siquiera cuando pasó su mano por estas. Al bajar su mirada, se dio cuenta que estaba vestida con un camisón, pero no con su usual camisón, era uno que se ceñía a su cuerpo, y a pesar de estar teñido de colores oscuros, era transparente, dejando ver las curvas y valles de su cuerpo.

Un silencio sepulcral se apoderó del espacio, roto solo por el crujir de la piedra y el crepitar de las llamas. Aliceth elevaba su rostro, ese lugar le era desconocido y familiar a la vez, Pero ¿Qué y dónde era este sitio?

El ruido de una pesada puerta del mismo material que las paredes alertó a Aliceth, más no veía a nadie entrar por esta, gateando lentamente por el lecho, asomaba su rostro, mirando cómo la enorme puerta se cerraba por si sola.

Veo que has despertado de tu descanso, Princesa...

Aliceth quedó completamente paralizada. Reconoció esa voz, esa voz gruesa y grave que sólo detonaba autoridad, resonando en la encerrada cámara. Aliceth giró al único rincón oscuro del lugar, temblando entre el miedo y la ansía. Su mente evocaba perfectamente los tonos graves de esa voz, recordando los regaños y sermones que su Superior solía impartirle, pero esta vez, había algo oscuro y siniestro, y a la vez, algo suave y meloso que envolvían a la mujercita.

—¿M-Mi Señor?

Aliceth preguntó con la indecisión en su voz, esperaba que fuese un mal sueño donde tuviera el (des)agrado de volver a soñar con Frollo, pero esta vez, las cosas no iban a ser cómo parecían.

El dueño de la voz se acercaba poco a poco a la luz, estirando su mano para dejar que Aliceth la viera. Sus orbes percibieron una mano larga, huesuda, de dedos largos y delgados que curvaban de una gracia siniestra, la piel tenía una tonalidad carmesí, pero con toques oscuros similares al azabache, como si hubiera estado expuesta al fuego de infierno.

Pero el detalle que resonó más en Aliceth fue ver que esa mano estaba decorada, decorada con los mismos anillos de zafiro y rubí de Claude Frollo.

El interior de Aliceth temblaba, intentaba ver más allá de la oscuridad, pero no podía. Sus labios temblaban, al igual que su corazón. Y este era el que más gritaba que tomara su mano. Aliceth no podía dejar de lado el detalle de los anillos, el contraste entre la dulzura y dureza en su voz, esa voz que era la misma de su Superior, Frollo.

Aliceth sabía que esa mano podría desde cobijarla hasta hacerle daño, podrían lastimarla, arrancarle la vida de un zarpazo.

Y, sin embargo, Aliceth la tomó.

Poco a poco, el demonio se acercaba a la luz, pero la luz de las antorchas bajaba, a punto de extinguirse, Aliceth jadeaba, su respiración era fuerte, y a pesar de que el temor empezaba a escapar entre sus poros, se encontró con que ambas manos del Demonio cobijaron la suya. A pesar de la ya ahora luz tenue, pudo darse cuenta que la otra mano tenía el mismo tercer anillo de esmeralda que su Juez.

—Mi Señor...— Aliceth jadeó en voz baja, cerrando sus ojos, porque a pesar de anhelar verlo, no podía percibir el rostro del Demonio, ni siquiera su mirada. Su corazón se martillaba con mayor fortaleza que antes, preso del anhelo y miedo a lo desconocido. Saber que esa voz era familiar, era la deél,envolviéndola asfixiantemente —... ¿Por qué... Estoy aquí?

Intentó controlar el temblor de su voz, pero fue algo imposible. Aun con sus ojos cerrados, todos los recuerdos que había compartido por Frollo se hacían presentes, el cariño, amistad y respeto que sentía por él, arremolinándose en su mente, distorsionándose ahora por esa oscura ilusión en la que estaba atrapada.

El Demonio tomó con delicadeza ambas manos de Aliceth, ella podía sentir las escamas gruesas y las garras largas con las yemas de sus dedos. Su voz aterciopelada volvió a resonar en la penumbra y el corazón de Aliceth.

¿Acaso no lo sabes, mi querida María?—Hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran profundo—Siempre has sido mía. Desde el primer momento en que te vi, supe que estabas destinada a mí

Aliceth contuvo el aliento, las palabras de ese Demonio despertando en ella una mezcla de desosiego y desconcierto. Recordó los pequeños sentimientos que intentó enterrar sin éxito, los asuntos del corazón que no podía desenmarañar ni siquiera con ayuda de los consejos de su dama de compañía, todas esas emociones prohibidas enredándose más con los libidinosos espasmos que se distinguían al escuchar la voz de su Superior a través de ese Demonio. Esa sensación de pertenencia, de ser deseada y reclamada, despertaba ecos de los anhelos que había albergado por Frollo.

—Pero... mi Señor, yo... —Tragó saliva, luchando por encontrar las palabras—... Yo pensé que... usted solo me veía cómo... Sólo cómo una asistente personal...

La mano del Demonio se deslizó suavemente por su mejilla, obligándola a alzar el rostro. En ese instante, Aliceth decidió abrir sus ojos. Ellos no podían aún percibir el rostro del demonio, ni siquiera su cuerpo, pero lo que podían contemplar era la mirada de Frollo.

Oh, mi inocente Aliceth, ¿Acaso no comprendes que nunca has sido nada más que la mujer que deseo poseer?

Los labios de Aliceth se abrieron, dejando escapar un gemido de aprensión y vehemencia. El amor que Aliceth sentía por Frollo estaba evolucionando a algo más. Sus dedos se posaron sobre la garra del demonio que sostenía su mejilla, y sin darse cuenta, su otra mano ya estaba sobre su pecho, acercándose a él.

—Mi Señor... Esto es un pecado, y yo no, yo...—Aliceth susurraba con voz quebrada y desesperada— Por favor, Mi Señor, no sé qué es lo que yo siento, es tan abrasador y asfixiante...— Aliceth rogó por ayuda, por comprender que era por lo que estaba pasando su cuerpo y su alma —... No puedo más con esto... No puedo...

Aliceth sintió que todo su cuerpo se estremecía ante la confesión al demonio. Sabía que estaba cruzando una línea que jamás debería haber alcanzado, pero sus inhibiciones se desvanecían bajo su angustia, su impaciencia por liberarse de la pasión que la quemaba.

—Por favor, ayúdame, Claude... Ayúdame a liberarme...

Los labios del demonio se posaron contra los labios de la princesa, y lentamente el cuerpo de ella fue cubierto con el de él, envolviéndola con sus enormes brazos y gigantescas alas. La neblina púrpura apoderándose de ambos.

Aliceth abrió los ojos de golpe, su respiración agitada, su corazón galopeando dentro de su pecho. Miró a su alrededor, temerosa de volver a estar en la caverna del demonio, pero sólo estaba en su habitación. Nada parecía fuera de lugar, todo parecía estar en orden.

No, no lo estaba, nada estaba en orden dentro de ella. Volvía a recostarse, abrazando la almohada, un par de lágrimas asomándose por sus ojos. Su cuerpo no quería abandonar la sensación de las garras del demonio en su piel, la sensación de su cuerpo cubriendo el suyo. Giró para ver la ventana detrás de su cama, los primeros rayos de sol saliendo, mientras que sus dedos temblorosos viajaban a sus labios. ¿Todo había sido una terrible pesadilla? ¿Porque todo se sintió tan real... y tan cálido?

¿Que había sido eso? ¿Una simple alucinación por la enorme carga de trabajo de las últimas semanas? ¿O el pecado la estaba alcanzando?

—No, por favor no— Aliceth abrazó sus rodillas, asustada ante la sensación de que quizá su alma no era tan fuerte como ella creía. Apenas tuvo respuesta, rápidamente bajó de la cama, arrodillándose y juntando sus manos, empezó a rezar.

—Señor, por favor, perdóname... Perdóname por haber tenido estos pensamientos pecaminosos... Dios mío, estos sueños... Estos deseos fueron tan reales, tan abrumadores...

En medio de la oración, las lágrimas de Aliceth empezaron a correr por su mejilla, percatándose de algo en medio de su rezo.

—Es mi culpa, es mi culpa, no debí de haber leído esas obras prohibidas, no debí de haber entrado a la sección prohibida... Claude tuvo razón, ahora la tentación esta persiguiéndome... Y tengo miedo, Dios, tengo miedo que mi alma no sea lo suficientemente fuerte para resistir a la tentación... Dame la fortaleza para mantenerme alejada del pecado, ayúdame a que mi alma siga limpia y pura. Guíame Señor, muéstreme el camino correcto...

Aliceth se persignó antes de caer en llanto y enterrar su rostro contra el edredón. Su voz se quebraba en sus sollozos ahogados mientras suplicaba por orientación y el perdón divino. La culpa y el miedo de Aliceth se mezclaban, sintiéndose vulnerable y con el miedo calando en sus huesos, creyendo que había cometido un terrible pecado.

...

Joanna fue la primera en darse cuenta de lo distraída que estaba Aliceth, desde que preguntó tres veces cuales serían las actividades para ese día, hasta en el tropiezo que tuvo en la puerta antes de salir, rasgando un pequeño bordado en la falda de su vestido. Aliceth no quiso arreglar ese desperfecto y prefirió partir.

Caminando por los pasillos, su mirada era baja, encorvada, parecía querer pasar desapercibida por los demás. El aroma de la madera consumiéndose de las antorchas provocaba respingos en su espina dorsal, sentimientos de culpabilidad y deseo golpeando en su corazón y alma.

Suspiro de alivio al llegar al despacho por encontrarse con la ausencia de Frollo, tenía que aprovechar cada segundo de esta. Se apresuró a tener todo acomodado, los documentos y cartas más importantes en su escritorio, su tintero lleno y una pluma utilizable, que las cortinas estuvieran corridas y las ventanas cerradas, y que la chimenea del sitio estuviese ya encendida. Pero la incomodidad volvió a albergar en su cuerpo cuando vio las llamas crujir contra la leña, Aliceth prefirió irse antes de evocar sueños inmorales o que su Superior llegase antes de tiempo. No se sentía con la valentía de verlo a los ojos.

Al llegar a la biblioteca, por supuesto que no pudo evitar echar una ojeada al camino de la Sección Prohibida, pero tenía que concentrar todas sus fuerzas y energías en el trabajo porque gracias a ello, tenía un digno pago, la mantenían, educaban, alimentaban y vestían. Gracias al ser Asistente Personal del Ministro de Justicia de París, podía tener un techo, comida, vestiduras e incluso joyas.

¿Y arruinarlo todo por una lectura obscena? Por supuesto que no.

Pero, aunque Aliceth estaba dispuesta a dejar esa necedad atrás y programar mentalmente su siguiente visita a Notre-Dame para confesar su pecado y expiar sus pecados, el destino... O una parte desconocida de ella misma tenía otros planes. Mientras se sumergía en los viejos tomos que ya eran más una molestia del caprichoso Rey Louis, su pensamiento parecía divagar.

Sus ojos recorrían las páginas de los viejos tomos a las nuevas páginas que ella reescribía, y podía notar cómo su propia caligrafía estaba volviéndose un desastre, las palabras abandonaban su alineación, sus trazos se volvían torpes y escribía más rápido para acabar pronto, dejando la comprensión del texto bastante pobre.

Llevándose dos dedos a su ceño, Aliceth sabía perfectamente la causa de su distracción. Giró su cabeza para volver a ver el tramo a la Sección Prohibida de la Biblioteca, sentía que aquel desastroso libro tenía la fuerza suficiente para llamarle.

Aliceth giraba de vuelta a los tomos, pero ahora ignorándolos, sus uñas roídas por sus dientes, el sudor frío apareciendo en su frente. La tentación por volver y terminar de leer la historia era fuerte, pero también sabía las consecuencias que ese acto podría traerle a su futuro y a su alma. Las uñas fueron dejadas de lado, pues su labio inferior ahora era objeto de sus mordiscos nerviosos. Cambiaba las hojas, calculando cuantas páginas faltaban para terminar de reescribir ese tomo, tratando de ignorar la voz de su cabeza, convenciéndola de ir a esa sección de la biblioteca.

"Por favor, no me abandones Dios... Por favor, no quiero sucumbir"

Aliceth dejaba caer su rostro contra sus palmas, su cuerpo temblando de temor, de miedo a decepcionar a Dios y a ella misma.

Pero al elevar su rostro, miró a todos lados, procurando de que nadie estuviese cerca, o de que la puerta de la biblioteca fuese abierta de golpe. Las botas de Aliceth tocaron el suelo, y caminaron por el camino vedado que no debería de volver.

Un par de pasos después, Aliceth estaba otra vez frente a ese estante de libros ilícitos, "El Demonio y la Princesa", su favorito de todos esos.

Se mordía su labio una vez más, insegura de su acto, y cerrando sus ojos, esperando que El Señor estuviese muy ocupado ayudando a otras personas para enfocarse en lo que su Hija estaba haciendo, Aliceth tomó el libro.

De todas formas, en el rebaño del Señor, ella siempre fue la oveja negra.

Aliceth volvió a sentarse en el diván color esmeralda y desesperada, las hojas del libro entre sus dedos volaban hasta llegar a la hoja donde había pausado su lectura. Sus pupilas pudieron leer de vuelta las letras, pudieron volver a descubrir más de la historia de la princesa cautiva en el infierno.

A pesar de que el capítulo anterior había sido maléficamente intenso, el siguiente capítulo se dejaba entrever el remordimiento de la Princesa por haber tenido ese encuentro con el Demonio, la pobre doncella dormía llorando en el lecho, a espaldas del demonio quién descansaba placenteramente, culpándose de haber sucumbido a los encantos de su amante infernal. El corazón de Aliceth se rompía con las letras, la Princesa llenándose de culpa y vergüenza por haber cedido a las peores tentaciones.

Pero entonces, el oído audaz del Demonio logró percibir los llantos de su dulce "invitada", girándose, tomando a la princesa entre sus brazos, secaba sus lágrimas con sus garras, limpiando su rostro con delicadeza, deseando aliviar la angustia de la pobre jovencita.

"Ya no llores, mi princesa"Susurraba el Demonio"Lo que hemos compartido no es nada malo, es un acto de placer y entrega del que no deberías de sentir culpa. Te entregaste a mí por tu voluntad y yo te hice la mujer más feliz del inframundo"

"Pero... Eso fue un pecado..."Murmuraba la Princesa entre sollozos, dejándose acurrucar en el Demonio"Dios no lo aprueba, yo debí de guardarme... No debí de deshonrarme de esta forma, no tengo valor ahora, ya no valgo nada ante los ojos de Dios..."

Una garra posó sobre los labios de la Princesa, callando sus conflictos y su tortura interior.

"Olvida a ese Dios que lo único que te ha traído es dolor y mártir. No hay ofensa a nadie en lo que hicimos la noche pasada, mi Princesa, en el cuerpo de otros animales, esto es sufrimiento. En tu cuerpo, Princesa, es placer, y no tienes que negar los deseos que tu cuerpo te pide".

Algunas lágrimas que ya habían recorrido las mejillas de Aliceth se tornaron confusas, junto con su ceño. Cada párrafo de esa lectura le provocaba más conflicto, resonando más en su corazón. Ahora se estaba asomando por esa puerta que no debió de abrir, deseosa de saber que hay detrás de ella.

Atrapada en el mundo prohibido del que su educación y religión advirtió, Aliceth se acomodó mejor en el diván, tenía una lectura pendiente por acabar.

¿La parte más optimista de su delicada y ambigua situación? Ya tenía un rostro en su imaginación para la Princesa y para el Demonio.

...