[Nota de la Autora: Hola a todos! Primero que nada, lamento mucho mi ausencia por más de casi dos meses, pasé situaciones muy tristes de las que tuve que darme un tiempo de todo para abrazar al dolor y resignarme. Gracias a todos por su comprensión 3 y por segundo, por el nombre del título (Si investigan antes, ya se van a dar una idea) tengo que poner la advertencia de que a partir de este capítulo... Oh si, se vienen la clase de escenas que ustedes han esperado. Esta de aquí es algo leve y de descubrimiento, pero poco a poco, van a ir dandose finalmente lo que tanto anhelaban, ¡Disfruten del capítulo y gracias por su apoyo!]
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XXXV: El Pecado de Onan
"En las cavernas del lúgubre lugar donde la esperanza era abandonada, en donde el castigo y calvario eran eternos y permanentes, sólo dos almas vivían su propio vergel. La princesa se había unido una vez más al Demonio, más por deseo que por compromiso y temor, descubriendo cierto consuelo entre las garras del Demonio. Después de la entrega prohibida, la Princesa acurrucada en el lecho que compartía junto a él, su cuerpo cubierto sólo por las pieles de las bestias que habitaban en las tinieblas, le dejaba jugar con su dorada cabellera. El demonio pasaba sus garras entre las hebras de oro, trenzando cada una. No era el fogoso entusiasmo del Demonio durante el pecado lo que dejaba sin habla a la Princesa, era su delicadeza de cuidarla después de que ambos hubieran cedido a la lujuria
—No estoy segura si ellos me siguen buscando— La Princesa murmuró, ganándose un gruñido del Demonio.
—Este ahora es tu lugar... Olvida a los demás... Tu perteneces ahora aquí, conmigo...— El Demonio replicó, teniendo cuidado de que sus furias fuesen físicas y dañara los cabellos de la Princesa —...Ellos no entenderán nunca lo que sientes, lo que eres...
La Princesa guardó silencio, no deseaba provocar la furia del Demonio, no tan temprano, no después de haberse entregado a él, no cuando era la primera vez que lo veía siendo delicado. El Demonio terminaba de trenzar la melena de la Princesa, no sin antes tomarla entre sus garras y posar su nariz contra esta, el aroma de su Princesa en sus fosas nasales.
—Tu cabello es hermoso, Princesa... Son cómo los rayos del sol...
La Princesa pudo haber sonreído, pocas veces había sonreído desde que el infierno era su hogar, más guardó aún.
—¿Los rayos del sol? ¿Conoces el sol?
El demonio guardó silencio apenas la princesa hizo la pregunta, sosteniendo aún su trenza en su palma, más su aliento se dirigía a la mirada azul de la cómo el cielo que alguna vez conoció.
—Si... He conocido el Edén... Alguna vez pertenecí a ese lugar...
La curiosidad de la princesa se convirtió en atención total, incluso levantándose del lecho al escuchar la confesión del Demonio, ¿El, un ser divino expulsado del Paraíso? No quiso cuestionar la veracidad de su historia, pero la incertidumbre no iba a dejarla tranquila a menos que hiciera la siguiente pregunta.
—¿Y porque ya no estás ahí?
Una sombra oscureció los ojos del Demonio, facciones de dolor crispando en su endurecido rostro. El velo de amargura se percibió alrededor de ambos seres. El Demonio sólo rehuía los orbes de la Princesa, sólo en aquel instante el Demonio advirtió que frente a él había una pequeña gota del Edén del que fue desterrado, pues ella tenía los ojos del Paraíso y su cabello trenzado era la sagrada luz del día.
—Un dictamen celestial del que no puedo decir a mortales, Princesa...
Aliceth elevó la vista al escuchar un ruido, cerrando su lectura favorita del momento. Gruñó frustrada cuando se dio cuenta que provenía del patio central, aquel donde llevaban a los prisioneros. Asomó su cabeza por la ventana para darse cuenta que eran los guardias llevándose a un ladrón recién capturado.
Su aliento regresaba a su garganta, exaltada, regresaba a su lectura. Cada día, después de continuar una gran parte a los tomos reales, Aliceth se dedicaba a leer su libro favorito del momento. Era indulgente, áspero e inmundo, pero a la vez era un escrito exquisito, muy bien escrito y carnal.
Su mechón pelirrojo caía de su perfecto peinado, mientras que el meñique llegaba entre sus dientes.
No debía, pero sentía cada vez más afán de saber en que acabaría la historia de la Princesa, ¿Lograría librarse del demonio y el infierno? ¿Volvería con su familia y a su reino? ¿Qué sucedería con su alma?
Aliceth elevaba sus ojos al notar que la luz de las velas se volvía más poderosas, indicando que el anochecer acechaba. Se levantaba del sofá color esmeralda y dejaba el libro en su lugar. Precaviendo el no ser descubierta, Aliceth salía de la Sección Prohibida, guardaba todo respecto a los tomos reales, dejaba ordenada la biblioteca y salía de ahí.
Cada vez era más difícil saludar a todos en los pasillos, ¿Todos ellos sospecharían que había estado leyendo obras ilegitimas? El peor de todos era cuando se encontraba con su Superior.
Superior al que se topó cruzando una esquina.
—Aliceth...— Frollo murmuró al verla, su semblante y su humor cambiaron drásticamente al mirarla.
—Mi Señor...— Aliceth hacía una reverencia marcada al Juez —Me es agradable verlo después de un largo y tedioso día... De lectura de tomos...
Frollo no dejaba de verla, Aliceth siempre fue bella, pero, ¿Porque lucía tan resplandeciente esos últimos días? El frío y el Invierno parecían sentarle bien. Acercó su mano hasta el mechón curvo de Aliceth, poniéndolo tras su oreja.
Pero el encantador detalle que lo hechizó fue cuando Aliceth bajó su mirada, sus largas pestañas rizándose con su contacto, jurando que su frente posó contra sus dedos.
—María...— El anhelo de Frollo se hizo más ardiente y profundizó cuando ella abrió sus ojos. Los dedos viajando a su mentón, un codicioso deseo convirtiéndose insaciablemente en necesidad al ver a su querida Asistente tan delicada y deslumbrante.
Las palabras de Frollo invitando a Aliceth a cenar a pesar que ya había pasado de la hora fueron derrotadas por las de Aliceth.
—Ha sido un día agotador, Mi señor, tengo que ir a descansar
—María, te dejaré ir a descansar... Tan sólo déjame admirarte un poco más...
Aliceth podía sentir ahora la mano del Ministro posando en su mejilla, y ella, a pesar de insistir que realmente estaba cansada, se dejó consentir un poco más por él.
—Mi señor, realmente estoy cansada...— Aliceth insistió y Frollo se dio cuenta de lo necio que se estaba tornando. Soltándola, sin poder dejar de verla, Frollo hizo su reverencia.
—Que pases buenas noches, María...
—Que pase buenas noches, Mi Señor...
Ambos despidiéndose, cada quién iba a su propia dirección, pero sin cortar la conexión de miradas entre ambos, hasta que ya no fue posible sostenerla. Al caminar lejos, Frollo llevaba su mano a su pecho, rogando silenciosamente a María la Virgen que hubiese una terrible tormenta de nieve en París, de aquellas que hacían despertar los miedos más profundos de Aliceth, y que no le dejara más opción que ir a buscar ayuda, y rogaba en secreto que fuera su ayuda la que necesitara.
Al llegar a su recámara, con la chimenea ya encendida para mitigar el gélido invernal, Aliceth se quitaba los broches de su melena, liberando los rizos rojos que caían a su espalda. Al quitarse su vestido, Aliceth dejaba que cayera hasta quedarse en camisón. Apartándolo en su diván, Aliceth se arrodillaba en su cama y rezaba suavemente a Dios, agradeciendo un día más de vida.
Movía las pesadas sabanas y cobijas, adentrándose en estas, y cerrando sus ojos, se dejaba llevar por los sueños. Deseando encontrar paz y calma en ellos. Lejos de ellos, encontró la ilusión que la transformaría y le hiciera descubrir una nueva imagen de ella.
Las horas transcurrieron, la nevada se convirtió en una tormenta borrascosa, en medio de la noche, Aliceth despertó temblando de pies a cabeza, su corazón latiendo con fuerza y su piel avivada. Pero esas sacudidas no eran producto de una terrible pesadilla que despertaba sus considerables traumas.
María miró a su alrededor, procurando que la oscuridad y las llamas de su chimenea no fuesen de las cavernas del averno, hogar del Demonio de sus sueños. En sus sueños se materializó la escena de su libro favorito, aquella donde sus protagonistas no sólo conectaban físicamente, el corazón y las emociones hicieron conexión genuina, despojando de sus miedos y prejuicios, haciendo el rito del amor más prohibido que jamás hubiera existido. Lo que más evocaba de ese sueño clandestino fue la voz del Demonio. Teníasuvoz
Esas fantasías fatales la iban a matar, podía sentirlo en su cuerpo, el cual, se sentía más diferente y profundamente tocado. Notó que él pequeño cosquilleo que sentía en su vientre al leer era más poderoso que nunca, y Aliceth no comprendía por qué. Al asomar su cuerpo bajo las sábanas, se percató que estaba usando uno en específico que procuraba evitar, uno que era transparente.
¿Eligió eso por distraída? ¿No se dio cuenta? ¿O su subconsciente la traicionó una vez más?
Lo que le llamó poderosamente la atención era que sus pechos estaban despiertos, y no era culpa de las heladas. Su habitación estaba cálida gracias al calor de las llamas, pero ella estaba más caliente que el fuego en su chimenea. Desconcertada, ¿Qué era lo que su cuerpo le pedía? Podría ser capaz de levantarse y buscar el libro para encontrar respuestas a sus dudas, pero, ¿Y si alguien la encontraba en su estado? Estaría arruinada.
Se mordía la uña de su pulgar, y mientras su mente intentaba encontrar soluciones, su cuerpo ardía más, rogando en secreto que Claude recordará que las tormentas de nieve provocaban el regreso de sus peores miedos, para que la encontrara en esa condición.
"Quizá él tenga la cura"
Aliceth cerró sus ojos, su razón rogando aludir a los pasajes del libro, imaginarlos con los rostros que ella tenía de los protagonistas, imaginándose a ella misma cómo la Princesa y a él cómo el Demonio.
Los malos pensamientos se apoderaron de ella, y en vez de que su imaginación se fuera por la fantasía fatalista del infierno volviéndose su refugio y escondite, lo que hizo fue evocar recuerdos entre Claude y ella.
Recordó tantas memorias entre ambos, su mano en su cabello después de salvarla de la condena eterna, cada vez que se tomaban las manos durante las misas en Notre-Dame, su desliz de haberse escabullido en su habitación en aquella tormenta anunciando el invierno, sus celos cuando su mirada estaba sobre las gitanas del festival de los bufones y no sobre ella, cada pelea y abrazo intimo dentro del carruaje, su nariz sobre su cabellera cada vez que ella estaba entre sus brazos, y lo que más aludía sus memorias era justamente la que sucedió horas atrás, el no dejándola ir a descansar con tal de admirarla un poco más.
"Debí dejarlo verme..."
Al abrir sus ojos, María Aliceth dejó escapar un jadeo, el vaho húmedo saliendo de sus labios en la oscuridad, pero no fue lo que más le sorprendió. Bajó su mirada, su mano bajó las sábanas. Su cuerpo había reaccionado a su instinto y se dejó llevar por este. El cosquilleo en su vientre se convertía en otra cosa al sentir sobre este sus fríos dedos.
Se mordía su labio, ¿Que era esa desconocida molestia placentera? ¿Era la lujuria de la que tanto había leído? Su cuerpo se paralizó por un instante, recordando el pecado capital que representaba. Pero su cuerpo no quería seguir ordenes divinas, quería ceder a la tentación que clamaba. La culpa se albergó en su diafragma, de eso la acusaron en el pasado cuando era novicia, sospechosa de ser impúdica.
Pero sólo eran pensamientos malos, ¿No era así? Podía ser un secreto que Dios podía guardar hasta su siguiente confesión, hacer acopio de vergüenza y liberarse con alguna penitencia. Además, de todos los pecados, este era el único que quedaba en el cuerpo, recordó esas sagradas escrituras, no ofendía ni dañaba a nadie más, ¿Porque tenía que ser considerado como un castigo?
"De todas formas van a crucificarme, no sería la primera vez que lo hacen por esto"
De los labios de Aliceth salían más sonidos ilícitos, bajo la enorme cobija, los dedos de Aliceth se movían curiosos, tocando su flor. Los dedos de sus pies se enroscaban contra la cama, su mano libre tomaba con fuerza la almohada bajo su nuca. El crispar del fuego acompañaba a la pelirroja a continuar con su íntima travesura.
Su cuerpo retorciéndose, daba vueltas, explorando esa nueva parte de sí misma que estaba escondida, enterrada, con el miedo a ser descubierta, a florecer. Sus ojos veían el dosel, el techo y a veces, la ventana tras la cama. Era tan real el descubrimiento, que ya le importaba un demonio lo que dijeran de ella, desde las novicias hasta las damas de alcurnia que la juzgaban sólo por tomar del brazo de Claude.
"Claude..."
En medio de su carnalidad, la imagen de Claude Frollo apareció como un espejismo, un sincero y sensual gemido salió de su corazón, su mano se volvió más frenética. Cada segundo que pasaba, todo se tornaba más serio, incluías sus ilusiones, y sus jadeos se convertían en ruegos, suspirando un nombre.
La pasión se tornaba inestablemente insoportable, su mano liberada ahora se encargaba de buscar ese eretismo en uno de sus pechos. Su moral, su respeto, y tal vez también su amistad se desdibujaba con las visiones placenteras que no dejaban de dar vueltas, ¿Culpa? Ya se había esfumado, sólo importaban ella y Claude. Sólo quería que la puerta fuera abierta y la descubrieran, quería que llegara el culpable de su dicha para que la acariciara de esa misma manera.
"Voy a morir... Me voy a morir..."
El pie de Aliceth se estiró bruscamente, chocando con la columna del dosel, pero ese dolor pasó sin pena ni gloria en ella. La sed de pasión de Aliceth había sido saciada, llevando a su propio cuerpo a un límite desconocido, uno del que ni siquiera estaba segura si era mortal, estremeciéndose violentamente hasta la punta de sus pies.
—...¡Claude!...
El implacable espasmo duró tanto, que agotó todas su energías y fuerzas. Aliceth dejó caer su cabellera contra la almohada, su aliento agotando sus pulmones, su corazón martillando contra sus costillas. Aliceth abrió sus ojos, dándose cuenta que había jadeado el nombre de su Superior en un hálito ilícito.
Asustada, sacó su mano de las faldas de su camisón, tomando la cobija con fuerza, pero al intentar ver a sus alrededores, sus párpados colapsaron primero, su cuerpo le secundó, y su mente le hizo dormir, profundizando un sueño agotador.
Las horas transcurrieron, y al abrir sus ojos del profundo sueño con la luz del amanecer escabulléndose, los recuerdos regresaron. Aliceth se escondía en la almohada, la culpa que se había molestado en dejarla con sus deseos la noche anterior regresó con la intención de darle una bofetada de lo que realmente debió sentir la noche anterior: Vergüenza, turbación y pena. Llegó para hacerla sentir mal por haber caído en el perverso acto.
Y no sabía que era lo peor, el simple hecho de haber cedido a ese pecado carnal, o que justo cuando descubrió la cúspide del placer, en su mente estaba la voz, las manos y la cara de Claude Frollo.
Sin embargo, por mucho que la culpa le martillara en su pensamiento, intentando hacerle ver que estaba a un paso del averno, no lograba arrepentirse del todo. No podía, no después de descubrir esa faceta oculta de sí misma, algo que la obligaron a esconder bajó llave y olvidarse del baúl. No podía, porque, por más pecaminoso fuese el acto, aquello le había hecho sentir viva y deseada.
Negando con la cabeza, debía tener el juicio frío para alejar esos apetitos inapropiados. Aquello fue un tropezón en su vida, y no podía permitirse flaquear de nuevo. Su curiosidad fue saciada, ahora, debía dejarlo atrás, recordar su papel como Asistente personal del Ministro de Justicia de París y servir diligentemente sus órdenes.
Aunque al levantarse de la cama, una fuerte reflexión llegó a su cabeza cual flecha de arquero: Nada iba a volver a ser igual, su inocencia estaba perdida y su pureza tenía gotas teñidas de perversidad. Debía de convencerse de recuperar el control, pero una vocecita susurrando en su cabeza le murmuraba que eso era una batalla perdida.
Mordiéndose su labio, nerviosa, se miraba al espejo, no iba a ser la misma mujer que antes, pero, ¿Qué sucedería en el después? ¿Qué le depararía el futuro?
Por el momento, pediría a Joanna que le preparara un baño, por más congelado estuviera el clima, y que, de favor, cambiaran las sábanas y lavaran su ropa de noche lo antes posible. Debía eliminar la evidencia de su impúdica fechoría. Nadie debía de sospechar lo que sucedió con ella la noche anterior.
Ni siquiera Claude Frollo.
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