Lawliet se encontraba de pie ante el altar, sumido en una profunda oración. Las velas titilaban, proyectando sombras inquietantes sobre las antiguas paredes de la iglesia. El silencio era abrumador, pero en su corazón latía un conflicto que amenazaba con desbordarse; la culpa y la represión se habían apoderado de su ser, convirtiendo su fe en una prisión de la que anhelaba escapar.
Cada domingo, vestía su sotana con la esperanza de borrar el ardor de sus deseos prohibidos. Sin embargo, cada vez que fijaba su mirada en los rostros de sus feligreses, el eco de una risa oscura y seductora resonaba en su mente. Era Light, el antiguo mafioso que había despertado en él una pasión que nunca pensó experimentar. Con su sonrisa enigmática y una mirada que parecía desafiar todo lo que Lawliet representaba, Light había irrumpido en su vida como una tempestad, arrastrándolo hacia aguas procelosas.
Esa noche, la lluvia golpeaba con fuerza contra las ventanas de la iglesia, creando un ambiente de claustrofobia en el que la oscuridad se sentía casi palpable. Lawliet no esperaba a nadie, pero un ruido sordo interrumpió su meditación. La puerta chirrió lentamente al abrirse, dejando entrar a un hombre empapado; su cabello oscuro caía desordenado sobre su frente, y sus ojos relucían con una malicia apenas contenida.
—Lawliet —murmuró Light, su voz suave como el murmullo de un secreto compartido.
Antes de que pudiera reaccionar, Lawliet sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. La figura del mafioso era imponente, pero su cercanía estaba cargada de algo más que amenaza. Era una atracción que desbordaba su razón, un deseo que lo dejaba vulnerable en su propio sanctum.
—He venido a confesarme —continuó Light, sus palabras fluyeron con un tono casi burlesco—. Pero no de lo que te imaginas.
No fue como en otras ocasiones, donde el penitente se llenaba de lágrimas y remordimientos. Light se acercó, despojando el acto de cualquier aire de solemnidad. En un rincón oscuro de la iglesia, donde la luz apenas alcanzaba a iluminar, comenzó a enumerar sus crímenes: robos, extorsiones, traiciones. Cada palabra era como un eco en la penumbra, resonando en el interior de Lawliet y atrapándolo en una espiral de fascinación e inquietud.
—He hecho cosas horribles, pero no tengo arrepentimientos —confesó, una sonrisa torcida jugando en sus labios—. Si pudiera, volvería a hacerlos todos. Sin dudar un segundo.
Lawliet tenía que resistir. Sin embargo, se encontró inmovilizado. La sinceridad de Light lo cautivaba, y la forma en la que hablaba de sus pecados parecía transformarlos en actos heroicos. Los dragones de su conciencia se agolpaban en su mente, mientras su corazón palpitaba con un deseo que lo aterraba.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó Lawliet, casi en un susurro.
Light inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera considerando la pregunta. Luego, avanzó un paso más, la distancia entre ellos disipándose. La fragancia del tabaco y la incertidumbre llenaron el aire.
—La verdadera confesión es que estoy enamorado de ti. Mi mayor pecado es el deseo por un sacerdote —declaró, sus ojos resplandecían con un fervor que inquietaba a Lawliet.
El sacerdote sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Lo que había sido un tormento silencioso ahora adquiría forma y sustancia. La atracción y la culpa chocaron en su interior como un trueno, pero la risa de Light, la forma en que tomaba cada uno de sus pecados como insignificantes, avivaba una llama que él había creído extinguida.
Bajo el peso de la revelación, Lawliet buscó la manera de rechazarlo, de volver a los senderos de la rectitud, pero era como intentar contener una tormenta. Light estaba allí, ardiendo en su verdad, y Lawliet se encontró respondiendo a su magnetismo.
Mientras las sombras danzaban alrededor de ellos, el sacerdote sintió que el horror de la situación se convertía en un embriagador desafío. ¿Debería entregarse a ese deseo prohibido? La lucha interna crecía, pero algo en las palabras de Light le ofrecía una salvación, una manera de liberarse de los grilletes de su propia moral.
—Lo has dicho, pero... ¿cómo puedes vivir con tan poco arrepentimiento? —replicó, la voz temblándole al borde del abismo.
Light sonrió, la chispa de la locura brillando en sus ojos.
—Porque yo soy la oscuridad. Y tú, querido Lawliet, eres la luz que me atrae. No hay arrepentimiento en seguir nuestros instintos.
Un grito ahogado rasgó el silencio. Lawliet no pudo contenerse más. Se lanzó hacia Light, su cuerpo
enfrentando el peligro de perderse en esa vorágine de emociones. Los labios de ambos se encontraron en un roce lleno de desesperación y deseo.
Pero, en ese instante, la realidad del horror se hizo presente. La luz se extinguió abruptamente y la iglesia se llenó de sombras. Un súbito susurro helado atravesó el aire, como si los ecos de las almas en pena invadieran el lugar.
Lawliet se apartó, horrorizado por lo que había hecho. La figura de Light se volvió borrosa, una amalgama de deseo y horror. Las sombras parecían moverse, reclamando el sacrificio de su arrepentimiento. El deseo se tornó en un grito desgarrador, mientras el altar, testigo de su confesión, empezaba a colapsar bajo el peso de sus secretos.
—¡Lawliet! —gritó Light, desesperado, mientras las sombras reclamaban su alma.
El sacerdote, enfrentado a su verdad más oscura, corrió hacia la puerta, dejando atrás el eco de los crímenes de Light. Afuera, la lluvia seguía cayendo, lavando el suelo de su culpa. Pero el recuerdo de aquella confesión lo perseguiría por siempre, susurrándole en la oscuridad que a veces, el deseo puede ser tanto un crimen como un anhelo.
Y aunque había escapado de la iglesia, se dio cuenta de que no podría escapar de sí mismo.
FIN
