Hasta la eternidad
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Capitulo X
Como hiciste en mi tierra de sueños
Sientes la inmortalidad
Somos tú y yo hasta la eternidad
Nota: Jajajajaj criaturitas del señor, no le había dado guardar al Word, como estaba leyendo el cap anterior y otro para recordar puntos de la trama jajajaja le doy apagar a la compu toda ida, despues buscando las 7 pag que ya había escrito de cap 10 (este) y voy viendo que no lo guarde, entrando en pánico, no se como, pero se guardó como borrador xd.
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Menoly permanecía de pie junto a la puerta, con las manos entrelazadas delante de ella. Había esperado pacientemente a que él terminara de leer los documentos sobre la mesa, aunque su mera presencia en el cuarto le ponía los nervios de punta. Ulquiorra finalmente alzó la mirada, su rostro tan frío como siempre.
—Habla —ordenó, sin molestarse en disimular su impaciencia.
Ella tomó aire. Sabía que cualquier palabra mal dicha podía convertirse en un arma en su contra.
—Su alteza... pensé que, para la gala, un atuendo discreto podría ser más útil que uno ostentoso.
Él entrecerró los ojos ligeramente, como si procesara la osadía en su sugerencia.
—¿Discreto? —repitió, su tono tan afilado que Menoly sintió que le cortaba la respiración—. ¿Y por qué habría de rebajarme a eso?
Menoly apretó las manos con más fuerza.
—Perdóneme, su alteza, pero... no es una cuestión de rebajarse, sino de estrategia. —Se obligó a levantar la mirada para encontrarse con sus ojos verdes, aunque su voz temblaba ligeramente—. En un evento como ese, donde la traición podría estar en cada esquina, es más probable escuchar algo útil si no lo reconocen de inmediato. Nadie habla de conspiraciones frente a usted, mi príncipe.
Ulquiorra inclinó ligeramente la cabeza, evaluándola como si intentara leer sus intenciones.
—Continúa.
Menoly sintió una mezcla de alivio y ansiedad. Había captado su atención, pero eso no garantizaba nada.
—Un traje oscuro, sencillo, sin insignias ni detalles que lo delaten... algo que lo haga pasar por un invitado más, alguien que nadie recuerde cuando lo vean. Podría moverse entre los invitados, escuchar conversaciones importantes sin que sospechen que es usted.
Él se quedó en silencio un momento, sus ojos nunca abandonando los de Menoly. Finalmente, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante, haciendo que ella retrocediera un paso instintivamente.
—¿Estás sugiriendo que me esconda como un plebeyo?
Ella negó rápidamente con la cabeza.
—No, su alteza. Lo que sugiero es que use el elemento sorpresa a su favor. Si lo ven como lo que es, nadie se atreverá a hablar. Pero si no saben quién es, será más fácil escuchar lo que intentan ocultar.
Ulquiorra se enderezó, su rostro completamente neutral, aunque había un brillo de interés en su mirada.
—Interesante... —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Si esto falla, será tu cuello el que pague las consecuencias.
Menoly asintió rápidamente, inclinando la cabeza en señal de respeto, intentando mantener la compostura.
—Haré los arreglos para que todo esté listo, su alteza.
Ulquiorra no respondió de inmediato. En lugar de despedirla, rodeó la mesa con pasos lentos y calculados, deteniéndose justo frente a ella. Menoly sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si el simple hecho de tenerlo tan cerca robara el oxígeno de la habitación.
De repente, él extendió una mano y la sujetó por el cuello, no con fuerza suficiente para lastimarla, pero lo bastante firme como para hacerle sentir el peso de su control. Menoly se tensó, su respiración contenida mientras el príncipe inclinaba su rostro hacia el suyo, sus ojos verdes clavándose en los de ella con una intensidad helada.
—No creas ni por un momento —susurró, su tono bajo y peligroso, como el filo de una daga— que soy un tonto al que puedes manipular.
Su pulgar rozó lentamente la piel de su cuello, un gesto que no sabía si interpretar como una amenaza o una advertencia velada.
—Tengo mucho que perder, pero tú, Menoly... —Hizo una pausa, su voz suavizándose de manera inquietante mientras sus labios apenas se movían junto a su oído—, ya no tienes nada. No intentes dañarme, porque te aseguro que sé jugar mejor que nadie.
Retiró su mano de golpe, dejando que Menoly resbalara contra la estantería. Un libro cayó al suelo con un estruendo seco que hizo que ambos miraran hacia el pasillo vacío. Cuando ella volvió a alzar la vista, Ulquiorra ya estaba junto a la puerta, ajustándose los puños de la camisa con una precisión meticulosa.
—La próxima vez que me aconsejes —dijo sin mirarla—, asegúrate de que tu voz no delate lo que realmente quieres ocultar.
Menoly se quedó inmóvil, sintiendo el eco de sus palabras incrustarse en su piel como una cicatriz. Sabía lo que él había detectado: no solo miedo, sino también un destello de odio, primitivo y crudo, que ni sus años de servicio habían logrado pulir. Ulquiorra no necesitaba amenazas físicas para recordarle su lugar. El simple hecho de dejarla con vida, sabiendo que lo había traicionado en sus pensamientos, era un castigo más refinado que cualquier tormento.
El crujido de la puerta al cerrarse marcó el final de la conversación. Menoly se llevó una mano al cuello, donde el fantasma de sus dedos aún quemaba, y susurró para sí misma:
—Temeré… hasta el día en que decida matarte primero.
Pero incluso en la soledad de la biblioteca, las palabras sonaron huecas. Como las páginas de los libros a su alrededor, su destino ya estaba escrito, y Ulquiorra siempre había sido un lector excepcional.
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El estudio del alcalde Byakuya Kuchiki olía a cera de abejas y tinta china. Rukia permanecía de pie frente al escritorio de roble macizo, las manos entrelazadas con tanta fuerza que los nudillos habían palidecido. Su hermano no la había invitado a sentarse.
—No es asunto de esta oficina —dijo Byakuya sin alzar la vista de los documentos que firmaba con trazos precisos—. Si tu amiga Rangiku necesita heredar, que cumpla con las cláusulas establecidas.
Rukia apretó los dientes. Había olvidado lo insoportable que era la frialdad de su hermano, ese modo de hablar como si las emociones fueran errores de gramática.
—Las cláusulas son arcaicas —replicó, conteniendo el temblor en su voz—. Obligar a una mujer a casarse para acceder a lo que legítimamente es suyo… Es inmoral.
Byakuya dejó la pluma sobre el escritorio y por fin la miró. Sus ojos grises, idénticos a los de ella, no reflejaban nada más que una evaluación burocrática.
—La ley no se basa en la moral, sino en el orden. Y tú, Rukia, perdiste el derecho a opinar sobre este tema cuando huiste de tus propias responsabilidades.
La mención de su fuga, de la noche en que escaló el muro de la mansión familiar con un vestido rasgado y lágrimas de rabia, hizo que Rukia retrocediera como si la hubieran abofeteado. Pero no se daría el lujo de mostrarlo.
—Esto no es sobre mí —masculló—.
—Por tu cobardía —interrumpió él, levantándose con lentitud ceremonial. Su levita negra, impecable, lo hacía parecer una estatua funeraria—. Te comprometiste con un noble de buena fe. Abandonarlo no solo fue una afrenta a esta familia, sino a todas las alianzas que dependían de ese matrimonio. ¿Y ahora pretendes que use mi influencia para enmendar los caprichos de otra mujer?
Rukia sintió que el suelo cedía bajo sus pies. No era el tono lo que la hería, sino la indiferencia. Byakuya no estaba enfadado; para él, ella era simplemente… irrelevante.
—Rangiku no es como yo —susurró Rukia, más para sí misma—. Ella no tiene a nadie más que su hermana.
Byakuya rodeó el escritorio, deteniéndose a un paso de ella. Rukia recordó entonces por qué lo llamaban "el alcalde de hierro": hasta su respiración parecía medirse en milímetros.
—Todos tienen a alguien —dijo—. O al menos, todos tienen la opción de elegir entre sacrificio y destierro. Tú elegiste lo segundo. —Hizo una pausa, estudiando su rostro como si buscara algún vestigio de la hermana que una vez creyó entender—. Si tu amiga valora su herencia más que su libertad, que se case, yo no me casaría con ella pero nuestro abuelo de seguro estará encantado, Si no, que aprenda a vivir solo con su trabajo.
Rukia sostuvo su mirada, desafiante a pesar del nudo en su garganta.
—¿Nunca te cansas de esconderte detrás de las reglas, hermano?, ella solo puede escoger entre tu delirante caso y de ahí quien ¿nuestro abuelo?
Por un instante, algo crujió en la máscara de Byakuya. Un parpadeo demasiado rápido, un músculo tensándose junto a la mandíbula. Luego, volvió a su lugar detrás del escritorio, señalando la puerta con un gesto.
—Esta audiencia ha terminado
Ella no se movió.
—¿En serio no harás nada?
Byakuya tomó asiento, ajustándose los puños almidonados antes de responder:
—Ya lo hice. Hace un año, cuando no envié a la policía a arrastrarte de vuelta a casa. Considera eso mi último acto de benevolencia.
Las palabras flotaron en el aire como ceniza. Rukia asintió lentamente, una sonrisa amarga curvando sus labios.
—Gracias, alcalde Kuchiki —murmuró, haciendo hincapié en el título—. Por recordarme lo que cuesta esperar compasión de un hombre que solo entiende de deberes.
Al salir, el eco de sus pasos en el corredor se mezcló con el repicar de la lluvia contra los ventanales. Byakuya no la siguió con la mirada. En su lugar, observó el retrato de su difunto padre, colgado tras su sillón, y por un momento, sus pensamientos tambalearon. Pero cuando un sirviente entró minutos después con más documentos, el alcalde ya estaba escribiendo de nuevo, tan imperturbable como el mármol de su propia tumba.
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La lluvia golpeaba los cristales empañados de la ventana cuando Rukia cruzó el umbral de la casa de ladrillos adoquinados en el East End. Su vestido de lana, empapado por el aguacero, dejó un reguero oscuro sobre las tablas del suelo. En la cocina, el calor del hogar de carbón envolvía el aire con olor a pan horneado y caldo de cordero. Rangiku, de pie frente al fogón de hierro fundido, removía una olla de hierro con movimientos enérgicos. Llevaba un delantal de lienzo manchado de harina y había sujetado su cabello cobrizo con un lápiz de contabilidad, dejando mechones sueltos que brillaban a la luz del quinqué.
—Te fuiste sin el paraguas otra vez —dijo, sin volverse, como si hubiera sentido el peso de la derrota en los pasos de Rukia—. ¿Y?
Rukia se dejó caer en una silla Windsor desvencijada, las manos aún entumecidas por el frío. Sobre la mesa de roble, rayada por cuchillos y años de uso, había un ejemplar arrugado deThe Timesabierto en la página de anuncios matrimoniales.
—Byakuya no cederá —susurró, frotándose las sienes como si pudiera borrar la voz de su hermano—. Habló de la ley como si fuera un muro de ladrillo. De mí… como si fuera un error en los libros de contabilidad de la familia.
Rangiku apagó el fuego con un gesto brusco, haciendo chirriar la cadena de la campana de la chimenea. Se secó las manos en el delantal, dejando marcas blancas de harina, y se sentó frente a ella. Su risa, áspera y cálida, resonó entre las cacerolas de cobre colgadas en la pared.
—Vamos, no esperabas que el "Alcalde de Hierro" se ablandara con un par de súplicas, ¿verdad? —le pasó una taza de porcelana agrietada con té Earl Grey. El aroma a bergamota se mezcló con el humo del carbón—. Si fuera fácil, no llevaría ese maldito anillo de sello con el escudo de los Kuchiki.
Rukia apretó la taza, sintiendo el calor atravesar los guantes de encaje mojados.
—Lo siento —murmuró, evitando su mirada—. Prometí ayudarte y solo conseguí que me recordara lo poco que valemos las mujeres en sus registros.
Rangiku se inclinó hacia adelante, capturando la mirada de Rukia entre sus dedos enguantados de algodón manchado.
—Escúchame —dijo, y por un instante, su voz perdió la chispa de ironía—. No te rebajes por mí. Sabía que era una batalla perdida desde que ese testamento mencionó la palabra "matrimonio". —Una sonrisa pícara le devolvió el brillo a sus ojos verdes—. Aunque, pensándolo bien… ¿qué tal si me caso con tu abuelo? Podría ser laLady Kuchikimás deslumbrante de Mayfair. Hasta aprendería a tomar el té con el meñique levantado… y a mirar por encima del hombro como tú.
Rukia soltó una risa ahogada, mezcla de horror y alivio.
—Abuela Matsumoto —musitó, fingiendo escandalizarse—. Tendrías que dejar de fumar esos puros horribles y vino barato.
—Detalles —Rangiku agitó un cucharón de estaño como si fuera un cetro—. Me pasearía en carruaje por Piccadilly y le exigiría a Byakuya que me llamara "tía honorífica". Hasta le pediría que me cediera su palco en la Ópera.
La imagen fue tan absurda que ambas rieron, un sonido cálido que compitió con el crepitar del carbón en el hogar. Rukia notó entonces que las manos de Rangiku, siempre tan firmes al manejar la caja registradora en la perfumería, temblaban levemente al enderezarse.
—En serio —Rangiku bajó la voz, mirando el reflejo distorsionado de su pelo en la cuchara—. No vuelvas a esa mansión por mí. Esos hombres… creen que el amor es un contrato y la herencia, un premio por obedecer.
Fuera, el repique de un carruaje sobre adoquines rompió el silencio. Rukia extendió la mano y cubrió la de Rangiku con la suya, notando el contraste entre sus pieles: una áspera por el trabajo en la tienda, la otra marcada por los guantes ajustados que ya no usaba desde que renunció a los bailes de sociedad.
—No te casarás con ningún viejo decrépito —prometió—. Y no… no dejaré que te condenen a la pobreza solo por negarte a ser un trofeo conyugal.
Rangiku arqueó una ceja, jugando a la dama ofendida.
—¿Trofeo? Por favor, si me caso con el patriarca Kuchiki,yosería quien heredara esas minas de carbón en Gales. Imagina las huelgas que evitaría con un poco de whisky y buenos modales…
Rukia sonrió, pero esta vez, la determinación le endureció la mirada como el acero de los rieles del tren. En la calle, entre el barro y la llovizna, un farolero encendió una lámpara de gas. Pequeña. Titilante. Testigo mudo de promesas hechas entre el humo y la rebeldía.
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La niebla se enroscaba en el callejón como un sudario sucio. Bajo la luz amarillenta de un farol de gas, el cuerpo yacía sobre los adoquines, el vestido de muselina gris empapado de lluvia y barro. Una cinta de terciopelo carmesí, bordada con rosas doradas, estrangulaba su cuello con macabra elegancia.
Ichigo Kurosaki se arrodilló, la linterna de aceite iluminando el rostro de la mujer: mejillas hundidas, labios pintados desleídos por la lluvia. No tendría más de veinte años.
—La cuarta este mes —masculló Renji Abarai, encendiendo su pipa con un fósforo que reveló su cicatriz en forma de garra—. Mismo patrón: garganta cortada sin resistencia, sin testigos… pero ahora este maldito lazo de teatro.
Un carruaje negro se detuvo al final del callejón. Uryu Ishida, el enviado de la Reina, descendió con su levita impecable y un maletín de cuero grabado con el sello real. Examinó el cuerpo como si evaluara una mercancía dañada.
—El fotógrafo vendrá al alba —anunció, ajustándose los guantes de cabritilla—. Su Majestad exige pruebas visuales antes de que Scotland Yard las arruine.
—Ya arruinamos algo —refunfuñó Renji, señalando la cinta con su bastón—. Eso es terciopelo de los talleres de Mayfair. Solo lo usan en corsés y cortinas de burdeles caros.
Ichigo se incorporó, frotándose la cicatriz que le cruzaba la ceja. Las rosas bordadas le recordaban los tapices del Jardín Nocturno, el lujoso prostíbulo de Kisuke Urahara.
—El corte es de alguien que conoce venas, no músculos —dijo—. ¿Un médico? ¿Un barbero?
—¿O un cliente con gustos particulares? —intervino Uryu, extrayendo una lupa del maletín—. Todas las víctimas trabajaban para Urahara. Sus chicas… desaparecen cuando saben demasiado.
Un gemido rompió la niebla. Una joven envuelta en un chal raído, el rostro pintado con carmín barato, señalaba el cuerpo.
—¡Era Giselle! —sollozó—. Dijo que un caballero le ofreció salir del Jardín… que le pagaría por un trabajo especial.
Ichigo se acercó, agachándose para igualar su mirada.
—¿Qué clase de trabajo?
La mujer tragó saliva, mirando hacia los callejones.
—Algo de unas cajas… del último barco de Bombay.
Uryu abrió su maletín y mostró un trozo de tela manchada con un símbolo bordado: un león rampante con alas de murciélago.
—La víctima anterior llevaba esto en su enagua —explicó—. Es el emblema de Los Halcones Nocturnos, una sociedad que trafica opio… y cosas peores.
—Y esa cinta —murmuró Renji, levantando el terciopelo—. Urahara decora sus habitaciones privadas con el mismo tejido.
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El Jardín Nocturno olía a opio y jazmín rancio. Entre cortinajes carmesí y lámparas de aceite veladas, Kisuke Urahara los recibió en su despacho, sentado tras un escritorio de ébano. Llevaba un chaleco de brocado dorado sobre una camisa sin almidonar, y su sonrisa era tan afilada como la navaja que limpiaba con un pañuelo de seda.
—Inspectores —saludó, sin levantar la vista—. ¿Buscan compañía o… respuestas?
—Cuatro de tus chicas están muertas —espetó Renji, arrojando la cinta sobre el escritorio—. Y esto no es un accesorio de moda.
Urahara tomó la cinta, acariciando el bordado con dedos enguantados.
—Encantador. Este tejido lo reservo para clientes distinguidos… aquellos que pagan por discreción. Pero tambien muchas casas nocturnas pueden conseguirlos, no solo yo —Se inclinó hacia adelante, revelando una cadena de oro con un dije en forma de león alado—. Pero ustedes no quieren saber de mis gustos. Quieren saber quién silencia a mis flores.
—¿Flores? —gruñó Ichigo—. Las tratas como ganado.
Urahara rio, un sonido seco como huesos chocando.
—Ellas eligen este jardín, inspector. Algunas para escapar de maridos borrachos, otras de deudas… todas por algo mejor que el hambre. —Abrió un cajón lleno de fichas con nombres y cifras—. Los Halcones no perdonan a quienes descubren sus secretos. Esas cajas… contienen más que opio.
Uryu cruzó los brazos.
—¿Armas?
—Niñas —corrigió Urahara, y por primera vez, su voz perdió la miel—. Traídas de colonias para servir en mansiones… o peor. Giselle intentó liberar a una.
Un golpe en la puerta interrumpió la conversación. Una sirvienta entregó un sobre sellado con cera negra. Al abrirlo, un pergamino cayó sobre el escritorio: el león alado, ahora con una mancha carmesí en las garras.
—Parece que me culpan de filtrar secretos —susurró Urahara, apretando la navaja hasta blanquear los nudillos—. Revisen el muelle 12 al amanecer. Los Halcones desembarcan su próximo cargamento… y Giselle no murió por nada.
Al salir, Ichigo notó el retrato en la pared: Urahara posando con mujeres jóvenes, sus sonrisas tensas como cuerdas de violín.
—¿Y si él está detrás de todo? —murmuró Renji en el carruaje.
—Entonces esta es una obra de teatro —respondió Uryu, limpiando sus lentes—. Y nosotros, los títeres.
Mientras el carruaje se perdía en la niebla, Urahara observó desde su ventana, trazando el filo de la navaja sobre el retrato de Giselle.
—Las rosas tienen espinas, inspectores —murmuró al vacío—. Y en Londres, hasta las sombras… sangran.
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La niebla del Támesis se aferraba a los barcos como una telaraña húmeda. Entre las sombras del muelle 12, una goleta de nombreHMS Cerberodescargaba cajas marcadas con el símbolo del león alado. Las niñas, apiñadas en jaulas de hierro sobre la cubierta, gemían con trapos en la boca. Sus vestidos raídos brillaban bajo la luz de los faroles de gas, que proyectaban largas sombras de tres figuras:
Coyote Starrk, líder deLos Halcones Nocturnos, se apoyaba contra un montón de barriles. Llevaba un abrigo largo de cuero negro y sostenía un rifle de repetición Winchester con desgana, como si la violencia le -B, a su derecha, encendía un cigarrillo con la punta de un guante metálico que despedía chispas de un líquido , un coloso de dos metros con una cicatriz que le partía el rostro en dos, cargaba una caja sobre cada hombro como si fueran almohadas.
—Starrk, esto es aburrido —bostezó Bazz-B, escupiendo una nube de humo—. ¿Cuándo llegan los compradores?
—Al alba —respondió Starrk, observando las jaulas con ojos de lobo cansado—. Y si vuelves a prender fuego a la mercancía,túserás el próximo en la subasta.
Las niñas se apretujaron al oír pasos en el muelle. Ichigo, Renji y Uryu avanzaban entre las pilas de carga, pistolas y bastones en mano.
—¡Alto ahí! —rugió Renji, blandiendo su revólver Webley—. Scotland Yard. Su juego de niñeras termina ahora.
Bazz-B rio, arrojando el cigarrillo al suelo. Las chispas del guante prendieron una mancha de aceite, creando una cortina de fuego entre ellos.
—¿Scotland Yard? —escupió, sacando una pistola de chispa modificada con un tanque de gas en la culata—. Más bienScotland Incendiario.
El primer disparo fue una ráfaga de llamas. Ichigo se lanzó a un lado, rodando entre sacos de café, mientras Uryu desenfundaba un derringer de cañón largo y apuntaba al guante de Bazz-B.
—¡Renji, las jaulas! —gritó Ichigo, corriendo hacia las niñas.
Gerard rugió, arrojando una caja que se estrelló contra un poste de madera. Las tablas crujieron, y una niña rubia de no más de doce años gritó al ver cómo la jaula se balanceaba sobre el borde del muelle.
—¡No me gustan los héroes! —aulló Gerard, arrancando una cadena de ancla para usarla como látigo.
Starrk suspiró, apuntando con el Winchester a la pierna de Ichigo.
—Deberían haberse quedado en su oficina —murmuró, apretando el gatillo.
El disparo resonó, pero Uryu lo interceptó con un ladrillo lanzado al aire. La bala desviada impactó en un barril de ron, que estalló en un arco de líquido dulzón.
—¡Las niñas primero, filosofías después! —ordenó Uryu, recargando con movimientos precisos.
Renji saltó sobre Bazz-B, esquivando un chorro de fuego que carbonizó una pila de sacos. Con un golpe certero de bastón, le fracturó la muñeca del guante, provocando una explosión que los lanzó a ambos al agua helada del Támesis. Mientras Bazz-B se debatía, herido y con el brazo quemado, Renji lo sujetó por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta la orilla, clavándole una rodilla en la espalda.
—¡Te tenemos, escoria! —gruñó Renji, esposando sus manos con hierros que llevaba en el cinturón.
Starrk observó la escena con una mueca de fastidio.
—Retirada —ordenó a Gerard, recargando el Winchester—. El fuego atrae a los bomberos.
Gerard gruñó, arrojando la cadena al agua con un estruendo, y ambos se desvanecieron entre la niebla. Bazz-B, ahora prisionero, escupió sangre hacia Renji.
—¡Esto no termina aquí, cerdo con placa! —rugió, mientras Renji lo arrastraba hacia un carruaje policial.
Uryu corrió hacia las jaulas restantes, liberando a las niñas con llaves sacadas de su maletín. Las menores, temblorosas y abrazándose, miraban a Ichigo como si fuera un fantasma en medio del caos.
—Llévenlas a la comisaría —jadeó Ichigo, sosteniendo a la niña rubia que se aferraba a su cuello—. Y prepárense para interrogar a este —señaló a Bazz-B, quien maldecía en alemán—. Necesitamos nombres.
Entre las cajas abandonadas, una placa de bronce brilló bajo la luz de las llamas:Propiedad de la Corona. Carga diplomática. Uryu la recogió, limpiando el hollín con su pañuelo.
—No son solo Los Halcones —murmuró—. Alguien con poder está financiando esto.
Mientras los bomberos apagaban las llamas y las niñas eran subidas a un carruaje, Starrk observaba desde la cubierta delCerbero, ya navegando río abajo.
—Héroes —susurró, recargando el Winchester—. Los más aburridos de cazar.
Y el barco se perdió en la niebla, llevándose consigo los secretos que Londres aún no estaba listo para oír. Pero esta vez, los Halcones no escapaban intactos: Bazz-B, con sus labios sellados por el odio, sería la grieta en su armadura.
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La sala de interrogatorios olía a humo de carbón y sudor viejo. Las paredes de ladrillo estaban manchadas por décadas de interrogatorios, y la única luz provenía de una lámpara de gas colgante que se balanceaba como un péndulo sobre la mesa de roble astillado. Bazz-B, esposado a una silla de hierro, inclinaba su cuerpo hacia adelante con una sonrisa desafiante. Las vendas en su brazo quemado dejaban escapar un olor a carne chamuscada y pomada de sulfuro.
Ichigo y Renji estaban de pie frente a él, mientras Uryu, sentado en un rincón, examinaba una bolsa de evidencias: el guante incendiario de Bazz-B, su chaleco manchado de hollín y un mechón de cabello rubio encontrado en su bolsillo.
—¿Cuatro mujeres estranguladas con cintas de terciopelo carmesí? —Renji golpeó la mesa, haciendo saltar la taza de té frío—. ¡Sabemos queLos Halconeslas mataron para silenciarlas!
Bazz-B rio, mostrando un diente partido.
—¿Crees que nos rebajaríamos a matarprostitutas? —escupió la palabra como si fuera veneno—. Nosotros traficamos mercancía viva, no la ensuciamos. Esas chicas valían más respirando.
Ichigo cruzó los brazos, estudiando el tatuaje en el cuello de Bazz-B: un halcón con las alas extendidas, idéntico al símbolo de las cajas del muelle.
—Entonces, ¿por qué huiste cuando encontramos a las niñas? —preguntó en voz baja—. ¿Miedo a que te vinculen con algo peor?
Bazz-B se inclinó hacia atrás, haciendo rechinar la silla.
—Huir es gratis. Matar… cuesta. Y a nosotros no nos gusta gastar balas sin cobrar.
Uryu levantó el mechón rubio con unas pinzas.
—Este cabello no es de ninguna de las niñas rescatadas —dijo, colocándolo bajo una lupa—. Es de alguien mayor. ¿Giselle, tal vez?
Por un instante, los ojos de Bazz-B se estrecharon.
—No conozco a ninguna Giselle.
—Mientes —intervino Renji, señalando el tatuaje—. El halcón en tu cuello tiene unarosaentre las garras. Igual que las cintas de las víctimas. ¿Esa es tu firma, eh?
Bazz-B tensó las muñecas contra las esposas, pero su voz siguió burlona:
—¿Firmas? Esto es Londres, no un salón de té. Las rosas las pone el que paga.
Ichigo se acercó hasta quedar a un palmo de su rostro.
—¿Quién paga? ¿Urahara? ¿O alguien más alto?
La sonrisa de Bazz-B se congeló.
—Urahara es un ratón que juega a ser gato. Pero si quieren nombres de verdad… —hizo una pausa, como si sopesara sus palabras—, escuchen los rumores que corren en los muelles.
—¿Rumores? —Renji arqueó una ceja—. ¿Eso es todo lo que tienes?
—En este negocio, los rumores son moneda de cambio —Bazz-B escupió al suelo—. He oído cosas… cosas de esas que ni los periódicos se atreven a imprimir.
Uryu abrió la bolsa de evidencias y sacó un trozo de terciopelo carmesí con el borde dorado.
—Este tejido no es de ningún taller de Mayfair —dijo, pasando un dedo por el hilo dorado—. Es de losalfombristas reales. ¿Cuántos nobles pueden pagar esto?
Bazz-B encogió los hombros, fingiendo indiferencia.
—Dicen que alAlcalde de Hierrole gustan las cosas bonitas… y las que no lo son tanto. Pero eso solo son habladurías de borrachos.
Ichigo se irguió.
—¿Byakuya Kuchiki? ¿Estás implicando al alcalde?
—Yo no implico a nadie —Bazz-B soltó una risa áspera—. Solo digo que, cuando Starrk trató de expandirnos al centro, alguien con poder nos cerró las puertas… y ese mismo alguien ahora tiene a Urahara bailando como marioneta.
Renji cruzó los brazos, escéptico.
—¿Y esperas que creamos que todo esto sonchismes?
—No me pagan por pensar,copper—Bazz-B se reclinó, desafiante—. Pero si quieren seguir el rastro de las cintas, empiecen por los que las fabrican. Aunque dudo que el alcalde les dé una cita para tomar el té.
Uryu intercambió una mirada con Ichigo.
—El taller de los alfombristas reales está en Cheapside —murmuró—. Registros de ventas, proveedores…
Bazz-B bostezó exageradamente.
—Aburrido. ¿Puedo irme ya?
—A la celda —ordenó Ichigo, señalando a un oficial que esperaba tras la puerta—. Y mañana, visita a los herreros de Cheapside.
Mientras arrastraban a Bazz-B fuera, este giró la cabeza con una mueca.
—Cuando las rosas florezcan en el Támesis… no digan que no les advertí.
La puerta se cerró de golpe. Uryu sostuvo el terciopelo frente a la luz, revelando un hilo plateado entretejido.
—Este dorado no es hilo común —dijo—. Esoro. Alguien con acceso a la Casa de la Moneda está involucrado.
Renji mordió su pipa apagada.
—¿Y lo del Alcalde? Si esto son solo rumores…
—Los rumores tienen raíces —interrumpió Ichigo, cerrando su libreta con fuerza—. Y Byakuya Kuchiki tiene un jardín lleno de secretos.
Fuera, la lluvia golpeaba los cristales. En la celda, Bazz-B seguía canturreando, su voz un eco siniestro que se perdía entre los pasillos. Las pistas eran frágiles, hilvanadas entre chismes y terciopelo sangriento, pero en Londres, hasta las sombras más tenues… podían delatar a un monstruo.
La oficina estaba sumida en el humo azulado de las pipas y el tenue resplandor de una lámpara de queroseno. Sobre el escritorio, mapas de Londres marcaban los lugares de los asesinatos con alfileres rojos, mientras que las cintas de terciopelo carmesí y los informes forenses se amontonaban junto a una botella medio vacía de whisky. Uryu, Ichigo y Renji estaban sentados alrededor, sus rostros sombríos reflejados en los cristales empañados por la lluvia.
—Empecemos por lo obvio —dijo Uryu, señalando un trozo de terciopelo bajo la lupa—. El hilo dorado en estas cintas es oro, hilado en la Casa de la Moneda. Solo los nobles con acceso directo a la Corona podrían obtenerlo.
Renji golpeó el mapa con un dedo manchado de tinta.
—Pero Urahara es el que controla elJardín Nocturno. Si las chicas sabían demasiado sobre el tráfico de niñas, él las eliminaría para proteger su negocio.
—No es tan simple —Ichigo reclinó la silla, frotándose los ojos—. Urahara es un proxeneta, no un asesino ceremonial. ¿Por qué usaría cintas caras en lugar de un cuchillo o veneno? Esto es… teatral. Como si alguien quisiera enviar un mensaje.
Uryu asintió, desplegando una lista de nombres.
—De acuerdo con los registros de importación, en los últimos seis meses, tres lordes recibieron cargamentos de terciopelo carmesí con hilo dorado: Lord Montagu, Sir Reginald Ashford y… —hizo una pausa significativa— el propio alcalde, Byakuya Kuchiki.
Renji silbó.
—¿Byakuya? Pero él no se mancharía las manos directamente. A menos que…
—A menos que alguien de su círculo lo hiciera por él —interrumpió Uryu—. Un sirviente leal, un socio… o un aliado con menos escrúpulos.
Ichigo se levantó, caminando hacia la ventana. Fuera, la silueta de la mansión Kuchiki se recortaba contra el cielo nocturno, sus ventanas iluminadas como ojos vigilantes.
—Byakuya tiene conexiones con la élite, pero hay otro nombre que aparece en los muelles:Grimmjow Jeagerjaques.
Renji arrugó la frente.
—¿El tipo ese con la cicatriz de lobo en el cuello? Lo vi hace un mes en una pelea clandestina en los docks. Dicen que le arrancó la oreja a un hombre con los dientes.
Uryu asintió, colocando un informe manchado de tinta sobre la mesa.
—Grimmjow no es noble, pero trabaja para ellos. Es un mercenario, contratado para "resolver problemas". Y según mis fuentes, Algunos Lores lo han usado antes para intimidar a comerciantes que se negaban a venderle opio.
Ichigo cruzó los brazos.
—Si Grimmjow está ligado aLos Halcones, podría ser el brazo ejecutor. Las cintas no son su estilo, pero si alguien le pagó para que las usara como firma…
—O para culpar a otro —interrumpió Renji—. ¿Y si Urahara contrató a Grimmjow para eliminar a las chicas y hacer parecer que es obra de un noble? Así se limpia el nombre y echa la culpa a la aristocracia.
Uryu sacó una fotografía desgastada de su portafolios: Grimmjow con un traje rasgado, rodeado de hombres armados en los muelles.
—Grimmjow no trabaja gratis. Si hay oro de por medio, él sigue el dinero. Y este terciopelo vale más que su peso en libras. —Pasó un dedo por el hilo dorado—. Además, hay testigos que lo vieron cerca delJardín Nocturnola noche que murió Giselle.
Ichigo tomó la foto, estudiando el rostro anguloso y los ojos fríos de Grimmjow.
—Podría estar actuando por cuenta propia. Si las chicas descubrieron algo sobre sus tratos conLos Halcones…
—O alguien lo está manipulando —agregó Uryu—. Byakuya tiene influencia suficiente para comprar silencios. Si Grimmjow es su perro de ataque, las cintas serían una forma de marcar territorio.
Renji se ajustó el cinturón de su revólver.
—Grimmjow no es de los que hablan. Si queremos respuestas, hay que arrinconarlo.
Uryu cerró el portafolios con un golpe seco.
—Primero, verificamos los registros. Si Grimmjow compró o recibió órdenes de alguien con acceso al oro de la Corona, tendremos un hilo. Después…
—Después lo sacamos de su escondite —terminó Ichigo, mirando hacia la ventana—. Y si Byakuya está detrás de esto, Rukia podría ser la clave. Ella conoce las debilidades de su hermano.
La lluvia azotó los cristales, dibujando serpientes líquidas en el vidrio. Renji esbozó una sonrisa sin humor.
—Grimmjow no será fácil de cazar. Ese tipo huele a peligro.
—Todos huelen a peligro en esta ciudad —murmuró Uryu, guardando las pruebas—. Pero las cintas no mienten. Alguien con poder quiere que esto parezca un juego de nobles… y nosotros acabaremos de jugar.
Mientras salían, la sombra de Grimmjow pareció materializarse en cada esquina oscura de Londres. Un hombre sin título, pero con cicatrices que contaban historias de cuchillos y traiciones. Y en algún lugar entre el lujo de Mayfair y la podredumbre de Whitechapel, las rosas seguían floreciendo… teñidas de rojo.
†
La habitación privada del burdel estaba sumida en una penumbra ahumada, iluminada solo por las brasas de un brasero de hierro que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes cubiertas de tapices descoloridos. Grimmjow Jeagerjaques yacía reclinado en un sofá de cuero agrietado, con una mujer joven —vestida con un corsé de seda negra y enaguas desteñidas— sentada en sus muslos. Sus manos, enguantadas en cuero negro, trazaban círculos ociosos en la espalda desnuda de ella mientras conversaban.
—¿Y qué hace un hombre como tú en un lugar como este? —preguntó con voz melosa, jugueteando con el medallón de plata que colgaba de su cuello—. No pareces el tipo que paga por compañía.
—Observo —respondió él, sin apartar la mirada de las llamas—. Los lugares como este son pozos de secretos… y a mí me gusta escuchar cómo gotean.
—¿Secretos? Aquí solo hay historias tristes y clientes borrachos. Nada que valga la pena escuchar.
Grimmjow deslizó un dedo por el borde de su corsé, deteniéndose en la cinta carmesí que le ceñía la cintura.
—Esta cinta… —murmuró, tirando de ella lentamente—. No es de las baratas. ¿Te la regaló algún admirador?
—Un caballero —respondió, mordiendo el labio—. Uno que prefirió quedarse en las sombras. Me dijo que era de Lyon… pero mentía.
—¿Ah, sí? —apretó la cinta, haciendo que ella contuviera un gemido—. ¿Y cómo sabes que mentía?
—Porque olía a incienso y tabaco caro… como tú —susurró, acercando sus labios a su oído—. Pero él tenía manos suaves.
Grimmjow la miró por primera vez, sus ojos azules brillando como dagas bajo la luz del brasero.
—Cuidado,petite—advirtió, hundiendo la cinta en su piel hasta dejar una marca roja—. Las serpientes muerden cuando las pisas.
Antes de que la joven pudiera responder, la puerta se abrió con un golpe seco. Kisuke Urahara entró con su habitual sonrisa de gato satisfecho, sosteniendo un bastón de ébano que golpeó contra el suelo con unclacresonante.
—¡Qué escena más conmovedora! —exclamó, inclinándose teatralmente—. Lamento interrumpir, pero necesito un momento con nuestro queridoanfitrión.
Grimmjow no se inmutó. Con un gesto brusco, empujó a la chica hacia un costado, donde ella se ajustó el corsé con dedos temblorosos.
—Habla y vete, Urahara. No tengo paciencia para juegos.
Kisuke dejó caer una bolsa de lona sobre la mesa. El sonido de las monedas de oro al chocar fue tan deliberado como un disparo.
—Cincuenta libras por un nombre —dijo, deslizando un dedo por el borde de la bolsa—. Alguien está decorando mis chicas con cintas…
—¿Y qué te hace pensar que yo sé algo? —preguntó, levantándose con la lentitud de un depredador—. Las ratas muerden a cualquiera que se acerque a su queso.
—Porque tú no eres una rata, Grimmjow —respondió, abriendo la bolsa para mostrar las monedas marcadas con un sello desconocido—. Eres el gato que las persigue. Y los gatos… siempre caen de pie.
La chica, aún en el sofá, observaba el intercambio con los ojos entrecerrados. Su mano se deslizó hacia el medallón de plata, como si buscara protección.
—El caballero… el de la cinta —murmuró, rompiendo el silencio—. Tenía un anillo. Con un pájaro tallado.
Grimmjow giró hacia ella con una rapidez felina, pero Kisuke fue más veloz.
—¿Un pájaro? —preguntó, acercándose—. ¿Un cuervo, tal vez?
—No lo vi bien —respondió, retrocediendo— el usaba un antifaz y el cuarto estaba oscuro, solo dijo que me quería conocer mejor la próxima vez.
Grimmjow giró hacia ella con una mirada impenetrable, pero Kisuke ya extendía las manos en un gesto de falsa resignación.
—Parece que hoy no es mi día de suerte —dijo, recogiendo la bolsa de oro—. Hasta la próxima, Grimmjow. Cuida esas…malas costumbres.
—¡Largo de aquí! —rugió, señalando la puerta con su cuchillo—. Y llévate tus monedas falsas contigo.
Kisuke salió sin mirar atrás, dejando caer una pluma negra como el carbón al pasar. La puerta se cerró con un eco metálico.
La joven se levantó, tambaleándose, pero Grimmjow ni siquiera la miró. En lugar de amenazarla, tomó su abrigo y se lo ajustó con movimientos bruscos.
—Este lugar apesta a mentiras —masculló, arrojando unas monedas a la mesa—. Y tú,petite, no vales ni el polvo de mis botas.
Antes de que pudiera responder, él salió, derribando una silla con una patada. Las velas cayeron al suelo, ardiendo brevemente antes de apagarse en los ladrillos fríos.
Fuera, la noche envolvía Londres en su manto de secretos. Grimmjow desapareció en un callejón, su silueta fundiéndose con las sombras. En el salón, solo quedó el retrato de un hombre desconocido, su rostro arañado por el tiempo, y una pluma negra que rodó bajo el sofá.
Y en algún lugar entre las calles, una risa fría resonó, tan afilada como el filo de una cuchilla.
†
La casa era un caos acogedor: cortinas bordadas por Orihime colgaban junto a retratos japoneses agrietados, y el olor a pan de jengibre recién horneado se mezclaba con el incienso que quemaba Rangiku en un rincón. Al entrar, Ichigo, Renji y Uryu encontraron a Orihime removiendo una olla en la cocina, mientras Rangiku, recostada en un diván con su pipa de opio.
Renji, atragantándose con sus propias palabras:
—Eh… Buenas tardes, señorita Kuchiki. Somos… Scotland Yard. —Su mirada se desvió hacia el medallón, luego hacia sus ojos grises, claros como el cielo de invierno—. Usted es… diferente a su hermano.
Rukia, arqueando una ceja:
—¿Diferente en qué sentido, inspector? ¿En altura? ¿En modales? —preguntó, cruzando los brazos—. O ¿es que esperaba que llevara levita y un bastón para recibirlos?
Renji, ruborizándose bajo la cicatriz de su mejilla:
—No, es solo que… —tosió, buscando palabras—. El alcalde tiene una forma de mirar que congela la sangre. Usted… —sus ojos se posaron en una mota de harina en su mejilla (¿había estado cocinando?)—… no.
Ichigo, empujando a Renji hacia adentro con impaciencia:
—Lo que mi compañero intenta decir es que necesitamos hacerle unas preguntas.
Rangiku, levantándose con un suspiro exagerado:
—Yo me retiro. Las conversaciones familiares me dan urticaria. —Pasó junto a Renji, clavándole una uña en el hombro—. Cuidadito con hacerla llorar, inspector. Las lágrimas Kuchiki valen más que vuestros sueldos.
Rukia los guio hacia la salita, donde Uryu ya examinaba un estante lleno de libros en japonés. Al pasar, Renji notó el olor a pan recién horneado mezclado con tinta china, y cómo la luz acariciaba su nuca despejada.
Uryu, sin mirar:
—Interesante colección. "Poemas de la Era Heian", "El Jardín de Piedra"… —señaló un ejemplar—. ¿Su hermano comparte su gusto por la literatura?
Rukia, sirviendo té con manos que no temblaban esta vez:
—Byakuya solo lee tratados de ley y contabilidad. La poesía, dice, es para ociosos.
Uryu señaló una caja de té verde sobre la mesa, con el sello de la casa Kuchiki:
—¿Recibe correspondencia de su hermano?
Rukia se tensó. Aquel té era el mismo que Byakuya bebía cada mañana. Un recordatorio silencioso de que, aunque había huido, su sangre seguía atada.
—Son… cortesías vacías —dijo, ocultando la caja tras un cojín bordado por Orihime—. Byakuya cree que el deber es una cárcel, pero no entiende que algunos prefieren la intemperie a las celdas doradas.
Ichigo, aprovechando la apertura:
—¿Y su negativa a casarse? ¿Fue por eso que se fue?
Ella miró por la ventana, donde la lluvia golpeaba como lágrimas de cristal.
—Me ofrecieron un matrimonio con un hombre que amaba los números más que a su propia esposa. Byakuya lo llamó "alianza necesaria". Yo lo llamé… una sentencia. —Apretó el pañuelo de tinta hasta que sus nudillos palidecieron—. Pero no juzguen a mi hermano. Él es producto de un mundo que aplasta los sueños para alimentar su orden.
Renji, sin pensar:
—¿Y usted? ¿Qué alimenta sus sueños aquí?
La pregunta la sorprendió. Por un instante, su máscara de frialdad se resquebrajó, revelando a la mujer que escondía anhelos entre libros y teteras.
—Libertad, inspector. Aunque sea desordenada… —Esbozó una sonrisa triste—. Y pan quemado.
Ichigo, interviniendo antes de que Renji pudiera seguir divagando:
—Hablemos de su hermano. ¿Alguien querría dañarlo? ¿Alguien con… influencia?
Rukia posó la tetera con un clic preciso:
—Byakuya no tiene enemigos. Tiene obstáculos. Y los obstáculos… —su voz se endureció— se eliminan, no se temen.
Renji, murmurando casi para sí mismo:
—Qué distinto debe ser crecer con un hermano así…
Ella lo miró, y esta vez, fue él quien desvió la mirada.
Al despedirse, Renji se demoró en el umbral, fingiendo ajustar su abrigo mientras sus ojos seguían a Rukia, que recogía las tazas con movimientos precisos.
Renji, en la puerta, se volvió hacia Rukia una última vez:
—No se deje atrapar por las sombras, señorita Kuchiki. Algunas… son más tenues de lo que parecen.
Ichigo, empujándolo hacia la calle:
—¿En serio, Renji? "Usted es diferente"… ¿Esa es tu táctica de interrogatorio?
Renji, gruñendo:
—Cállate, Kurosaki. Solo estaba… contrastando perfiles.
Mientras los detectives se alejaban, una figura alta y delgada emergió de un callejón cercano. Llevaba un anillo con un cuervo grabado, y en su mano, una cinta carmesí.
†
La niebla serpenteaba entre los adoquines frente a la casa de Rangiku y Orihime, donde los tres hombres se detuvieron al pie de las escaleras. El farol de gas más cercano proyectaba una luz amarillenta sobre sus rostros, marcando el final de la entrevista
Renji, encendiendo una pipa con tabaco barato, señaló el callejón que conducía al centro con la punta de su bastón:
—Yo me pierdo. El Escondite tiene un whisky con mi nombre escrito en la pared —murmuró, aunque sus ojos se desviaron hacia la ventana oscura de Rukia
Ichigo lo fulminó con la mirada:
—Y si rompes algo otra vez, mi padre te coserá la cara sin anestesia.
Renji esbozó una sonrisa de dientes manchados por el tabaco:
—Dile que me guarde un hilo negro. Combina con mi elegancia.
Mientras tanto, en la casa de Ichigo, Uryu había convertido la mesa del comedor en un mapa de locura: hilos rojos unían nombres, cintas y barcos fantasma.
—Saint Grace atracó en Bombay y Calcuta, pero el capitán desapareció hace dos semanas —murmuró, señalando un registro naval falsificado—. Y adivina quién firmó los permisos de carga…
Ichigo, recostado en una silla con las botas sobre la mesa, lanzó una miga de pan a Uryu:
—¿El fantasma de la reina Victoria?
—El Alcalde Kuchiki —corrigió Uryu, esquivando la miga con desdén—. Byakuya autorizó cada embarque. Pero aquí está lo curioso… —sacó una carta sellada con cera púrpura—. Este sello apareció en el bolsillo de Bazz-B.
El sello mostraba un cuervo picoteando una corona.
—¿Y? —preguntó Ichigo, aunque ya lo sabía.
—Es el símbolo de alguna casa noble —susurró Uryu—. Una familia noble… extinta.
Fuera, el viento golpeó las ventanas como un presagio. En algún lugar de Londres, un reloj dio las doce.
La escalera de madera crujió bajo los pasos de Ichigo mientras subía hacia su habitación, arrastrando los pies como si llevara anclas en los tobillos. En el rellano, una lámpara de aceite agonizante proyectaba sombras danzantes sobre las paredes cubiertas de retratos familiares descoloridos. La imagen de su madre, en un marco de plata opaca, lo observaba desde el pasillo. Ichigo pasó de largo, murmurando un "buenas noches" al aire, como siempre hacía.
Sueño de Ichigo
Un vals suave llenaba el aire, las notas del violín flotando como hilos de seda en una sala de baile iluminada por candelabros de cristal. Ichigo estaba en el centro, vestido con un traje de etiqueta que le quedaba demasiado ajustado en los hombros. A su alrededor, parejas giraban con máscaras de colores, sus rostros ocultos tras plumas y pedrería.
Pero él solo tenía ojos para una figura en el otro extremo de la sala.
Orihime llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro, el escote adornado con encajes que resaltaban la suavidad de su piel. Su cabello, recogido en un elaborado moño, dejaba escapar mechones rebeldes que brillaban bajo la luz de las velas. En su rostro, una máscara de plata con detalles dorados le daba un aire de misterio, pero sus ojos… sus ojos eran inconfundibles. Grandes, cálidos, llenos de esa luz que solo ella tenía.
—Ichigo —susurró, extendiendo una mano enguantada hacia él.
Él avanzó, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera escapar. Cada paso era un latido, cada latido un recuerdo: su risa en el patio de la escuela, el roce accidental de sus manos al pasarle un libro, la forma en que sus labios se curvaban cuando lo llamaba "Kurosaki-kun".
—Orihime —respondió, tomando su mano.
Ella sonrió, y el mundo se detuvo. La música se desvaneció, las parejas desaparecieron, y solo quedaron ellos dos, girando en un vacío dorado.
—¿Sabes cuánto tiempo he esperado este momento? —preguntó ella, acercándose tanto que su aliento cálido rozó su mejilla.
Ichigo no pudo responder. Las palabras se le atascaron en la garganta, ahogadas por el deseo de hacer lo que siempre había temido: besarla.
Pero antes de que pudiera inclinarse, la máscara de Orihime se deslizó, revelando una expresión de tristeza.
—Ichigo —susurró, y su voz sonó lejana, como si ya estuviera desvaneciéndose—. No me dejes ir.
Él intentó aferrarse a ella, pero sus dedos se cerraron en el aire. La sala de baile se desmoronó, las velas se apagaron una por una, y la música se convirtió en un eco distante.
Ichigo se despertó con un sobresalto, el corazón acelerado y las sábanas enredadas alrededor de las piernas. La habitación estaba oscura, salvo por la luz de la luna que entraba por la ventana.
—Idiota —murmuró, frotándose la cara con las manos—. Es solo un baile.
Pero en el fondo, sabía que no era solo un baile. Era la oportunidad de decirle lo que llevaba años callando. De sentir sus labios, su cuerpo cerca, su risa en su oído. Y también sabía que, si la perdía, perdería la única luz que había iluminado su vida desde que su madre murió. Se levantó, acercándose a la ventana. Allí, en la penumbra, juró ver a Orihime mirando hacia su casa, como si también ella estuviera pensando en él.
Sueño de Orihime
Orihime estaba en un salón de baile iluminado por miles de velas, sus llamas reflejándose en los espejos que cubrían las paredes. Llevaba un vestido de seda blanca, tan ligero que parecía hecho de nubes, y una máscara de plumas doradas que apenas ocultaba su sonrisa. La música, un vals suave y melancólico, la envolvía como un abrazo cálido.
Y entonces, él apareció.
Ichigo estaba frente a ella, vestido con un traje negro que resaltaba sus hombros anchos y su postura firme. Su máscara, simple y elegante, dejaba al descubierto sus ojos ámbar, esos ojos que siempre la habían hecho sentir segura, como si el mundo entero pudiera derrumbarse y ella aún estaría a salvo en su mirada.
—¿Bailas conmigo? —preguntó, extendiendo una mano enguantada.
Ella asintió, colocando su mano en la suya. Al contacto, un escalofrío recorrió su espalda, pero no de frío, sino de esa electricidad que solo él podía provocarle.
—Siempre —susurró, y su voz sonó como una promesa.
Ichigo la atrajo hacia sí, su mano grande y firme rodeando su cintura con una delicadeza que la hizo contener la respiración. El calor de su cuerpo la envolvió, y por un momento, el mundo entero desapareció. Solo existían ellos dos, girando al ritmo de la música, sus pasos perfectamente sincronizados como si hubieran nacido para bailar juntos.
—Orihime —murmuró él, inclinándose hasta que su aliento rozó su cuello.
Ella cerró los ojos, sintiendo cómo su piel se erizaba bajo su respiración cálida. Sus labios estaban tan cerca que podía sentir el leve temblor en ellos, como si él también estuviera luchando contra el deseo de besarla.
—Ichigo —respondió, su voz apenas un susurro.
Él la apretó un poco más contra su cuerpo, y ella sintió el latido de su corazón a través de la fina tela de su camisa. Era fuerte, constante, como el sonido del mar en una noche tranquila.
—¿Sabes cuánto tiempo he esperado esto? —preguntó él, su voz grave y llena de una emoción que la hizo temblar.
Ella no respondió. No podía. En lugar de eso, levantó la mano para tocar su mejilla, sintiendo la textura áspera de su piel bajo sus dedos.
—Ichigo —susurró de nuevo, esta vez con un tono de súplica.
Él inclinó la cabeza, sus labios rozando los suyos en un beso tan suave que apenas podía sentirlo. Pero fue suficiente para que el mundo entero estallara en colores.
El vals continuó, pero ya no lo escuchaban. Solo existían ellos dos, perdidos en un beso que había tardado años en llegar.
Orihime se despertó con un suspiro, el corazón acelerado y las mejillas ardientes. La habitación estaba en silencio, salvo por el tictac del reloj en la mesita de noche.
Se incorporó, mirando hacia la ventana. En la casa de enfrente, la luz de la habitación de Ichigo estaba apagada, pero juró ver su silueta en la oscuridad, como si él también estuviera despierto, pensando en ella volvió a recostarse.
Orihime yacía en su cama, abrazando una almohada contra su pecho aún agitado, cuando una voz fría y burlona surgió de la oscuridad:
—"Ichigo…" —imtó Rukia desde su cama, con un tono que imitaba el susurro soñoliento de Orihime—. ¿En serio? Hasta en sueños balbuceas su nombre.
Orihime se incorporó de golpe, tirando las sábanas como si fueran un escudo:
—¡R-Rukia! ¡No es lo que piensas! ¡Era solo… un sueño normal!
—¿Normal? —Rukia encendió una vela, revelando su sonrisa de gata satisfecha—. Tus mejillas están más rojas que tus rosas. ¿Soñaste que te rescataba de un dragón? ¿O que te daba clases privadas de anatomía?
Orihime se cubrió el rostro con las manos, sintiendo que el calor se extendía hasta las orejas:
—¡Por favor, cállate! ¡No fue nada de eso!
—Ah, claro —Rukia se sentó en su cama, cruzando los brazos—. Entonces, ¿estaba con ropa en tu sueño? ¿O ese traje de inspector le quedaba… demasiado ajustado, su pantalón allá abajo?
—¡RUKIA! —Orihime se lanzó de nuevo sobre la almohada, ahogando un gemido de vergüenza—. ¡Eres horrible!
Rukia rio, el sonido bajo y melodioso llenando la habitación:
—Vamos, Inoue. Soy la única aquí que no te juzgaría por soñar con manos grandes rodeando tu cintura… o más abajo.
Orihime emergió de las sábanas con los ojos brillantes de pánico y algo más:
—¡No pasó eso! ¡Solo… bailábamos! ¡Y él me dijo que… que…!
—¿Que qué? —Rukia inclinó la cabeza, fingiendo inocencia—. ¿Que eres la única mujer lo hace perder el control? ¿Que quiere pasar más noches contigo revisando… evidencias sobre tu vientre desnudo?
Orihime gimió, enrollándose en las mantas como un capullo avergonzado:
—¡Me voy a mudar! ¡A un convento! ¡A las montañas!
—Tranquila, princesa —Rukia apagó la vela, sumergiendo la habitación en penumbra de nuevo—. Tu secreto está seguro conmigo… si me juras que en el próximo sueño le quitas algo al menos.
Orihime no respondió. Pero bajo las sábanas, escondió una sonrisa tonta, repitiendo en su mente cada palabra del sueño prohibido.
Y en la oscuridad, Rukia susurró para sí:
—Al menos alguien aquí tiene sueños interesantes.
