Las lluvias de julio amenazaban con no cesar su ataque a la región de Kanto. En el cielo se extendía un nubarrón gris que impedía observar el sol de Japón, aquel regalo de la diosa Amaterasu para la humanidad.

Por el contrario, las tormentas de Susanowo se habían apoderado del clima, dejando a su paso caminos enfangados, y grandes charcos de agua que dificultaban el paso de los daimyōs por la zona.

Una muchacha caminaba bajo aquel cielo sin luz con una sombrilla de madera al hombro, y en la mano contraria una canasta de hierbas. Sus sandalias salpicaban el agua del suelo, creando una sensación aceitosa entre sus dedos. La parte inferior del kimono ya estaba empapada, y a la chica aún le faltaba largo trecho para llegar a su casa.

Con un rostro frío, repasaba el paisaje lluvioso que se extendía a su alrededor. Mientras seguía un camino de cipreses, la imagen de un caballo extraviado llamó su atención. El animal pastaba con tranquilidad, al lado de otro Kiso-uma idéntico a él.

Sabía que dicha raza estaba entre las preferidas de aquellos marchaban a las guerras diarias del Sengoku. Era demasiado inaudito encontrar dos sueltos por ahí, sin dueño. Al no poder aguantar la curiosidad, se acercó un poco. No le sorprendió ver que efectivamente, uno venía ensillado.

Se apartó, pues no quería ser a quien alguien acusara de robar los caballos preferidos del daimyō, el gran señor feudal. Miró en derredor, pero no vio a nadie. Prefirió dejarlos ahí, después de todo, si algo les pasaba no sería culpa suya, sino del despistado que los perdió.

Continuó camino. Sabía que ya faltaba poco para llegar al puente de Kawabira, aquel que siempre se encontraba al hacer el viaje entre su aldea y el bosque. Volvió a mirar las hierbas que llevaba en la canasta. Con ellas podría hacer algunos tipos de tónicos, y quizás hasta venenos. No sabría cuándo podían hacerle falta.

Mientras pensaba en posibles ideas, notó de lejos que al puente le faltaba un gran pedazo de barandilla, como si un gigante devorador de maderas lo hubiera mordisqueado. Se acercó rápidamente, y miró hacia abajo, hacia el río.

La corriente oscura trataba de mover a una persona inconciente, que al parecer había caído desde arriba, y no había sido arrastrada gracias a un grupo de piedras ubicadas en el lugar indicado. La chica, sin pensarlo dos veces, bajó por un pequeño barranco, y se acercó para socorrer al caído.

Notó que se trataba de una joven de cabello anaranjado, y rostro redondo. Un poco de sangre manchaba el costado de su cabeza. Sin temor a las consecuencias. La muchacha dejó la sombrilla y la canasta en la orilla y se internó al río. El agua helada no la hizo sobrecogerse, pero la fuerza de la corriente amenazaba con hacerla perder el equilibrio. Un paso en falso podía significar ser arrastrada y ahogarse, en el caso de que la suerte no estuviera ese día de su lado.

Sosteniéndose por las piedras, se acercó lo más que pudo a la joven accidentada. Palpó su rostro, y aunque estaba frío, una respiración entrecortada lo hacía moverse. Trató de mantener el mayor agarre posible sobre la piedra más cercana, y con uno de los brazos mover a la chica, poco a poco hasta la otra orilla. Estuvo a punto de resbalarse, y el corazón le dió un vuelco dentro del pecho. El agua seguía tirando, y no desistía de llevarlas a las dos.

Siguió dando pasos, con más cuidado. En el próximo resbalón no tuvo tanta suerte. Se hundió de cabeza en el agua, y la fuerza del río tiró a ambos cuerpos hacia donde quiso. El de la accidentada cayó sobre la otra, la cual aún permanecía dentro del agua, y no había logrado sacar la cabeza para respirar.

Tras una sucesión de golpes y desesperaciones dentro del río, ambas tuvieron la suerte de chocar con unas ramas caídas más adelante, cerca de la orilla. La líder del rescate sacó la cabeza, y escupió agua. Le ardía la nariz y la garganta, además de llevar un desagradable sabor a tierra en la boca. Le llevó algunos minutos volver a recuperar la respiración normal. Agarrándose de las ramas, no volvió a soltar el cuerpo de la desmayada. La arrastró hasta que logró tocar el borde enfangado del río. Se las ingenió para subir, apoyándose en una piedra del fondo, y a la otra la levantó de un tirón.

Al finalizar la acción, se dejó caer sobre la mezcla de hierba y tierra. Se preguntó por qué demonios había hecho eso. Gotas de lluvia le cayeron sobre el rostro, mientras aún llevaba la adrenalina del peligro del que había acabado de sobrevivir. Miró el cuerpo de la desmayada, y se dió cuenta de que llevaba un kimono amarillo, y en la manga tenía un símbolo del castillo Kitaouji. Esta debía ser una sirvienta de allí, pero no explicaba su presencia en aquel lugar.

Ya cansada, decidió olvidar la canasta y la sombrilla que había dejado más atrás. Cargó a la del cabello naranja sobre su propia espalda, y la llevó a la aldea. El cuerpo le gritaba auxilio, pero había que soportar.

Allá en el pueblo, todos la vieron llegar con aquel aspecto sucio, y aquella inconciente sobre sus espaldas. Para ellos fue una visión extraña, y a la vez llamativa. La chica de más bajo perfil de la aldea, ahora entraba de una forma muy estridente.

Una mujer cualquiera se acercó, y la ayudó a bajar a la desmayada sobre el portal de la cabaña.

— ¿Esta es la samurai Otome?

La pregunta sacó de quicio a Shion, — así se llamaba la muchacha, la autora del rescate — y una confusión sin igual reinó en su cabeza.

Había oído poco de mujeres samurai, y ahora tenía la mala suerte de haber rescatado a una. De haber sabido antes la identidad de la accidentada, ni se hubiera atrevido a hacer algo por ella. Después de todo, los samurai siempre habían sido una piedra en su zapato.

— Recuerdo haberla visto antes. — mencionó la aldeana. — A la princesa Sakura solo se le permite ser protegida por otras mujeres. Otome-sama es su samurai de mayor confianza.

— Entiendo...

— ¿Crees que sobrevivirá?

Shion miró un poco a la señora, luego al cuerpo, al otro lado, de nuevo a la mujer y a Otome. No quería verse en la obligación de ayudar a la chica más de lo que ya había hecho, pero, ¿Qué le costaba?, nada malo podía pasar. Si despertaba, no descubriría nada que relacionara a Shion con los shinobis —mejor conocidos como ninjas—. No habían pistas visibles dentro de la cabaña. Otome no notaría ningún detalle comprometedor.

De todas formas, si algo se salía de control, aún le quedaban reservas de veneno escondidas. También sabía dónde hallar la katana y la wakizashi. A nadie le parecería sospechoso, encontrar muerta a una persona que llegó al pueblo sin conciencia, y con un costado de la cabeza ensangrentado.

— No lo sé. Haré lo que pueda por ella. — respondió Shion a la aldeana, en un tono frío. — Busca a alguien del castillo Kitaouji, para que la venga a buscar.

La mujer asintió, y se marchó. Shion arrastró a la samurai hasta el interior de la cabaña, y cerró la puerta para evitar las miradas.

Prendió el fuego, entonces el oscuro interior se iluminó con un color amarillento. De un cubo con agua que estaba en la esquina de la habitación, lavó sus manos, y el rostro de la muchacha. Buscó un pedazo de paño, y presionó en el costado de la cabeza, hasta que lentamente, la sangre disminuyó su flujo. Le vendó la herida, y se fue a realizar otras tareas.

No quería que fuesen demasiado evidentes sus pocos deseos de ayudar a Otome. Cuando llegaran los sirvientes del castillo Kitaouji, debían de encontrarla atendida.

Shion vistió un kimono seco, por si acaso — solo por si acaso — ocultó su wakizashi en la parte de atrás del traje. Luego se enfrascó en la preparación de una sopa. Con todo aquel lío, había dejado pasar varias comidas. Al sentir el olor a caldo, la muchacha reaccionó, y abrió un poco los ojos. Eran tan naranjas como su cabello.

"Agua", murmuró aquella, en un tono bajo. Cerró los ojos, y se retorció un poco, como si sintiera dolor.

Shion la miró de soslayo, y esperó a que dijera algo más. La del cabello naranja se incorporó como pudo. Con una mano apretó el paño en su cabeza. "Kiso-Uma-Tan", dijo.

— Se perdieron cerca del lugar del accidente. – respondió.

— No..., ¡No puede ser! – exclamó ella.

Otome se llevó la otra mano a la cabeza, y pareció como si reaccionara, después de un largo sueño.

– El amo Sakon-tan me va a matar. – dijo, en un tono de preocupación. – Él me envió a buscarle esos caballos, para la escolta de la boda de la princesa Sakura-tan.

Shion escuchó la información con interés. Sabía que Sakon y su hermana Sakura eran los príncipes del castillo Kitaouji. Él se convertiría en el futuro daimyō, y ella, inevitablemente debía desposar a un hombre que permitiera ampliar las alianzas militares de la zona. Aquel era el destino de muchas chicas de ascendencia importante. Por las palabras de la samurai, al parecer ese momento ya había llegado.

Regresó a la esquina del cuarto, y trajo agua del cubo para la despertada chica. Otome miró a su salvadora con algo de curiosidad.

– Tú..., ¿Me salvaste la vida?

Shion asintió con la cabeza. La samurai sonrió, y le dió las gracias.

— ¿Cómo diablos te caíste? – preguntó Shion, sin apartar de ella sus ojos verdes.

— La lluvia hizo que el caballo se resbalara en el puente. — respondió, con una mirada de inocencia. Apuntó entre sí los dedos índices, reflejando un poco de vergüenza.

Observó el agua que Shion le había traído. Agarró el vaso, y de una forma algo tonta, lo dejó caer. Pidió disculpas, con una sonrisa boba.

La ninja llegó a la conclusión de que esta samurai era extraña, pues tenía una actitud muy infantil para su cargo. De otros guerreros del mismo rango podía esperar un escrutinio exagerado, que más de un vez casi revelaban su verdadera identidad. Pero de esta chica, no había nada qué temer.

Shion recogió el vaso, y se apartó a buscar más agua a la misma esquina de la habitación. Cuando estuvo de espaldas a Otome, la otra se quedó observándola con atención.

— ¿Qué es ese bulto en tu kimono?

Había notado la wakizashi. La ninja maldijo el momentáneo exceso de confianza que había tenido al dejarse ver la espada. Sin ya otra opción, la sacó.

— Esta espada la heredé de mi padre. Él también era samurai. — dijo, inventando una historia al instante que no la hiciera parecer sospechosa. — Suelo llevarla conmigo, es como un recuerdo de él.

Otome asintió, pero Shion notó que no parecía convencida. Estuvo a punto de darle otro vaso de agua, hasta que escuchó toques en la puerta. Debía ser alguien del castillo Kitaouji.

Al abrir, una muchacha rubia la saludó presentándose como Ichigo Hoshimiya, la consejera de Sakura. Se tomó el atrevimiento de entrar. Se acercó a Otome y la ayudó a levantarse.

— Gracias por cuidar de ella. Siempre suele meterse en líos. — dijo la rubia, entre risas.

Shion asintió con una sonrisa falsa. Las invitadas se marcharon, dejando a la shinobi sola. Ella dio un suspiro. Al parecer, ya había pasado el peligro.

A la mañana siguiente, salió de nuevo a buscar hierbas. Una llovizna ligera rebotaba sobre su sombrilla. Como el frío era insoportable, se colocó una capucha de paja sobre los hombros.

Llegó al puente de Kawabira. Allí encontró el mismo mordisco en las barandillas del día anterior, ese pequeño recuerdo de su inútil sacrificio por la vida de una samurai. Le sorprendió ver a una persona parada en el lugar. De cabello anaranjado y kimono amarillo, era la samurai Otome.

Shion se maldijo para sus adentros, y no entendió el masoquismo de aquella en regresar al lugar donde casi muere, solo porque sí.

Al verla llegar, la muchacha la saludó efusivamente.

— Tenía esperanzas de encontrar a los Kiso-Uma-Tan. — se explicó. — El amo Sakon-tan me regañó muy duro ayer.

— ¿Qué querías?, le perdiste dos caballos de raza. No estamos en tiempos fáciles.

— Es verdad. También el ambiente ha estado tenso en el castillo. — murmuró, con un suspiro largo. — El prometido de la princesa Sakura ha desaparecido.

Shion sintió mucha curiosidad al escuchar eso, y quiso saber más.

— ¿Me acompañas?, Para seguir conversando. El asunto te conviene. — agregó Otome, mientras hacía un corazón con sus manos.

La afirmación captó aún más su atención y a la vez le extrañó. Se sintió envuelta de pronto por una rara confianza de la samurai. Asintió con la cabeza, y la siguió por el camino de cipreses.

— Me enteré hoy en la mañana, y la princesa Sakura-tan me ha pedido que lo encuentre. Tiene sospechas de que los autores trabajan para la gente del castillo Fujiwara, los principales enemigos de nuestro dominio. — comenzó a contar. — Su prometido es hijo del general Futaba-tan de Shikoku. Quizás lo conoces, es famoso por haber logrado la hazaña de derrotar al dragón y robar la joya que rodea su cuello.

— ¿La joya del cuello del dragón?, ¿Como la del cuento del cortador de bambú?

— Sí, ¿Lo recuerdas?

Shion negó con la cabeza. Otome se detuvo en el camino para contar.

La princesa Kaguya tenía cinco pretendientes, y a cada uno le ordenó encontrar un objeto imposible: la rama de joyas de Hōrai, la túnica de pelo de rata de fuego, la concha koyasugai, el cuenco de piedra de Buda y la joya del cuello del dragón. Aquel que cumpliera su petición, tomaría su mano.

El consejero Otomo no Miyuki fue el encargado de hallar la joya. Ordenó a sus sirvientes que lo hicieran, pero ellos prefirieron esconderse antes que enfrentarse a los peligros del mar. Él decidió partir por sí mismo.

En su viaje una feroz tormenta azotó el barco. Atribuyó aquello a un castigo del dragón por desafiar por su poder. El consejero rezó hasta que el mar se calmó. Regresó a tierra, perdonó a sus sirvientes y reconoció su propia falta de cordura al intentar cumplir con la petición de Kaguya.

— Sin embargo, Futaba-dono-tan, logró obtener la joya. Dicen que aquel que la posee, puede controlar el mar y la lluvia. Su hijo quiso traerla de regalo de bodas para Sakura-tan, pero lo secuestraron en el camino, ¿Imaginas lo que harían los del castillo Fujiwara con un poder así? Crearían tsunamis para atacar a todos los dominios que se le opongan.

— ¿Yo qué tengo que ver en eso? – preguntó Shion.

Otome miró a los lados, y con una sonrisa enigmática se acercó.

— Eres una shinobi, ¿No es verdad?

La afirmación le impactó, ¿Cómo diablos lo sabía?, No creyó dejar pistas. Tocaba hacer honor a su entrenamiento, y mantener la compostura.

— Te equivocas. — respondió, con el cejo fruncido.

— Tú y yo sabemos la verdad. — agregó la samurai mientras hacía otro corazón con las manos. — Ayer noté que llevabas la wakizashi en la parte de atrás de tu kimono. Solo un shinobi la escondería en ese lugar.

Como primera reacción, Shion sacó el arma susodicha, y la apuntó al cuello de su interlocutora.

— Dime qué quieres, estúpida.

— Solicitar tus servicios.

Shion alzó una ceja. Mientras más conversaba con esta chica, más extrañada quedaba, ¿Por qué una samurai querría la ayuda de una shinobi?, eran grupos e ideologías algo opuestas. Pidió que se explicara mejor.

Otome acomodó sus odangos naranja con total normalidad, como si no hubiera una espada a pocos centímetros de ella, o una razón para perder la calma.

— Las normas del Bushidō me impiden espiar o atacar a traición, ya sabes, el código samurai. Sin embargo, alguien como tú podría hacer eso sin problemas. Podrías entrar al castillo Fujiwara y averiguar algo que me sea útil.

Shion pensó un poco en silencio, bajó la espada.

— Ya no hago esas cosas. No puedo ayudarte.

— Te daré lo que quieras. — agregó Otome, con una sonrisa. — Lo que me pidas.

La shinobi reflexionó un poco más. No estaba segura de qué hacer. Hacía años había decidido huir del lugar de sus entrenamientos, y alejarse de aquel mundo. Si aún no podía apartarse de la wakizashi, deshacerse de la costumbre de disfrazar su identidad en cada situación, u olvidarse de tener sus reservas de veneno, era porque siempre existían personas indeseadas de las que debía cuidarse. Por más que quería, seguía actuando y pensando como shinobi, no como una aldeana común de los dominios Kitaouji.

Sin embargo, había algo de tentador en aquella propuesta. Rescatar al hijo del general Futaba, y recuperar la legendaria joya del cuello del cuello del dragón sería una hazaña increíble, algo que nunca más se olvidaría. En el fondo, la ninja quería sentir que era capaz de lograr algo semejante. La propuesta era arriesgada pero no mala.

Si Otome le ofrecía cualquier cosa por sus servicios, ya sabía qué quería pedir.

— Deseo que me cubras. Ante cualquier cosa, vas a decir que soy una aldeana inocente. Jamás revelarás lo sabes de mí a nadie.

La chica asintió, mientras ensanchaba su sonrisa. Alzó el dedo mequiñe.

— Es promesa.

La ninja correspondió, y volvió a guardar la espada. Otome comenzó a dar pequeños saltitos, y a la shinobi se le hizo raro presenciar a una samurai cada vez más infantil, pero supo que no había sido error de la princesa Sakura escogerla para esa misión. Esa personalidad inocente lograba que más de uno bajara la guardia. E indudablemente, Shion había caído en su pequeña trampa, y revelado su identidad.