Dos precisiones importantes antes de empezar a leer:

-Los cambios de punto de vista entre personajes se indican con una línea continua, mientras que el símbolo "· · ───·𖥸·─── · ·" indica una elipsis o un paso atrás en el tiempo.

-No se respetan las fechas de nacimiento de algunos personajes (sobre todo los futuros mortífagos). Lucius, por ejemplo, sólo tiene un año más que los Merodeadores.

Me gustaría dar las gracias a InaHorse8 por sus inestimables correcciones. Había tenido que dejar de traducir mi fic al español durante mucho tiempo, debido a la falta de una lectora beta. ¡Nada habría sido posible sin ella!


"Soy visto, luego existo"

Jean-Paul Sartre


Había algo en el olor de la carne que repugnaba a Remus hasta la médula.

Eso en sí no era muy sorprendente: solo faltaba una semana para la luna llena y sus sentidos se habían agudizado hasta el punto de la enfermedad. Los estridentes gritos de las mandrágoras le hacían desmayarse, a pesar de llevar orejeras. El humo acre de los calderos le había expulsado de las mazmorras tras quemarle los pulmones, y los relámpagos de las varitas durante los hechizos le provocaba terribles jaquecas, puntos brillantes seguían atormentando su visión horas después. Incluso el simple resplandor de las velas a veces le cegaba.

Volverse tan sensible era agotador, pero lo peor era el olor a carne.

Comer en el Gran Comedor se había convertido en un calvario. No importaba a qué distancia se alejara de la mesa, no importaba cómo se subiera el cuello por la nariz o cómo se preparaban los platos, siempre lo sentía. Ese olor nauseabundo, una mezcla de sangre y muerte, que se anclaba en el fondo de su garganta e impregnaba su ropa.

Era tan repugnante.

Una cadena de salchichas creada por el hechizo de atracción de un tercer año le pasó por debajo de la nariz y le provocó un fuerte subidón. Remus soltó precipitadamente sus cubiertos para llevar sus manos a su boca, conteniéndose de devolver a su plato el contenido de su estómago.

No. Definitivamente no estaba bien.

Pensó por un momento en cambiar de asiento, pero era una pérdida de tiempo. Si bien los alumnos tenían la costumbre de cenar a altas horas en el verano, los días más cortos de octubre les hacían agolparse en torno a sus respectivas mesas en cuanto terminaban las clases. A las seis y media de la tarde, el Gran Comedor estaba abarrotado. Magos y brujas formaban un solo bloque, una marea negra en la que las capas de lana se frotaban unas contra otras hasta tener pelusas.

Las oscuras nubes que se deslizaban desde el techo, anunciando una tormenta que se avecinaba, sumían el lugar en una pesada oscuridad que las antorchas colgantes no podían disipar. De vez en cuando, los cálidos rayos del sol poniente atravesaban las nubes, bañando brevemente el lugar con una luz rojiza antes de ser engullidos por las sombras. La única claridad real provenía de las velas en las mesas, el resplandor de las llamas iluminando los rostros de los alumnos al estilo de los viejos cuadros holandeses colgados en las paredes del castillo.

El ambiente sombrío llevó a los estudiantes a buscar el preciado consuelo en la comida que pululaba por las mesas. Con casi un plato por persona, la procesión de comida parecía interminable. Judías en salsa, pure de patatas y verduras asadas se alternaban con enormes fuentes en las que la carne se amontonaba a alturas desproporcionadas. Chuletas, brochetas, estofado, asado... ¿Cuántos animales habían muerto para que unos cuantos estudiantes hincaran sus regordetes dedos en sus restos? Si al principio le habían impresionado los festines de Hogwarts, ahora Remus encontraba cierta arrogancia en ellos. Había una profusión en las placas que lindaba con lo ridículo. Las grandes bandejas hacían torpes gestos y los vasos se derramaban. Codo con codo, era casi imposible no sumergir la manga en la salsa, rozar con los dedos el borde del plato.

Pronto, todos los alumnos llevarían consigo el hedor del festín, y el castillo apestaría hasta la madrugada.

Remus suspiró ante la idea, abrumado. No iba a poder aguantar así mucho tiempo. Ya ni siquiera podía alimentarse bien. Madam Pomfrey probablemente le dejaría comer en la enfermería si se lo pedía. Conociéndola, incluso estaría encantada de comer con él.

¿La gente normal comía con la enfermera de la escuela?

Estaba cansado de sentirse fuera de lugar.

Remus apoyó la frente en las manos antes de hacer una mueca de dolor al sentir el sudor en los dedos. Tenía fiebre. Tenía que ir a la enfermería. Otra vez. Se alegraba tanto de haber conseguido evitarla durante unos días...

—¿Remus?

Al otro lado de la mesa, Peter lo miraba con preocupación. El calor desprendido por la muchedumbre había teñido su rostro de un rosa brillante y pegado en su cabeza su pelo rubio, acentuando la redondez de sus mejillas. A pesar de sus quince años, todavía parecía un niño. Es más, seguía teniendo la candidez de uno. Todavía la misma inocencia.

—Remus, ¿estás bien?

No.

—Sí.

Peter se había atiborrado de carne durante toda la comida y su aliento le dió náuseas a Remus de nuevo. Se levantó con dificultad, buscando la salida más corta. Un camino que le permitiera escapar de la Gran Comedor lo más rápido posible mientras preservaba sus sentidos ya maltratados.

—¿Estás seguro? Estás todo pálido...—dijo Peter dubitativo—. Además, no has comido nada. Yo... Tomé la última porción de rosbif, pero puedes comértelo si quieres. Te haría bien comer un poco...—

Inclinó torpemente su plato hacia Remus, la salsa que contenía cubriendo el borde antes de gotear sobre la mesa. La sustancia quemada formó sobre el blanco del mantel manchas pastosas de grasa y Remus sintió su corazón levantarse en su pecho.

—No, gracias... Estoy... Estoy bien. Sólo... Necesito salir a dar un paseo.

Sin darle tiempo a responder, se alejó tambaleándose de la mesa.

A pesar de la multitud, docenas de ojos estaban puestos en él... Aunque estaba en quinto año, seguía siendo una atracción para los otros gryffindors. Remus, el eterno cansado. El adolescente pequeño y débil que siempre interrumpía las clases para salir trastabillando del aula, cuando no se derrumbaba hasta llegar a la puerta. Mary MacDonald le dedicó una sonrisa comprensiva. Harry Ferguson una mirada burlona. James fue el único que le ignoró. Con la cara tensa como un puño, miraba en silencio a la mesa de Slytherin, con esa expresión malvada que a veces tenía cuando fulminaba con la mirada a Sna—.

—¡Dios mío! ¡Lo siento!

Remus sobresaltado. Un alumno de primero, que había tenido la brillante idea de levantarse con su plato, casi había derramado parte de él sobre su capa. Un olor a muerte vino a llenarle la nariz y su cuerpo comenzó a temblar.

Venado. ¡El muy cabrón había servido venado!

Esta vez la bilis le llenó el fondo de la garganta y Remus salió corriendo del Gran Comedor, empujando a todos los alumnos a su paso. La tenue luz de las velas le hacía ver borroso y escalofríos violentos le recorrían el espinazo. Sabía que tenía que ir a la enfermería. Sabía que tenía que ir a ver a Madam Pomfrey. Sin embargo, sus pasos le llevaban en la dirección opuesta.

Todo su cuerpo le gritaba que saliera del castillo.

· · ───·𖥸·─── · ·

Cuanto más se acercaba a la salida, más los sentía. Los olores embriagadores persistentes del exterior.

Su búsqueda de la soledad le había llevado a tomar el pasaje detrás de uno de los retratos del cuarto piso. Un camino oscuro que pocos estudiantes conocían, compuesto casi exclusivamente de escaleras de caracol con pasos estrechos y resbaladizos. Y que conducía directamente al cobertizo para botes de la escuela, situada a orillas del lago. Demasiado frío para que los estudiantes quisieran venir durante el invierno, se había convertido en su principal refugio.

Después de empujar una pesada puerta de madera, Remus aterrizó en un rincón remoto del almacén, detrás de un grupo de viejas embarcaciones. Una corriente de aire fresco vino a acariciar su cara empapada de sudor y lanzó un suspiro de alivio. Avanzó lentamente, escabulléndose cuidadosamente entre las barcas antes de seguir el muelle. Había llovido y el olor cautivador de la madera vieja le llenaba los pulmones con cada respiración. Lejos del tumulto que reinaba en el castillo, el edificio desprendía, por su vejez y su casi abandono, una atmósfera particular. Una sensación de suspensión, como si estuviera fuera de tiempo.

La frente de Remus lo quemaba siempre, el calor invadía sus sienes y la parte superior de sus mejillas. A pesar del frío, se ahogaba en su uniforme y pronto el suelo se puso a bailar bajo sus pies. Después de algunos pasos inciertos, tuvo que apoyarse en una de las barcas para sentarse. La frescura de la madera contra su cuello lo estremeció y se giró con dificultad para apretar su cara sobre el casco del barco, suspirando de alivio al sentir las tablas frías entrar en contacto con su piel hirviendo.

Solo necesitaba calmarse. Dejar que el frío lo invadiera. Debía concentrarse en el olor de la madera y de la espuma que adornaba los pontones, el viejo barniz de las tablas. Tenía que respirar profundamente, hasta que sintió una emoción, un vértigo, algo que le arrancaría de la realidad.

Un rasguño resonó dentro del casco, seguido de otro, y Remus se puso nervioso. Un ratón debía estar en la barca. Podía oírla deslizarse entre los remos. Se dirigía hacia la derecha, en dirección a un agujero situado en la base de la proa.

Los latidos en sus sienes se reanudaron mientras Remus, siempre al acecho, escuchaba los movimientos del animal que avanzaba hacia la salida. La lluvia había revivido los olores de la madera y la pátina, pero tenía miedo de ser todavía capaz de oler a la criatura si venía cerca de él. Su olor probablemente lo repugnaría. Ya no podía soportar el olor de la carne. ¿Quién sabía lo que un animal vivo le haría sentir?

Remus sabía que tenía que irse por seguridad, encontrar otra barca en la cual descansar. Sin embargo, no se movió. Con la frente pegada a las tablas, quedó para fijar el agujero en el casco de la barca. El eco de los pasos minúsculos del animal parecía resonar en él. Había despertado algo que dormía en su interior y que ahora le susurraba esperar. Una curiosidad casi dolorosa. Una esperanza extraña.

El roedor finalmente mostró la punta de su nariz y el sonido que emitió hizo que el pelo del Gryffindor se levantara. Podía distinguir claramente los olores del animal en el aire. El olor almizclado de su pelaje. No olía a sangre o muerte. Al contrario, desprendía un aroma extremadamente vivo, algo que hizo temblar a Remus, que lo tomó de las entrañas.

Una intensa escencia a vida.

La mano de Remus se lanzó de sí misma como una serpiente, sus dedos se cerraron casi sobre el ratón que la esquivó por poco, dejando escapar un chillido mientras corría hacia el agujero. Remus oyó sus garras raspando contra la madera mientras corría hacia la parte trasera del barco, tratando de subir a los remos para pasar de una embarcación a otra.

Arrebatado por la rabia, Remus saltó sobre los remos, pero el animal fue una vez más rápido y saltó al suelo antes de deslizarse bajo un enorme montón de cuerdas.

Remus se enderezó gruñendo, con los ojos fijos en el lugar donde el ratón había desaparecido. El hecho de haberse levantado tan rápidamente le hizo ver de nuevo borroso. Sin embargo, no perdió el equilibrio esta vez. Toda su atención se centró en la frustración que le había abrumado. Luego un sentimiento mucho más profundo, algo que venía del fondo de sus entrañas.

Hambre. Un hambre terrible que le mordía el estómago, haciéndole gemir. ¿Desde cuándo no había sentido semejante hambre? Desde aquel verano, le resultaba difícil encontrar el apetito. Los momentos de bienestar entre las lunas llenas eran escasos. Las náuseas que los precedían y el agotamiento que les sucedía habían terminado por extenderse hasta unirse, hundiendo a Remus en un malestar constante. Siempre con ese disgusto, esa repulsión por todo lo que le rodeaba, que le impedía comer, que le impedía caminar. Que le impedía vivir.

El suelo volvió a girar y Remus cerró los ojos. Sabía que seguía enfermo. Reconocía los síntomas habituales. Pero, por primera vez, sentía esta hambre profunda. Esta necesidad urgente que le impedía derrumbarse. Por primera vez sintió que podía ser más que una víctima. Que podía hacer más que sufrir la maldición que le estaba robando la vida.

Con los ojos siempre cerrados, Remus sintió el viento entrar en el cobertizo y rozar su cuello húmedo y tomó una profunda respiración. Normalmente, se sentaría en el borde del muelle, inmóvil, sin vida, y no se movería hasta el anochecer, pero ahora la situación era diferente. Algo lo empujaba a salir de su escondite, una fuerza que emana de la brisa, del aroma de la hierba húmeda que bordeaba la orilla.

Un repentino apetito por el exterior.

Era octubre, pero la atmósfera recordaba las tormentas primaverales. Había la misma sensación de pesadez, el mismo espesor en el aire que lo hacía difícil de tragar. La presión del cielo hacía subir del suelo los olores otoñales, y pronto todo era una mezcla de agujas de pino, corteza, musgo y hongos. A veces el suelo fangoso se cerraba sobre uno de los zapatos de Remus en un ruido feo, como un golpe de lengua húmedo, pero no prestaba atención, demasiado ocupado mirando las hojas amarillentas que cubrían la orilla. Bajo las cuales sentía que estaba lleno de vida.

Los buscaba, los seres vivos. Los que se escondían en algún lugar cerca del lago, al alcance de la mano y, sin embargo, tan lejos. Los sentidos de Remus estaban en alerta, al acecho del menor movimiento, del menor susurro imperceptible en la vegetación, haciendo caso omiso del ejército hostil de nubes negras que se acercaban a gran velocidad a la orilla que bordeaba. El horizonte rojo que adornaba las montañas, últimos restos del sol antes de su completa desaparición, también fue ignorado mientras los instintos de Remus le daban la espalda al lago.

Con la nariz levantada al viento, se alejaba cada vez más del castillo. Parecía poder distinguir olores de animales en el aire, pistas salvajes que lo llamaban a lo lejos. Fuera de los caminos, descubría un nuevo vigor, otro aliento. Incluso se sorprendió al apreciar la peligrosa escalada de un grupo de rocas, sus manos se deslizaban entre los bloques de piedra, buscando a tientas madrigueras y cubillos.

Sus dedos rasguñaban sobre la piedra húmeda mientras se elevaba desordenadamente, sus labios raspando el granito, un sabor mineral que le llenaba la boca.

Era agradable deslizarse sobre las piedras y tener frío.

Llevado por su búsqueda, vagó al azar por las colinas que componían el paisaje de Hogwarts hasta que un pequeño estanque llamó su atención, no lejos del terreno de Quidditch. Los árboles que lo enmarcaban ya habían perdido sus hojas, creando un sabio cuadro de rojo y ámbar alrededor del agua.

La estética de la escena no conmovió a Remus en lo más mínimo, pero se apresuró a correr en su dirección, sus ojos recorriendo la superficie del agua tan pronto como llegó al estanque. Su boca repentinamente abierta, jadeando, mostrando los dientes.

Los pocos renacuajos que podía ver nadando en la superficie ya se estaban alejando rápidamente de él.

Las piernas de Remus se apartaron a su vista, haciéndole caer de rodillas al borde del agua, sus manos acechando a las larvas que se habían escondido en el barro, dejando sólo piedras musgosas bajo sus dedos. La profunda frustración que sintió le hizo gritar de rabia y comenzó a cavar en el fango.

Él todavía tenía hambre.

Se oyeron voces a lo lejos y Remus enderezó vivamente la cabeza. Un grupo de alumnos — creyó reconocer el uniforme azul de los Ravenclaws — se alejaban del estadio, escobas en mano. Uno de ellos levantó la cabeza en su dirección y se detuvo.

Vaya. ¿Lo había visto?

Su instinto le gritó que se tirará al suelo, y acabó por meterse al estanque y tumbarse boca abajo, el agua helada inundando su rostro. Él gritó silenciosamente, dejando algunas burbujas de aire subir a la superficie antes de contener rápidamente su respiración.

Nadie debía verlo. No así. No en este estado.

Ese era su momento.

Esperó tanto como pudo, el barro se metió en su ropa hasta cubrir todo su cuerpo. Tembló con la nariz enterrada en el lodo. Pero no se levantó. No fue sino hasta que sus pulmones quedaron completamente vacíos que se enderezó, sofocado, con los ojos fijos en las ramas de los árboles. Dudó un momento antes de atreverse a mirar de nuevo hacia el césped.

Los estudiantes habían desaparecido.

Finalmente estaba solo. Empapado, helado, pero solo.

Remus suspiró de alivio. Se movió de manera que estuviese descansando contra el barro, sus manos sosteniendo su cabeza y el agua helada perezosamente lamiéndolo con la ligera brisa. Sus sienes palpitaban mientras sus ojos observaban soñadamente las ondulaciones concéntricas que se formaban a su alrededor.

Permaneció en el estanque durante mucho tiempo, su cuerpo congelado e inmóvil, como un simple accesorio en el paisaje, esperando. Finalmente, algunos renacuajos curiosos salieron de su escondite para visitarlo, frotándose contra sus labios. Remus los miró antes de abrir suavemente la boca, dejando que las larvas pasaran entre sus dientes para probar sus encías. Sintió sus cuerpos flácidos contra su lengua y el interior de sus mejillas.

Tenía un impacto tan intenso en la emoción de la caza.

Sus mandíbulas se contrajeron repentinamente, aplastando a los renacuajos antes de tragarlos.


Ver la sonrisa de Snape despertó todo tipo de sentimientos sórdidos en James. Snape no se suponía que fuera tan feliz. No con lo que había pasado esa mañana en la clase de pociones. No después de la humillación que él y Sirius le habían hecho pasar.

· · ───·𖥸·─── · ·

Remus no había podido participar en el control de Slughorn, dejando a James y Sirius en un pánico frente a su caldero. Por lo general, se ponía detrás de ellos con Peter —que también estaba ausente, el cabrón tenía que encontrar una manera de faltar a clase— para ayudarles con su preparación y minimizar el daño. Pero hoy, los dos compañeros iban sobre ruedas y su poción se convirtió muy rápidamente en una papilla nauseabunda que terminó estallando en sus caras, para el mayor placer de los Slytherins. Y especialmente de Severus Snape, que no se molestó en reírse y en hacerles algunas observaciones ácidas como sabía hacer tan bien.

—Dilo otra vez y te ahogaré en él, Quejicus! —ladró Sirius, frunciendo el ceño.

Varios estudiantes dejaron de reírse cuando lo vieron sacándose el pecho. Sirius se elevaba sobre la mayoría de los estudiantes por una buena cabeza. Su altura y sus largos brazos le daban un alcance considerable y era conocido por usar sus puños más a menudo que su varita cuando se sentía atacado. A James le gustaba referirse a él como el berserker de los Merodeadores, el Gran Guerrero.

Snape, sin embargo, no se impresionó en absoluto.

—Parece que cuando el cerebro de la banda no está aquí, es inmediatamente un desastre. Y pensé que tú y Potter eran los líderes. ¿Por qué no está Lupin aquí, por cierto? ¿Está enfermo otra vez? ¿Crees que es tu estupidez lo que lo está agotando? Si ese es el caso, seguramente terminarás matándolo.

No había suficientes palabras para definir cuánto odiaba James a Snape en esos momentos. Odiaba la sonrisa en su cara, la inclinación arrogante de su extraña cabeza. Snape parecía un trozo de madera nudoso sobre el que se había cortado una cara con una nariz grande. A James le hubiera gustado decir que era todo lo que podía ser —y, de hecho, eso era lo que decía más a menudo— pero Snape, Quejicus como le gustaba llamarlo, había heredado algo que le impedía ser reducido a su simple fealdad. Había un destello de inteligencia en sus oscuros ojos. Un golpe de genio que hizo que James sintiera una ira inconmensurable. Cada vez que se enfrentaban, no podía evitar darse cuenta. Un hábito que le obligó a levantar la barbilla lo más alto posible para poder sostener la mirada de Slytherin. Lo que le recordó que, a pesar del cuidado que tomó con su cuerpo, tenía el mismo tamaño que un puto jockey.

A lo largo de la historia, los matrimonios entre brujos de sangre pura habían llevado a una consanguinidad muy fuerte, por lo que hoy en día la mayoría de las grandes familias eran primas en múltiples grados. Estas uniones habían sido consideradas durante mucho tiempo como un medio seguro para preservar el poder de las nobles líneas de sangre. Sin embargo, los efectos secundarios de tal incesto habían comenzado a multiplicarse en las últimas generaciones: dificultad para procrear, deformidades físicas, problemas de crecimiento e, ironía del destino, ausencia de magia.

Los Potter no habían escapado a este revés. James era oficialmente hijo único, pero no contó todos los abortos espontáneos y niños nacidos muertos que le precedieron. En lugar de un apuesto heredero, sus padres tenían un hijo escuálido, mágicamente limitado, y desesperadamente bajito. De una forma de enanismo, James había pasado, a golpes de pociones y de intervenciones mágicas extremadamente pesadas y dolorosas, a un tamaño cercano al metro cincuenta. Todo esto, por supuesto, fue acompañado por tratamientos regulares de por vida. A pesar de hacer ejercicio y cuidar de sí mismo, seguía siendo un hombrecito obligado a entrenar el doble que los demás para lanzar el menor hechizo.

Lo volvió loco de rabia.

Sirius, de su lado, había pasado por alto su escritorio para acercarse a Snape. Oír el nombre de su amigo en la boca de Slytherin obviamente le había disgustado. —¡Quejicus! Juro que voy a...

Las amenazas de Sirius fueron interrumpidas por Slughorn, que salía del almacén con frascos en sus manos:

—¡Vamos, niños! ¡Puedo oírlos gritar desde allí! Oh, ¿qué es eso? —su nariz se arrugó y miró alrededor del aula con disgusto, buscando la causa del horrible olor que se estaba extendiendo por el calabozo. Solo le tomó unos segundos notar las caras cubiertas de papilla de los dos Gryffindors—. ¡Por las barbas de Merlín! ¡Es abominable! ¿Cómo pudieron haber fallado tan terriblemente esa poción? ¡Por el olor solo puedo decirles que ninguno, y quiero decir ninguno, de los ingredientes se usaron correctamente!

—Lo siento, Profesor —intentó James tímidamente—. Si usted nos da otra oportunidad...

—¡Oh, no! —exclamó Slughorn—. ¡Creo que ya han hecho suficiente por hoy! ¡No más pociones y ciertamente no magia! Aquí, hay fregonas en la parte trasera del aula, así que por favor, sé amable y limpia este desastre.

Se escucharon risitas de todo el aula y James pensó que vio a Slughorn mofarse durante unos segundos.

—Malditas serpientes… —se susurró a sí mismo.

Los dos tuvieron que pasar entre las filas para llegar al armario de escobas. James miró reflexivamente a Lily, tratando de quitar la mezcla de su cabello para verse presentable, pero era inútil. La joven también se reía. No fue una risa cruel, pero le rompió el corazón. También lo hicieron las miradas que intercambió con Snape. James nunca había entendido su amistad. ¿Cómo podría Lily, tan hermosa e inteligente, involucrarse con esta víbora? Peor que eso, Snape la estaba influenciando. Cuando se enfadaba, lo único que tenía que hacer era abrir la boca para que pareciera que oía a Slytherin. Le tomaba prestado su tono dulce y sus sarcasmos. Sus burlas hirientes que nunca fallaban su objetivo. Snape le estaba quitando la dulzura a Lily día a día y James lo odiaba por eso.

Como lo hacía cada vez que la miraba, James observó su rostro, buscando consuelo en su belleza. Lily tenía piel nacarada y cabello ardiente, pero su parte favorita de ella eran sus ojos. Verde brillante, desprendían un aura, un magnetismo. Era imposible deshacerse de su aspecto.

La chica volvió la cabeza hacia él, y James se congeló. Lily ya no se reía. Una sonrisa había levantado sus mejillas, hecho arrugas cerca de sus ojos, de repente lleno de compasión.

Lily lo miraba con lástima.

La cara de James se puso roja. Además de mostrarse ante los Slytherins, se humillaba delante de la chica que adoraba desde su primer año. Para colmo, Snape le estaba dando miradas hilarantes mientras Slughorn complementaba su poción.

Injusto. Fue tan injusto.

Después de recuperar los trapeadores, James se acercó a Sirius, que estaba tratando lo mejor que podía para ordenar su cabellera. Las salpicaduras habían transformado su hermoso cabello rizado en un montón de colas de rata. Aprovechando el hecho de que Slughorn le había dado la espalda, James lanzó un hechizo de limpieza sobre ellos.

Sirius le dio una sonrisa de agradecimiento. —Gracias, amigo.

James simplemente señaló a Snape con un movimiento de su cabeza. —Míralo. Estoy seguro de que ese bastardo hizo la mejor poción.

No sería una sorpresa, se destacó en ello.

La mirada disgustada de Sirius hacia Snape viajó por el estante antes de aterrizar en el caldero de Slytherin. Una sonrisa diabólica apareció en su rostro. James conocía muy bien esa expresión. Sirius tenía una idea. Quejicus iba a pagar. —¿Cuál es el plan?

Sirius no respondió, su varita ya apuntaba discretamente al estante. Lanzó un hechizo, solo uno muy pequeño, que apenas movió las cajas sobrecargadas sobre el estante. Pero fue suficiente para que las cajas se derrumbaran, llevándose consigo los niveles inferiores, todos llenos de ingredientes de todo tipo que terminaron cayendo en la poción de Slytherin.

La broma tenía que ser graciosa. No lo era.

Primero, había una luz brillante, luego una explosión, y finalmente, llamas. Eran de un azul esplendente, pequeñas, brillantes.

Y estaban devorando el cuerpo de su némesis.

Snape comenzó a chillar. La explosión lo había golpeado hacia atrás hasta que tropezó con su taburete y cayó al suelo. Rodó tratando de sofocar las llamas. A su alrededor, los estudiantes gritaron. Algunos trataron de ayudarlo con hechizos, pero la mayoría huyó de la escena en pánico. En el caos, Slughorn vociferó ronco, varita en la mano, lanzando docenas de hechizos en una fila que parecía ir solo detrás de Snape, salvándose los muebles y los otros estudiantes.

—¡Oh, por el amor de Merlín, esto apesta! ¡Vamos, salgamos de aquí! —gritó Sirius.

Trató de agarrar a James por la muñeca para alejarlo de la escena, pero James estaba congelado. Se quedó ahí, viendo a Snape retorcerse como un gusano en el suelo oscuro de la sala de pociones.

Alguien gritó el nombre de Severus desde el otro lado de la habitación. Era Lily, por supuesto. Corrió hacia el lado de su maestro, mirando a Snape con pánico, su rostro pálido como la muerte y las lágrimas llenando sus ojos. —¡Profesor Slughorn! ¡Haz algo, va a morir!

—¡Lo estoy intentando, señorita Evans! ¡Lo estoy intentando!

Terror sacudió la voz de Slughorn y James también quiso llorar. Todo esto... ¿Fue... fue culpa de ellos? ¿Iba a morir Snape por su culpa? ¿Eran tan malos?

Sirius trató de agarrarlo de nuevo, pero James se alejó violentamente y se acercó al fuego en su lugar. La visión lo horrorizó, pero no pudo apartar la mirada.

Mientras trataba de luchar contra las llamas, Snape le arrancaba la ropa, revelando una piel con cicatrices, blanca y rosa, bajo las llamas. James vio los músculos ondulados de su espalda moverse mientras se retorcía de dolor, el fuego continuaba quemando sus muslos.

Maldición. ¿Qué le había pasado?

Snape gritó mientras se dirigía al escritorio de Slughorn, tratando de esconderse detrás de él en un acto final de modestia mientras se quitaba los pantalones y la ropa interior. James lo siguió sin pensar. La necesidad era más fuerte que él. Vio más piel con cicatrices, más rosa, carne estropeada, y luego... Las nalgas de Slytherin, las piernas delgadas... y todo lo demás.

Esta imagen, esta repugnante imagen que acababa de anclarse en sus ojos, firme e inamovible.

Tenía ganas de vomitar.

—¡Severus!

Lily lo empujó violentamente mientras corría hacia su mejor amigo para cubrir su cuerpo con su capa. El gesto frustró a James tanto como lo alivió.

—¡No te preocupes, Sev! ¡Estoy aquí! ¡Se acabó, estoy aquí!

—¡Lily!

El inusual gemido en la voz de Snape trajo a James de vuelta a la realidad. Sus ojos cayeron sobre la multitud que se había reunido alrededor del escritorio. En todas las cabezas que sobresalían de la puerta, la mayoría de las Slytherins que los dolorosos aullidos de Snape habían sacado de su sala común. Ignorando a Slughorn, que también estaba corriendo hacia su alumno, miró a su alrededor buscando a Sirius. Este último estaba de pie junto a su silla, completamente horrorizado.

Esta vez, la habían cagado.

· · ───·𖥸·─── · ·

Snape, por supuesto, había sido trasladado urgentemente a la enfermería.

Mientras que Sirius aparentemente había ocultado fácilmente su culpabilidad bajo la apariencia de humor cruel, James no había podido hablar con nadie al respecto. La escena lo había llenado de un horror sin nombre y tuvo que esperar hasta la cena antes de que sus manos dejaran de temblar.

Y ahora, contra todo pronóstico, después de ser quemado vivo y tener que arrastrarse desnudo delante de todos los otros estudiantes, Quejicus estaba allí, vestido, actuando como si nada hubiera pasado, con sus pequeños amigos. ¿Desde cuándo Snape tiene amigos? ¿Desde cuándo es tan fuerte? ¿Cómo se las arregló para parecer tan casual mientras James se sentía como si estuviera en el fondo del barril?

No, en serio, ¿cómo fue posible?

Quejicus, con su cuerpo delgado y con cicatrices.

Su piel blanca y rosada.

La escena había estado atascada en la cabeza de James desde esta mañana, a veces llenando su boca de bilis, pero el miedo y la vergüenza asociados con ella acababan de dar paso a una extraña furia.

Una vez más, Snape había logrado ganar.

No. No podía dejarlo.

—Oye, ¿James? ¿Viste cómo se fue Remus con prisa? No creo que le vaya muy bien…

James ni siquiera respondió a Peter. Sus ojos todavía estaban fijos en Snape. De repente tuvo la impresión de que, a pesar de su constante intimidación, había logrado abrirse a los demás, para hacerse un hueco en su casa, para florecer.

Una flor asquerosa y repulsiva.

Tuvo que arrancarlo de raíz.