El frío del castillo parecía calar más hondo en su piel desde aquella noche en el cementerio. Harry se sentía atrapado en una niebla densa; cada paso que daba era más pesado que el anterior.

A excepción de Neville aquella tarde en el invernadero, sus amigos no habían notado nada extraño. Ron estaba demasiado ocupado contando su experiencia con las chicas de Beauxbatons y Hermione se había sumergido en los libros de herbología después de no haber sabido cómo ayudar a Harry en la prueba del lago negro. Independientemente de que, Ron aún parecía estar celoso por su participación en las pruebas y Hermione insistía en querer saber qué hechizo había usado para burlar la poderosa magia que el director había puesto alrededor de la copa para participar en el torneo. Al no haber sido él quien colocó su nombre, no podía responder a las preguntas de la castaña, cosa que a ella realmente le enfadaba.

Simplemente, nadie sospechaba que algo estaba mal con él. Nadie, excepto Draco Malfoy.

Desde hace dos días que se encontraron en los baños, Harry sentía la mirada del rubio sobre él en los pasillos, en el Gran Comedor, incluso en las clases. Cabe resaltar que no era la típica expresión de burla o desprecio, más bien era algo más afilado, más persistente.

Para el fin de semana, la presencia de Malfoy se volvió una sombra constante en su vida. Sin embargo, no era como antes. No buscaba enfrentamientos en los pasillos ni lanzaba insultos al aire cuando pasaban junto a él. En cambio, observaba. Lo observaba en el Gran Comedor cuando Harry apartaba su plato sin tocarlo. En las clases, cuando su mano temblaba apenas perceptiblemente al sostener la varita. En los pasillos, cuando Harry apretaba una mano contra su pecho con una mueca de dolor apenas contenida.

Al principio, Harry trató de ignorarlo. Pero no importaba cuánto lo intentara, no podía escapar de aquella mirada plateada.

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Nuevamente, las náuseas lo despertaron en plena madrugada. Harry se giró rápidamente fuera de la cama con las manos sobre su abdomen. ¡La habitación daba vueltas mientras se tambaleaba hasta la puerta del baño su propio dormitorio!

El sonido del agua corriendo y su respiración entrecortada fueron los únicos ruidos en la habitación. Se apoyó en el lavamanos con fuerza, observándose en el espejo. Su reflejo le devolvió la mirada con ojeras profundas y piel demasiado pálida. Sus ojos, normalmente vibrantes estaban apagados con un matiz febril.

De nuevo, el ojiverde se inclinó justo a tiempo antes de que su cuerpo se deshiciera de su cena y la sangre oscura que intentaba tragarse.

Harry jadeó, sintiendo la debilidad apoderarse de sus extremidades. Esto era peor de lo que imaginaba, y si no encontraba una forma de detenerlo... No. No podía pensar en eso.

Respiró hondo limpiándose torpemente la boca con el dorso de la mano y con un movimiento de varita limpió el baño para luego poder regresarse a acostar.

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Harry se acostumbró al dolor.

Los primeros días fueron los peores, pero pronto se percató de que el ardor en su pecho se intensificaba cada vez que lanzaba un hechizo, esto a diferencia de las náuseas que lo golpeaban a cualquier hora del día sin aviso.

Dormir era un lujo que su cuerpo ya no podía permitirse; cada vez que cerraba los ojos, la oscuridad del cementerio lo asfixiaba, junto con la sensación de que algo dentro de él se desgarraba lentamente.

Pero lo más difícil era mantener la fachada de que todo estaba bien.

— Harry, ¿estás seguro de que no quieres nada de comer? — preguntó George una mañana en el Gran Comedor, mirándolo con el ceño fruncido cuando apartó su plato casi intacto.

— No tengo hambre — mintió, aunque lo cierto es que su estómago gruñía en protesta.

Fred entrecerró los ojos. — Si no mal recuerdo, eso dijiste ayer, ¿no, George?

— Y el día antes de ayer — añadió George.

Harry se obligó a sonreír con ligereza. — No es nada, solo estoy cansado.

Ninguno de los gemelos pareció estar convencido.

— No olvides que...

— Estamos aquí...

— Para ti...

— Hermanito.

Harry soltó una risa forzada mientras George volvía a su desayuno. Fred, sin embargo, de reojo seguía mirándolo.

Así fue como el patrón se repetía todos los días y por primera vez en años, deseaba que el año escolar se terminara.

Le costaba mantener la concentración en clase. En Encantamientos, Flitwick le pidió que conjurara un Protego, pero la fuerza del hechizo fue tan débil que ni siquiera desvió el proyectil. En Pociones, sus manos temblaban al cortar los ingredientes, y en Defensa Contra las Artes Oscuras se encontró incapaz de ejecutar un hechizo patronus sin que su nariz sangrara o su visión se volviera borrosa.

Harry sabía que Draco estaba anotando mentalmente cada uno de sus errores. A esas alturas, el rubio había dejado de ser una molestia ocasional y se había convertido en una presencia constante. No era solo que lo observaba, era que lo estudiaba; lo veía por el rabillo del ojo en cada clase, en cada pasillo, incluso en la biblioteca. No importaba lo discreto que intentara ser, Malfoy siempre parecía notar cuando su mano temblaba o cuando su respiración se volvía entrecortada.

Y lo peor era que Harry ya no podía engañarse a sí mismo diciendo que este lo hacía por diversión. No, la realidad es que Draco estaba preocupado.

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Una tarde, mientras bajaba a los terrenos del castillo después de una clase, Harry sintió su presencia antes de escucharlo.

— ¿Cuánto tiempo crees que podrás continuar fingiendo?

Harry se detuvo en seco.

Draco estaba apoyado contra una columna de piedra, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo.

—No sé de qué hablas, Malfoy — respondió intentando seguir caminando.

Draco chasqueó la lengua. — No me trates como a Weasley. No soy un idiota.

Harry se tensó. — No tengo tiempo para esto.

—No, claro que no — Draco se apartó de la columna y se acercó lentamente —. Solo tienes tiempo para tambalearte por los pasillos, para escupir sangre en los baños y para fingir que todo está perfectamente normal, ¿no es cierto?

Harry sintió que su corazón se aceleraba.

— No sé de qué hablas.

Draco bufó con frustración.

— Lo vi, Potter. Te vi en el baño escupiendo sangre, ¿recuerdas? Y te he visto desde entonces. No puedes engañarme.

— ¿Disfrutaste el espectáculo? — gruñó tratando de fingir indiferencia mientras pasaba junto a él.

Draco no contestó, pero tampoco hizo falta que lo hiciera, pues en sus ojos grises había algo distinto: curiosidad, preocupación, determinación.

—¿Y qué? — Harry apretó los puños. —. ¿Vas a usar esto en mi contra? ¿Vas a decirle a todo el colegio que el Niño Que Vivió está enfermo?

Por un instante, pensó que Draco soltaría un comentario sarcástico. Que sonreiría con superioridad y le recordaría que siempre había sido su enemigo, pero en lugar de eso, lo que encontró en los ojos plateados del rubio fue algo completamente distinto: frustración, ira, y, sobre todo, una preocupación a la que Harry no le encontraba sentido.

— No seas tan estúpido — espetó Draco —. Si quisiera usar esto contra ti, ya lo habría hecho.

Por primera vez en mucho tiempo, Harry se quedó sin palabras.

Draco lo miró por un momento más, y entonces, sin decir nada más, se dio media vuelta y se alejó a su paso.

Harry sintió un escalofrío recorrerle la espalda; no sabía qué le inquietaba más: que Malfoy lo hubiera descubierto... o que realmente parecía querer ayudarlo.

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Por su parte, desde ese día, Draco no conseguía quitarse de la cabeza la imagen de Harry escupiendo sangre, y lo peor es que no sabía por qué le molestaba tanto. "¡No tiene sentido!", gritó a solas en su cuarto.

Harry Potter era su rival, su némesis, ¡el niño dorado de Gryffindor que siempre tenía que ser el héroe!

Pero entonces, ¿por qué no podía simplemente ignorarlo? "Bueno, tal vez porque Potter no parece un héroe en estos días.", se respondió a sí mismo. Más bien parecía... roto, y eso lo inquietaba más de lo que quería admitir.

Por eso, después de pasar varias noches dándole vueltas, tomó una decisión: si Potter no le diría la verdad, él la encontraría por su cuenta.

Y solo conocía a una persona lo suficientemente astuta para ayudarlo a descubrirla.

Sin su túnica puesta, pero llevándola en la mano, Draco se dirigió a los aposentos de su padrino: Severus.

— ¿Necesitas algo, Draco? — Severus no levantó la vista de su escritorio cuando el de ojos plateados entró en su despacho.

Draco respiró hondo, preparándose. — Quiero preguntarte algo, Sev. No sé qué sea, he leído un poco, pero supongo que hay magia oscura de por medio, porque por más que reviso los libros disponibles en la biblioteca no le encuentro sentido.

Eso sí llamó la atención del profesor.

El hombre levantó la mirada con una expresión impenetrable. — ¿Dijiste "magia oscura"? — repitió, entrecerrando los ojos.

Draco asintió.

Severus lanzó un muffliato alrededor de ellos y lo miró detenidamente.

— ¿Qué estás haciendo, Draco? ¿Tu padre está tramando algo? — Snape mantuvo el silencio por un momento, estudiándolo.

— No, él se ha mantenido alejado de... Bueno, tú sabes. Mamá lo está cuidando en la casa de Francia. No quiere que esté cerca de la mansión por si acaso.

Severus asintió en comprensión.

—¿Entonces de qué o de quién estamos hablando?

El de cabello rubio vaciló. Su padrino nunca había sido un hombre paciente, y Draco sabía que no podía engañarlo. Así que respiró hondo y lo soltó.

— De Potter.

El despacho quedó en silencio. Severus entrecerró los ojos, pero no pareció sorprendido, y eso fue todo lo que Draco necesitó para darse cuenta de que su padrino también lo había notado.

Snape sabía que algo estaba mal con el niño.

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