.chapter 1: i will bury you in time

Está anocheciendo cuando, por fin, llegan a la estación de Morioh. La megafonía anuncia la parada y le recuerda a los pasajeros que no olviden su equipaje y que tengan un buen viaje.

Jotaro suspira, agradecido de que por fin haya finalizado el intenso viaje. Le duelen los lumbares y aunque hace años que dejó de fumar -desde que nació Jolyne, para ser más precisos, pues no quería que su hija tuviera tan mal ejemplo- mataría por un cigarrillo. Ignora ese pensamiento y en su lugar despierta a Jolyne para indicarle que esta es su parada y que deben bajar del tren ya.

La niña -casi un adolescente, pero para Jotaro sigue siendo una niña, por favor y gracias- gruñe un poco y Jotaro se siente un poco mal por despertarla. El viaje ha sido interminable, 17 horas en avión y casi 3 horas en tren para llegar a la ciudad desde Tokio. Sin mediar palabra, la chica recoge sus cosas y cuando los brazos de ambos están cargados de equipaje, bajan del vagón y Josuke está ahí, recibiéndolos con una enorme sonrisa.

Aunque han pasado 6 años desde la última vez que se vieron y el chaval ha crecido bastante, casi tan alto como el propio Jotaro, sigue siendo inconfundible con su ropa extravagante y su peinado estilo pompadour.

—¡Jotaro!—exclama al verlo y se acerca para darle un inesperado abrazo que el mayor no corresponde, muy poco acostumbrado al contacto físico, pero a Josuke no parece importarle, pues se gira inmediatamente hacia su hija—¡y tu debes de ser Jolyne!

La niña le ofrece una sonrisa nerviosa y le saluda con un gesto de su mano, aún poco acostumbrada al japonés que, aunque haya crecido hablándolo, solo ha tenido a su padre para practicarlo, y claro, las conversaciones no suelen ser muy largas.

—Sí, soy Jolyne. Tú debes ser mi tío Josuke, ¿verdad?—pregunta en japonés un poco quebrado.

Josuke parece extremadamente avergonzado y a Jotaro le hacia una especie de gracia retorcida pensar que técnicamente es el tío abuelo de Jolyne, pero cuando convenció a su hija de venir a visitar unos familiares lejanos en Japón decidió omitir la información de los cuernos del viejo y el terrible lío del árbol genealógico de los Joestar. La chica solo tiene 12 años, no debería enterarse de que su bisabuelo, al que le tiene tanto cariño, es un pedazo de cabrón. Ya se le caerá el mito.

—Eh, sí... pero no me llames "tío", anda, suena demasiado extraño. Con llamarme Josuke está bien—le dice a Jolyne, todavía un poco rojo, y de inmediato recoge el equipaje de la niña, haciendo un gesto con la cabeza para que lo sigan—Vamos, tenéis que estar agotados, os llevaré en coche.

Jotaro solo asiente y deja que el chico los guíe fuera de la estación mientras les da un poco de conversación mundana, preguntando sobre el viaje y asegurándole a Jolyne que le va a encantar Morioh, alabándola por su japonés cuando responde a sus preguntas entrecortadamente.

Por fin, llegan al coche de Josuke -un pequeño escarabajo amarillo, un poco destartalado, que el joven les muestra con orgullo, comentándoles cuánto tuvo que ahorrar para conseguirlo y cómo estuvo trabajando todo el verano en el Owens para poder permitírselo- y dejan el pesado equipaje en el maletero, aunque apenas cabe. Solo con ese gesto, Jotaro se siente liviano por primera vez desde que salió de Florida.

El viaje no solo ha sido pesado por la enorme distancia entre su residencia y su país natal, sino que lleva siéndolo desde mucho antes, teniendo en cuenta todas las peleas que ha tenido con Janis, la madre de Jolyne y su flamante ex-mujer, para convencerla de que dejase a la hija que tienen en común pasar el verano entero con él, a 11775 kilómetros de ella, aunque técnicamente la custodia solo le permite tenerla dos semanas de cada mes, como le ha recordado la mujer constantemente y una realidad que le sienta como una patada en el estómago.

Realmente, a Jotaro le hubiera gustado que su divorcio fuera por la vía amistosa, el cielo sabe que lo ha intentado, pero Janis se tomó su ruptura con un dolor y una ferocidad sorprendentes, teniendo en cuenta que su relación se estaba yendo al carajo como si fuera un avión pilotado por el mismísimo Joseph Joestar, y el trato entre ellos llevaba siendo frío y distante desde hace tanto tiempo que ni podía recordar cuándo habían empezado a llevarse así.

Ella lo había acusado de engañarlo, enfadada y llorando histéricamente, y aunque técnicamente Jotaro no había tenido ningún interés en ninguna otra mujer para eso, se sentía muy culpable. Se había casado con Janis solo por haber cometido el putísimo error -o bueno, bendición, si lo miraba con perspectiva- de dejarla embarazada cuando solo tenían 22 años.

Todo había sido una estupidez de un joven y recién graduado Jotaro que, mientras todos sus compañeros celebraban en su fiesta, se había ido a esconder del bullicio de la gente en una de las aulas que algún profesor despistado se había dejado abierta, bebiendo a morro de una botella de un buen vino italiano que le había regalado Joseph esa noche-"el mejor que vas a probar en tu vida", le había asegurado con una sonrisa nostálgica- y encadenando un cigarro detrás de otro, apoyado contra una ventana abierta, mirando la luna intensamente, con el corazón encogido de dolor por los agridulces recuerdos de Egipto.

De sus compañeros y el durmiendo en el vasto y espléndido desierto, allí donde las estrellas parecían formar mágicos ríos y la luna llena iluminaba tanto como el sol. De Kakyoin Noriaki sonriéndole como si sus dientes blancos contuvieran una estrella fugaz en sí mismos... Recuerdos demasiado crueles teniendo en cuenta que su amigo estaba muerto y que todos sus sueños y ambiciones de joven estudiante -un estudiante brillante- habían sido aplastados por Dio.

Ya nunca se graduaría, nunca le vería vestido con con una túnica y un ribete, nunca recibiría el diploma de graduado "cum laude"en la escuela de arte a la que le había contado que quería asistir con voz soñadora. Nunca vería el progreso de Jotaro, de chico pasota, de estudiante problemático, a ser el mejor alumno de la carrera de Biología marina. Ya nunca le felicitaría por su graduación ni compartirían ese baile con el que habían bromeado que podían tener esa noche si arreglaban su vida después de Egipto. Ya nunca nada.

Borracho y completamente solo -mierda, tan patético y vulnerable- con unas lágrimas que amenazaban por escapar de sus ojos, tan azules como tristes, y bajar por su rostro usualmente estoico. Así lo había encontrado Janis.

Jotaro no era idiota, y aunque ella se hizo la tonta, si lo había encontrado es porque había estado buscándolo. La conocía de antes, habían compartido clases y habían intercambiado unas cuantas frases amistosas -o bueno, todo lo amistosas que podían ser saliendo de Jotaro- pero nunca se habría esperado a verla por allí. Y él, que odiaba con toda su alma la atención forzada femenina que recibía constantemente, y que solo deseaba seguir con su soledad y poder lamentarse a gusto por todo lo que había perdido, la había dejado acompañarlo, la había dejado agarrarlo de la mano, la había dejado traspasar sus barreras porque estaba muy borracho y muy solo, la había dejado tocarlo como nunca lo había tocado nadie antes, la había dejado besarlo por primera vez...

Las manos de la joven se habían deslizado por su espalda, tan suaves que parecían de seda, y delicadas, y sus labios se habían encontrado tan torpemente, primero lentos e inseguros, luego apasionados, con sus dientes casi chocando por las ansias. Pero todo el fuego que sentía dentro, en su mente nublada por el alcohol y el calentón y los recuerdos que nadie había invitado pero que vagaban libremente por su pobre cabecita, no estaba destinado a Janis. Cada toque, cada caricia, cada suspiro... allí, en su imaginación desbocada, todo provenía de Kakyoin Noriaki.

Donde pasaban unos labios pintados con gloss que manchaban su cuello estaban en realidad -aunque nunca los había llegado a catar- los besos de su amigo. Pudo notar sus dedos largos de artista recorriendo y arañando su espalda y podría haber jurado que era capaz de escuchar su voz alentándolo, casi burlona.

"¿Así es como lo haces, Jojo?", preguntaba el fantasma de su mente, de esa forma elegante y juguetona, tan características de Noriaki. Podía jugar con él, incluso escuchar sus gemidos, un sonido que jamás había escuchado antes pero que lo volvió loco y todo era demasiado, tan fantástico y confuso. Hasta que terminó y ya no lo fue.

Jotaro abrió los ojos y encontró a una Janis sudorosa y desaliñada sonriendo de una forma demasiado cariñosa para su gusto, sus cuerpos pegados por el sudor y sus fluidos corporales haciendo que el hombre sintiera naúseas. Se había apartado repentinamente, colocándose bien los pantalones y buscando nervioso su paquete de tabaco, encendiendo uno con manos temblorosas y el corazón a punto de salírsele del pecho, intentando mantener un rostro impasible mientras miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza.

Por suerte, Janis se había vestido y se había despedido de él antes de que pudiera entrar en pánico, indicándole que le gustaría repetir y él no había sabido que responder así que se había quedado callado.

Todo había sido una ilusión, pero se había sentido tan real y Jotaro, el distante e imperturbable Jotaro, había llorado como un bebé en el suelo de aquel aula vacía, añorando el cariño que su cabeza había imaginado, sintiéndose perdido y más culpable que antes. A la mañana siguiente, con una terrible resaca, le echó la culpa al alcohol y se decidió a nunca más cometer ese terrible error, aunque no sabía si se refería a Janis o a mancillar el recuerdo de Kakyoin de esa forma. Ambas cosas volvieron a suceder, claro, cuando a las dos semanas la chica se había presentado en su casa anunciando que estaba embarazada y él, como el maldito imbécil que era, le había propuesto matrimonio. ¿Sus razones? Seguía sin saberlo. Y por supuesto habían seguido acostándose y él había seguido pensando en su maldito amigo muerto, y luego había nacido Jolyne, su razón de ser, y para entonces ya estaba demasiado metido en la mentira, tanto que había dejado pasar 11 años hasta que se había atrevido a pedir el divorcio.

Tal vez Janis tenía razón y sí que la había estado engañando todo aquel tiempo con otra persona, pero era algo que no admitiría ni bajo tortura.

Ha estado tan perdido en sus pensamientos que casi no se da cuenta de que el coche de Josuke se ha detenido. Por suerte, ni el muchacho ni Jolyne se han dado cuenta de su ausencia mental, acostumbrados a sus frecuentes silencios, y se han pasado todo el viaje conversando animadamente en una mezcla de inglés y japonés chapurreado.

Jolyne es la primera en bajarse, inquieta y emocionada, deseando poder curiosear. Jotaro la sigue, pero se para un momento a contemplar la preciosa casita con jardín que ha alquilado para pasar el verano con su hija en Morioh. La había visto por internet mientras preparaba el viaje y se había encaprichado de ella. La fachada es blanca pero está completamente cubierta de enredaderas verde esmeralda, y tiene un aire acogedor e invitante, justo lo que su cansado corazón necesita.

—¡Vaya, papá! ¡Qué pasada!—exclama Jolyne mientras él baja el equipaje del maletero y la niña corre hacia la casa dando saltitos, emocionada.

—Sí—dice simplemente, con una sonrisa satisfecha escapándose de sus labios, en el fondo encantado de que le haya gustado tanto a su hija.

Si se para a pensarlo, en persona es mucho más bonita, incluso así de noche, y recuerda la razón por la que la escogió. El verde de las hojas que la cubre, el aspecto hogareño, alegre... incluso el detalle de las cenefas de color violeta que recubren los bordes superiores e inferiores de la fachada... violeta como esos ojos que aún plagan sus sueños... Sí, joder, la ha escogido porque le recuerda a Kakyoin. Que le detengan.

Josuke se despide de ellos cuando terminan de bajar las cosas para dejarles acomodarse y descansar, con la promesa de verse otra vez al día siguiente. Jotaro le da las gracias y entra en la casa mientras el coche se aleja calle abajo, dejando que Jolyne dé vueltas por la casa como una loca. La escucha chillar de alegría y sabe que ha visto el cuarto que su tío ha preparado por él, decorada con mariposas y paredes verde lima, un favor que le había pedido a Josuke usando de incentivo algo del dinero extra que gana haciendo "gilipolleces top secret" para la fundación Speedwagon.

—¡Papá, me encanta!—exclama Jolyne corriendo hacia él con una sonrisa que llena su pecho de amor paternal y, aunque no dice nada, posa su mano sobre la cabeza de su hija, revolviendo un poco su pelo moreno, una muestra de cariño que solo reserva para ella.

Lentamente y muy cansados, deshacen el equipaje justo y necesario para prepararse para acostarse: sus respectivos pijamas -el de Jolyne de fresca seda azul con mariposas bordadas que le regaló Janis por su cumpleaños, el suyo una simple camiseta blanca de tirantes y unos pantalones sueltos grises- y el neceser. Jotaro revisa los flyers de sitios de comida que han pasado por debajo de la puerta y pide por teléfono dos pizzas, ya tendrán tiempo de probar algo más tradicional japonés, y finalmente ambos se desploman sobre el sofá con un resoplido de agotamiento.

Jolyne coge el mando de la tele y la enciende; en la pantalla aparece un programa con muchas luces y colores y una ruleta y ambos se quedan mirándolo unos minutos con curiosidad.

—No entiendo bien de qué va— dice la niña con el ceño fruncido mientras uno de los concursantes estampa un pastel entero en la cara de otro.

—Yo tampoco—admite Jotaro, igual de perdido.

Cuando suena el timbre están casi famélicos. Un chavalillo les entrega su cena y Jotaro se siente tan aliviado que le suelta una generosa propina al repartidor, cuya cara que parecía intimidada por el tamaño y la seriedad del hombre, se ilumina como un faro.

Padre e hija comen con una rapidez inusual, en silencio mientras el programa se sucede en la tele y luego, reventados, se lavan los dientes y murmuran un "G'night" antes de desplomarse sobre sus respectivas camas.

Jotaro se despierta cuando un travieso rayo de sol veraniego se cuela por su ventana y cae directamente sobre sus ojos. Gruñe, molesto y cansado y, con un movimiento perezoso alarga el brazo y coge el móvil que dejó la noche anterior cargando sobre la mesilla para mirar la hora. Son las 7:30 de la mañana, definitivamente demasiado temprano.

En un intento desesperado, vuelve a cerrar los ojos a ver si Morfeo vuelve a envolverlo entre sus brazos, pero como es de esperar, no tiene tanta suerte. Masculla entre dientes, pues es raro para él dormir del tirón, sin que ninguna pesadilla de los días de Egipto, de Dio, de la muerte de sus amigos, lo despierte en mitad de la noche. Eso solo ocurre en días en los que está tan cansado que casi se desmaya sobre la almohada, como en aquella ocasión.

No habla casi nunca de las pesadillas -solo con su abuelo brevemente pues es un tema que ninguno de los dos quiere tocar y con su ex-mujer, que estuvo presente durante tantos años cuando despertaba gritando agónicamente y que siempre trataba de consolarlo- y trata de evitarlas manteniéndose ocupado, hasta arriba de trabajo, hasta que su torturada mente le suplica descanso y amanece sobre el teclado de su ordenador y helado.

Se levanta resignado a empezar el día siguiendo los pasos de su rutina diaria en esa casa desconocida y se dirige al baño a lavarse los dientes, observando su reflejo cansado, con algunas marcas de expresión en la frente y el ceño y marcadas ojeras que ya ha empezado a aceptar como parte de su semblante. Tras una corta pero merecida ducha caliente, se seca y se dispone a peinar su rebelde cabello azabache sin mucho éxito. Luego, tras comprobar que Jolyne sigue dormida como un lirón, se dirige a la cocina a ver si hay víveres pero como es de prever, la nevera y todos los armarios se encuentran vacíos a excepción de unos cuantos cubiertos y vasos, una sandwichera y una cafetera italiana (café no incluido).

Piensa en ir a la compra, pero es demasiado temprano y su estómago protesta audiblemente, así que desempaca algo de ropa cómoda -una camiseta blanca con rayas horizontales azul marino, unos pantalones vaqueros holgados y una de sus queridas gorras, la blanca- y le deja una nota a Jolyne en la encimera de la cocina antes de salir a buscar algo de desayunar.

El día es claro y despejado y aunque el calor del sol vespertino anuncia una temperatura horrorosa en unas cuantas horas, corre una brisa suave, tan agradable que Jotaro se permite cerrar los ojos un momento para disfrutarla antes de partir rumbo hacia la primera cafetería que vea abierta.

Hacía 6 años que no se paseaba por las coloridas calles de Morioh, pero su orientación siempre ha sido muy buena, incluso después de tanto tiempo, y deja que sus pies le lleven, perdido en sus pensamientos.

Cuando Jotaro regresa, cargado de croissants, sándwiches, un enorme café para él y un zumo de naranja para su hija, Jolyne ya está despierta, vestida, radiante y enérgica y va hacia él corriendo para abrazarlo, casi haciendo que tire todo el desayuno.

—Buenos días, papá—a pesar de estar haciendo malabares con la comida, a Jotaro se le escapa una sonrisa.

Hace tiempo que su hija no se comporta de manera cariñosa con él, en parte por el divorcio -la niña estuvo un tiempo realmente enfadada con Jotaro- y en parte porque Jotaro tampoco es muy dado a las muestras de afecto, pero no todos los días te vas de viaje con tu padre a la otra punta del mundo, así que son circunstancias especiales.

—Buenos días—murmura con esa voz suave que solo usa con ella, y le hace una seña con la cabeza para que se dirija a la mesa de la cocina y se sientan a desayunar.

—¿Sabías que hay un pozo en el jardín?—comenta Jolyne, con aire soñador y la boca llena con medio croissant—Parece sacado de un cuento de hadas.

—No tenía ni idea—responde Jotaro, haciendo nota mental de ir a revisarlo en algún momento para ver si es seguro, no quiere que haya ningún accidente.

El hombre está disfrutando del sabor diferente de la comida y el café japonés, tan distinto del americano al que se ha acostumbrado, y no puede evitar admitir que lo echaba de menos. Muchísimo.

—Hoy hemos quedado con Josuke, ¿verdad?—pregunta Jolyne tras beberse el último trago de su zumo de naranja con gesto pensativo.

—Sí—responde Jotaro, su rostro reflejando la curiosidad que siente.

—¿Crees que nos llevaría a la playa? ¡Quiero ver cómo es aquí en Morioh!

—Jolyne, tenemos que pasarnos por el supermercado y...—los ojos de "porfa porfa" brillantes de su hija lo hacen callar a mitad de frase. Suspira resignado, ¿cómo puede ser tan débil ante una criatura tan pequeña?—Está bien, le preguntaré a Josuke.

El sonido de alegría casi hace que el resto del día que le espera suene esperanzador.

—¿Vais cómodos ahí atrás?—pregunta Josuke con un poco de aprehensión a Jotaro y Okuyasu.

Los susodichos en cuestión están sentados en la parte de atrás, rodeados de todo el equipaje que no cabe en el maletero, incluidas dos sombrillas que atraviesan las puertas de lado a lado y les impiden cualquier movimiento a los hombres. Okuyasu está a punto de responder pero justo en ese momento el coche pasa por un bache y las cabezas de los dos chocan contra el techo del pequeño coche con una fuerza inesperada.

—¡Hey, Josuke! ¡Ten más cuidado, tío!—se queja estruendosamente su amigo mientras Jotaro se limita a colocarse bien la gorra, sin inmutarse (al menos, exteriormente).

—Lo siento, no había visto el bache—se disculpa Josuke mientras Jolyne se ríe entre dientes, escondida por sus enormes gafas de sol, lo que hace que a su tío se le escape una risilla.—Veo que te lo estás pasando bien, ¿eh?

—¡A mi costa!—protesta Okuyasu, y Jolyne lo enfrenta con una una sonrisa aún más grande y burlona, y el joven le sacó la lengua.

A pesar de la incomodidad física, Jotaro se siente bastante bien viendo como se desarrollan los acontecimientos. Aunque el plan de la playa había sido completamente improvisado, Josuke se había mostrado totalmente colaborador y entusiasmado, y el ambiente es relajado y distendido. Jotaro está especialmente contento por cómo de bien parecen estar llevándose Jolyne y Josuke. En el fondo, era algo que había esperado -no, deseado- y la razón principal por la que ha querido traer a su hija a Morioh. Después de todo el tiempo que había pasado en aquel lugar solucionando el "asunto" de Kira, su tío y él habían comenzado a llevarse relativamente bien, e incluso había acabado siendo uno de sus mayores apoyos durante el divorcio y la dura pelea por la custiodia de Jolyne. Sí, el joven ha estado ahí para él incondicionalmente, se ha preocupado y de hecho había sido suya la idea de traer a Jolyne, pues quería conocerla. Además, está seguro de que es bueno para la niña conocer a más miembros de su familia paterna.

Holly había sido siempre una abuela ejemplar y no es que Jotaro tenga ninguna queja hacia ella, pero Sadao había demostrado ser tan distante con Jolyne como lo fue con él. Y el viejo... bueno, Joseph adora a su bisnieta con toda su alma, pero los años no perdonan y está un poco senil (o más que un poco), soltando definitivamente más información de la necesaria a la niña, hablando sin tapujos de los Stand y de sus aventuras vividas en Italia luchando contra los "Pillar men", hasta el punto que Jotaro había tenido que convencer a su hija -no sin gran culpa, odia mentir- de que aquellas historias no eran más que cuentos de hadas y desvaríos de su bisabuelo -"está muy mayor, Jolyne, no le hagas mucho caso al viejo"- y es que no piensa exponer a su hija de ninguna manera al peligroso mundo en el que él se había visto involucrado, sin más remedio que llevar con la carga de ser un maldito Joestar.

Por fin llegan a la playa, pequeña pero encantadora, y todos bajan del coche (algunos con más dificultad que otros por estar casi enterrados bajo cosas de playa y medio empalados por las sombrillas).

Jolyne sale corriendo de inmediato hacia la orilla, dejando que sus pies cubiertos por chanclas verde lima se mojen en el agua fría, haciendo un sonidito feliz, y su padre la observa con cariño mientras carga con las bolsas de playa, las sombrillas y una de las neveras él solo.

—¡Hey, Jotaro!—le recrimina Josuke corriendo a ayudarle—No seas bestia, te vas a hacer daño. Okuyasu y yo podemos llevar cosas también.

Jotaro parpadea, no se había dado cuenta del peso del peso que estaba cargando.

—Pero no me molesta—responde encogiéndose de hombros y el más joven hace una mueca que indica que tal vez ha herido un poco su orgullo, así que, con un suspiro, le pasa unas cuantas cosas de las que carga, y que Josuke recibe con un jadeo de sorpresa, arrastrando los bultos hasta donde van a posicionar las toallas.

Para cuando tienen el chiringuito montado, el sol aprieta con fuerza y Jolyne ya se ha quitado la ropa, quedándose en un bañador negro con lineas verticales en verde lima, y corre hacia el agua dispuesta a darse un chapuzón.

—Ponte crema solar—ordena Jotaro con firmeza antes de que la niña pueda meter un pie en el agua, ganándose un quejido, pero Jolyne vuelve a la toalla para obedecerle.

—¿Quieres que te eche crema en la espalda?—se ofrece Josuke con una sonrisa enorme y empezando también el a quitarse la camiseta.

La niña parece pensárselo un momento.

—Bueno, pero entonces te tengo que devolver el favor—responde ella, divertida.

—Eh, ¿y yo qué?—se queja Okuyasu—Yo también quiero que me echen crema en la espalda.

—Podemos hacer un trenecito—bromea Josuke.

Esto hace que los otros se rían y pronto se empiezan a cubrir de crema solar los unos a los otros, restregándose hasta la cara entre carcajadas.

Jotaro observa con una mirada divertida la escena mientras se sienta bajo la sombrilla, intentando ocultarse del intenso sol del verano de Morioh.

—¿No te quitas la ropa?—pregunta Josuke—Te tienes que estar asando.

El mayor no dice nada, solo responde con un gruñido que puede ser interpretado de muchas formas.

—Nunca lo hace, déjalo—comenta Jolyne encogiéndose de hombros. Y es verdad, solían ir juntos a la playa muy a menudo antes del divorcio y hacía unos años Jotaro había decidido mantenerse tapado, cansado de la atención innecesaria que ir en bañador generaba a su alrededor. Janis se ponía bastante celosa y él se hartaba completamente de que cada mujer que pasara le pusiera ojitos, así que ha intentado ahorrarse problemas siendo práctico, porque debido a su altura y constitución difícilmente puede pasar desapercibido.

Ya solo se baña en el mar de noche, cuando no hay nadie de quien esconderse, calmando sus pensamientos ansiosos en el agua fresca. Adora el mar, siempre le ha ofrecido una paz inalcanzable de ninguna otra forma, y se había visto fascinado por sus increíbles y misteriosos ecosistemas desde que, cuando era pequeño, su madre le había regalado un libro acerca de criaturas marinas y se había vuelto loco.

Así que ese día en la playa no va a ser diferente. Les hace un gesto a los demás para que vayan a nadar, conformándose con poder observar la claridad de las aguas y el sonido de las olas rompiendo contra la costa. Cierra los ojos un momento, con el sudor cayéndole por la frente y la nuca, y deja que su mente lo transporte a otro lugar.

El calor del desierto resulta más que insoportable mientras montan las tiendas, aunque ya esté anocheciendo. Jotaro gruñe, observando el tamaño de la tienda de campaña que encima tiene que compartir. Mira un poco más allá, donde Kakyoin está preparando los sacos de dormir, sabiendo que en cuanto el sol se ponga las temperaturas bajarán drásticamente.

El pelirrojo está sudando profusamente, los últimos rayos de sol hacen resplandecer su pálida piel, iluminando el violeta extraño de sus ojos. Ese destello hace que se le quede mirando, quizás un momento más de lo que pretende.

Jotaro traga saliva, maldiciendo su suerte, pues esa noche le toca compartir tienda con Kakyoin. No es extraño, pues son los dos más cercanos en edad, y ya han compartido habitación multitud de veces. Es más, es ese el motivo por el que ambos muchachos se llevan tan bien, habiendo hablado incontables horas con las luces apagadas, dejando que pasaran las manecillas del reloj, sobre todo un poco: sus preocupaciones, sus ambiciones, su futuro. No, Jotaro ya está más que acostumbrado a la presencia y compañía del otro, pero últimamente... bueno, hay algo que le pone nervioso de Kakyoin.

Simplemente, siente una extraña sensación cuando hablan -las palabras de Kakyoin, casi siempre juguetonas, burlonas ante sus escuetas respuestas- como si las palabras se le metieran bajo la piel, cada sílaba pronunciada deslizándose por sus oídos, haciéndole querer escuchar más y más y más. También cuando lo mira, el azul turquesa de sus ojos chocando contra el lila de los otros, hay algo raro. Como si en ese intercambio hubiera algo oculto, la vista de ambos deteniéndose algún segundo más de lo necesario, y eso hacía que la cabeza del moreno diese vueltas durante un instante. Es...desconcertante.

Nada de eso es técnicamente culpa de Kakyoin, y el otro nunca ha hecho nada para demostrar que haya algo más oculto, pero no hace el pronóstico de embutirse con él en aquella puta tienda sea especialmente alentador.

Como si pudiese oír sus pensamientos, Kakyoin se gira de repente, apartando la atención de los sacos para desviarla hacia él, y a pesar del calor, escalofríos le bajan por la espina dorsal, haciendo que se le pongan los pelos de punta porque... ¿qué motivos tiene para observarlo?

Jotaro hace un gesto rápido con la mano para colocarse la gorra, ocultando la incertidumbre de su rostro, sintiéndose protegido.

—Vamos, muchacho, es hora de descansar—dice Avdol, sacándolo de ese extraño trance, mirándolo como si supiera algo durante un instante—Yo me encargaré de hacer guardia esta noche.

Está oscureciendo rápidamente, la hoguera está encendida, y tanto el viejo como Polnareff se dirigen a sus respectivas tiendas, y... un momento, ¿por qué ellos tienen una tienda para cada uno? Ah, sí, porque Joseph muy convenientemente ha dicho que tiene la espalda molida, que ya está muy mayor para compartir un espacio para dormir, y Polnareff sigue herido tras la última pelea que ha tenido con un usuario de Stand y necesita descansar.

—Lo que tú digas—gruñe Jotaro, sintiéndose culpable de dirigir su mal humor contra Avdol, pero sin hacer nada para remediarlo.

Con un suspiro se deja caer al suelo sintiendo como cada uno de los músculos de su cuerpo se quejan, resentidos. Definitivamente, necesita un descanso, aunque no está muy seguro de que vaya a poder obtenerlo. Luego, se quita los zapatos, colocándolos cuidadosamente cerca de la entrada, y la chaqueta negra que suele llevar, dejando que el aire más fresco seque las gotas de sudor que le resbalan por todo el torso y los brazos, en las partes donde la camiseta blanca de tirantes se le pegaba asquerosamente a la piel. Justo cuando está a punto de quitarse también los pantalones para meterse por fin dentro del saco de dormir, cree ver un fugaz destello violeta, pero cuando se gira hacia Kakyoin éste está de espaldas a él, ocupado en la misma tarea que Jotaro. ¿Puede ser que esté sufriendo una insolación?

Intentando no prestarle atención en la manera en que su amigo se quita la ropa, Jotaro se impulsa en el suelo, arrastrándose dentro de la tienda de campaña. La lona verde aún conserva el infernal calor del desierto, y cuando Kakyoin se arrastra dentro del pequeño lugar, su largo cuerpo rozándose contra el saco de dormir del otro, el moreno gruñe, incómodo. El espacio es reducido, asfixiante, apenas hay hueco para que los dos grandes adolescentes no se toquen. Jotaro intenta acomodarse, no sin dificultad, chocando constantemente con la estructura de la tienda. Cada movimiento es torpe y él no para de maldecir en voz baja, lo que parece arrancar una risa del otro.

—¿De qué te riés?—masculla Jotaro, malhumorado, adivinando una sonrisa en el rostro de Kakyoin en la penumbra de la tienda, la única fuente de luz la hoguera que se encuentra afuera y que apenas traspasa las gruesas paredes de lona.

—Vamos, Jojo, podría ser peor. Podría haberte tocado dormir con Polnareff—responde Kakyoin soltando otra carcajada e ignorando completamente su tono gruñón—¿Sabías que habla en sueños? Bueno, más bien se pelea en francés y da patadas.

—¿Peor? Esta tienda es ridículamente pequeña.

Como si fuera una demostración de sus palabras, Jotaro intenta moverse de nuevo para acomodar sus anchos hombros de una manera más o menos confortable en el suelo y, en el proceso, sus rodillas chocan contra las de su amigo que deja escapar una pequeña exclamación de sorpresa pero no protesta.

El silencio se adueña del momento, haciendo aún más claro que sus cuerpos están demasiado cerca. Jotaro puede sentir el calor del otro a su lado, sus brazos casi tocándose. Le resbala el sudor por los brazos bronceados y por la nuca,y rápidamente se pasa la mano para limpiarse un poco, notando con asco los húmedos rizos morenos pegados a su piel. Está claro, hace demasiado calor y esto le impide pensar, y siente como si su cerebro se estuviera derritiendo.

—Estás sudando mucho, Jojo—comenta Kakyoin y su voz parece extrañamente provocativa, cosa que hace que Jotaro se ponga muy nervioso—¿Estás bien?

No, Jotaro no está bien. Siente como si su cuerpo estuviera a punto de entrar en combustión espontánea, tragando saliva casi audiblemente, porque puede notar a Kakyoin moverse un poco más cerca de él, tal vez preocupado, y siente como el aliento ajeno impacta contra su mandíbula cuando el pelirrojo se impulsa contra su codo para observarlo. Incluso en aquella penumbra puede notar el destello de su mirada, los labios finos curvándose en una mueca mientras inspecciona la cara de Jotaro, quien lucha para que su creciente vergüenza no se deje ver.

—Solo tengo calor, quédate en tu lado—ordena, pero su voz sale más débil de lo que había planeado.

—Pff, está bien—por fin Kakyoin se aleja un poco, dejando que el aire entre de nuevo en sus pulmones—Solo siento que te estás comportando de una manera muy extraña, Jojo. Además, no te creas que yo tengo mucho sitio.

Jotaro no responde, demasiado centrado en el latido desbocado de su corazón, en las intentas sensaciones que recorren su cuerpo tras haber podido presenciar una gota de sudor resbalando por el largo cuello de Kakyoin, su cabeza llena de pensamientos caóticos, su pecho encogido de una sensación que no conoce, algo cálido que quiere proteger.

Intenta dormir de una vez, sintiéndose un poco ridículo, pero escucha una risa deformada y unos ojos dorados, asesinos, lo miran. Los conoce, son de Dio, que está allí y cuando abre los ojos el suelo está lleno de sangre y...

—Hey, ¿estás bien?—la voz le sobresalta, y hace que todo su cuerpo se tense con violencia—Eh, eh, tranquilo, Jotaro...

Los ojos azules del hombre se abren, entrecerrándose al instante por la intensa luz proveniente de la playa y nota todo a la vez: el pitido de su oídos, el pulsante dolor de cabeza, sus manos en postura defensiva sobre su rostro, Star Platinum a punto de tornarse corpóreo, su presencia pinchándole en la punta de los dedos; su respiración desacompasada...

—Estoy bien, Josuke—se apresura a decir con voz ronca, mirando hacia el rostro preocupado del joven, haciendo un gesto con la mano para que se aparte un poco de su espacio personal, demasiado agobiado como para tener a nadie tan cerca.—Solo ha sido una pesadilla.

No se había dado cuenta de que se había quedado dormido, probablemente molido por el viaje del día anterior (y por años de extenuante trabajo y de meses horribles de divorcio, y cúmulo de traumas, y miedo constante de perder a todos sus seres queridos) y odia que le ocurra en público, la vergüenza amenazando con teñirle las mejillas de rosa.

—Parecía que lo estabas pasando realmente mal, Jolyne se ha asustado un poco.

La mirada de Jotaro busca con urgencia la figura de su hija, hacia donde señala su tío y unos metros más allá encuentra una expresión en su cara que hace que se le caiga el alma al suelo. La niña lo mira como si temiera acercase, y su padre se pregunta qué habrá estado haciendo durante el sueño, si habrá visto su rostro deformado por el miedo, si le ha escuchado decir algo -Janis le había dicho que solía pasarle-, si ha sentido la energía de Star Platinum, amenazante, dispuesto a defenderle de cualquiera que se atreviera a amenazarle aunque solo fuera su imaginación o un mal sueño.

Jotaro se apresura a parecer "normal", relajando su ceño y su mandíbula apretada, aún sin sentir que está del todo a salvo. Deja que sus hombros bajen y le pide a su Stand que vuelva del todo a su cuerpo. Suspira aliviado cuando al fin Jolyne se relaja con él, aunque puede ver vestigios de miedo aún cruzándole los ojos.

Josuke, que no parece del todo convencido, se gira para ofrecerle lo que supone que será una sonrisa resplandeciente a su hija, colocando algo frío en su mano: una botella de agua.

—Tranquila, Jolyne, ¡tu padre está bien! Solo ha tenido una pesadilla—luego vuelve a girarse hacia él, susurrando—¿Estás seguro? Parecía que estabas a punto de... darme una paliza.

Jotaro gruñe, esta vez notando como la cara se le pone roja de humillación y culpa, y quitándose la gorra de un movimiento rápido, se echa media botella por la cabeza, el agua fresca aclarando sus pensamientos, trayéndole al presente mientras Josuke protesta, apartándose de un saltito para evitar que le lleguen las gotas de agua helada que salpican. Luego, se aparta el exceso de agua de la nuca y la coronilla para volver a colocarse la gorra sobre el pelo negro.

—Está todo bien—asegura, de forma sincera esta vez.

Por fin, Josuke asiente y vuelve a girarse.

—Si necesitas algo vamos a estar haciendo un concurso de castillos de arena—anuncia con una carcajada—Puedes unirte, pero, ¡voy a ganar yo, Jolyne!

Se aleja gritando y la niña, que por fin ha dejado de prestarle atención mira a Josuke con el ceño fruncido y una media sonrisa de superioridad, riendo.

—Eso es lo que tú te has creído

Okuyasu también protesta, asegurando que la victoria va a ser suya y los tres se ponen manos a la obra.

Jotaro se siente un poco emocionado por ver lo bien que se lleva Jolyne con los otros dos. Siente algo de pena de que el joven Koichi no esté y pasarán algunas semanas hasta que vuelva, pues se encuentra de vacaciones con Yukako. Se queda mirando entretenido como usan palas y sus propias manos para crear estructuras de dudosa belleza y estabilidad, pero impresionantes a su manera.

Okuyasu está afanado haciendo una especie de muralla y un foso enorme para su castillo. El de Jolyne, sin embargo, tiene una forma muy extraña con algo de parecido a un pez y Josuke se ha centrado en la altura, haciendo una torre cada vez más alta y más inestable que parece que se va a derrumbar con un pequeño soplo de viento.

—¿Qué es eso, Jolyne?—pregunta Okuyasu con una mueca confusa

—¿No es obvio?—dice la niña, arrugando la cara—Es el castillo de una sirena.

Okuyasu estalla en carcajadas tan fuertes que se cae de culo, destruyendo en el proceso una de sus murallas.

—Ay, mierd...—el muchacho se calla rápidamente, redirigiendo su atención a la "sirena".—Pero si parece una patata con cola.

—Bueno, al menos el mío no parece un cráter.—responde Jolyne con chulería.

—¿Un cráter?

La respuesta llega pronto, en forma de un pie de la talla 35 que aplasta la mitad del castillo de Okuyasu, haciendo que la arena se hunda hacia el foso. Jotaro piensa en intervenir, pero se pilla a sí mismo dejando escapar una carcajada, y decide dejar pasar ese momento tan él de su hija.

—¡Oi, Jolyne!—protesta Okuyasu e intenta salvar lo que queda de su castillo.

Josuke está absorto en su incansable intento de construir la torre de arena más alta del mundo, así que no se entera de la pelea. Observa su obra con una alegría infantil, su rostro brillando con su sonrisa.

Distraído con el espectáculo, Jotaro tarda un poco en percatarse de que una figura se está acercando a ellos por el rabillo del ojo. Parece un hombre alto y joven, con llamativa cabellera verdosa recogida con una bandana, dejando escapar solo el tupé bien peinado. Lleva un cuaderno debajo del brazo y, aunque unas gafas de sol redondas ocultan un poco sus facciones, Jotaro lo reconoce de inmediato. Es Kishibe Rohan.

Sin embargo, Rohan no parece percatarse de su presencia, yendo directo hacia donde los tres jóvenes juegan y plantándose frente a la torre de Josuke, que le llega por la cadera. Justo en ese momento, Josuke se da cuenta de que el otro está en su campo ocular y toda la estructura de la torre se desmorona, cayendo trágicamente sobre el pelo de Josuke -que parece que se ha cuidado bien de no mojarse la cabeza- en una ridícula montañita.

—¿Qué has hecho, cretino?—grita el del pelo negro mientras intenta limpiarse con las manos el peinado antes de que toda la arena se le quede pegada a la ingente cantidad de gomina y laca que debe tener encima.

—¿A quién estás acusando? Se iba a caer me acercara o no, estaba mal hecha—bufa Rohan, indignado.

—Has sido tú—Josuke le lanza una mirada de sospecha—No hay otro motivo para que te me acerques, ni siquiera me saludas cuando nos encontramos por la calle.

Rohan aparta la cabeza con una risa sardónica, pero Jotaro cree ver algo parecido a la vergüenza en su rostro.

—Solo quería saber porque estabas jugando como un niño gigante en la arena y creando esa... esa monstruosidad.

—Oye, no te metas con mi torre, no es mi culpa que no tengas gusto.

—¿Cómo no voy a tener buen gusto? Soy ar-tis-ta—remarca cada sílaba muy lentamente.

—¿Y eso te hace experto en torres, senpai?—Josuke lanza el apelativo con veneno. Burlón.

Un carraspeo detiene el tira y afloja, y ambos se giran hacia la fuente del sonido, Jolyne.

—¿Y tú quién eres?—pregunta Rohan, mirándola fijamente.

—Esa es mi sobrin... err... ¡Jolyne! La hija de Jotaro.

La chica, que ha estado observando en silencio durante toda la pelea, solo levanta la mano incómodamente.

—¿Jotaro tiene una hija?—Rohan parece estupefacto.—Espera, ¿entonces Jotaro está aquí?

El susodicho espera a que Rohan lo mire y lo saluda con un gesto de cabeza que el otro le devuelve, reconociéndolo a pesar de los años transcurridos. No es que Jotaro haya cambiado mucho.

—¿Quién eres?—pregunta Jolyne entonces haciendo que la atención vuelva hacia ella.

—Kishibe Rohan—se presenta entrecerrando los ojos, mirándola con interés—Te pareces mucho a tu padre.

—¿Gracias?—la chica parece azorada—¿Eres amigo de Josuke?

Tanto Josuke como Rohan lanzan un sonido de desprecio, con cuidado de no mirarse a las caras pero buscándose por el rabillo del ojo con desconfianza.

—No, no somos amigos—afirma Rohan categóricamente—Aunque conozco a tu padre. Nos ayudó hace unos años con un... problema.

Por suerte, decide omitir que el problema del que había que encargarse era un asesino en serie con un Stand tan poderoso que casi acaba con todos ellos. Más trauma para la lista.

Jolyne no hace más preguntas, tal vez un poco cohibida por la actitud cortante del mangaka que, tal como Jotaro, no es una persona especialmente sociable y no sabe tratar con la gente. La conversación acaba ahí, no sin antes un par de miradas fulminantes entre Josuke y Rohan. Luego, para sorpresa de todos, Rohan va a instalarse junto a la toalla de Jotaro, dejándose caer con gracia sobre una tela de colores que ha colocado sobre la arena, y se pone el cuaderno en las rodillas para empezar a dibujar.

A Jotaro no le importa. Aunque no conoce demasiado bien al hombre lo respeta y tienen una relación cordial, ambos fervientes creyentes de la filosofía de no hablar más de lo necesario y de no rellenar un silencio perfectamente cómodo con cháchara incesante.

Jolyne, Josuke y Okuyasu deciden ignorar el extraño acontecimiento y abandonan el concurso porque, técnicamente, han quedado todos descalificados. En su lugar van a nadar y a buscar conchas, charlando animadamente y Jotaro deja su mente vagar. Observa el bello paisaje cercano cada vez más al atardecer, bebiendo de la vista del océano rebelde, sintiéndose ligero. Inspira hondo, notando el olor de las algas y la sal y, cuando sale de su ensimismamiento, Rohan parece tener algo ya dibujado. Jotaro no puede evitar sorprenderse por la rapidez del hombre para dibujar y ojea un poco el cuaderno con curiosidad.

Casi se le escapa una sonrisa: es la misma escena que ha estado observando hace un rato, de los tres jóvenes haciendo castillos de arena, con una precisión que hace que se pregunte si tiene memoria fotográfica. Primero, se fija en la representación de su hija, que no es realista pero que definitivamente captura la energía y ternura de Jolyne. Sin embargo, el foco de la escena no es ni más ni menos que Josuke, con la "monstruosidad" al lado y esa expresión de felicidad brillante que Rohan ha transmitido impecablemente en sus trazos.

—Creo que lo has capturado realmente bien—se atreve a señalar Jotaro con voz suave—A Josuke, digo. Es muy... él.

Como si al pronunciar su nombre lo hubiese invocado, Josuke se acerca corriendo, con Okuyasu y Jolyne detrás, los tres con las manos llenas de conchas y piedras bonitas. Rohan, aturullado, elige ese momento para recoger sus cosas apresuradamente y levantarse de la arena, despidiéndose de Jotaro con un breve "adiós" antes de tirar hacia el camino que dirige a la ciudad con una expresión un poco afectada.

Su tío se queda mirando como se aleja, poniendo los ojos en blanco.

—¿Qué le pasa a ese tío?—masculla, pero su expresión cambia rápidamente a una más animada—Mira todo lo que hemos encontrado, Jotaro.

Jolyne deja todo lo que ha recogido en un montoncito a su lado y su padre procede a examinar los tesoros, comentando cada molusco o forma de vida que observa. Esto es algo que se le da bien, algo que puede controlar.

—Me encanta esta—exclama su hija, cogiendo una de las conchas para enseñársela como si fuera un trofeo.

Jotaro sujeta la concha con sumo cuidado entre sus enormes dedos, como si fuera el objeto más valioso del mundo, haciéndola girar entre sus dedos con una pequeña sonrisa, casi invisible para un ojo poco entrenado.

—Esto es un cipreido, también los llaman cauríes—explica acariciando la concha rugosa de tonos ámbar—Su forma cerrada y esos pequeños dientes que tiene en la entrada los usa para evitar ataques de depredadores, pero hay algunos, como el Conus textile, que son capaces de inyectar veneno en la carne del caurí a distancia y luego extender su estómago al interior para consumirla.

—Suena asqueroso—la chica hace una mueca, pero no le pasa desapercibido como guarda la concha con cuidado en su bolso de playa, y su corazón se acelera.

Se pasa un buen rato hablando de animales marinos y representa el papel que mejor se le da, hacer de profesor de tres alumnos muy atentos hasta que ya no hay casi luz y recogen sus cosas tranquilamente.

Josuke los deja en casa y deciden encontrarse un rato después en el restaurante de Tonio. Padre e hija aprovechan para darse una buena ducha para eliminar el sudor, la arena y el olor a sal. Luego se dedican a deshacer la mayor parte de su equipaje y a buscar algún atuendo adecuado para ir a cenar.

Jotaro elige una camisa azul de tela ligera y unos pantalones negros con hebillas y, obviamente, uno de sus queridos gorros, que usa para esconder la negra cabellera que hace tiempo que necesita un buen corte. Al poco, surge Jolyne de su habitación con un vestido blanco con estrellas y un par de bonitas trenzas.

—Que guapo, papá—comenta ella con una sonrisa traviesa que hace que Jotaro se sonroje ligeramente y no sepa que contestar.

Tras ordenar un poco el desastre que han dejado a su paso y con la barriga rugiendo, salen de casa para ir al restaurante, que no queda muy lejos andando. En la puerta están ya Josuke y Okuyasu esperando y cuando los ven, lanzan una exclamación.

—Vaya, que vestido tan bonito—comenta Okuyasu y Jolyne lo mira tan radiante que Jotaro se arrepiente de no haberle devuelto el cumplido antes, cuando tuvo oportunidad.

El sitio es pequeño y está bastante lleno, pero han reservado antes así que los dejan pasar sin más preámbulos, sentándolos en un sitio privilegiado y espacioso para los cuatro. La última vez que había estado en Morioh no había tenido la oportunidad de probar el famoso restaurante aunque Josuke no se había cansado de insistir en sus maravillas, contándole la habilidad de Tonio y de su Stand para crear platos casi milagrosos. Les había explicado antes de entrar que el mismísimo chef les atendería en persona, tal y como era su costumbre, pero el sitio está plagado de gente así que asumen que va a tardar un rato en poder verlos.

—Ya verás, Jotaro—los ojos de Okuyasu se hacen chiribitas—Se te van a quitar todos los males con esta comida.

Jotaro tiene bastantes dudas con esa afirmación. Ni un Stand milagroso podría curar sus males, pero con que le quite el dolor de espalda que tiene casi constantemente desde hace algunos años, fruto de tantas horas sentado frente a un ordenador corrigiendo exámenes o haciendo papeleo para la fundación Speedwagon -y una señal inequívoca de que se está haciendo viejo- se conforma.

—¿De verdad es tan buena?—pregunta Jolyne alzando una ceja—Si ni siquiera te dejan elegir tu propia comida

—Oh, querida Jolyne, yo no pondría en duda las maravillosas habilidades del chef Tonio—advierte Josuke en una especie de susurro—Yo cometí ese error una vez y acabé fregando la cocina.

Enfrascados en la conversación, ninguno de los cuatro se percata de la persona que se acerca a ellos hasta que ya está demasiado cerca.

—Perdonad—es una mujer morena y bien arreglada, con ropa que parece cara—No quería interrumpir esta encantadora velada, pero...

Jotaro gruñe fastidiado cuando la morena extiende la mano para dejar caer un papel frente a él con un número de telefono y un corazón escritos en tinta rosa. Odia cuando pasa esto, lo ha odiado desde que era un adolescente y la mitad de las chicas de la escuela gritaban su nombre por los pasillos, desde que las cartas de amor se habían empezado a amontonar en su taquilla impidiéndole guardar sus objetos personales. Odia ver las caras llorosas o molestas por su rechazo, y aún más la insistencia.

—Soy Kairi, puedes llamarme cuando quieras, guapetón—dice la mujer con voz melosa.

Jotaro se limita a retirar la mirada, esperando que la molestia en su cara sea evidente y que ignorarla baste para que vea su falta de interés. Suele funcionar.

—Piérdete, tontuza, ¿no ves que no le interesas? Además, es de mala educación venir a molestarnos para esto.

Se quedan mirando a Jolyne de piedra por lo que acaba de decir. La niña mira a la tal Kairi con rabia, como si se sintiera personalmente ofendida por su simple presencia. La mujer parece captar el mensaje y se larga rápidamente, humillada y con la cabeza baja. Jotaro aún tarda un poco más en procesar la información y Josuke y Okuyasu parecen de repente muy interesados en sus propias manos.

—Jolyne, ¿por qué has hecho eso?—pregunta por fin su padre, juntando sus espesas cejas negras y ella parece aún más indignada.

—Bueno, es tu culpa por no hacer nada—replica, su tono mordaz—Parece que ya te has olvidado de mamá, ¿no?

La temperatura alrededor de la mesa baja varios grados.

—Jolyne—el tono de Joyaro está cargado con autoridad—Para.

Esto solo parece enfurecer más a la niña que, con la cara colorada, planta las manos sobre la mesa haciendo el suficiente ruido como para alertar a comensales próximos.

—No, es que encima va a ser mi culpa que no hayas luchado por ella, ni por mí. Solo te alejaste y dejaste que sucediera.

Cada palabra atraviesa a Jotaro como mil dagas por su corazón. Oh, como duele, pero intenta que no se aprecie en su rostro, apretando los puños debajo de la mesa hasta que se le ponen los nudillos blancos.

—Jolyne, no deberías decirle esas cosas a tu padre—interviene Josuke tratando de calmarla, acercando una mano a la niña de manera conciliadora, pero ella la aparta antes de que llegue a tocarla.

—¿Por qué no?—espetó, señalando con el dedo directamente a Jotaro—Míralo, ni siquiera le importa, no le importa haber dejado a mamá destrozada...

El peso de la culpa le hace bajar más y más los hombros a Jotaro, y la máscara que lleva puesta está empezando a resquebrajarse, lo nota. Si ya pensaba esas cosas en su interior, ahora las siente reafirmadas, amplificadas por mil. Mal marido, mal padre, mala persona. Pero sí le había importado su esposa, lo suficiente como para dejarla ir, y se había quedado a escuchar cómo lo insultaba, dolida, señalando su ausencia emocional, su frialdad, su obsesión por el trabajo y cada defecto que se le había ocurrido echarle en cara.

Y aunque le había dolido en el alma, había dejado que Jolyne le dejase de hablar, dándole tiempo para que decidiera, respetando sus límites. Le había dejado su espacio y respeto como forma de demostrar que la quería, para demostrar su amor. Ahora se pregunta cómo lo ha interpretado ella, si habrá creído que simplemente la había dejado alejarse, y se siente tremendamente estúpido por no saber expresarse bien y usar las palabras correctas cuando importa.

—Jolyne...—su voz sale casi en un susurro, apenas ocultando las intensas emociones que está sintiendo.

Pero ella continúa, implacable.

—A veces creo que no tienes sentimentos y que nunca nos has querido, ni a mamá ni a mí—eso es lo que termina de romperlo.

Siente que le han arrancado el corazón de cuajo y lo han lanzado contra la pared. Toda la compostura que ha logrado mantener a duras penas se va al carajo.

—¡Basta!—su bramido retumba por todo el restaurante y, por fin, su hija calla.

El silencio es ensordecedor y humillante. Jolyne retrocede un poco, asustada por el repentino estallido de su padre. Nunca ha dejado que lo vea así, se ha cuidado tanto de no perder los nervios delante de ella... pero lo que la ha desmontado no parece su grito, sino su rostro que, por una vez, muestra emociones genuinas: angustia, desolación, culpa... ¿Dónde ha quedado su calma y frialdad? Los ojos tan azules, tan tranquilos, casi apáticos ahora son una tormenta, una faceta que ella nunca ha visto. Su respiración es acelerada y siente un breve momento que va a derrumbarse allí mismo.

Josuke es el primero en reaccionar e intenta acercarse a Jotaro y tal vez ofrecerle un poco de consulo, pero éste se aparta de él como un animal herido.

—Papá...—la voz de Jolyne está cargada de preocupación y remordimiento—Lo sien-

Jotaro no quiere oírlo y, sobre todo, no quiere que ella siga contemplando su parte débil y fea, menos en un restaurante lleno de gente, así que respira hondo hasta que siente que puede controlar de nuevo su voz y sus gestos.

—Podéis cenar sin mí—dice, su tono lleno de un profundo cansancio—No tengo hambre. Josuke, ¿te importa...?

Su tío reacciona como un resorte, asintiendo rápidamente, aún un poco acongojado por ser daño colateral de la batalla que ha presenciado, pero dispuesto aún a ayudarle. Gracias al cielo.

—Tranquilo, luego la llevo a casa cuando terminemos—asegura con un gesto nervioso.

—Pero...—comienza Jolyne.

Jotaro se va sin dejar que termine.

Josuke no tarda mucho en llevarla a casa. Todos han perdido el apetito, y quiere aprovechar el camino de vuelta para tener una charla con ella.

—Oye, ¿a qué ha venido todo eso?—pregunta el mayor con una voz que no la juzga, que solo quiere entender, pero aun así la chica enrojece, con los ojos llenos de lágrimas.

—No lo sé, yo solo... me he sentido traicionada cuando no ha hecho nada. Me he enfadado, no estaba pensando con la cabeza.—Josuke hace un sonido de asentimiento.

—Entiendo que estés enfadada por el divorcio, pero no puedes descargar toda tu rabia en él. A lo mejor si se han separado es para mejor. Si lo han hecho, tendrían motivos.

Jolyne se mueve en el asiento, con las entrañas retorciéndose por la culpa y el entendimiento de que el divorcio era inevitable, la relación de sus padres ya había llegado al punto de no retorno hacía mucho.

—Puede ser—admite mordiéndose los labios, pero hay algo que la inquieta. La forma en la que su padre la ha mirado en el restaurante, vulnerable de una forma cruda, como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros.—Pero si ha sido para mejor, ¿por qué todavía parece tan infeliz?

Su tío la mira por el retrovisor delantero, como pensando en lo próximo que quiere decir.

—Jotaro ha vivido muchas cosas jodid... muy malas.—explica cautelosamente—Cosas por las que nadie tendría que pasar. Pero aunque fuera apropiado hablar de esto sin su permiso, yo tampoco sé mucho. No le gusta hablar del... pasado.

Jolyne sabe bien esto, porque cuando pregunta por detalles de su pasado su padre suele cambiar de tema o no contesta. No habla de nada que haya ocurrido antes de su nacimiento, y solo sabe algunos detalles por su abuela Holly y lo que cuenta su bisabuelo Joseph y que no sabe hasta qué punto es fiable. La única información que tiene es que en algún momento su padre tuvo que ir a Egipto con su bisabuelo porque su abuela Holly se había puesto muy enferma, pero con solo esas partes de la historia no comprende nada.

—¿Qué sabes de Egipto?—pregunta mientras Josuke aparca frente a la casa que han alquilado.

El mayor traga saliva, nervioso por la pregunta.

—Mira, yo... técnicamente no sé nada. Si tanta curiosidad tienes, habla con él, a ver si tienes más suerte que yo. Y dile... dile que quieres conocerlo más, que no quieres que se sienta solo, que quieres que sea feliz. Creo que necesita escucharlo. Y ahora, venga, arreglad las cosas.

Jolyne asiente, insegura, y se baja del coche tras despedirse de Josuke. Se dirige hacia la puerta de la casa y abre con la llave que le ha dejado su padre la noche anterior, intentando no hacer ruido. Con cautela, se pasea por los pasillos, buscando a Jotaro y lo encuentra en el sofá. La única luz que lo ilumina es la de las farolas de la calle entrando por las ventanas. Está sentado con la cabeza entre las manos, sus hombros hundidos, y parece derrotado.

Quiere acercarse y consolarlo, pero se siente tan culpable... ¿Por qué le ha dicho esas cosas horribles a su padre? ¿Por qué ha tenido que hacerlo sentir así? Se siente tan egoísta y aún así dolida, no puede evitarlo, que se acobarda y en lugar de ir hacia él se dirige hacia el jardín para tomar un poco el aire de la noche. Observa el pozo, el que parece salido de un libro de fantasía y se acerca a él, apoyándose en la piedra fría. Recuerda una historia de las que le contaba su madre cuando era más pequeña, una leyenda que dice que si lanzas una moneda a cierto pozo, este cumplirá tu deseo.

Jolyne se ríe amargamente ante la ocurrencia, que siente infantil, pero se lleva las manos a los bolsillos del vestido y se saca una moneda de 100 yenes. En la oscuridad apenas puede ver el agua, pero cierra los ojos y, sin mucho que perder, lanza la moneda.

Quiero que mi padre sea feliz.

*