Del caos a lo desconocido
El suave traqueteo del metro era una mansión de rutina para Ha-eun. Los audífonos en sus oídos filtraban las conversaciones murmuradas y el bullicio de un día cualquiera en la ciudad. Había sido un día largo en la universidad, y todo lo que quería era llegar a casa, refugiarse en su mundo y perderse en sus pensamientos. Su cabeza descansaba contra el cristal de la ventana, observando las luces de la ciudad que pasaban rápidamente, una tras otra, como si el tiempo mismo tuviera prisa.
Pero entonces, algo cambió. Las luces del vagón parpadearon, una, dos veces, hasta que el vagón entero fue envuelto en una oscuridad abrupta. Ha-eun levantó la cabeza, desconcertada. A su alrededor, los rostros de los demás pasajeros estaban iluminados por la luz intermitente de sus teléfonos. Murmullos confusos comenzaron a llenar el aire.
Un estruendo ensordecedor sacudió el tren, tirando a las personas al suelo. El dolor fue inmediato; algo golpeó su costado mientras caía, arrancándole un grito sofocado. Ha-eun intentó levantarse, pero el vagón estaba sumido en una oscuridad tan densa que ni siquiera podía distinguir sus propias manos.
Gateó a ciegas, sus dedos tanteando el suelo en busca de algo que la guiara. Su corazón latía con fuerza, cada golpe resonando en sus oídos. De repente, sus manos chocaron contra algo... no, contra alguien.
—No te preocupes —dijo una voz tranquila, baja y profunda, una voz que cortó el caos que había a su alrededor por un momento—. Todo estará bien.
Ha-eun intentó enfocar su vista, pero la oscuridad era impenetrable. Antes de que pudiera reaccionar, un vacío la envolvió, y todo desapareció.
El encuentro con la sacerdotisa
El aroma de los árboles y la tierra mojada fue lo primero que sintió al despertar. Ha-eun abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz del sol que se filtraba entre las hojas. El dolor en su costado seguía presente, pero ahora se había convertido en un latido sordo y constante. Se incorporó con dificultad, observando su entorno.
No había vagones, ni luces parpadeantes, ni ruidos mecánicos. En cambio, la rodeaba un denso bosque, con árboles altos que parecían alcanzar el cielo. La brisa fresca acariciaba su piel, pero no traía ningún consuelo. Todo era desconocido.
Comenzó a caminar tambaleándose, una mano presionando su costado adolorido. Cada paso era una mezcla de desconcierto y temor, con flashes borrosos de lo ocurrido momentos antes. La voz, esa voz que había prometido que todo estaría bien, resonaba en su mente. Pero no había rostro que la acompañara, solo una sensación de extraña angustia.
El tiempo parecía haberse detenido cuando finalmente llegó a un claro. Exhausta, se apoyó contra un árbol, respirando con dificultad mientras trataba de calmar el dolor en su costilla y el caos en su mente. Cerró los ojos un instante, pero un crujido la hizo abrirlos de golpe.
Un ruido provenía de entre los arbustos cercanos. Instintivamente, Ha-eun avanzó, guiada más por la curiosidad que por la lógica. Se detuvo, sus manos aferrándose al tronco de un árbol cercano para estabilizarse. Ahí, entre las sombras, vio algo que la dejó sin aliento.
Una joven estaba semi reclinada entre los arbustos. Su piel era tan pálida que parecía brillar bajo los rayos del sol que se colaban entre las ramas. Su rostro, delicado y perfecto, estaba en calma, con los ojos cerrados como si estuviera en un sueño profundo. El cabello negro, liso y largo, caía sobre sus hombros como un manto de oscuridad. Su atuendo, compuesto por un hakama rojo y una blusa blanca de amplias mangas, recordaba a los de una sacerdotisa, lo que le confería un aura aún más mística y solemne.
Pero no estaba sola. Ha-eun parpadeó, confundida al notar las extrañas criaturas que revoloteaban a su alrededor. Parecían serpientes aladas, con cuerpos sinuosos y brillantes que flotaban en el aire, emitiendo un leve resplandor que se deslizaba como olas de luz. Sus movimientos eran hipnóticos, y aunque no emitían sonido alguno, la presencia de esas criaturas hacía que Ha-eun sintiera un escalofrío en la espalda.
Eran... ¿serpientes? No, algo más extraño. Pero fueran lo que fueran, flotaban hacia la joven y se desvanecían al tocar su piel, como si se disolvieran dentro de ella. Ha-eun olvidó momentáneamente el dolor y el miedo. Había algo casi sobrenatural en esa figura, algo que la hacía sentir pequeña e insignificante.
Pero entonces, la joven abrió los ojos.
Un par de ojos oscuros y penetrantes se clavaron en los de Ha-eun, congelándola en el acto. Antes de que pudiera decir algo, la figura se movió con una velocidad impresionante. De la nada, un arco apareció en sus manos, y una flecha ya estaba cargada, apuntando directamente al corazón de Ha-eun.
—¿Quién eres? —preguntó la joven con voz firme y autoritaria.
Ha-eun levantó las manos instintivamente, retrocediendo contra el árbol. Pero no tuvo tiempo de responder. La flecha surcó el aire y se clavó en el tronco, a escasos centímetros de su rostro, inmovilizándola.
—Lo preguntaré una vez más, ¿quién eres? ¿Acaso te envió Naraku? —dijo la joven mientras cargaba otra flecha, sin bajar la guardia.
Ha-eun tragó saliva, sintiendo cómo el miedo la invadía de nuevo.
—No... no sé cómo llegué aquí... —balbuceó, su voz temblando mientras intentaba explicar—. Yo... no conozco a ningún... ¿Naraku? —Las palabras salían atropelladas, casi un susurro ahogado por el miedo—. Yo... no... no quiero problemas... por favor... —logró decir al fin, con la respiración agitada y los ojos clavados en la figura frente a ella.
La joven siguió apuntándola por unos tensos segundos. Sus ojos parecían escudriñar el alma de Ha-eun, buscando alguna señal de traición o peligro. Finalmente, bajó el arco, aunque sin dejar de mantenerse alerta.
—Si no eres un demonio ni estás con Naraku, ¿qué haces en estas tierras? Este bosque no es un lugar seguro... y mucho menos para alguien como tú —dijo con frialdad.
Ha-eun dudó. ¿Qué podía decir? Ni siquiera ella tenía respuestas. El dolor en su costado y la confusión en su mente le recordaban que apenas estaba procesando lo que había sucedido.
—No lo sé... —admitió con honestidad, bajando la mirada—. Solo... desperté aquí. Algo pasó en el metro y luego... estoy aquí.
Kikyo permaneció en silencio tras escuchar las palabras de Ha-eun. Su rostro no mostró emoción alguna, aunque su mirada se mantuvo fija en la muchacha, como si intentara descifrar un enigma.
Kikyo giró ligeramente su cabeza, como si hubiera percibido algo en el aire. Antes de que pudiera responder, un rugido profundo rompió el silencio. Los arbustos cercanos se sacudieron violentamente, y una figura grotesca emergió entre ellos. Era un demonio deforme, su cuerpo retorcido cubierto de garras y espinas. Sus ojos brillaban con malicia mientras se lanzaba hacia la sacerdotisa.
Kikyo reaccionó al instante, desenvainando una flecha y disparándola con precisión mortal. El demonio cayó al suelo con un alarido, pero no estaba solo. De las sombras surgieron más criaturas, todas dirigidas hacia la sacerdotisa.
Ha-eun intentó retroceder instintivamente, pero su espalda chocó contra el árbol donde estaba inmovilizada por la flecha. Sus piernas temblaban y su respiración se aceleró. No podía creer lo que estaba viendo. La sensación de dolor en su costado se intensificó, como si su cuerpo estuviera reaccionando al miedo puro.
Una de las criaturas cambió de dirección y se lanzó hacia ella. Gritó, incapaz de moverse. Pero antes de que el demonio pudiera alcanzarla, una flecha de luz atravesó su torso, desintegrándolo al instante. Kikyo ni siquiera miró a Ha-eun; estaba completamente concentrada en acabar con las amenazas.
Cuando el último de los demonios cayó, Kikyo bajó su arco lentamente. Su respiración era constante, como si nada de lo ocurrido la hubiera afectado. Volvió su mirada hacia Ha-eun, quien seguía paralizada contra el árbol.
—Deberías irte —dijo con frialdad, girando sobre sus talones y comenzando a alejarse.
Ha-eun miró la flecha clavada cerca de ella, su mente aún en caos. Pero cuando vio que Kikyo se alejaba, algo en su interior se rebeló.
—¿Piensas dejarme aquí? ¡No sé dónde estoy ni cómo volver! ¡Por favor, déjame seguirte! —gritó, su voz cargada de desesperación.
Kikyo se detuvo. Lentamente, giró su rostro hacia Ha-eun. Sus ojos seguían siendo fríos, pero en ellos había un leve destello, casi imperceptible, de preocupación. Observó sus heridas y su postura tambaleante antes de decidirse.
—Hay un pueblo cerca —dijo finalmente—. Puedes venir, ahí vive una sacerdotisa que te puede ayudar.
Ha-eun asintió rápidamente, tambaleándose mientras se apresuraba a seguir a la enigmática sacerdotisa. Cada paso que daba hacía que el dolor en su costado pulsara con más fuerza, pero no se detuvo. Su mirada seguía la figura de la mujer que caminaba con una calma inquietante, rodeada de un silencio casi sobrenatural.
El mundo que la rodeaba ya no era el que conocía. Nada lo era. Y aunque aún no entendía cómo había llegado ahí, una cosa era clara: no había vuelta atrás.
