Capítulo 01

La petición incumplida.

Sí… por esa persona yo hubiera dado todo… ¿Cómo acceder a lo que me pedía? La muerte se vuelve una alternativa tan seductora cuando se ha perdido todo lo que se ama. Yo también quería la muerte, y la peor de todas las locuras, al perder a las únicas personas que sintieron el frío de la noche y el hambre más insoportable a mi lado. Quién hubiese imaginado el rumbo de mi vida cuando le conocí… En ninguna de las ocasiones anteriores se me dio la egoísta oportunidad de escoger por ellas. ¿Por qué ahora? El corazón roto de mi hermana fue bastante motivo para perecer. Descubrirla suspendida por una cuerda, gastada de sostener el peso de su cuerpo, inerte y helado por haber sido desmerecida. Por un maldito aristócrata. La desechó simplemente porque no era hija de comerciantes. ¡¿De qué sirve el titulo?! ¡El titulo no va siempre de la mano con el poder monetario de un verdadero burgués! Con la muerte de Diane, el rencor se acrecentó incontrolablemente. Perdí la cabeza. Luego de eso, me vi envuelto en la penumbra de la habitación, desconocía los días y las horas transcurridas. Hacerle compañía… sólo pensaba en eso. Qué tan sola estaría Diane, mientras su hermano se mantenía ausente, en lo que vendría a ser una catástrofe para su plan de una felicidad futura. Lo contenta que estaba. Lo emocionada se le denotaba en la mirada. Reía con mayor frecuencia. Había jurado proteger su felicidad, pero como todo lo demás fui un incapaz… y como tal, más de una vida valiosa se apagó por mi inacción. Poco después mi madre la seguiría en la agonía, hasta que la casa quedó deshabitada en su totalidad. Entonces recordé que tenía alguien más que esperaba por mí… Además de mis compañeros, esa persona tenia fe en mí. Sus ojos penetrantes y altivos, la apostura con la cual infundía valor a sus hombres. Como un efecto de extraña y cómica imitación, porque como mis compañeros, también caería domado de su honradez y bravura. Mi rebeldía infantil para ella se tornó en admiración disimulad. Enajenado por ella, como todos los que la conocieron. Sin duda, semejante sentimiento sería fatal para todo aquel decidido de amarla en todo momento y lugar. Así sea… un campo de batalla. ¿Fue la bala o el amor lo que estalló en su pecho? André, ¿sabías que esto sucedería? ¿Aun cuando todos te dijimos que serías una carga para el comandante? Fuiste tan estúpido en ocultárselo al comandante, y nosotros igual por encubrirte. Sus ojos diáfanos fijos en los tuyos, que, por un milagro, por misericordia, por tu vida de peón de los nobles, se maravillaron con observar su belleza inquietante una vez más. Esa belleza que se mofa del género femenino y masculino. André, has sufrido el destino de alguien que se enamora tercamente de un soldado. Si no pudiste entender su naturaleza, era evidente que esto sucedería. Ella es una bala como todos nosotros, atinaría o no al blanco señalado. No es una mujer. No había cabida para los sentimientos. No podía dejarla morir. Por eso te ruego me perdones, por no gastar otra bala… a ella.

14 de julio de 1789, París.

Los gritos y llantos recorrían a lo largo y ancho de la ciudad de Paris. El derramamiento de sangre y esos sonidos lamentables no disminuían el ánimo del pueblo, por llegar a como dé lugar a tomar el bastión que enorgullecía al régimen de su majestad el rey Luis XVI. Antes tranquilo de que sus tropas no le defraudarían en suprimir dicha refriega, ahora contaba los minutos transcurridos, aguardando el desenlace de lo que en otro momento no hubiese sido preocupante… Perder la Bastilla. El aroma de la pólvora empleada en los cañones, para equipararse al bando monárquico, una marea iracunda, era demasiado para la cantidad de soldados al resguardo de la fortaleza. Los intrépidos ataques de la guardia francesa, considerados traidores por recordar sus orígenes, arremetían contra sus antiguos aliados.

— ¡Coraje! ¡Eso es! ¡Sigan avanzando y revienten las puertas! —Ordenó la comandante, sin atreverse a dar un paso en retroceso. Ya habiendo alcanzado un punto de quiebre no estaría dispuesta a flaquear. Sus ojos rojos, su voz áspera, rota de tanto gritar por sobre el escándalo que reinaba. Los cabellos rubios enmarañados, levemente cenicientos por el polvo que se levantaba a su alrededor, además de la estrategia de incrementar el humo, por medio de una carreta de heno quemándose, para así confundir la visión del adversario. Las horas de pie, sosteniendo su espada, al frente de sus tropas y del peligro, con un sol calcinante, tanto ella como sus soldados poco a poco iban deshidratándose. Su reciente perdida la tenía en un estado de adrenalina. Obsesionada con acabar con lo empezado. Su deber para con su gente, siquiera detenerse a pensar en lo perdido la ahogaba. Pelear no bastaría, ni la haría volver al pasado. A cada que se volvía miraba a mujeres, hombres, niños y ancianos llorando con una fuerza similar a la propia. Al final todos habían perdido a alguien, no obstante, tuvieron una ventaja a diferencia de ella; disfrutaron los años, los meses y los días a esos familiares, con el conocimiento de su importancia. Oscar sabía que André era importante, lo que no sabía era de lo poco que duraría la noticia de hacerlo sentirse correspondido. El pensamiento de la carga de su muerte y de que no estaba más en este mundo la mortificaba. Debido a ese sentimiento la entrega a la batalla que mostraba era desconcertante para los ciudadanos que defendía pujantemente. Sin embargo, no se daba cuenta de que esa aparente entrega sería considerada como un gravísimo error para sus hombres. No ocultarse en la conmoción y el humo, que su figura estuviera a la completa visión del adversario.

— ¡Mira allá! — Señaló un soldado en lo alto, sobre los muros de la fortaleza— ¡Apunta al comandante! ¡Si nos deshacemos de él los otros caerán de inmediato! ¡Deprisa ahora que está desprotegido!

— ¡No escaparás traidor! ¡Ahora morirás! —Su compañero airado apuntaba a su objetivo, luego de presionar el gatillo se oyó la fuerte detonación a unos metros del segundo al mando de la tropa.

Un calor y ardor agudo se acrecentó en el brazo de la cabeza del regimiento. La bala era el fin de un dolor que creía no iba a terminarse. De todas formas, las descargas no se detuvieron contra el cuerpo tambaleante, ni hubo tiempo de alcanzar a ver de dónde provenía esa bala. De ahí una segunda descarga.

— ¡Comandante! —Gritó el sargento fuera de sí, una corriente atravesó su pecho. Sus ojos abiertos desmesuradamente apreciaron como el cuerpo de Oscar se empapaba de sangre. La guerrera azulada se teñía de la sangre que manaba copiosamente. Otra bala en un lugar vital significaría el fin para ella.

— ¿¡Qué diablos están esperando?! ¡Ya la tenemos! ¡Fuego! ¡Fuego! —Ordenó impaciente el comandante a la protección de la fortaleza. Se sostenía impotente sobre la muralla de piedra.

— E… ¡eso intento, comandante! —Contestó casi tartamudeando el soldado que había disparado a la primera. Preparaba tembloroso su fusil para otra descarga. A su lado otros apuntaban al blanco desesperados por cumplir la orden, se crisparon cuando a unos escasos metros de distancia del objetivo, el segundo al mando de aquel regimiento de traidores había adivinado la dirección del ataque a su cabecilla. Girándose abrupto arrojó el rifle que sujetaba.

"¡No, no puedes morir! ¿¡Te irás?! ¡No puedo permitirlo! ¡No pienso dejarte ir! ¡Mis amigos…! ¡¿Y ahora tú…?!"

— ¡Oscar! —Verla temblar en ese instante de impactar la bala lo asaltó de un pánico espantoso. No faltaría para que el siguiente punto fuese el pecho, moriría del mismo modo que la última pérdida del regimiento. Sofocada por el dolor de la bala que cortaría su respiración. Drenándole la vida. Entonces el siguiente disparo se oyó detonar. Estiró cuanto le fue posible sus extremidades, haciendo grandes zancadas. Antes de que la bala alcanzara el pecho la cubrió con su brazo. De este esta manera, ambos rodaron por el suelo polvoriento, sí… la bala asestó, pero en un punto que no significaría de vida o muerte; una pierna. Adolorido, la arrastró consigo tras uno de los cañones.

"André… Mi André, pronto estaré contigo. Espérame, enseguida iré… No demoraré… No quedará mucho para estar de nuevo entre tus brazos. ¿Cómo pude involucrarte en esto? Inocente de todo lo que pasa… Te veía con una expresión que delataba que algo te mantenía intranquilo. Pero mayor era mi temor al futuro que estaba por perderse. Se hubiese perdido de no haber hecho nada. Lo sabía… algo se perdería. No era el futuro de la patria francesa, eras tú… esa bala tenía mi nombre. Tenía escrito mi nombre, así como todo lo que estuviese reservado para mí, un día sería tuyo también. Eso era lo que tratabas de hacerme ver con tus acciones y modo de proceder. Mi corazón fue lo que estalló cuando esa bala dio de lleno en tu pecho. Dios mío… me has matado. La sangre que ahora se escurre por mis heridas no me mató. Me mataste al matarlo a él. ¡¿Por qué lo hiciste, señor?! Partí consciente de que por ser la cabeza me cortarían del cuerpo, y a sabiendas de mi punto débil, diste de todos modos en la ubicación de mi corazón."

— ¡Comandante!

— ¡Alain, tu brazo! —Exclamó uno de los soldados que se aproximaba a Alain, quien cargaba el cuerpo sangrante de la comandante.

— ¡Estaré bien! —Respondió alterado, para luego reparar en la mujer que respiraba dificulta por la pérdida de sangre y el ardor en sus heridas.

—No… no se detengan… …si-… sigan disparando…. Un esfuerzo más y la Bastilla caerá. —Musitó jadeante, presa de un dolor incesante— ¡Sigan! —todavía inquietos de ver a su cabecilla mojado de sangre, prosiguieron con su tarea de obedecer órdenes, así vinieran de una mujer que luchaba por conservar sus sentidos.

No muy lejos, minutos antes, una jovencita diligentemente ayudaba a trasladar a los heridos de la batalla. Con pocos insumos atendían las heridas profundas de los afectados. Muy pocos eran capaces de sobrevivir las hemorragias. Unos morían por las infecciones causadas por el ambiente de podredumbre. Los cuerpos se acumulaban al pasar las horas, más todavía por el calor que adelantaba la descomposición de los cuerpos. En medio del ataque muy difícilmente todos recibieron una santa sepultura. Acumularon a toda la gente que fuese lo bastante adecuada para servir de ayudante de cirujano, entre esos aquellos que tuviesen habilidad con cuchillos, para de ese modo extraer balas, de lugares no tan comprometedores para la vida de los heridos. En medio de las cirugías carpinteros colaboraban con aserrín, para la absorción de la sangre bajo la mesa donde trabajase el médico. Los heridos incrementaban con los minutos. Un hombre gritaba mientras que dos le sostenían para que le fuese realizada una amputación. La jovencita con expresión nauseabunda apartó la vista.

— ¡Resista hombre! ¡De no cortársela lo siguiente que verá será la tumba! —Insistió uno de ellos, apretando los brazos del herido.

— ¡No! ¡Se los suplico! ¡No me la corten! ¡Antes la muerte que irme incompleto! ¡Maldita sea la corona! ¡Malditos sean los nobles! ¡Me hicieron un remedo de lo que alguna vez fui! ¡Me quieren lisiado estos malnacidos! —Vociferó el herido, con los ojos inyectados de sangre, rojos, producto de su largo llanto. Se agitaba en brazos de quienes lo contenían. — ¡Mátenme! ¡Os lo ruego! ¡¿Qué será de mí?! —Con un sentimiento de profunda lastima, la joven se agachó a su lado.

— ¿Cómo te llamas? ¿Qué hay de tu familia? ¿La gente que te ama? ¡No puedes abandonarlos! ¡Debes poseer un motivo para vivir! ¡Por lo menos uno! — Le alentó Rosalie, su garganta ahora se contraía ante el sufriente. El hecho de alzar su voz para el futuro inválido le era difícil.

— ¡Barnabé Devaux! ¡Nadie me espera en casa! ¡Señorita, lo he perdido todo! ¡Mi hijo apenas hacia unos siete meses murió de hambre! ¡Y mi mujer al no aguantar la existencia murió siguiendo a mi hijo! ¡Lo he perdido todo! ¡¿Qué mujer va a amar a un hombre que jamás estará a su altura, ni la verá a los ojos?! ¡Un brazo podría tolerarlo, una pierna jamás!

Ella palideció, turbada lo veía llorar. ¿Qué podía decirle? Mentiría de hablarle de una vida acomodada y de un futuro amor y una familia. En su caso tuvo suerte de hallar la compañía de su cónyuge, una de las pocas personas con las cuales pudo desahogarse, sin sentirse presionada u obligada de sonreír. Entendía la histeria de este hombre, su nombre, Devaux, quería decir, valor, pero muy pocos pueden seguir desde las cenizas de su existencia. El hombre se descontroló cuando a su lado el médico limpiaba una cierra húmeda de sangre. Al no soportarlo se apartó automáticamente de la escena, salió del interior del callejón donde daban atención a los necesitados de una cirugía. Agobiada fijó su vista al deplorable espectáculo; París envuelta en un absoluto caos. Destrucción y ataque venida de la mano de un rey, en el cual hacía muchos años atrás, hasta su persona guardaba siquiera un poco de fe, de que quizás cambiara para mejor la situación del pueblo. — ¡Bernard! —Gritó con ansiedad y urgencia, posó una mano en su frente sudorosa del calor. Después de su llamado, del mismo sitio donde emergió, a sus espaldas se aproximó su marido.

— ¿Qué sucede? ¿Te sientes mal, Rosalie? —Bernard por su parte con un fusil en mano protegía la entrada del callejón, semicerrado por una barricada. Ya de pie junto a ella, lentamente colocó su mano en el hombro de su joven esposa. —Si es la sangre y el ambiente, puedes continuar trayendo a los heridos, no tienes porqué quedarte a ver, hay mucha gente necesitada de atención médica. No debe ser sencillo quedarte a ver una escena tan horrenda.

—Perdóname…—Contestó amarga y fatigosamente. —No es la sangre. Tampoco la pestilencia ni los cuerpos. No resisto su grito de dolor por ver como ante sus ojos le quitan su libertad, y orgullo. ¿Qué será de ese hombre terminado todo? No hay familia que vele por él…—su cuerpo temblaba a causa de la empatía que le transmitía el herido.

—Rosalie… te aseguro que ese hombre, terminada esta época de miseria, se deleitará de la Francia que todo ciudadano ha anhelado con el alma. Nadie dice que un hijo nace entre risas. La madre en el momento de dar a luz tiene una lucha con su dolor, para traer a su hijo al mundo. Lo mismo nos ocurre. —El periodista se mostró comprensivo del sacrificio psicológico de su esposa. — En la nueva Francia trabajaremos para que haya espacio y atención para los necesitados y discapacitados. —ésta asintió, no muy segura del consuelo y supuesto futuro prometedor.

—Precisan de mí para encontrar ayuda…—Respondió ausente, obviando lo último. De pronto su cuerpo se estremeció cuando escuchó como alguien estridentemente gritaba "¡Oscar!". Se llevó una mano al pecho, un mal presentimiento se apoderó de ella.

"¿¡Señor Oscar?! ¡¿Fue herida?! ¡Lo que menos deseo es verte empapada en sangre! ¡Te lo pido por lo que más quieras mantente con vida!"

Raudamente siguió los gritos, adentrándose entre la neblina de polvo. A su alrededor caballos caían casi estáticos por las balas que atinaban a sus cabezas. Esquivaba a las bestias que se precipitaban pesadamente en el suelo con sus jinetes. Hizo lo posible por evadir los peligros del campo. A sus espaldas su esposo la perseguía sobresaltado. La llamaba angustiado de su seguridad, y sin embargo, la joven no hacía caso a razones. Corría expuesta a los peligros del campo de batalla. Atenta a las voces e ignorando los disparos y estallidos que se suscitaban. Buscaba esa voz que había pronunciado el nombre del señor Oscar. Su concentración estaba exclusivamente dirigida a encontrar al convaleciente comandante. Entonces posteriormente logró distinguir a un soldado que caminaba algo tambaleante, con una melena rubia que colgaba de su hombro, además de unas piernas que se asomaban por su brazo. Era a quien buscaba.

— ¿Señor Oscar? —Se acercó hasta que pudo verlos frente a frente— ¡¿Señor Oscar?! —Tocó las heridas de la mujer, le costaba reconocer su uniforme por el despojo en que fue convertido— ¡Sea fuerte, señor Oscar! ¡Soy yo, Rosalie! ¡Por allá atienden a los heridos! —Apuntó con su mano tras suyo.

— Por… favor… Dé… déjenme ir… ¡Ahora! —Reclinada en el pecho del sargento le costaba una enormidad siquiera hablar.

— ¡No! ¡Resista! ¡Esfuércese! ¡Ya casi llegamos, señor Oscar! ¡Pronto, por aquí! —Negó, mientras insistía en apuntar al camino que los conduciría de vuelta al refugio.

— ¡Comandante! —Notándola con ganas de sucumbir, Alain la movió ligeramente, tratando de que conservara la lucidez.

—Me espera André… me está esperando… Dé-… déjenme ir…—Suplicó entre lágrimas. Un alivio para su tormento era que permitiesen que su cuerpo fuese vaciándose en su totalidad de sangre.

Alain y Rosalie intercambiaron una mirada que expresaba el mismo sentimiento; confusión. ¿Cómo reaccionar a esa petición? Las lágrimas que se escapaban de sus ojos delataban el nivel de sufrimiento, un sufrimiento mutuo. Alguien que les había dado un motivo para seguir adelante desfallecía en los brazos de su segundo al mando. Sus mejillas perdían su típico rubor para irse extinguiendo, adoptando un tono pálido y brilloso, producto del sudor.

—Señor Oscar, ¡¿me oye?! ¡No se mueva, ahora detendremos la hemorragia! —Respondió la joven, consternada buscó en su bolsillo un pañuelo lo bastante amplio para detener el sangrado. Empezó a amarrar en el brazo herido un pedazo de la venda improvisada.

Oírla pedirles que dejasen ir su alma, provocó en Alain una necesidad de mirar el ambiente en donde se le esperaría como tumba, para un soldado que cumplió su propósito. Los caballos descomponiéndose sobre los cuerpos de sus jinetes aplastados, los cadáveres de sus compañeros, sus amigos. Cada uno dio su vida por el otro. Siendo arrastrados por suerte de la línea de fuego, pero, no siempre se tendría esa fortuna; de tratarse de un bosque, una llanura, pradera o pantano, donde se hubiese llevado a cabo el conflicto, sus cuerpos se quedarían donde perecieron, sin retornar a su hogar. Oscar era un soldado, su belleza desaparecería sin pena ni gloria, bajo el agua, u oculta entre matorrales. En este caso, en una neblina de polvo y humo.

"Un soldado es una bala, nada más que eso… Nadie recuerda a una bala. ¿Cómo una bala va a ser guardada para la posteridad? ¿Ella merece esto? André… ¿Crees que ella merece esto? ¡¿Desaparecerá en esta neblina para que puedas llevártela?! ¡Aún hay tiempo! ¡Puedo salvarla! ¡Diane y madre se han marchado a un sitio apartado de mí! ¡Un paraíso libre de armas! ¡El paraíso no es sitio para una bala!"

Sorpresivamente una bandera se alzó en lo alto de la imponente fortaleza. Tras de ellos la gente vitoreaba a lo que parecía ser el final de la cruenta batalla. Se estremecieron asombrados de la victoria del pueblo, que se creía sin posibilidades de aniquilar la represión. Las calles de París y los barrios obreros ahora estaban seguros del ataque de los cañones. — ¡Comandante, allá en lo alto de la torre de la Bastilla! ¡Una bandera blanca! —Señaló al borde del asombro—Esto lo ha logrado también usted… todos nosotros… con el pueblo.

Oscar contempló admirada, las lágrimas no fueron un impedimento para observar la magnificencia de esa sola bandera en lo alto de la prisión.

—Finalmente ha caído… Oh, pueblo francés magnifico y valiente… Liberté… fraternité… Estos son los nobles ideales… que formarán los cimientos de la humanidad por siempre… vive la France… Oh, Francia…—Alain indiferente de la petición y de los deseos de su comandante, miraba como los ojos de la mujer iban cerrándose. Inmediatamente después de esto, la envolvió nuevamente en sus brazos, cargándola a costa de su propia herida sin tratar. Echó un quejido debido al roce de la tela. Caminó con pasos largos, apremiado de salvarla. Desconcertada de este hombre que parecía cercano a su amada protectora la muchacha lo siguió.

—Tú…¿Tú no te negarás a ayudarme a salvarla? —Inquirió trémula. Caminando al mismo ritmo que el insólito soldado. Casi trotando.

— ¡Que esto quede entre nosotros, niña! ¡La responsabilidad de su vida es mía! ¡Herir su vanidad será mi culpa, no tuya! ¡El primero en entenderla y el primero en traicionar su confianza! —Manifestó con seriedad.

— ¡Yo también iba a salvarla! ¡Pensé lo mismo! ¡Del mismo modo estaba dispuesta a salvarla!

—Te noté insegura, ibas a obedecer. Le trataste el brazo, pero, ¡¿qué sucede con el resto de sus heridas?! —Refutó, sin siquiera molestarse a verla a la cara. Retraído pensaba concentrar toda culpa en sí mismo.

— ¡No! —Replicó ella de regreso en un grito ahogado. — ¡La conozco desde mi adolescencia! ¡Estaba por tratarla! ¡A ti no he visto nunca!

— ¡Como si una niña pudiese entendernos a nosotros los soldados! —Contestó altivo y sarcástico. — El comandante es un soldado antes que mujer, ella deseaba morir en batalla. Quería morir terminado su propósito. No partiría hasta concluirlo. —Deslizando una mano en la pierna manchada de sangre, y asombrada de su heroica respuesta, interesada del desconocido se presentó.

—Soy Rosalie… Rosalie Chatelet. —Más calmaba secó sus mejillas húmedas con el dorso.

— ¿Chatelet? —Frunció ceño —Me suena de algún sitio ese nombre. hmmm…

—No me dijiste el tuyo. ¿No te enseñaron de modales? —Insistió indignada, formando una leve mueca de desagrado en su boca.

—Discúlpame. —suspiró— No debí tratarte así… lo creas o no tengo modales. — Advirtiendo el tono de voz de su aludida ladeó un poco la cabeza respondiendo finalmente. — Mi nombre es Alain de Soissons.

Incrédula, Rosalie paró en seco, mientras el soldado continuaba caminando sin advertirse observado por ella. ¿Un apellido noble? Pensó. ¿Cómo era posible que un noble estuviese sirviendo en un rango inferior al de la comandante?

-o-

Curvando una mano en torno a su boca y nariz, Bernard gritaba a pulmón limpio, buscando a su esposa. Preguntaba por ella, pero no tenía señales de su rastro. Secó su frente húmeda con un pañuelo algo manchado de hollín. — ¡Por todos los cielos! ¡¿A dónde fue?! —Cuando se volvió a sus espaldas, divisó a una mujer, que se aproximaba con alguien. No lograba distinguir bien a su acompañante, a causa del humo lo encontraba difuso —Debe ser ella trayendo heridos…—No fue hasta tenerlos frente a frente que descubrió que este hombre traía en brazos a su principal rival amoroso. — O… ¡¿Oscar?! —Descolocado se crispó.

— ¡Bernard! ¡Es urgente! ¡Está muy mal! ¡Ha perdido sangre! —Tirando del brazo del periodista la joven lo acercó.

—Sí, lo sé… lo complicado es conseguir un médico que este libre para tratarla. —descompuesto por la imagen pasó su mano de la nuca a la quijada. Jamás había visto a Oscar así, pálida. Como una especie de muñeca de cera. — ¡Acompáñenme! ¡Le debo la vida a Oscar! ¡No la dejaremos morir!

Delicado el periodista tomó a la convaleciente de los brazos de Alain. El soldado algo inseguro entregó a la mujer, trasladándola al refugio tras la barricada. Hombres y mujeres lloraban desconsolados, pero hubo un hombre que estaba sonriente, que sentado miraba un cadáver cubierto por una manta polvorienta. Pasó sus dedos por entre las hebras de sus cabellos algo acalorado, de pestañas oscuras y largas. Inusuales para cualquiera, de labios pequeños, ojos castaños e inciertos, su expresión de perfidia contrastaba con la de los sufrientes. Belleza andrógina que acrecentaba la frialdad que ostentaba. Fijó interesado su vista en su pariente, recostando a una mujer, que anteriormente había conocido en mejores circunstancias sobre una mesa amplia. Mueble perteneciente al dueño de una taberna, que colaboraba con la causa revolucionaria.

Urgido por tratar lo más pronto a la mujer se apresuró a abordar al médico. El galeno frotaba con frustración las yemas de sus dedos en su frente marcada, tratando de serenarse debido a los lamentos que invadían sus oídos.

— ¿Doctor, que sucedió? —Inquirió estupefacto, en el momento de advertir en la mesa contigua un cadáver.

— Otra pérdida, señor Chatelet. No le presté importancia. ¿Qué me trae? —Dijo el médico con una mezcla de pena y disposición, mientras rápidamente cubría la cara del difunto. Hombres se ubicaron alrededor del cuerpo, retirándolo para el próximo paciente.

—Pues necesito que…—Repentinamente es interrumpido por su pariente, quien se levantaba de su puesto. Ponzoñoso habló, importándole poco el estrés y dolor de los presentes.

— ¿Pérdida? No hable con eufemismos, doctor, era previsible que ese hombre quisiera morir…— Saint Just burlonamente alzaba sus brazos de un modo casi teatral. Dando pasos similares a una especie de baile. —pidió descansar en el seno del Dios de los nobles, y de los reyes. Evidentemente merecía morir. Sólo así conseguiría el descanso eterno que gritaba; No más hambre, no más soledad, ya no más la angustia de vivir el resto de su vida con una única pierna.

— ¡¿Florelle?! —Lo increpó el periodista, escandalizado dio una zancada para pescar al joven por la chaqueta. —Más tarde hablaremos de esto…No estoy seguro de lo que pensará Robespierre de ti por lo que hiciste. —Finalizó entre dientes. Empujó a Saint Just a la esquina donde lo habían relegado. Impaciente por la demora por culpa de la barbarie mencionada por este hombre tan retorcido, Alain optó por hablar con el médico.

—Sálvela, doctor…— Suplicó extenuado, presionando su brazo, en un intento de mitigar el sangrado.

—La salvaré, pero usted también precisa de atención. —Bajó la vista, reparando en la herida del muchacho.

—Lo sé… antes… antes prométame que hará lo que sea por curarla. No son heridas de muerte, no obstante, la mano en como sea tratada es necesaria para su sanación. —Aún debilitado se resistía al dolor que lo aquejaba.

— ¡Muchacho, no tienes por qué decirme como hacer mi trabajo! —Rebatió el médico disgustado, ocupándose de abrir el uniforme ensangrentado, para proceder a retirar las balas. Grande fue su sorpresa cuando sintió como el joven impertinente se desplomaba como una pirámide de naipes. — ¡Por Dios! ¡Hagan algo con él!

Alarmada y haciendo caso a la orden del doctor, Rosalie corrió a auxiliar al mancebo, levantándolo echó un vistazo las heridas en su brazo.

—¿Alain? ¡Calma! ¡Estarás bien! — Girándose llamó la atención de su esposo, que se separaba del joven Saint Just. —¡Bernard, ayúdame con él! —Apartando a la muchacha, el esposo junto con otros dos hombres, lo trasladaron como a la comandante a otra mesa de operaciones. El periodista levantaba una lámpara de aceite para iluminar de mejor modo la herida de Alain, sin haber esperado mucho para que otro médico se ofreciera a atenderlo. Rosalie por su parte hizo lo mismo, pero para con las heridas de Oscar.

"Comandante… no muera… esto no puede ser su final… esta otra persona, a la cual quiero, cuya felicidad era lo primordial. Si muere… si muere no habrá nadie que tome su lugar en el mundo... ese día yo entendí lo que era amar a alguien, aunque este lejos de un sueño, ya el hecho de que viva es una bendición… si uno de los dos debe vivir, por favor, escógela a ella... Oh, señor… a ella."

Tras la toma de la prisión de la Bastilla, el pueblo decapitó al comandante que estaba a su cargo, el marqués Bernard de Launay. Terminada su ejecución fueron liberados de su encierro, cuatro presos políticos de la fortaleza. Regresando la multitud a lo que vendría a ser el ayuntamiento, oficina del alcalde, Jacques de Flesselles. El pueblo lo acusó de traidor, para después recibir un balazo en la cabeza. Seguidamente de eso, su cabeza fue decapitada para ser exhibida en la ciudad. Clavada en una pica. Esto se convirtió en una costumbre muy habitual en la población parisina. El nacimiento del paseo de los decapitados, por las calles de la ciudad durante la Revolución.

-o-

Era el 23 de julio de 1789, habían transcurrido varios días de las cuatro horas de la lucha fatal, que coronaría a los Revolucionarios y condenaría a los Reyes, para desconsuelo de los sobrevivientes tal muestra de indignación y ansias de libertad tuvo sus consecuencias, traducidas en pérdidas que no serían fáciles de superar. En una vivienda casi al centro de París, los Chatelet decidieron tomar a su cuidado y custodia a los dos soldados más sobresalientes de la recientemente extinta Guardia Francesa. Por días seguidos, presa de pesadillas e insoportables alucinaciones, producto de una potente fiebre, Alain se agitaba en su cama, angustiando a la pareja. Lo único que pudieron hacer después de haberle sacado la bala, fue vigilarlo en el malestar, procurándole compresas y paños fríos, e igualmente incentivarlo a no dejarse vencer por la calentura.

Seguros de que quizás pudiese oírlos le hablaban persistentes, aunque en la cabeza del soldado se manifestara el escenario que lo trajo a la convalecencia; el humo y los cañones que rodeaban la Bastilla.

—Estás fuera de peligro. ¡Te recuperas correctamente! —Inclinándose a su huésped, Bernard se apoyaba del dosel en la cabecera de la cama. — ¡Te prohíbo que te rindas a la fiebre! ¡¿Me oyes, Alain?!

—No ha parado de gemir, ¿qué estará soñando? —colocando una mano en su mejilla lo vio preocupada, concordando con el sentimiento el esposo frunció el ceño.

—Iré por más agua fresca para cambiarle esas compresas. Luego de tanto uso están calientes. Ya regreso. —Volviéndose a la puerta, el señor de la casa abandonaba la habitación, no obstante, no imaginaba que regresaría tan pronto por lo que ocurriría a continuación.

—Hmmm…—Se quejó el mancebo en respuesta a las voces. Sus párpados se abrían con dificultad, permanecía algo aletargado. Al abrirlos advirtió que no se hallaba en su casa, ni tampoco en las barracas del cuartel de la guardia francesa, sino en una habitación y una cama en la que jamás había estado. — Mi cabeza… yo… yo... ¡A… arg…! ¡Qué demonios! — Reincorporándose y apretando su brazo enfermo, se encontró con el torso vendado casi a la mitad, además de vestir una camisa que al parecer no era suya.

— ¡Bernard, ven rápido! ¡Alain ha despertado! ¡Por fin ha abierto sus ojos! —Exclamó Rosalie, sentada en una silla a su lado. En verdad aliviada de verlo recuperado.

— ¡Alain! —Lo nombró el periodista, que ingresaba a la habitación contento de la noticia.

— ¡Ustedes…! —Exclamó pasmado el convaleciente. Un poco encorvado por la debilidad, sosteniéndose de sus brazos. No había olvidado las caras de la joven que decía ser cercana a Oscar, y la del marido de ésta.

—Quédate ahí… aún no puedes moverte, iré por un poco de agua. ¡Bernard vigílalo! —Solicitó Rosalie, para después retirarse a la sala de la casa, mientras Alain intentaba levantarse de la cama.

— ¿Qué pasó con los oficiales de la guardia francesa? ¿Mis amigos? ¡¿François Armand?! ¡¿Jules?! ¡¿Jean?!¡¿Michel?! y… ¡¿Y Lasalle?!—La única respuesta de parte de Bernard fue silencio, acompañada de una amarga mirada. — ¡¿Es que todos murieron en combate?! Y… ¡¿El comandante?! ¡Es cierto! ¡¿Qué hay del comandante?! —Paranoico arrastró sus piernas a la orilla del colchón.

— ¿Ella…? No tienes de que preocuparte, Oscar se encuentra bien…—Esbozó una sonrisa para transmitirle calma al hombre. —Aunque no es momento de que te muevas de la cama, has estado vagando durante estos 10 días entre la vida y la muerte. —Tomando sus hombros lo indujo a recostarse. —Está en la otra habitación, recuperándose de una fuerte fiebre al igual que tú… Te has recuperado un poco más rápido que ella, no obstante, es comprensible, después de todo recibió dos heridas más. Gracias a ti, según me contaron, hubiese recibido un serio balazo en su vientre. Evitaste que eso sucediera. Lograste que fuera en su pierna.

—Comandante… está bien… qué alivio…— El mancebo entre lágrimas se llevó una mano a sus ojos conteniendo el llanto.

—Por cierto, te afeité la barba. En cualquier caso, descansa hasta que puedas moverte. Rosalie va hacerte algo para comer. —Acabada la charla, Bernard se retiró un segundo, dejando a solas a uno de sus huéspedes.

Contra las reglas y limitaciones impuestas por los Chatelet, se propuso levantarse de la cama. Tambaleante se sostenía de los muebles y muros que hubiese a su paso. En el pasillo vio al fondo una puerta abierta, que se asomaba un resplandor mañanero, iluminando en gran manera el camino. La luz lo llamaba, sentía imperativo llegar a esa puerta. Al acercarse un viento refrescante hizo que sus cabellos se agitaran. Ya en el umbral, se asomó, y lo que halló compensó el dolor experimentado por las pérdidas de sus compañeros; Oscar dormida, junto a la ventana que proporcionaba a la casa de ventilación. Silencioso, procurando no despertarla se acercó a su lecho. Había recuperado el rubor en sus mejillas. Su cabello rubio como el oro reflejaba la luz vespertina de la mañana. Sus parpados cerrados, adornados por frondosas pestañas oscuras, sus labios encendidos al igual que en tiempos pasados. Sólo la sangre hacia que esa vitalidad y salud estuviera presente. Haberla cargado y empaparse de su sangre era algo que no toleraba. Una tortura en vista y tacto. ¿Qué pasaría si le hubiese permitido exhalar su último aliento? No se lo hubiese perdonado nunca. Con su brazo sano arrastró una silla a sus espaldas. Se sentó por el simple gusto de apreciarla, verla dormitar. Ésta vestía del mismo modo; una camisa blanca, probablemente facilitada por Bernard. Miró a su alrededor, entonces hubo una cosa que despertó su interés, el uniforme de la comandante, doblado en una pequeña mesa. Al parecer Rosalie en sus ratos libres se propuso a zurcirlo. Posiblemente aguardando a cuando Oscar despertase, para entregarle su ropa en buenas condiciones. Después bajó la mirada, justo al lado de la cama las botas de su ex oficial al mando. Se veían gastadas, quizás estarían en esas condiciones por las horas transcurridas en la batalla para tomar la Bastilla. De la nada escuchó un quejido. Casi asustándolo, lo hizo agitar su silla. Seguido de eso, con los nervios crispados, volvió a reparar en la mujer que dormía frente a él.

—Ahhh…—Oscar emitió un quejido de incomodidad. Su pecho se ensanchó, dando una gran bocanada de aire, para luego exhalar satisfactoriamente. Esa tremenda muestra de que sus pulmones estaban en perfectas condiciones, lo llenó de una dicha indescriptible. Inesperadamente los párpados de la mujer fueron abriéndose perezosamente. El sueño de pisar los parajes de Dios había terminado, sus ojos no estarían sellados nuevamente. En cuanto los abrió el hombre vislumbró las pupilas de un brillante azul zafiro. La mujer giró su cabeza hacia Alain, lo distinguía ya correctamente, a pesar de permanecer con los parpados entreabiertos. Al notarse observado se enderezó en la silla. — ¿Alain…? —De pronto bruscamente dichos ojos se abrieron en su totalidad, iracundos. Dominados por una ira feroz. Clavó con determinación su vista en su ex segundo al mando. — ¡¿Qué has hecho?! ¡¿Por qué lo hiciste?!

Atemorizado se levantó precipitadamente, tirando al suelo la silla. Su cuerpo paralizado, la mirada rabiosa lo había arrinconado. Intento tragar saliva, pero el nudo en su garganta no se lo permitía. Su cuerpo se tensó ante el poderío de su comandante. Había roto una petición. ¿Una promesa? No, una orden… era una orden. No había marcha atrás, pagaría muy caro la decisión que hizo a expensas de ella.

Continuará…

Aviso y curiosidades del fanfic.

Sinopsis:

Durante la batalla para tomar la Bastilla, la comandante Oscar aún sigue luchando, después de la pérdida de la persona más importante de su vida. Pero tras la caída, resulta gravemente herida, más no fallecida. Uno de sus soldados, Alain y Rosalie, no pueden la permitir la ansiada muerte de la moribunda comandante.

En esta historia se nos revela todo el escenario de la Revolución, sin embargo, visto literalmente a través de los ojos de Oscar, que murió sin el conocimiento de lo que traería su grano de arena a la causa patriótica. En este universo hipotético, se hace uso insistente de lo ocurrido anteriormente en el manga; fueran las cosas mencionadas por sus personajes, pasado, y hechos que más en adelante tendrían sus consecuencias. El dialecto barroco con sus referencias a la mitología griega, y curiosas similitudes con nuestros protagonistas. Su conexión con el manga, los recientes Gaidens y de La Gloria de Napoleón, manga dedicado al corso, que posteriormente se convertiría en el gobernante más idolatrado y recordado de Francia. El fanfic pareciera concentrado en la comandante, aunque, al contrario, comparte atención con el sobreviviente de la Guardia Francesa (Alain de Soissons), y con la familia del dueño del periódico denominado, "La Eternité" (Bernard Chatelet) (No es invención mía, en serio se llama así el periódico). Género: Drama, Romance, Comedia, Tragedia.