Capítulo 02
La desolación de la comandante.
Los días transcurridos para Rosalie diferían mucho de los de Bernard. Hasta los momentos no le había comunicado, de que habían privado a Oscar de su intento desesperado de finalizar sus horas de suplicio. No tenía idea de que habiendo perdido a un ser amado la comandante caería en el suicidio. Viéndose en la necesidad de seguir en la muerte a quien no pudo proteger. Aún con la esperanza de salvarse no era capaz de seguir viéndole color a la vida. Murmurando suplicas, llamando a André entre lágrimas. Añorando los bellos y magníficos años juntos, debido a que en espíritu se sentía unida a él… Se había acostumbrado tanto a su presencia que estaba lejos de pensar en que un día pudiese faltarle. A donde se le viera ahí se encontraba André, incluso el día en que la jovencita la conoció. En un arrebato de desesperación y hambre se interpuso en el coche que transportaba a Oscar y compañía. Sentado junto ella sin falta estaba su mejor amigo. Cómicamente para alimentar a la niña en desgracia pidió una moneda de oro a su acompañante. Descuidada de que en todo momento y lugar era necesario tener a la mano dinero. Y el lacayo, comprensivo del carácter indiferente de Oscar traía dinero para ambos. Asumiendo su trabajo de secundarla eficientemente. En eso pensaba la señora Chatelet mientras se ocupaba de preparar la comida para su esposo y huéspedes.
Temblaba de simplemente imaginar cuando llegase el momento de enfrentarla. Haberla desobedecido, con la complicidad de Alain. Se creía responsable de un asesinato, ¡¿un asesinato?! Cómplice de darle un día más de vida a la persona que le entregó un motivo suficiente para seguir adelante. Sintiéndose identificada con Alain. Más bien, no había conocido a alguien con un dolor semejante al suyo; su madre y hermana habían muerto. En la recuperación de su huésped, Bernard, típico de su sentido como periodista, indagó en la vida de Alain, no muy distinta al pasado trágico de su esposa. Era normal que se entendiesen en lo mucho que significaba Oscar para ellos. Muchas veces Rosalie lloraba a escondidas o en silencio, viéndose con las manos atadas respecto a consolar a su amada protectora, herida como nunca antes. Ayudarla a superar la pérdida de alguien tan elemental. Ellos estuvieron huérfanos en espíritu hasta que contaron con el apoyo de la comandante. Entonces oyó unos gritos en el piso de arriba. Sin querer había roto uno de los platos, Bernard por su parte trabajaba en la mesa. Escuchar los gritos y el plato lo arrancaron de su ensimismamiento. Por reflejo inmediatamente se levantó de la mesa.
— Pero, ¿qué…? ¡¿Esa voz?! —Aturdido volteó a mirar su mujer que salía tan perturbada como él de la cocina.
— ¡Es…! ¡Es el señor Oscar! ¡Ha despertado! —Exclamó asustada. No sabía que sentimiento adoptar, la alegría de escucharla, o la desazón de enfrentar su indignación. Ambos subieron las escaleras con los nervios crispados. Corrieron en dirección a la habitación de la mujer. Cuando entraron la vieron en sus cabales, acorralando a Alain que tal y como ella se recuperaba de sus heridas.
— ¡Señor Oscar! —La joven forzó a su boca esbozar una sonrisa. Se acercó lentamente a la cama, luego giró, para fijarse espantada en Alain con una mejilla golpeada. Oscar le había abofeteado. —Alain… tu mejilla.
— ¡¿Por qué, Rosalie?! ¡¿Por qué?! —La increpó la mujer con la voz rota. Sus ojos sin esperar mucho de estar abiertos habían comenzado a verter lágrimas. — ¿Me fuerzan a vivir sin él…? Sin André… Mi André… Mi pecho libre de ser blanco perfecto de la muerte. —Apretó sus puños temblorosa— ¿Cómo Dios pudo faltar a mi petición? ¿Cuantas veces no rogué porqué el fusil que lo mató no terminase lo empezado? ¡Al matarlo a él, me aniquiló a mí en más de una forma!
—Señor Oscar… yo… nosotros…—Cohibida le era difícil mirar a la ex comandante así de privada.
— ¡Lo único que les rogaba era que me dejasen ir con él! ¡André murió solo! ¡Hasta en la muerte seguiríamos al otro! ¡Murió por mi culpa! —Se llevó ambas manos al rostro, de entre sus dedos se escurrían las lágrimas. — Era lo que me correspondía… La única manera de verlo y oír su voz.
"¿Rosalie y Alain evitaron que Oscar se suicidara? Ya veo… Entonces el llanto que presencié luego de la muerte de André, era lo que Oscar haría próximamente de la toma de la Bastilla. Moriría dispuesta a seguir los pasos de André".
Bernard se mantuvo en silencio. Escrutaba las expresiones y posturas de Alain y Rosalie. Reparó en Alain especialmente que no decía palabra, apenas su rostro se mostraba tenso, sudoroso. Lo notaba apretar cuanto le fuese posible sus puños, conteniéndose de tal vez llorar como ella. No era sencillo enfrentar como tu ser más querido te amonestaba de no dejarle morir.
—Co-… comandante, un soldado no puede interponer sus sentimientos en su deber… —Contestó finalmente, con un tono de voz apagado. Su rostro empalidecido no le ayudaba en la situación de tomar el control de las cosas. —Su deber de comandante es sobrevivir…—Le costó enormemente corresponder a la potente mirada de Oscar. No era la persona que había conocido. André en parte se pudiese decir que se la llevó consigo, dejando a una mujer trastornada e impotente.
—Al diablo… un oficial también es humano. —Musitó melancólicamente, sentándose contra la cabecera, con los brazos flojos a sus costados.
—Señor Oscar… Nos-… nosotros sabemos el tipo de dolor que le embarga, sin… sin embargo, entiéndanos… muchos han muerto, mu-… muchos se han sacrificado. Usted tenía esperanza de seguir con vida. —Respondió la joven. Tartamudeando, intimidada de las reacciones explosivas de la mujer.
"Señor Oscar… ¿Cómo puedo hacerle ver que si dejase de existir esto hubiese colmado las desdichas que he vivido? Mamá, Jean, las muertes y humillaciones, las vejaciones. ¿Ahora usted? Me desgarra."
—Muchos han muerto en la labor de libertar a un país oprimido. Inclusive vidas de las cuales no necesariamente pasarán a la historia. Muchos subsisten en el olvido… el recuerdo de ellos termina incrustado en las almas de los que supieron de sus vidas. André no tenía nada que ver en la contienda. Él iba por mí, no por Francia. Al contrario de lo que la gente que le vio morir opine, de eso estoy segura. Sé de sus defectos y virtudes; entre esos es que su causa era yo… Y la mía era defender al pueblo. De todas maneras, asustado de que algo terrible ocurriera, me siguió a costa de todo. Por eso les había pedido que me dejasen ir con él… Mi objetivo era imitar a André. La vida terminó con su muerte. —Reparó a las afueras de la ventana. Oía los gritos del pueblo, París al parecer seguía convulsionada. — Fuera… quiero estar sola. —Ordenó, con un tono de lamentable resignación y dejadez.
Estos sin oponerse, ni hacer alguna objeción se retiraron en silencio. Alain a diferencia de Rosalie y Bernard pensaba permanecer a su lado, ante su tentativa Rosalie sujetó el brazo del mancebo para inducirlo a retirarse, y dejar a solas a la comandante. Tal vez el silencio y el encierro la ayudasen a superar su luto. —Alain… ven con nosotros. También precisas de descanso. Abajo te espera un plato de comida. —Le susurró, tratando de que Oscar no la oyese. Éste asintió ligeramente, para luego retirarse con la señora de la casa. Mientras tanto Oscar seguía con la vista fija en los límites del cielo, las nubes moteadas por efecto de la luz, las aves sobrevolaban en lo alto, quién sabe si mucho más cerca de lo que ella pudiese estar de André.
"La mitad de mi corazón sigue hecho trizas desde que me dejaste atrás… ¿La voluntad de Dios es que yo siga viviendo sin ti a mi lado? Te vi en mis sueños. Por un momento pude verte. Toqué tus cabellos, tus ojos que más que los míos ven la lejanía y la grandeza del universo que nos rodeaba. Te oí decir mi nombre en los jardines de Dios, el Edén. Debías estar allí... fuiste fiel y leal a mí del mismo modo que Antígona a Edipo, su padre ciego caído en desgracia. Estaba tan ciega, tan ciega de lo que pasaba respecto a la angustia en la que estuviste sumido, André. ¿André, me oyes? Perdóname… Francia me ha perdido… Me ha perdido al yo perderte a ti."
En su habitación Alain se estuvo sentado, quieto. Apretándose las rodillas con sus manos con frustración. Sus dientes se comprimían, resistiéndose a las ganas de llorar. Inesperadamente oyó el grito de un hombre, una voz de tono extremadamente grave. Muy rasposa en el fondo, prácticamente desgastada, y de todos modos estridente en la lejanía. Por curiosidad se asomó por la ventana de su habitación, daba vista a un callejón relativamente oscuro. Al alzar su vista delante suyo, la ventana de un vecino que al igual que él había asomado la cabeza. Un hombre de aspecto fornido y colosal conversaba abierta y desvergonzadamente con otro hombre. Algo inquieto por su interlocutor, que hablaba con soltura y fuerza. Como si estuviesen puertas adentro de su casa, o quién sabe si al resguardó de un monasterio, sitiado de muros de piedra. Alain detalló su aspecto, no era para nada agraciado este hombre. En cierto modo provocaba repugnancia; frente amplia, ojos pequeños, labios generosos, de barbilla partida prácticamente desaparecida por la papada, un rostro de forma cuadrada, sin embargo, esa contextura de su cuerpo era musculosa, de enfrentarse en combate cuerpo a cuerpo sería alguien de temer. Estos hombres discutían de cosas irrelevantes, pero curiosamente terminada las risas entre compañeros, el grandulón había terminado por callarse. Hasta que le oyó mencionar "club de los Cordeliers" dicho club estaba al progreso del radicalismo parisino. Estos hombres eran al parecer miembros de ese grupo radical, que probablemente se le consideraría una amenaza para aquellos que simpatizasen con los girondinos, el grupo moderado de la época.
—Danton, veámonos en el lugar de siempre, sé que eres precavido, pero de todos modos este barrio así sea silencioso y solitario, con frecuencia pasan soldados de la guardia parisina. —Sugirió el joven acompañante de aquel robusto hombre.
"Danton… Sí… me parecía haber visto en algún sitio a este hombre. Difícilmente semejante voz y aspecto saldrían desapercibidos."
—No te preocupes, que a la próxima tendré mayor cuidado, entre otras cosas tengo citas urgentes que atender, y la guardia parisina no está lo suficientemente bien equipada como para que tengan las agallas de agarrarme. —Dijo el grandulón, su expresión confiada y tono bromista disimulaban una ligera preocupación. Acabada la charla los vio retirarse en direcciones opuestas.
—La guardia parisina…—Murmuró el mancebo, al tiempo que regresaba al interior de la habitación. De allí bajó las escaleras al encuentro de Rosalie y Bernard. El señor de la casa trabajaba en la mesa. Sostenía su cabeza sobre el dorso, con rostro rígido leía para distraer su mente del revuelo en su casa. —Bernard, cuéntame de la guardia parisina. —Cogiendo una silla se sentó delante del periodista.
— ¿Guardia parisina? —Contestó extrañado, mientras levantaba su cabeza. Prestando atención a su huésped— ¿Te refieres a la guardia nacional? ¿Vas a unirte? Debido a la toma de la Bastilla el rey dio la orden de nombrar al marqués de Lafayette como comandante en jefe de la Guardia Nacional. Si te unes me temo que estarás nuevamente al servicio de los nobles.
—No estoy interesado de entrar, no obstante, no puedo renegar mis bases de soldado. Es curioso que diga esto, no tiene ni el mínimo de sentido. Además, al contrario de lo que sintiera el comandante, tomó parte en la guardia real, y en la guardia francesa por servir de algún modo al pueblo.
—Entonces eres similar a Oscar… Eres un chico extraño, Alain. —Respondió, mientras rascaba su cabeza, estirando su cuerpo en el respaldo de la silla.
—El comandante sigue trastornado y confundido. Lo entiendo, del mismo modo también padecí de una locura insoportable. Días encerrado, no deseaba aceptar la pérdida de Diane. —Explicó el mancebo con suficiencia, un poco más repuesto que hacía unos instantes.
— ¿El comandante? Querrás decir "La" comandante ¿O es que te cuesta afrontar que bajo esas ropas hay una mujer?
—Por los momentos recordar eso le causa aflicción, y los soldados por no vernos vulnerados, necesitamos separarnos de aquello que nos hace débiles.
"Hacerte recordar eso te causa dolor, así que por los momentos te trataré de un modo que no te haga sufrir. Por ahora eres el comandante."
—Terminada mi recuperación me integraré a la guardia nacional. No sirvo para otro propósito. Ser un oficial es mi destino.
— ¿Qué diría Oscar si te viese seguir sus pasos? —Bernard esbozó una sonrisa algo burlona, al tiempo que le miraba sosteniendo su mejilla sobre su palma.
—Alain, no nací para que me siguieras. Nací al igual que tú por ejercer mi libre albedrio… Eso hubiese dicho el comandante.
Rosalie los escuchaba desde la cocina, su mirada se mantenía fuera de ese espacio, a duras penas escuchaba la charla de Alain y Bernard. Ocupada revolviendo una cuchara en la cacerola, con unos ingredientes que por suerte y por ayuda de amistades pudieron conseguir. No hacía mucho una familia había sacrificado la última gallina que les quedaba. Entregándoles a sus amistades algunas piezas del animal. Rosalie y Bernard tuvieron la suerte de ganar las patas, que ahora se cocían haciendo un consomé para la sopa, que anteriormente hubiese sido agua.
"Hablamos de ella como si estuviese muerta. En efecto, el señor Oscar que conozco habría pronunciado esas palabras. André prácticamente se la ha llevado con él… Sea mujer, sea hombre, sea quien fuese, así es el señor Oscar que amo profundamente. Bernard no comprende a que se refería Alain, pero yo sí… Debo hallar la manera de revivirla."
— ¡Alain! ¡Bernard! —Exclamó alegremente con la cacerola en sus manos. — ¡La sopa está lista! ¡Ayúdenme a preparar la mesa! — Colocó la cacerola en la mesa, en el centro de la pequeña sala. — ¡El señor Oscar estará hambrienta! ¡Le llevare su comida! —Emitió una risita levemente nerviosa. Ambos hombres se miraron inquietos. ¿Aceptará el alimento? Rosalie se propuso a llevar en una charola la comida. Subió las escaleras con aprensión, insegura de si Oscar comería por el bien de su salud. Al acceder a la recamara la encuentra recostada en la cama. Apegada a la ventana. Mirar el cielo le dejaba una especie de consuelo, imaginando los lugares perfectos y maravillosos del reino de Dios. Concibiendo a las aves como mensajeras de su amargura. Prestas a transportar sus lágrimas y lamentos a la persona que creyó ser su sombra. Se percató de una lágrima, que bajaba errante por la roja mejilla de la comandante. —Señor Oscar, le he… le he traído comida. Debe comer, necesita alimentarse. —la comandante no contestaba, se encontraba ausente. Ni había oído que Rosalie le hablaba. —Está delicioso, procuramos que tuviese un sabor agradable. Yo estoy acostumbrada, pero es diferente de alguien que no come del mismo modo que nosotros.
—No deseo comer… Rosalie, por favor, déjame. —Murmuró aun concentrada en la ventana.
—Señor Oscar, por favor, necesita comer. André, no querría verla demacrada en salud. Y una familia ha hecho el sacrificio de regalar su última gallina a sus amigos. Muchos mueren de hambre. Considere el sacrificio. Coma, se lo ruego… No tiene idea de lo que sentí cuando tropecé débil, y con anemia con su carruaje. Sin nada que llevarle a mi mamá. ¿Lo recuerda? Usted y André me ayudaron. —Confesó con la voz quebrada. Sus ojos estaban tentados de llorar. — ¡Se lo imploro! ¡Coma!
—Rosalie… —Girando su cabeza repitió el nombre de la joven con pesadumbre.
"Los días, sean dos o tres, comiendo escasamente. En este caso simplemente nada… Acusarte de llorar de algo tan insoportable hubiese sido lo más cínico que haya dicho. André, ¿Qué se sentirá esa desesperación por el alimento? En ninguno de los años de nuestra tierna infancia nos ha faltado algo tan fundamental. La moneda que me prestaste no era una gran deuda de la que preocuparme, sin embargo, para otra persona fue la prolongación de su vida. André… ¿Qué puedo hacer? Sigue el dolor, quiero cerrar los ojos y no despertar. Que al abrirlos pueda verte. Que me reconfortes como acostumbrabas. Ahora estoy en un limbo entre la vida y la muerte. Tus ojos relucientes como el roció, ese día, cuando moriste, jamás me habías mirado como lo hiciste esa última vez. Quiero verte mirarme con esa intensidad y pasión, parecida al día que moriste. De todas maneras, Dios me encadenó a la vida, que es el vacío que ahora siento. Deseo extinguirme, estoy por apagar la llama del espíritu que conociste. Estoy obligada a sobrevivir otro día sin ti…"
—Está bien, Rosalie… comeré la sopa. —Accedió al sentirse derrotada, no era inmune a las lágrimas de la dulce niña, que para su vida era una brisa fragante de primavera. La jovencita por no presionarla se retiró, aguardando a que terminara. Por si la presión de sentirse vigilada la indujese a no probar bocado.
-o-
No pasaron muchos días para que Alain por causa de su carácter indómito, saliera a espaldas de sus anfitriones y nuevos amigos a recorrer las calles. Habrían sucedido muchísimas cosas importantes en los días de su inconsciencia. Lo que veía no auguraba que las cosas fuesen a mejorar; la hambruna continuaba creciendo en gran medida, los vagabundos no se reducían. En su recorrido estuvo presente como un comerciante era atracado por varias personas. Hambrientos desconocían de la piedad. De estos humanos quedaban los estragos del odio ponzoñoso y el hambre, convirtiéndoles en seres primitivos. Capaces de cualquier artimaña y barbaridad por la subsistencia. Mirarlos causaba pena y asco en lo que los habían convertido los nobles. El burgués aprovechando la distracción por las piezas de su ropa, corrió despavorido. Escapando cuán lejos le fue posible de los famélicos. Unos rasgaban la chaqueta rebuscando en su interior un objeto de valor. De pronto el grupo de gente se trastornó por algo en especial.
— ¡Oro! ¡Miren! ¡Botones de oro! —Contempló fascinado por la diminuta pieza del traje en su mano, ahora hecho andrajos.
— ¡¿Que dijiste?! ¡¿Oro?! —Exclamó una mujer harapienta, que tras de Alain a unos pasos buscaba comida de los basureros, en las afueras de los locales de comerciantes— ¡Fuera de mi camino! —En el intento por robar el oro embistió al mancebo, que por evitar una horrible caída se sostuvo del muro del callejón. — ¡Dámelo! ¡No sabes el infierno que he vivido!
— ¡Lo encontré yo, vieja bruja! —Egoísta y viéndose sólo a sí mismo, se apartó de ella, estirando su brazo, protegiendo su botín. Enojada la mujer fue más directa al desafiarlo.
— ¡¿Así?! —En el intento por arrebatárselo la mujer mordió el dedo pulgar del hombre. El filo puntiagudo de sus dientes rotos, abrieron una herida en la mano del vagabundo. — ¡Ahora es mío!
— ¡Ahhh! ¡Maldita seas, vieja! Mi… ¡mi mano! —Gritó sumido en cólera. De la rabia por la herida abierta, tomó una botella no lejos del basurero, de un movimiento veloz la estrelló en la nuca de la vieja pordiosera. El poderoso golpe al instante de impactar terminó con la miserable vida de la pobre mujer. Su cuerpo inerte y sin vida frente a los atónitos ojos de Alain. Hacia unos instantes se hallaba con vida. La escena retorcida acortó el ritmo de su respiración.
— ¡La has matado! —Exclamaron los vagabundos al unísono. De todos modos, ese instante de sensibilidad e inconsciente temor a Dios no duraría lo suficiente. Posteriormente antes de que llegasen más testigos recogieron las piezas del traje y todo lo que se le considerase valioso. No prestaron atención al joven de ropas maltratadas que retrocedía atemorizado.
— ¡Oye! ¡No te atrevas a decir nada de lo ocurrido! —Le advirtió el asesino. Esperando que de algún modo no fuese delatada su fechoría. — ¡Era una anciana lunática! ¡No es de importancia! ¡¿Oíste bien?! —Alain asintió mecánicamente. Sus ojos se dirigían despectivos al homicida.
"En eso nos han convertido; en criaturas rastreras, distintas a esa persona. ¿Comparar la infancia desgraciada e inmunda que he pasado con esos cabellos tan brillantes como esos botones de oro? Si bien ya ni debería impresionarme estos escenarios. No es la primera vez que he visto esto..."
Ya a solas se vuelve a mirar lo que fue una vez una indefensa mujer. Quizás sin una familia. Desventurada viviría de las sobras de otros. Compasivo se arrodilló a cerrar sus párpados cansados de días de tormento.
"¡Alain…! ¡¿Que has hecho?! ¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿Por qué?! ¡¿Te das cuenta de mi pena?! ¡No tenía objeto la extensión de mi vida sin André en ella! ¡No me entienden! ¡¿Cómo van a entenderme?! ¡A partir de hoy han mancillado mi voluntad! ¡Ustedes! ¡Tu voluntad y la de Rosalie sobre la mía!"
Rememorar los gritos de Oscar, después de descubrirse viva laceraba su moral. Una mujer joven anhelando la muerte contra una anciana rebajándose por vivir, eran paradojas irónicas. Difícil explicar esas realidades, una opuesta de la otra. Tampoco podía cuestionar los motivos de Oscar, para ella el amor era esencial, normal en un ser humano, sin él es un alma que espera impaciente el momento de que su cuerpo expire. Pensaba eso de camino de vuelta a la casa de los Chatelet. Acercándose a la entrada advirtió a un hombre hablando en el umbral del edificio con el periodista. Aparentemente un mensajero, que le entregaba una carta que Bernard leía con rostro disconforme, frunciendo el entrecejo. Rosalie al contrario se le notaba turbación. De lo que podía estar seguro era que no se trataba de Oscar, sin embargo, optó por seguir por otro camino. Regresaría luego, de cualquier forma, averiguaría el malestar de su amigo. Hizo un rodeo por un local que alguna vez fuera una panadería. El dueño recientemente había sido asesinado por descubrirse mezclando la harina del pan con aserrín. Un modo despreciable de ahorrar la escasa harina que llegaba al establecimiento. A causa de la grave crisis de los cereales, como resultado su pan era demasiado fibroso y duro para los niños del barrio. Muchos fallecidos casi instantáneamente después de padecer un dolor estomacal insoportable, por la harina improvisada. Justo al lado de los vestigios de la panadería estaba una herrería. El herrero fundía y reciclaba todo lo encontrado delante de la Bastilla. Unos traían las herraduras de los caballos muertos en acción, otros, armas y utensilios, que habían sido usados como tal. Un muchacho bajaba de una carreta con una enorme caja de madera. En dicha caja consiguió distinguir muchas armas apiladas, unas cuantas rotas, pero una en particular llamó su atención.
"¡La… la espada del comandante!"
— Arnaud ¿Qué traes ahí? —Vio a un hombre grande y corpulento llamar al muchacho. Se secaba su frente sudorosa con un paño sucio de hollín, saliendo del interior de la herrería, acercándose al joven que hechizado se sentó en la carreta a apreciar la tan garbosa espada. — ¡Que pieza! ¿Se puede saber dónde la encontraste?
—La hallé frente a la Bastilla, señor… ¿A quién habrá pertenecido? ¡Brilla como una joya!
—Es una espada hecha para un noble aristócrata. ¡Su dueño estará pudriéndose quién sabe si bajo un puente! —Dijo un trabajador que bajaba del carretón las espadas y herraduras que sin duda se derretirían en el fogón. — ¡Si perteneció a un noble, debe ser la primera en el fuego!
—No. Me gustaría quedármela. ¡La encontré yo…!—horrorizado de la idea de derretirla el muchacho la abrazó.
— ¡Muchacho estúpido, de nada te servirá! ¡Lo recomendable es derretirla para sacar un buen dinero de ella! —Le amonestó su colega, que para expresar el valor del material, hizo un gesto de frotar la yema del dedo pulgar en los cuatro dedos restantes de su mano.
—Hmmm… ¡No! ¡Espera, Ciprien! —Intervino el dueño, tomando la espada con delicadeza de su aprendiz — ¡Creo que la empuñadura está hecha de oro!
— ¡Entonces no podemos derretirla! —La sujetó el joven nuevamente de las manos de su patrón, desenvainándola al tiempo que jugueteaba pasándosela de mano en mano.
—Al contrario, muchacho, ¿de qué sirve conservar el metal de la hoja? ¡Podemos hacernos del oro de la empuñadura! —Insistió Ciprien mientras brutalmente le arrebataba a Arnaud la delgada espada de sus manos. Por el acto abusivo Alain se propuso a recuperar la espada. Un objeto tan importante que incluso en una oportunidad casi cortaba su garganta, emparejada por su propia espada. Una forma realmente inusual de tomarle cariño a un objeto.
— ¡Alto ahí! —Exclamó Alain, cruzado de brazos y plantándose frente a los tres hombres. —Esa espada no les pertenece. ¿Además no están muy grandes para pelearse por un juguete? ¡Esa espada no está acostumbrada a estar en las manos de indignos!
— ¿Qué? ¿Acaso es tuya…? — Respondió con arrogancia, repasando de los pies a la cabeza la apariencia y contextura del mancebo, no aparentaba ser otra cosa que un hampón corriente—¿Qué es lo que te hace merecedor y diferente de nosotros? No tienes aspecto de ser rico de cuna, muchacho, lo más viable para esta espada es darle de comer a los hambrientos.
— ¡¿Yo?! —Escandalizado y jocoso por su burla golpeó su rodilla, para enseguida señalarse con el dedo índice —¡¿Yo dueño de esa espada tan lujosa?! Una escoria de mi posición antes la hubiese vendido como ustedes. Los entiendo. Tuve amigos que junto conmigo vendieron sus espadas por otro día de comida. —Mencionó nostálgico. —De cualquier modo, esa espada tiene un valor superior al monetario. Necesito que me la entreguen. —Extendió su mano— ¡Su dueño lo crean o no está vivo!
— ¡Lo que nos dices nos da pie a no entregártela! —Retrocedió Arnaud, apretándola en sus manos.
— ¡Si se los estoy diciendo, es que su dueño sigue con vida! ¡No tienen ningún derecho!
— Si sigue todavía con vida que venga por la espada. ¡No somos ingenuos! — De pronto girando sus ojos un aire en cáustico Ciprien insinuó — De igual manera, esté o no delante de nosotros no lo creería. Necesitarías una prueba realista.
—No tengo modo de probárselos, sin embargo, esa espada me conoce, ya me ha herido una vez. Les aseguro que su filo es terrible, claro, si está en las manos adecuadas. —Socarrón hizo ver a los ignorantes el gran contraste que había entre el aprendiz del herrero y la espada. Enfadado por las burlas y provocaciones del supuesto hampón, el fundidor se dirigió al primero que encontró el arma.
—Arnaud, es tu espada. ¿Te molestaría si hago callar a este insolente? —Preguntó comprimiendo lo más que podía su furia.
—No, Ciprien lo callaré yo… jamás he tenido nada de lo cual vanagloriarme. Una espada tan reluciente como una corona era una simple ilusión para alguien de mi calaña. —Sujetó la empuñadura de las manos de Ciprian. —Soy el hijo de un soldado caído en desgracia, mi padre murió de lepra, él alucinaría si viera a su querido hijo con una espada tan brillante como el carro de Apolo.
— ¡Escoge tu arma, bellaco! — Le retó Ciprien, al tiempo que arrojaba a los pies de Alain un grupo de espadas. La mayoría gastadas y rotas a la mitad.
— ¡Escogeré esta! —Indicó, después de seleccionar una espada que estuviese en condiciones para enfrentar a la de su comandante.
"¡Necesito recuperarla! ¡El lugar donde pertenece es a las manos y la cintura del comandante! ¡Les demostraré a estos necios que tengo talento además de valentía!"
— ¡Pronto verás hablador! ¡El hijo de ese soldado muerto por la lepra sabe defenderse! —Ambos se habían puesto en posición de combate.
—Me recuerdas lo pedante que fui alguna vez… con unas buenas bofetadas me quitaron lo hablador. —Desenvainó la espada roída por el óxido. Los hombres no imaginaron que en verdad iba a luchar por una simple espada. ¿Exponer su vida por un objeto? ¿Qué tan indispensable era para impulsarle a disputársela con desconocidos? No dudarían en matarlo. ¿Más importante que su supervivencia? El dueño y el fundidor se apartaron de los contendientes, pendientes de los movimientos de Arnaud y Alain. Por supuesto, no sabían nada de las reglas de la esgrima, no obstante, contaban con Arnaud para debatirse por ella. Ciprien lentamente se dirigía disimuladamente al interior del establecimiento, aprovechando la distracción del momento. Alain aguardaba a que su rival comenzase la pelea, pero el tan esperado ataque demoró en venir, debido a que, por lo general, habría sido el joven en comenzar la pelea por ser el retador.
—Bien… me parece que no sabes absolutamente nada del tema chico, el soldado muerto por la lepra tiene un hijo muy indeciso, además de descuidado. ¡Para hacértelo sencillo comenzaré yo...! —Dio una rápida estocada a su contendiente, el muchacho un poco desorientado se vio tomado por sorpresa de la agilidad de Alain, por unos centímetros hubiese sido atravesado por la hoja gastada.
— ¡Ahhh! ¡Eres un maldito! ¡No esperaste a que estuviese preparado! —Protestó, al tiempo que torpemente esquivaba la hoja, la espada de oro por su parte apenas y era sujetada, pero no empleada en su defensa. Entonces finalmente consiguió equilibrar su cuerpo al de su contrincante, da un paso sorpresivo mientras la punta de la hoja buscaba agujerear a Alain.
— ¡No te dejes vencer, chico! ¡Este farsante lo que busca es confundirte! ¡Recuerda lo enseñado por tu padre! —Le habló su patrón, que por amplificar su voz ahuecaba las manos en torno a su boca.
— ¡Me he propuesto a recuperar la espada, y no me iré sin ella! —La espada en su mano daba choques estridentes contra la de Oscar. Le costaba admitirlo, pero el chico rápidamente se recuperaba del lamentable comienzo del duelo.
"¡Esto no está prosiguiendo con buen pie, debo recuperarme! ¡¿El mejor espadachín de la guardia francesa derrotado por un mozo?!"
Arnaud hacia retroceder a Alain de forma alarmante. ¿Los días postrado en una cama le quitaron habilidad? ¿Cómo sería posible que no luchase como antes? Repentinamente Arnaud logró en un intento por cortar un brazo rasgar parte de la tela de la manga del mancebo, las ventajas aumentaban al pasar los minutos.
"Se queja mucho del que yo sea una mujer, pero… ¡¿Hay alguno entre ustedes que sea tan fuerte como yo…?!"
Perder bajo un jovencito incluso se vería ofensivo para Oscar, que una vez se vio en apuros por Alain. No sería capaz de verla a los ojos si tuviese la osadía de ser vencido estúpidamente, más aún cuando hacía el intento de recuperar un bien valioso para él y la comandante. La primera vez que se vio derrotado y puesto en cintura por ella. Frunció su rostro decidido a concluir el duelo.
"¡¿Yo que una vez te puse en aprietos vencido por este niño?! ¡Ambos sabemos que, de ser derrotado, te derrotarían a ti también!"
Esquivó hábilmente la espada de oro que esta vez iba dirigida a su estómago. Arnaud sorprendido perdió parte de su concentración, el sudor se escurría de su frente a sus parpados agotado, ¿Cuánto tiempo aguantaría? Entonces ocurre lo que Alain esperaba; el chico se vio distraído por una gota salada que se coló en su ojo, instintivamente su mano acabó por traicionarlo, enjugándose el ojo. Gracias a ese tremendo error Alain consiguió desequilibrarlo, y de una estocada a su brazo lo indujo a caerse en la caja donde habían apilado las armas obtenidas frente a la Bastilla.
— ¡Se acabó! —Tan agotado como el aprendiz, apuntaba con la hoja de su espada directamente al pecho del mozo, ya derrotado. Inclinándose recogió del suelo la espada de oro y jade. —Soy el vencedor… y por ser el vencedor, reclamo mi premio. —A pesar de mirar en distintos ángulos la espada, no dejaba la guardia baja.
— ¡¿Que vas a hacer?! ¡Me heriste! ¡¿Te marcharás sin cumplir de matarme?! —desplomado en la caja de madera el aprendiz apretaba su brazo, con un corte casi perfecto. Anormal viniendo de una espada gastada.
—No voy a matarte, chico, mi propósito no era ese…—Mantenía la vista fija en el muchacho. Su patrón por otra parte observaba perplejo, muy cobarde como para enfrentar a un experto duelista.
— ¿Tan fácil piensas irte? —Dijo Ciprien que emergía del interior del local, sujetaba algo con un tono anaranjado, a medida que se acercaba, Alain distinguía con mejor claridad una espada con la hoja al rojo vivo. Al parecer aprovechando los minutos que Arnaud entretenía a Alain calentaba una de las espadas en el fogón. —No te dejaré irte sin que tengas contigo un recuerdo de nosotros…
— ¡Vaya… entonces desconfiaba del chico! —Contestó desconcertado. Trataba de disimular sus nervios crispados por el plan radical y desesperado de Ciprien de conservar el sable.
"¡¿Pretende atravesarme con ese metal incandescente?!"
— ¡Sentirás tu carne en brazas ardientes si te niegas a devolvernos la espada! ¡No estoy bromeando! —Lo apuntó malévolo con la espada candente. Lleno de ansias de alcanzar el pecho del ganador.
—Oblígame…—Demostrando que la amenaza no lo intimidaba, se preparó para recibir la pavorosa hoja.
— ¡Te mataré, maldito rufián! —En su arranque de cólera corrió a atacarlo, moviendo el sable de maneras precipitadas e imprecisas, pero como bien sabía, probablemente tuviese un golpe de suerte del cual cuidarse, al igual que Arnaud. Una de las veces la hoja caliente casi quemaba el rostro del sargento, a tan sólo unos centímetros, percibía el nivel de calor. Ciprien no bromeaba al decir que de ser tocado por esa punta parte de su piel se adheriría a la hoja. Pendiente de evadirla, nuevamente la hoja dio un golpe estridente contra el muro, justo detrás de Alain. Forzosamente giró sus ojos y observó al caballo de la herrería, retrocedió cada vez más hasta estar bastante cerca de la bestia de carga. El hombre fuera de sus cabales y de la lógica atacó sin importar el resultado, por reflejo o por suerte de no caerse de espaldas alcanzó a esquivarlo. De repente, se oyó un chillido ensordecedor, el caballo relinchando presa de un dolor punzante. Ciprien espantado sacó del costado del animal la espada caliente ahora empapada de sangre. —¡No! —Inmediatamente cayó muerto, asesinado por su dueño. — ¡¿Ves lo que me has hecho hacer, maldito?! ¡He matado a mi yegua! —Arrepentido se arrodilló a recoger la cabeza del animal muerto del suelo, que mantenía todavía la boca abierta.
Esbozando un leve gesto de pena en su cara, y por haber estado obligado a protegerse con un animal inocente, crítico, el sargento se dirigió al fundidor.
—Preocupado porque no me llevase una espada has perdido a la bestia que transportaba los materiales para tu trabajo. Trabajo que te da de comer, ¿No es así?
— ¡Tú…! ¡Te mataré! —Dicho esto y apartándose del cadáver, ciego por la cólera se abalanzó contra él. Sin embargo, cuando se creía estar cerca de herirlo, el mancebo lo sorprendió, interceptando su espada con la gastada, para después hundir la de oro en su abdomen. —Ahhh…—Agitado, y con la afilada hoja en lo hondo de su tripa, el fundidor bajó la vista boquiabierto. Pero al hacerlo, los músculos comprimieron más la espada. Colocando ambas manos en su estómago tosió sangre, en lo que duraba el sargento en separar la hoja. Así el prejuicioso hombre cayó de espaldas al suelo duro.
—La espada es mía… te dije que no quería luchar, me obligaste a protegerme por el medio que fuera. —Murmuró ausente de emociones, luego reparó en el herrero que sostenía por los brazos al mozo, horrorizados del cadáver de Ciprian. Airado los increpó. — ¡Él ganó la muerte! ¡Les advierto que, si se atreven a seguirme o atacarme, los mataré sin contemplaciones! — Con el pecho pesado se retiró del sitio. Donde reinaba el hambre no existía la moral y la piedad, consciente de ello, esto no le hacía sentirse satisfecho. De camino a casa de los Chatelet con un paño limpiaba la espada de Oscar de la sangre. La envainó pendiente de no alarmar a los transeúntes. Frente a la casa de Bernard y Rosalie dio varios golpes a la puerta, unos pocos minutos pasaron para que se abriera de par en par, siendo recibido por los esposos alterados y jadeantes.
— ¡Alain! —Exclamaron al unísono, ansiosos de asaltarlo a preguntas.
— ¡Nos tenías preocupados! ¡¿Qué diablos hacías afuera?! —Le reprochó Bernard fuera de sus casillas, similar a un padre angustiado.
— ¡No te has recuperado totalmente! ¡Preguntamos a los vecinos, pero no hallaban decirnos de tu paradero! —Explicó la señora agitada, entonces repasándolo de cuerpo entero se percató del desgarrón en su manga. — ¡¿Que te ha ocurrido?! ¡Tu brazo! —Espantada revisó el cuerpo del mancebo.
— ¡Es verdad! ¡¿Cómo te hiciste ese jirón?! —Agarrando con firmeza el brazo de su amigo lo examinó —Qué curioso, no tiene nada. Falsa alarma, Rosalie…—Lo soltó aliviado, casi tirando el miembro como si no importase en lo absoluto.
— ¡¿Cómo te lo hiciste?!
—Luego les explicaré, primero deseo ver a la comandante… —Su huésped vencido de cansancio dio un suspiró exhausto. Entró a la casa para subir las escaleras al piso de arriba, caminando por el pasillo buscó ansioso la recamara. Abriendo la puerta encontró a Oscar sentada en su cama sin ningún cambio, viendo hacia la ventana. —Comandante…—La llamó inquieto.
— ¿Alain? —Giró su cabeza hacia él— ¿Dónde estuviste? —Lo interrogó autoritaria— Habías preocupado a Rosalie y a Bernard. No puedo decir que no me preocupases también.
"¿Le preocupe? Si es así, de algún modo conserva a la comandante de antes..."
—Le traigo esto…—Tenuemente sonrió, tratando de no inmutarse mientras colocaba frente a Oscar la espada que creyó perdida. Al principio reparó con rostro neutro en el objeto, pero luego, una fina y rubia ceja se arqueó ante el presente.
—Mi espada…—Murmuró.
Continuará…
