Disclaimer: Este relato es un fanfiction inspirado en dos de las grandes obras de la genial Stephenie Meyer. Todos los personajes correspondientes a las novelas The Host o Twilight, pertenecen a su autora y tiene plenos derechos sobre ellos. El resto es mera invención mía.
Disclaimer cultural: Este relato toma prestados retazos de las leyendas de los nativos americanos quileute (de manera diferente a la obra de Stephenie Meyer, he ahondado más en otros aspectos de su historia y su mitología) y los ojibwa (que viven tanto en Canadá como en Estados Unidos). Sirven únicamente como referente narrativo dentro de esta ficción y como giro argumental. Por tanto debo remarcar que su fidelidad está claramente en contradicho con la realidad cultural de sus creencias. Si queréis saber más del rico y fascinante pasado de las primeras naciones investigad por vuestra cuenta.
Nota aclaratoria (¡y prioritaria!) del Autor: Este relato no es técnicamente un crossover entre los fandom de Twilight y The Host, (Por lo que he decidido publicarlo estrictamente como un fanfic del primero) si no una reinvención de la historia de Bella Swan, que comienza con su exilio autoimpuesto en Forks, DENTRO del "Meyerverso" de los alienígenas de The Host.
Es decir, en lugar de pálidos vampiros sedientos de su sangre, manadas de hombres lobo calenturientos y descamisados y Vulturis con ansias de poder y más poder; hay pacíficas almas, buscadores al acecho de amenazas, agencias secretas del gobierno, avistamientos de naves extraterrestres, teóricos de la conspiración y una invasión alienígena que va avanzando silenciosamente cambiando a cada habitante del planeta, hasta que alcance ese rinconcito del estado de Washington pasado por agua del que tanto hemos leído.
El elenco principal de personajes de Twilight (la familia de vampiros vegetarianos de los Cullen, el aquelarre de los nómadas y demás chupasangres variopintos) no puede existir como tal dentro de la trama, pues sus integrantes pertenecieron a épocas muy diferentes en sus respectivas vidas, pero sus reencarnaciones contemporáneas serán introducidas en la historia con otro papel clave muy perturbador.
Así mismo, la familia Stryder (Melanie, Jamie, Sharon, Jeb, Maggie y Trevor), Jared Howe, los hermanos O'Shea y el resto de los habitantes del refugio de Picacho Peak no aparecerán en este relato, pues todos los eventos descritos en The Host tendrán lugar posteriormente. Para que os hagáis una idea del margen de tiempo, la saga entera de Twilight abarca, según la guía oficial ilustrada, desde el día 17 de enero de 2005, hasta el 31 de diciembre de 2006; Mientras que The Host carece de cronología y lo ubiqué ad hoc entre el 18 de agosto de 2012 y el 18 de noviembre de 2013. Inicialmente sólo dos personajes, que fueron introducidos en el epílogo (Continued), aparecerán: el alma que se volvió nativa, Burns Living Flowers y la (futura) líder de una de las células rebeldes de humanos, Abigail «Gail» Rouse.
Muchos de los personajes que aparecían como meros conductores de la trama o actores de fondo (como Billy Black, los alumnos y profesores del instituto Forks y los demás residentes de La Push y de Forks) tendrán un papel más implicado en la historia pues el componente argumental que los mantenía siempre en segundo plano ha sido excluido.
La mayoría de los acontecimientos y localizaciones descritos en el libro de Twilight aparecerán reflejados de manera análoga en Aurora, otros serán del todo trastocados o parodiados, unos pocos serán necesariamente eliminados y otros nuevos directamente no tienen correlación alguna porque nunca tuvieron oportunidad de existir, debido a que Stephenie Meyer empleó muchas elipsis para abarcar períodos arbitrarios de tiempo.
Varias de las escenas y conversaciones serán remendadas dentro de la historia por razones que serán obvias para el lector, pero que prefiero aclarar desde el principio en esta nota: la dinámica entre los personajes de Bella y Gail está mucho más próxima al terror psicológico, el thriller policíaco amateur y la sitcom estudiantil, que el dramón romántico, trágico y sobrenatural que se lía entre Bella y Edward.
Los títulos de todos los capítulos seguirán el mismo arquetipo que en la novela (en inglés) The Host, es decir, serán constituidos por palabras en participio pasado. Y un poema de introducción de la autora May Swenson aparecerá a continuación.
Segunda nota aclaratoria (que podéis ignorar) del Autor: Al contrario que muchos fans incondicionales de Stephenie Meyer (me he leído todo y compré casi todos los libros en formato físico, inclusive «La segunda vida de Bree Tanner» y el tan esperado «Sol de Medianoche», así como la novela de «La Química» que me encantó. Y seguro me apuntaré a cualquier otra cosa que escriba en el futuro, ya sea próximo o lejano, que llegue a editarse en castellano) comencé justo al revés que el resto:
Primero vi en 2013 la película The Host por un error de título con otra película de origen Coreano y me enganchó por la brillante actriz Saoirse Ronan, que ya había visto en Hanna y Ciudad de Ember. Después leí la novela The Host y me fascinó tanto por el cuadrilátero romántico como todo el marco de ciencia ficción (más modesto y simple, pero extrañamente coherente e innovador) y las mentes compartidas. Seguidamente leí la saga entera de Twilight por curiosidad, a pesar de que muchos me dijeron que era un bodrio, pero no salí decepcionado y realmente me quitó el mono de Meyer. Sin embargo, hasta más de una década después (Noviembre de 2024) no vi las películas porque todo el mundo decía que eran pésimas (sólo concuerdo con esa opinión con la primera, que daba vergüenza ajena, no con el resto en el que hicieron una adaptación progresivamente más lograda, hasta un digno colofón final… ¡No voy a hacer spoiler!), por lo que la imagen mental que siempre he tenido de los personajes de las novelas no la tuve contaminada con la actuación de algunos de los actores.
En este relato quiero dar una vuelta de tuerca al personaje de Bella Swan (que a menudo ha sido descrito como una «mediocre damisela en apuros») en un mundo muy diferente: Donde los seres humanos, como ella, son la criatura más peligrosa que existe.
Sinopsis
Cuando Bella se muda a Forks, una pequeña localidad del estado de Washington donde no deja de llover, piensa que es lo más aburrido que le podría haber ocurrido. Pero su vida da un vuelco cuando empieza a desentrañar un oscuro misterio, detrás de una serie de acontecimientos extraños, que parecen girar en torno a una joven llamada Gail.
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Sangrar
Deja de sangrar, dijo el cuchillo
Lo haría si pudiera, dijo el corte.
Deja de sangrar, ¡me estás manchando con esta sangre!
Lo siento, dijo el corte.
¡Para o me hundiré aún más profundamente!, dijo el cuchillo.
¡No!, dijo el corte.
El cuchillo no dijo que no podía evitarlo, pero se hundió más.
Si tú no sangraras, dijo el cuchillo, yo no tendría que hacer esto.
Lo sé, dijo el corte, sangro muy fácilmente, odio no poder
evitarlo, desearía ser un cuchillo como tú y no tener que sangrar.
Mientras tanto dejes de sangrar, lo conseguirás, dijo el cuchillo.
Sí, tú estás hecho un desastre y hundiéndote más, dijo el corte, habré de parar.
¿Te has parado ya?, dijo el cuchillo.
Casi he parado… creo.
¿Por qué tienes que sangrar desde el primer momento?, dijo el cuchillo.
Por lo mismo, quizás, que tú tienes que hacer lo que tienes que hacer, dijo el corte.
No soporto la sangre, dijo el cuchillo, y se hundió más.
Yo lo odio igual, dijo el corte, sé que no eres tú, soy yo.
¡Tienes suerte de ser un cuchillo, deberías de estar encantado!
Demasiados cortes por aquí, dijo el cuchillo,
son asquerosos, no sé, como se soportan entre ellos.
No se soportan, dijo el corte.
¡Estás sangrando otra vez!
No he parado, dijo el corte.
Mira, estás saliendo, ahora que mi sangre se está secando
se desprenderá y estarás otra vez limpio y reluciente.
Si los cortes no sangraran tanto, dijo el cuchillo, con tan poco.
Pero entonces los cuchillos se embotarían, dijo el corte.
¿No estás sangrando ya?, dijo el cuchillo.
Espero que no, dijo el corte, creo que sí,
pero sólo un poco… quizás, sólo un poco, ahora ya no puedo parar.
Siento un poco de humedad todavía, dijo el cuchillo, hundiéndose y saliendo un poco.
Quizás un poco más sería suficiente, dijo el corte.
¡Ya está bien, déjalo! ¿Ya te sientes mejor ahora?, dijo el cuchillo.
Creo que tengo que sangrar… para sentir, supongo, dijo el corte.
Yo no… yo no tengo que sentir, dijo el cuchillo, secándose y retornando su brillo.
MAY SWENSON
...
PRÓLOGO:
No buscada – Unwanted
La muchacha humana se llamaba Abigail Rouse, como todo lo demás en su vida desde que había llegado al pueblo más lluvioso de los Estados Unidos, haría casi tres años, era una mentira a medias. Una mentira necesaria que le había procurado seguridad, pero que le inquietaba a cada hora, a cada día y a cada semana, haciéndose sentir a veces como una alienígena en el que todavía era su propio planeta.
Esa ironía a menudo le arrancaba una sonrisa desdeñosa que nadie lograba descifrar.
Las diferentes facetas de su caleidoscopio particular de engaños y embustes (su partida falsa de nacimiento con un nombre, fecha y edad erróneas, su número hackeado de la seguridad social, los papeles legales de acogida por parte de Burns, su expediente criminal sellado por un juez corrupto y debidamente extraviado del lugar en el que debía de haberse quedado e incluso su solicitud de matrícula en el instituto, entre otros muchos detalles menores que ya habían solventado) se podían resumir en una sola frase:
Abigail se había instalado en Forks para tener una larga vida y un futuro por adelante.
Una frase que era mentira de principio a fin.
Al comienzo le había parecido descabellado el plan de Burns de esconderla en este pueblecito que estaba en las quimbambas. Pero debía de admitir a regañadientes que había dado resultado, no había vuelto a encontrarse con ninguna alma (exceptuándole a él, por supuesto) en Forks ni en los pueblos situados en los alrededores. Era como si la lenta invasión que estaba acaeciendo hubiera pasado de largo este rinconcito de tierra situada en las laderas del Parque Nacional Olympic.
Abigail había analizado esa incoherencia desde un punto de vista estratégico o, al menos, desde el punto de vista estratégico de las almas. Forks era lo que se podía considerar un objetivo duro en comparación con otras ciudades que estaban siendo ocupadas. Era una comunidad muy pequeña, apenas 3120 habitantes según el último censo al que ella había podido echar mano, y toda su población estaba mucho más concentrada e interconectada de lo habitual. Cualquiera advertiría de inmediato una conducta anómala de sus vecinos, familiares o allegados, aparte de que los chismorreos casi viajaban a una velocidad que superaba la de la luz.
Ella además suponía que no compensaba los riesgos de una infiltración a gran escala, pues el emplazamiento de Forks no era clave. Estaba muy lejos de las confluencias de carreteras importantes y de fronteras interestatales. El único atractivo que se le podía atribuir era de enclave turístico para dos nichos opuestos: los naturalistas que venían a disfrutar de la rica diversidad de especies animales y vegetales, incluyendo una ruta para la observación de la migración de las ballenas. Y aquellos que, por el contrario, acudían de todo Washington a los cotos regulados para regocijarse en la caza mayor durante la temporada alta. También había unos pocos quienes visitaban Forks para verse en secreto en los discretos moteles, pero el clima sombrío rara vez acompañaba a esos ánimos.
Forks era, por tanto, uno de los pueblos más aburridos y anodinos de América.
«Incluso para los visitantes alienígenas», cavilaba Abigail, aun recostada sobre su cama, momentos antes de incorporarse con un bostezo para abordar el nuevo día de instituto.
Cualquiera que echase un vistazo a su habitación no sospecharía nada en una primera inspección. Pósteres de películas de ciencia ficción empapelaban una de las esquinas y un montón de novelas sin orden ni concierto estaban embutidas a presión en un enorme mueble de madera (regalo de Burns) que ocupaba toda la pared más septentrional y que previsoramente estaba bien adherido con clavos para evitar que se desplomase. Varios papeles y bocetos realizados a mano rodeaban un portátil PowerBook que estaba sobre el escritorio. Si alguien se entretenía en leerlos parecerían simples apuntes e ideas para una novela de aventuras o un guión para enviar a George Lucas o Steven Spielberg. Un telescopio de uso doméstico, no demasiado lujoso pero lo suficiente avanzado para considerarse funcional, apuntaba a las estrellas desde la ventana más próxima a la cama, vigilando de pasada los cielos de Forks y cualquier cosa que pudiera sobrevolarla.
Para hacer más confusa y realista su tapadera había multitud de puzzles, maquetas a medio terminar y artículos típicos de turistas (como chapas, banderines y postales), que Burns y ella compraban en sus viajes para disipar las dudas sobre sus intenciones, dispuestos al azar como si se tratase de un dormitorio típico adolescente americano.
Sólo una inspección mucho más exhaustiva serviría para hallar en una esquina, debajo de la moqueta suelta y de varias cajas apiladas sin aparente propósito, un doble fondo asegurado con media docena de tornillos Allen que escondía un rifle Barret M82 y suficientes Raufoss para convertir un coche blindado a prueba de balas en queso suizo.
Era tan sólo para una emergencia.
Uno de tantos planes que Burns y ella habían elaborado como posibles contingencias.
Aunque Abigail mantenía a punto dicha arma, engrasándola cada mes y asegurándose de que estuviera bien montada, no era de su agrado. Sólo lo hacía por si las moscas. Burns le había enseñado a cazar para sobrevivir en el bosque con la ayuda de un rifle, pero no tenía la suficiente puntería ni práctica con las armas de largo alcance como él.
Prefería las distancias cortas.
Si las mentiras eran una parte inherente de su estancia en Forks, la otra cara de la moneda, las verdades, también la hacían inquietarse. Aunque no quisiera admitirlo Abigail se había acostumbrado mucho a ese aburrido pueblo, a sus opresivos bosques y a sus inofensivos y entrometidos (y completamente humanos en sus defectos) habitantes e incluso a sus inmaduros y ridículos compañeros de instituto, después de tanto tiempo viviendo establecida...
Iba a echarlo de menos cuando tuviera que marcharse.
Su corta vida había sido, desde que se había fugado de Canadá a los nueve años, como un tren a vapor a toda velocidad, con la caldera a punto de reventar y que descarrilaría en cuanto tomase una ruta equivocada. Y ahora sentía que esa parada para repostar era tan sólo el preludio de una carrera mucho más larga y sinuosa.
Porque Abigail Rouse guardaba muchos secretos y algunos de ellos eran extremadamente peligrosos. Otros no lo eran tanto, como el ingrediente especial que utilizaba Burns para la salsa de sus barbacoas (granos de sésamo y mostaza machacados en un mortero), pero solía guardárselos igualmente. Estaba dispuesta a matar por la mayoría de sus secretos, ya lo había hecho anteriormente, enterrándolos a dos metros de profundidad para poder darles descanso con el anonimato y el olvido.
También se había estado preparando a fondo todos los días para hacer frente a sus monstruos personales que le acosaban desde su oscuro pasado.
Pero había un secreto por el que llegaría a morir, uno tan peligroso que ni Burns ni ella lo insinuaban jamás en sus conversaciones. Pues tan sólo una breve sospecha habría bastado para que bombardearan Forks hasta convertirlo en un erial radiactivo:
Abigail era capaz de distinguir las almas alienígenas de los seres humanos auténticos.
Y viceversa.
Lo había hecho desde que tenía conciencia y reconocido las caras de sus familiares y sus vecinos, pero no fue hasta ese fatídico día, en el que se la llevaron los servicios sociales lejos de su hogar, que fue consciente de su verdadera importancia.
Ella no podía explicarlo, pero lo percibía.
Abigail no creía en ninguno de esos rollos esotéricos de la lectura de las líneas de la mano, las auras, los chakras y la reencarnación (aunque supiera que, en cierta manera irónica, las almas lo hacían), pero para ella los humanos y las almas eran tan fáciles de diferenciar como las peras y las manzanas para el resto de la gente. Mucho antes de que descubriese aquellas marcas verticales en sus cuellos y que incluso viese por primera vez el resplandor plateado de los ojos desenmascarados, ya podía señalarlos sin temor de equivocarse. Era tan instintivo y automático que difícilmente pudo describírselo a Burns Living Flowers, su único confidente:
—Son un montón de pequeños detalles a la vez, Burns —le comentó, intentando aliviar su perplejidad por aquello que le reveló—. La voz, por ejemplo. La voz de los humanos me suena como una batería, un instrumento de percusión, y la de las almas como un saxo, uno de viento. Pero también os distingo por la forma de expresaros, de usar las palabras y su subtexto tras ellas. Y por la forma de moveros, de mirar a los demás…
—¿La forma de movernos? —repitió incrédulo, intentando ponerse más erguido.
En aquel entonces Abigail emitió una discreta risita al percibir su infantil mosqueo.
—Sip, lo hacéis como siguiendo un ritmo distinto… No —se corrigió—, como si escucharais notas de distintas canciones, nosotros una polka y vosotros una de reggae.
—Yo nunca he bailado reggae —repuso con el ceño fruncido.
—Algo habrás bailado, ¿no?
—La macarena —exclamó Burns, sin un ápice de vergüenza, encogiéndose de hombros.
—Esa no sirve, la ha bailado todo el mundo —comentó Abigail con una media sonrisa y haciendo rodar los ojos ante aquel alienígena tan friki que, por obra del Destino, del Universo, de Dios, del Demonio o-de-lo-que-fuera, había colisionado en su vida.
Abigail Rouse, como cualquiera en su situación, intentó buscar durante mucho tiempo una posible explicación a su extraña condición. Algo a lo que poder echarle la culpa. Pero no fue hasta que empezó a comunicarse por los foros de la darknet con otros que estaban al tanto de la invasión de las almas, que pudo idear un esbozo de teoría:
El valle inquietante.
Un fenómeno psicológico, trillado y abandonado en el anales de psicología del siglo XX, que saltó a la palestra tras el rotundo fracaso en taquilla de la película Final Fantasy. Cualquier cosa que fuera demasiado similar a un ser humano pero que no lo pareciera por un momento provocaba una desmesurada reacción de rechazo de la psique. El término se aplicaba a imágenes desarrolladas por ordenador y androides ultrarrealistas, pero también se hacía extensivo a todo aquello que imitase lo humano parcialmente, como los zombis, los vampiros, los replicantes de Blade Runner, etcétera.
Abigail había llegado a la conclusión de que la mayoría de los humanos no alcanzaba a ver el valle inquietante en las almas más que por unas centésimas de segundo, antes de que su mente asimilara subconscientemente una verdad muy simple: No eran agresivos.
Como las almas no despertaban el instinto primario de «Luchar» o «Huir», rara vez se veían desenmascaradas. Y cuando sucedía, siempre se atribuía a otras causas inocuas, jamás se ponía en duda su pertenencia a la humanidad ni su inocencia.
Eran como el ineluctable mayordomo acusado en falso de las películas de misterio.
Pocos humanos habían recogido pruebas reales acerca de los verdaderos alienígenas que invadían el planeta. Había tantas historias distintas, tantos engaños, alucinaciones, estafas, encubrimientos, secuestros y ficciones, que nadie se tomaba en serio su versión.
Es más, aquellos que a menudo habían visto a través del engaño a las almas, usualmente se habían trastornado de forma irremediable. Se volvían paranoicos y empezaban a experimentar la aversión del valle inquietante en humanos de verdad, debido a que no llegaban a distinguirlos debidamente y su naturaleza desconfiada les instaba al rechazo. La mayoría de delirantes historias que Abigail había leído sobre esas experiencias (se reía siempre que leía sobre grises y hombrecillos verdes), no eran más que apofenias mal enfocadas y trastornos previos que habían hallado una vía de escape de la realidad.
Abigail elucubró que, por algún posible defecto de su córtex cerebral, no suprimía la discrepancia de manera consciente, pero sí captaba la absoluta falta de hostilidad, y su mente se había ido desarrollando sana y acorde a su particular manera de ver el mundo.
Lo que la convertía en la persona potencialmente más peligrosa del planeta Tierra en esa fase de la ocupación. Una pieza independiente, que no seguía las reglas de juego y que podría desequilibrar la partida.
Aunque, esa fría mañana de enero, las prioridades de la muchacha eran más mundanas:
—¡'dita sea, Burns! —murmuró dándole insistentemente golpecitos al bote de sirope de arce, sin que expulsara ni una sola gota de su delicioso contenido sobre el gofre.
Burns Living Flowers siempre se olvidaba de dejarlo bocabajo dentro de un vaso cuando quedaba poco. Tampoco recordaba bajar la tapa del váter después de usarlo, ni poner suavizante en la lavadora al hacer la colada… Estaba harta de que sus bragas y sujetadores fueran tan ásperos como una lija de grano medio.
«Se está humanizando de una mala manera», concluyó malhumorada, con las legañas todavía pegadas a sus ojos y falta de glucosa en sangre.
Se sentía… mal. No, más que mal… se sentía hinchada e irritable por todo el cuerpo.
—¡Mierda! —profirió echando un vistazo al 18 del calendario y haciendo sus cábalas.
«Si no hoy, como muy tarde, mañana», razonó secamente que le iba a bajar la regla.
No era un buen día para que una canadiense se quedase sin sirope de arce.
Después de ducharse y asearse en el baño se vistió con las ropas más cómodas de las que pudo echar mano de su vestuario y se recogió el cabello con una goma elástica. La casa, Torchwood Manor, estaba en absoluto reposo cuando entró en el estudio de Burns, ni siquiera las típicas lloviznas matutinas golpeaban tras los cristales, aquel silencio sólo fue roto por sus pasos sobre la tarima de madera hasta llegar a la suave alfombra blanca.
Abigail rebuscó, a tientas en la oscuridad, el escritorio para poderle dejar un post-it con una nota, cuando sin querer volcó algo que sonó a líquido y tuvo que encender el flexo para examinar el estropicio. El pequeño cuentagotas de Burns se había caído rodando, pero por suerte no se había derramado, ni se había roto, al despeñarse sobre la gruesa alfombra del oso que casi se los había merendado más allá del círculo polar.
Enarcó su ceja izquierda, la que tenía una diminuta cicatriz apenas visible, al fijarse en el detalle fuera de lugar. Ese pequeño frasco de cristal parecía tan sólo un inocuo suero isotónico para tratar el ojo seco, la conjuntivitis o la alergia (cualquier excusa que podía ocurrírseles en caso de una inspección) y de hecho en un humano normal tendría el mismo efecto sobre el globo ocular que cualquier solución fisiológica convencional. Pero además contenía un simple principio activo (tan fácil de elaborar que no requería grandes conocimientos de química y a menudo Abigail se lo había proporcionado) que tenía un efecto asombroso sobre la membrana externa de las almas:
Las volvía opacas, sin ese brillo centelleante que parecía una bola de espejos de los años 70, mezclada con una lámpara de lava. Por lo que no se veían destellos a través sus ojos, debido al engarce que realizaban en el nervio óptico, al unirse con su cuerpo anfitrión. El efecto de aquel remedio era temporal, de unas tres o cuatro semanas como máximo, pero Burns solía aplicarse las gotas cada una para no correr riesgos innecesarios.
—Un día de estos va a perder la cabeza —suspiró recogiendo el cuentagotas del suelo, ya que normalmente estaba en su habitación. Abigail sólo le había visto brillar sus ojos una única vez, a orillas del Lago Garry, en el equinoccio de primavera, y había sido una experiencia una tanto espinosa para los dos. Las dudas, la vergüenza y los remordimientos que le reconcomieron no se podían comparar con el profundo alivio que sintió al comprobar que ella no le contemplaba de manera distinta después de mostrarse como realmente era:
—No sonrías tanto, Burns, sigues siendo un friki de más de dos metros, pelirrojo, pecoso y que se tira pedos cuando se atiborra de judías en lata, que es cosa mala — repuso en broma, con la mejor sonrisa que pudo esbozar a treinta grados bajo cero.
Por ningún lado de la mesa de caoba pudo encontrar lo necesario para dejarle la lista de la compra, así que Abigail empezó a rebuscar en los cajones, más por la pereza de regresar a su cuarto, que estaba en el tercer piso, que por otra causa.
Hasta que se topó con uno cerrado con llave.
Era el compartimiento en el que Burns guardaba la chequera, pero también los sobres y el papel de carta de calidad, así como seguramente su alijo ultrasecreto de post-it. Pero no solía cerrarlo con llave ya que, como alma que era, era muy confiado con Abigail.
Además no era dinero en metálico, ese lo escondían mucho mejor.
Sacó las flores deshidratadas del jarrón de fina porcelana china que estaba en la mesita más próxima a la ventana y registró el fondo con ayuda del flexo, donde guardaba esa llave que nunca había utilizado anteriormente.
Vacío.
Se le borraron de un plumazo todos los pensamientos que le revoloteaban en su mente: Ni post-it, ni tampones, ni sirope de arce, ni suavizante, ni ir al instituto hoy para ver…
Sólo hubo una pregunta:
«¡¿Desde cuándo Burns me oculta cosas?!»
Y luego otra, más apremiante aún, se abrió paso a gritos:
«¡¿Y CÓMO DEMONIOS HABÍA PODIDO HACERLO?!»
Abigail no estaba cuestionando su intención, nunca lo haría, sino su procedimiento.
Como todas las demás almas, Burns Living Flowers era muy malo para mentir. Pésimo, en realidad. Daba igual cuantas veces hubieran practicado su cara jugando al póquer (para la fecha le debía como unos tres millones de dólares) o que se fijase en los actores de las películas y utilizase técnicas de interpretación dramáticas estudiadas de manera autodidacta: No daba la talla, ni ante un crío de diez años, a la hora inventarse trolas.
Era prodigioso que una pacífica especie alienígena a la que no se le daba nada bien el subterfugio pudiera pasar desapercibida y sobrevivir durante los miles de años que llevaban infiltrados dentro de la civilización humana. Sólo los traqueurs, el brazo armado de la invasión, por llamarlos de alguna manera, habían aprendido a mentir eficientemente y a defenderse de la violencia.
Cruzó el estudio y fue encendiendo todas las luces hasta llegar al taller de restauración, no tenía tiempo para miramientos y para moverse como un gato a la luz de la Luna.
Junto a la última pieza en la que había estado trabajando Burns, halló varias horquillas y herramientas de acero reforzado, que él utilizaba para limpiar la piedra llena de liquen, pero que eran lo más parecido que podía encontrarse en la casa a unas ganzúas.
—Veamos qué estás escondiéndome, gusarapo —exclamó irritada cuando regresó.
Llevaba mucho tiempo sin forzar una cerradura, desde que se había instalado en Forks, pero ésta era demasiado sencilla, apenas ornamental, y las gachetas fueron botando de posición una detrás de otra mientras el gancho más duro mantenía la tensión lateral.
La chequera y los post-it danzaron ante sus ojos al instante, pero no les prestó atención.
De inmediato sus manos tantearon las paredes del cajón y percibió que la base tenía una textura distinta, aunque estaba lacada con la misma pintura, no era madera de olmo sino de pino. Un detalle que nunca habría podido detectar, si no se hubiera pasado horas y horas trabajando junto con Burns.
Con la yema del dedo hurgó en el fondo y notó un resalte, biselado con una fresadora.
«Te faltan unos cuantos ciclos vitales para poder superarme», pensó irónicamente antes de abrirlo. Si Burns no hubiera pecado de exceso de prudencia y dejado el cajón cerrado sin llave como siempre, Abigail jamás se habría molestado en un examen tan conciso.
Sólo había una fina carpeta de cartulina de un anodino color beige con varias hojas en su interior que... El mundo se le vino encima en cuanto las leyó detenidamente.
Una pequeña fotografía en blanco y negro centró su mirada durante un largo minuto.
Era él, con mucho más peso, más barba y más años, pero era él.
Fue como retroceder cuatro años de golpe hasta ese oscuro zulo de Cordova.
Con un parpadeo regresó al presente y frunció los labios con decepción.
Burns había contratado un detective privado de Pórtland para seguirle la pista. Abigail se lamentó de inmediato haberle confesado el nombre después de habérselo extraído (junto con varias vísceras) al otro tipejo que pudo cazar en el bosque de Alberta.
El friki pelirrojo había cometido muchos errores propios de un novato:
Para empezar el investigador era un antiguo policía retirado, quizá había sido expulsado por corrupto o tan solo pensaba que ganaría más jugando a Dick Tracy. No lo había investigado debidamente y sólo había realizado una búsqueda muy superficial de su pasado laboral. A saber si era capaz de realizar una filtración a la policía, de vender esa información a cazarrecompensas o de chivarse al propio criminal, a cambio de dinero.
—¿Cómo narices lo has encontrado? —musitó rebuscando entre las anotaciones.
Al parecer Burns se había topado por casualidad con él y éste no le había reconocido, por supuesto. La única vez que se habían cruzado sus miradas, el pelirrojo grandullón le apuntaba entre ceja y ceja desde doscientos metros tras la mirilla de su rifle. Fue su bendita bondad la que le frenó en aquel momento, pero no había olvidado su rostro.
No es que ella le echara la culpa por dejarlo escapar con vida, ambos tenían que cargar con el peso de sus actos. Pero debido a lo que hicieron, a lo que ocultaron bajo tierra, nadie más sabía cuán hondo y oscuro era el pozo de maldad de ese indeseable.
Se había fugado muy al sur, cerca de Wichita Falls, huyendo de la masacre como el ser rastrero y miserable que siempre había sido. Pero no había transcurrido mucho tiempo antes de que volviera a sentirse seguro y vuelto a las andadas. Según parecía era persona de interés (un eufemismo de «sospechoso sin pruebas») en nueve investigaciones de asesinato de mujeres jóvenes en dos estados diferentes. Por lo que Abigail recordaba, de todas las atrocidades que acontecieron y que nunca debieron suceder, sus casos encajaban a la perfección en su modus operandi:
Autostopistas, mendigas, prostitutas y/o adolescentes extraviadas y solitarias.
Víctimas fáciles que se apartaban de la sociedad que debería brindarles seguridad.
Seguro que había muchas más que no habían podido ni llegar a investigar. Daba igual, el muy imbécil, temiendo a la justicia de la civilización, se había marchado de regreso al norte; fueran cuales fueran sus intenciones se había acercado demasiado a su territorio (¡Abigail se dio cuenta que apenas estaba a una hora de moto!) y ahora tendría que enfrentarse a su más que salvaje y sanguinaria sed de venganza.
Lo desollaría lentamente hasta que suplicara morir y luego seguiría, más, más y más...
Su mente casi estuvo a punto dejarse caer de nuevo en la espiral que tanto conocía.
Una pregunta le ayudó a centrarse en la persona que era ahora:
«¿Por qué Burns me lo ha ocultado?», ladeó la cabeza sin comprenderlo todavía.
Si bien era un alma, una especie que por su evolución era bondadosa, amable y piadosa, también era el alma más friki del universo: Un ser que ya anteriormente había matado y disfrutado devorando la vida de otros seres sentientes de una manera primitiva. Había sucedido muy lejos, en su anterior mundo, su planeta natal lleno de fuego, azufre y otras cosas que provocarían pesadillas a Stephen King. El Mundo de Fuego, del cual había emigrado porque no compartía la misma visión de lo que significaba habitar un anfitrión, y consideraba hipócrita la manera de proceder de las almas.
No, Burns, más que nadie en este pedazo de roca que flotaba sin sentido por el universo, la habría comprendido. Aunque a Abigail le costara la vida en su empeño por obtener su venganza, él sabía que había cosas por las que valía la pena morir... o no volver a vivir.
Ella observó de nuevo con otros ojos, los nombres y las fotografías de las jóvenes que presuntamente (¡Para que nos vamos a engañar! ¡Estaba claro que era culpable!) había violado y matado desde que él le había tenido a tiro. Conocía la manera de pensar de las almas, incluso mejor que ellas mismas, y sobre todo conocía a Burns Living Flowers. Supo de inmediato qué era lo que planeaba a hacer y apretó la mandíbula de furia al darse cuenta de que iba a terminar por su cuenta, lo que nunca debió continuar.
Pero Burns no podía... no, no debía romper su juramento, una vez más.
Era un asunto estrictamente humano y Abigail, como humana que era, sería la ejecutora.
Sacó su móvil del bolsillo y dudó un segundo antes de decidirse a dejarle un SMS:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¿Cuándo pensabas decírmelo?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Era un mensaje muy sencillo que podía tener muchas posibles interpretaciones para cualquiera de las agencias del gobierno que estuviera espiándoles, pero no para Burns. Comunicarse recurriendo a múltiples capas (de una manera muy distinta a cuando Abigail usaba Tor para acceder a la red) se había convertido en un hábito entre los dos.
No era paranoia.
Se le pensó mejor y envió otro SMS, tecleando más furiosamente con los pulgares:
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Compra sirope de arce!
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¡A ver qué podía hacer Seguridad Nacional con eso! ¿Creerían que era alguna clase de palabra clave? Abrió la tapa trasera del móvil y extirpó rápidamente su batería antes de que a Burns se le ocurriese contestar. Ahora estaba de tal mal humor que le mordería.
Dejó el cajón del escritorio abierto y metió la carpeta en su mochila antes de devolver las herramientas al taller. Su mente estaba tan ofuscada y era tal el hervidero de rabia que la abrumaba, que casi pasó por delante del viejo reloj de sol sin darse cuenta de los avances en su restauración, pero sus ojos leyeron más rápido la inscripción de lo que su mente consciente se hubiera propuesto ignorar.
«Ultima necat. La última mata», tradujo del latín vulgar.
Se detuvo en seco y observó las dos palabras que Burns había conseguido sacar a la luz de aquella pieza de mármol cubierto por cientos de años de mugre y contaminación.
Ese reloj carecía de todo sentido en Forks, donde nada parecía arrojar sombra durante mucho tiempo, pero el dueño era un multimillonario de Silicon Valley que había pagado una fortuna en el mercado negro y no podía llevarla a un restaurador que apareciese en las páginas amarillas, antes de colocarla de adorno en el jardín de su soleada mansión.
Si aquella pieza, de más de veinte siglos de antigüedad, no pesara casi una tonelada, Abigail probablemente se habría desquitado de su enfado haciéndola añicos. No le importaba ni lo más mínimo que ese trozo de roca hubiera sido testigo de la caída del imperio romano, la conquista musulmana y la reconquista cristiana, las batallas napoleónicas o incluso a punto de ser aniquilada por las bombas de una guerra civil.
Aunque esas palabras, una suerte de epitafio, lograron remover algo muy oscuro desde lo más profundo de su alma. La última... ¿qué última? ¿el último día? ¿su último acto de venganza? ¿la última bala, que siempre dejaba en la recámara para evitar su captura?
«¿Cómo era aquella expresión que utilizan los yanquis?» se preguntó cuando notó un ominoso escalofrío. Parecía que alguien había caminado sobre su tumba. Pero, ¿quién?
La niebla que se encontró al salir de Torchwood Manor le templó su hostilidad como un balde de agua fría haría con un trozo de acero al rojo vivo. Por una vez agradeció esa molesta sensación de ahogarse en la excesiva humedad que impregnaba la floresta y se dirigió al garaje a por su moto sin dar zapatazos furibundos en el suelo empedrado.
Después de encasquetarse el casco y salir a la carretera, echó un último vistazo al desvío al norte, en dirección a Port Angeles. Chasqueó la lengua al darse cuenta de no era una opción comenzar la caza hoy y se dirigió al sur, rumbo a Forks y a su instituto.
Llegó demasiado pronto, o al menos muchísimo más temprano de lo que habitualmente llegaban los alumnos, pero se sorprendió al advertir que había un vehículo desconocido estacionado al lado de la oficina principal, donde normalmente aparcaba el autobús.
«¡No me jeringues!», sus ojos se le abrieron de par en par cuando reconoció que aquella camioneta de rojo ajado era una auténtica Chevy 3100, una preciosidad que debía de tener la friolera de cincuenta años a sus espaldas. Era la clase de automóvil que haría las delicias de las almas, duradera y de fácil uso, sin necesidad de unas prestaciones exageradas. Por lo que Abigail consideraba, siempre que tuviera algo de mantenimiento, podía rodar otros cincuenta años fácilmente. Pocas cosas que se fabricaban hoy en día podían llegar a superar el ciclo vital humano.
Abigail aparcó al lado para examinarla más de cerca y maravillarse por su elegancia de tiempos pretéritos. La única pega real que le podía achacar era que esa mole de acero debía de gastar una barbaridad de gasolina. Además, tenía la pinta de estar muy, pero que muy, machacada. Como si acabara de venir del rodaje de una de las películas de Mad Max y se hubiera llevado la peor parte de las escenas.
—¿Dónde has estado todo este tiempo escondida, preciosa? —exclamó maravillada, palpando gentilmente las sinuosas curvas del capó y los guardabarros. No tenía sentido, ella conocía los vehículos del profesorado y de todos los alumnos...
Entonces recordó porqué hoy era un día que no podía escaquearse de las clases:
El instituto Forks tenía una nueva incorporación.
Isabella Swan, «Bella» como la llamaba su padre, el jefe de policía de la localidad.
Había estado escuchando ese nombre toda la semana anterior, mientras revisaba con el scanner las novedades de la emisora: Ningún delito grave, sólo unos cuantos vecinos peleados entre sí y arrojando basura donde no debían.
Aburridísimo hasta el tuétano.
Pero la alumna nueva sí le había llamado la atención a Abigail desde que había oído los primeros rumores y cuchicheos en el cuarto de baño de las chicas. Saltaron todas sus alarmas cuando escuchó la deshilvanada historia de cómo había dejado de venir a Forks por una cuestión desconocida sobre su custodia (el jefe Swan, «Charlie» como se empeñaba en que Abigail le llamase, nunca hablaba de su exmujer y todo lo que se decía sobre ella eran sólo rumores sin fundamento) y cómo, inesperadamente y sin dar explicación, la hija descarriada había decidido regresar a la tierra donde había nacido y que, por lo visto, detestaba con toda su ser.
Ése era un comportamiento anómalo.
La clase de conducta extraña que era un posible indicio de infiltración alienígena.
Tuvo un retortijón y Abigail supo que sería inminente que se desbordase la catarata roja ese mismo día. Fue a toda prisa al baño más próximo, después de colocarle la cadena a la moto (dejándola apostada delante de la oficina), para ponerse una compresa antes de que comenzase la clase de Trigonometría.
—¿Qué tal el puente, Ontario? —la saludó con una sonrisa Mike Newton, al sentarse junto a ella.
—No tan largo como habría querido, California —respondió con un resoplido Abigail, pero esbozó una media sonrisa. Siempre se estaban llamando el uno al otro por su lugar de origen cuando se saludaban todas las mañanas, como si fuera un recordatorio del lugar que habían dejado atrás.
—Aun me debes una cita por el plantón que nos hiciste el viernes, Rouse —murmuró aparentemente disgustado—. Te estuvimos esperando toda una hora en Sunset Lanes.
Abigail no estaba de humor para su insistente flirteo. Después de casi tres años el chaval debería de haber captado el mensaje de que no era su tipo. Pero algunas personas eran perseverantes hasta más allá del agotamiento o de la prudencia.
—Tenía una cosa que hacer fuera de la ciudad —repuso Abigail sin entrar en detalles. En realidad su cita había sido fuera del país, en la Columbia Británica, aunque fuese un trayecto breve en el ferry MV Coho. No podría siquiera empezar a explicarle a Mike porque habría preferido pasarse los tres días haciendo muñecos de nieve, que jugar a los bolos o regresar a Forks. Era un asunto demasiado personal, privado y doloroso.
—¡Sin ti nos dieron una paliza!
—Tampoco soy tan buena —argumentó la muchacha. Se le daba mucho mejor jugar a los dardos, todo lo que fuera realizar un tiro parabólico convencional: lanzar dardos, arrojar cuchillos o dar en el blanco con un shuriken. Pero los bolos se les resistían, le ponía demasiado ahínco y los tiros complicados de carambola no eran su fuerte.
—Bueno, estuvimos jugando contra unos chavales de Hoquiam que vinieron a la ciudad —comentó Mike, logrando que ella se despejara del todo y que prestara más atención.
Sus miradas se cruzaron un instante y Abigail notó que el californiano la examinaba con una expresión calculadora, como si acabara de darle una descarga a una cobaya dentro de un laberinto y estuviera esperando a ver la reacción a tal experimento.
«¿Tan evidente soy?», se preguntó inesperadamente la canadiense. Era obvio que Mike se había percatado de algunas de sus reiteradas costumbres, siempre prestaba más oídos cuando se hablaba de personas de fuera de Forks. Puede que él quizás pensara que era porque le aburría la gente del pueblo, cuando la realidad es que estaba buscando almas.
—Siento habérmelo perdido —añadió diplomáticamente, poniendo cara de póquer. El profesor de Matemáticas acababa de entrar en la clase y pensaba que cortaría el rollo:
—¿Has visto ya a la chica nueva? ¿Isabella Swan? —susurró inesperadamente, logrando que Abigail diera un respingo en el asiento.
—No, todavía no —respondió, viendo por el rabillo del ojo cómo sonreía ladinamente.
Casi era como si estuviera leyéndole la mente.
Abigail estuvo despistada toda la hora de cháchara de Varner, elucubrando planes y posibles maneras de abordarla. Tenía que comprobar in situ que la consentida Bella Swan era realmente la hija humana que había regresado. Decía «consentida», no porque estuviera prejuzgándola de mala manera, sino porque el resto de Forks no serían capaces de juzgarla adecuadamente. Llevaba tanto tiempo sin venir a la ciudad (desde antes de la adolescencia) que cualquier comportamiento discordante, cualquier lapsus en sus recuerdos, se le iba a eximir inmediatamente. Le darían el beneplácito de la bienvenida.
Pero no tuvo que forzar su suerte cuando, al tocar la campana y salir de clase, vio a Eric Yorkie, junto a media docena de chicos más, siguiendo como corderitos la figura de una desconocida que estaba enfundada en el más ancho y horrendo anorak que había visto.
La manera más simple de verificar su identidad habría sido echarle un vistazo a su nuca, aunque un poco de maquillaje corporal, el cabello largo (Burns bromeaba a menudo con la idea de dejárselo a lo mullet) o un cuello de vestir alto bastaban para evitarlo. Con la mayoría de los chicos estaba chupado, pero Bella Swan estaba más que blindada en ese momento. Había demasiados ojos y oídos a su alrededor para ese tipo de acercamiento.
«Si no puedes contra ellos, únete» recapacitó Abigail, aproximándose sigilosamente a la comitiva por detrás, para escuchar a hurtadillas la voz de la nueva alumna:
—Bueno —dijo Eric, haciendo de tripas corazón—, es muy distinto de Phoenix, ¿eh?
La figura pareció encogerse de tamaño unos centímetros antes de contestar.
—Mucho —exclamó con una nota de crispación mal disimulada.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad? —prosiguió sin saber cómo dar la entrada.
—Tres o cuatro veces al año —murmuró la figura, que menguaba a cada palabra, con el tono exacto que habría empleado una guía de museo para presentar una de las salas.
«¿Realmente procedía de Phoenix o... de una galaxia muy, muy lejana?». No parecía sentirse a gusto hablando del lugar donde se había estado criando, pero podía ser la típica etapa depresiva tras venir a Forks. Su manera de moverse y su tono no eran del todo concluyentes, pero Abigail no percibía que fuese un alma. Sólo parecía una chica con fobia social, que estaba siendo agobiada por un montón de desconocidos a la vez.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar —prorrumpió Eric, envalentonado por haberle sacado una respuesta de más de una palabra.
—Hace mucho sol —explicó, inesperadamente mucho más animada. Abigail casi pudo echarle un vistazo de soslayo a su rostro.
—No se te ve muy bronceada —lanzó Eric su inopinada opinión, un fallo garrafal.
«¡Has metido la pata hasta el fondo, Yorkie!», eso había sonado como un insulto.
—Es la sangre albina de mi madre —atajó, dejando que ella viera su mirada al girarse, con un tono neutro que no soterraba para nada su mordacidad.
Le había echado un jarro de agua digno de campeonato.
Abigail sintió un pelín de compasión por su compañero en clase de Química, antes de retirarse del pelotón. Pero Eric se lo tenía merecido por su falta de tacto. Al menos ese corte tan cáustico y desabrido le había permitido aclarar sus dudas sobre Bella Swan.
Su veredicto es que era humana... O al menos no un alma.
Sólo hubo una persona en todo el instituto que le había costado un poco percibir: Angela Weber, tenía una manera de ser tan amable, sincera y agradable que irradiaba a todas horas emociones muy afines a la de las almas. Siguiendo el ejemplo anterior de la macedonia mental, Angela era para Abigail una pera que rodaba como una manzana. Mientras que Burns era una manzana que casi olía a pera... ¡Hhmmmm!
A Abigail le estaba entrando un hambre canina tras su infructuoso desayuno.
Tendría que asegurarse de que Bella Swan era humana al finalizar de las clases, cuando tuviera que devolver el comprobante de asistencia con las firmas de los profesores en la oficina de la Señora Cope.
—¡La chica nueva te ha dejado a menos diez puntos de vida! —profirió Abigail a Eric en cuanto tomó asiento a su lado—. ¿Debes de comenzar a hacer Tiradas de Salvación?
Varios frikis de Dungeons and Dragons se rieron al escuchar el comentario de la canadiense. Todos ellos habían visto en primera línea el patinazo del Paladín Elfo de nivel 15, pero ninguno se había atrevido todavía a hablar con Bella Swan, por lo que las risas fueron respetuosas.
—No ha sido una muerte instantánea —objetó mosqueado—, es sólo que me ha pillado desprevenido.
El resto de clases se sucedieron sin más dilación, todavía eran comienzos del semestre y los estragos de las pasadas navidades hacían de las suyas con la escasa capacidad de atención del alumnado. Pero los cuchicheos respecto a Bella Swan fueron creciendo en progresión geométrica, para cuando tocó la campana de la cuarta clase Abigail ya había escuchado sin querer en el baño de chicas cómo Lauren y varias de sus amigas cruzaban apuestas sobre cuanto tiempo duraría en Forks antes de que escapase como su madre.
Gimnasia era su asignatura favorita, vale que el resto se le daba más que bien, pero era en la única en la que no se sentía contenida y podía esforzarse al máximo. En biología, química y demás tenía que cometer errores adrede en los exámenes para no tener una nota excepcional que le habría catapultado a los primeros puestos del cuadro de honor.
No debía de llamar la atención en demasía, si quería sobrevivir el tiempo suficiente.
Hizo equipo, como casi siempre, junto con Lee, Samantha, Ben y Angela para jugar al voleibol. No es que las parejitas fueran unos mantas, pero en cuanto el entrenador Clapp se alejó, dejaron de tomarse en serio el partido, y la pelota pasó sin verdadero brío de mano en mano, únicamente para procrastinar mientras charlaban.
—¿Qué os parece la chica nueva? —comentó Wells, mientras arrojaba la pelota al campo contrario con una curva suave dónde Lauren la receptó sin problemas.
—¿Isabella Swan? —preguntó tímidamente Weber, no solía meterse en los cotilleos, pero era prácticamente imposible evitar el tsunami de chismes ese día.
—Prefiere que la llamen Bella —repuso Cheney con los ojos prendados en el uniforme de Angela una décimas de segundo más de lo conveniente, antes de añadir, rojo como un tomate—. O al menos eso es lo que ha oído Austin.
«Deberían de dejar de hacer el tonto y salir juntos de una dichosa vez», era tan evidente lo que flotaba en el aire. Abigail no se despistó ni un sólo segundo por los posibles malentendidos entre ellos dos y bloqueó sin conmiseración el burdo intento de mate de Ashley Dowling.
—Es muy callada. Simpática, pero callada —comentó Stephens cuando tomó la pelota para hacer el saque.
—Y bastante pálida, no como otras —lanzó la pulla Mallory, desde detrás de la red.
Todo el mundo en la pista se calló por el inesperado y brusco comentario, sin saber qué iba a suceder. Nadie en el instituto solía hacer mención acerca de la ascendencia ojibwa de Abigail y el color de su piel. En ese aspecto, Forks era un verdadero bálsamo de tranquilidad.
La única excepción era, por supuesto, Lauren Mallory.
Abigail no sabía si con todas sus injurias que siempre deslizaba en las conversaciones descaradamente intentaba forzar un enfrentamiento, o qué, pero sonrió de veras al ver que algunas cosas no cambiaban jamás y el partido prosiguió sin más. Para la muchacha humana, esa presumida y malcriada rubia de lengua afilada era como un pájaro cantor de las minas de carbón en busca de grisú. El día que oyera salir una sola palabra amable de su boca, sabría que sería el comienzo del Apocalipsis.
Cuando llegó la hora del almuerzo pensó que el día le había concedido una tregua. Los calambres premenstruales no la estaban atosigando más, pero quizás fuera por toda la oxitocina que había segregado con el partidillo. Su hipotético sueño universitario habría sido llegar a estudiar neurobiología, a menudo leía artículos médicos de las revistas especializadas sobre el tema que Burns le compraba para pasar el rato, pero tenía bien presente que antes de que se matriculase desaparecería de la faz de la Tierra. Aunque esa mañana sólo tenía un libro que ya había leído varias veces como acompañante. Si hubiera traído un ejemplar de The Lancet al instituto habría llamado mucho la atención.
Aunque su cuerpo le pedía un atracón de Sno balls, para subsanar las calorías gastadas, llenó su bandeja con varios tacos muy poco picantes y una manzana (no había peras).
Se hundió de hombros como si se concentrase en las paginas del libro, pero ignoró a la pequeña Coraline que soñaba con anuncios y hablaba con gatos, para contemplar a su alrededor cómo la vida continuaba. Le encanta observar extasiada a todos esos humanos que desconocían lo cerca que estaban de la catástrofe y que proseguían con su inestimable rutina y aburrimiento.
«No tienen ni idea de su suerte al permanecer en la ignorancia», pensó con nostalgia.
Bella Swan cruzó la entrada de la cafetería rodeada de otra caterva de guardaespaldas a la que se había sumado Lauren y sus amigas. Ahora que Abigail podía vislumbrarla sin el anorak, se dio cuenta de que era exactamente igual que en la fotografías que había visto en la casa del jefe Swan, las veces que la había allanado. La misma complexión pálida y flemática como su padre (seguramente capaz de sonrojarse como el trasero de un babuino). Un vulgar rostro en forma de corazón, con un pico de viuda muy poco pronunciado, los mismos ojos amplios que parecían recordar al cuadro de Munch, por la expresión entre asustada y resignada que siempre lucía en las imágenes. Eran de un color de iris tan similar al chocolate fundido que le abrieron el apetito a Abigail.
Pero le daba igual cómo era su aspecto exterior.
A diferencia de Lauren, le traía sin cuidado esos pormenores. Cualquiera que hubiera despellejado un conejo con sus propias manos se daría cuenta de que debajo de la piel, no es más que lo mismo, una y otra vez.
La examinó durante unos segundos, cómo se desenvolvía en las presentaciones con las demás chicas y llegó a la misma conclusión que Lee Stephens, era sólo muy tímida, sólo una humana muy tímida, que miraba atentamente a su alrededor como un suricato que acabara de sacar su cabeza de la madriguera y buscara en los cielos la silueta de un ave de presa...
Suspiró.
Podía tachar de su larga lista preocupaciones a Isabella Swan.
Por el rabillo de los ojos prosiguió con su pequeño hobby, leyendo de vez en cuando los labios de algunas de las conversaciones. Era difícil, porque en inglés se le confundían muchas veces las palabras y no era tan sencillo como en su idioma natal. Leyó de pronto decir a Whitney McCoy que iba a ver sola la película de Elektra a Port Angeles ese viernes, ya que ninguna de sus amigas querían acompañarla y se le disparó el pulso.
¡No era seguro!
¡No con ese malnacido rondando todavía por sus calles!
Tenía que encontrar la manera de que no fuese sola, Abigail escrutó a su alrededor de manera discreta evaluando las posibilidades. Mike Newton siempre era de fiar, aunque estuviera sobrepasado por las hormonas adolescentes era demasiado cortado y se hacía un lío para expresarse. Era muy posible que ya hubiera visto la película, pero nunca le diría «no» a una cita. Lo mejor de Newton es que seguramente ella le podría convencer para que se apuntara más gente para el plan sin tener que dar muchas explicaciones, si podía aglutinar a unos cuantos frikis de Marvel en la propuesta como guardaespaldas.
Sonrió un poco más calmada por el arreglo que podía improvisar y le dio un último mordisco a su manzana.
Aun así, no se solucionaba nada.
Tarde o temprano tenía que ocuparse de...
De pronto a Abigail le ardieron los oídos y miró hacia la mesa de Lauren, Jessica Stanley estaba hablando sapos y culebras acerca de Burns Living Flowers:
—Tendrá entre veinti-y-muchos y treinta-y-pocos, está soltero y viven a solas en un enorme caserón a las afueras de la ciudad, sin vecinos ni testigos de lo que hacen.
Todo el pueblo seguía en sus trece ante el absurdo panorama imaginario de que Burns y ella estuvieran liados. Ninguno podía comprender que el vínculo que los ataba el uno al otro era de una naturaleza que jamás había existido en el planeta.
«¡Ni siquiera es mi tipo!», recapacitó Abigail mordiéndose los labios. Mirándolo de una manera objetiva, era un buen partido, de hecho sentía un retorcido orgullo materno al ver cómo estaba progresando en su humanización. Y le complacía ver que su profesora de español, la señorita Goff, bebía los vientos por él cada vez que se reunían en las sesiones de orientación académica.
—Quizás le van los hombres maduros e interesantes —captó de Lauren tras una risita de las suyas que no auguraba nada bueno—. El profesor de gimnasia, sin ir más lejos, no hace más que alabarla en clase.
Jennifer respondió algo que Abigail no pudo pillar y sólo leyó el final:
—¡Clapp tiene pinta de un orco salido del Señor de los Anillos!
Siguieron con sus despropósitos absurdos y obscenos sobre la canadiense, mientras ella se imaginaba toda clase de torturas para Lauren: Despellejarla, en el sentido literal de la palabra, habría sido un poco exagerado. E igualmente arrancarle la cabellera como los Apaches. Pero afeitar al cero esa melena rubia y dejarla calva como una bombilla entraba dentro de lo factible.
«Aunque a Sigourney Weaver le quedaba muy bien el pelo rapado en Alien 3», consideró un instante que Lauren tenía unas facciones tan simétricas, que no lograrían afearla de esa manera.
Jessica hizo un comentario demasiado sincero y subido de tono sobre Burns, que logró arrancarle a Abigail una risotada antes de disimularla con una tos y las réplicas le llovieran de sus amigas.
Dejó el libro de fantasía que utilizaba como excusa para que no la molestaran y se centró en la mirada que le sostenía fijamente Lauren desde la esquina de la cafetería. Si pensaba que Abigail se iba a achantar porque a una vulgar princesita de instituto se le había metido entre ceja y ceja incordiarla, no tenía ni idea de con quién se enfrentaba.
Mantuvo el contacto visual durante un largo minuto dejando que sus ojos, la ventana del alma como decían los yankis, liberasen sus pensamientos más ocultos y salvajes, todas las ideas que se le ocurrían mientras se imaginaba su figura de arriba a abajo, logrando que Lauren apartara el rostro ruborizada al intuir hacia donde iban.
«Cobarde», soltó un chiflido y rodó los ojos al ver la oportunidad perdida. Sin ganas paseó la mirada entre las acolitas de la rubia para comprobar si alguna también le retaba, hasta que se tropezó con el hueco que antes ocupaba Bella Swan.
Ahora había algo que no era humano.
Toda su piel se puso de gallina y se quedó paralizada al observarlo más detenidamente.
Era casi como si ella se hubiera colocado una mascara de Bella Swan y se le hubiera desencajado un poco de su sitio. Le producía la misma sensación de dentera que unas uñas arañando una pizarra. Una parte de su mente sabía que era tan sólo una ilusión, un desvarío de su psique al enfrentarse inesperadamente al valle inquietante. Pero, aunque intentara racionalizarlo, no podía apartar la mirada y recuperar el sentido de la realidad.
Bella Swan frunció el ceño suavemente en una expresión ligeramente interrogante y de pronto todo volvió a ser como antes.
Era una humana.
Pero ¿lo era realmente?
Abigail parpadeó perpleja y miró a su derecha, donde un alumno de un curso más bajo, David James «D.J.» Garrett, estaba explicándoles a sus amigos cómo había logrado hacer un backflip con el monopatín antes de estamparse contra un montón de helechos.
Humano.
Fue mirando fijamente, uno por uno, a todos los que conocía que estaban en la cafetería.
Mike Newton dio un respingo al verla tan concentrada y fuera de sí.
Humano.
Toby Harris; Erica Maynard; Olivia Allen; Logan Powell; Reed Perry; Ash Everett; Madison Richards; Glenn Bruce; Jordan Brown; Noah Mason; Leonard Griffiths; Millicent «Millie» Cook; Ruth Goodman; Aiden Campbell...
¡Todos eran humanos!
Siguió con ese incesante escrutinio hasta llegar a su izquierda (Eric Yorkie, humano, por supuesto), usándolo para calibrase a sí misma de igual manera que el pHmetro en los experimentos del laboratorio. Cuando logró sosegarse, se atrevió a mirar de nuevo.
Bella Swan seguía siendo humana ante sus ojos, es más, la expresión de su rostro ahora era de una clara curiosidad muy humana hacia el comportamiento de Abigail.
«¿Qué #$%& eres?», quiso gritar con todas sus fuerzas, aunque armara un escándalo.
Nunca había sentido ese atávico terror, ni siquiera cuando había estado a punto de ser pillada por los traqueurs, le habían provocado miedo las almas. Toda su vida había sido capaz de enfrentarse a ellos sin titubear, pero Bella Swan era una completa incógnita.
Era casi como si fuera una humana fingiendo ser humana... ¡qué disparate!
Ahora bien, si no era humana o alma ¿es qué había otras opciones? ¿Una nueva especie alienígena? ¿Podía tratarse de un alma mucho más humanizada que Burns? ¿Una superespía mucho más eficaz que los anteriores? ¿O un nuevo tipo de traqueurs?
Si así era, debía de admitir que las almas habían dado salto cualitativo en sus técnicas.
«¿Qué eres, Bella Swan?», aunque esa pregunta inundaba cada neurona de Abigail, miró fijamente a la susodicha, que le sostenía la mirada con aprehensión, y endureció el gesto para reformularla mentalmente:
«¿Qué voy a hacer contigo, Bella Swan?»
Continuará…
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Mk 211 «Raufoss»: Munición del calibre .50 (12,7x99mm OTAN) con capacidad perforante, incendiaria y explosiva. Su nombre significa en Noruego «Catarata Roja».
Peras y manzanas: Localismo en castellano que en inglés sería «like apples and oranges», es decir «como manzanas y naranjas». En Sudamérica creo que se dice «como papas y boniatos».
Burns Living Flowers: En la edición al castellano se tradujo de manera un tanto inocente como «Llamas de Flores Vivientes», pero una traducción más fidedigna sería «Quemar las Flores (aún) Vivas». La versión en francés «Rôtit-les-Fleurs-Vivantes», también significa «Asar las Flores Vivas». Es decir, tiene un nombre MUY macabro.
Darknet: en inglés «Red oscura».
Torchwood Manor: en inglés «Mansión de las Teas (o Antorchas)».
Traqueurs: En la edición francesa de The Host, es el equivalente a «Buscador». Se podría traducir como «Rastreador» en castellano o «Tracker», en inglés. Gail utiliza este término porque en Estados Unidos aún no se habría dado una designación oficial a la vocación y sólo emplea la que conoce de su Canadá natal.
Tor: siglas en ingles de «The Onion Router», en castellano significa «El Rúter Cebolla». Es un protocolo implantado sobre los nodos de la red de comunicaciones de Internet que permite encubrir la dirección IP y mantener tanto el anonimato como la naturaleza de las comunicaciones con ayuda de varios sistemas de encriptado.
Departamento de Seguridad Nacional: agencia del gobierno de Estados Unidos con la responsabilidad de proteger el territorio estadounidense de ataques terroristas y responder a amenazas. El departamento se creó el 22 de noviembre de 2002 a partir de 24 agencias federales ya existentes, en respuesta a los atentados del 11-S.
Omnes vulnerant, ultima necat: en latín «Todas (las horas) hieren, la última (hora) mata. Los antiguos romanos habitualmente inscribían esta locución en los relojes de sol, con la que expresaban tanto los efectos del paso del tiempo en el ser humano como la inexorabilidad de la muerte.
Nota sobre la paranoia en las fronteras de USA: antes del 1 de enero de 2007, los ciudadanos de Canadá, México y las islas Bermudas podían entrar y salir de Estados Unidos sin necesidad de pasaporte. A partir del 1 de enero de 2008 también estuvieron restringidos los viajes por tierra y por mar (como en Ferry), debido a la Ley autorizada, en 2004, por el congreso llamada Intelligence Reform and Terrorism Prevention Act. Hoy en día es incluso más difícil entrar y salir, pero durante el marco de tiempo de Twilight había mucha más libertad de tránsito.
Arder los oídos: traducción explicita de la expresión americana «one's ear are burning» que es equiparable en castellano a «pitarle a uno los oídos» y que se utiliza cuando notamos que alguien está hablando de nosotros. He mantenido la expresión tal cual porque es más incendiaria.
