Los días eran largos. El tiempo se alargaba entre vendajes, gritos y el constante ir y venir de soldados heridos. Desde que Sasuke partió, su condición de civil le daba cierta libertad, pero también la condenaba a la incertidumbre. No sabía nada de él. Solo le quedaba esperar.
El sonido de camiones llegando con heridos se volvió un eco constante. Al principio le aterraba; luego se volvió parte de la rutina. Pero nunca dejó de doler.
Por las mañanas, Sakura veía a los soldados formarse en filas rígidas, listos para recibir órdenes. Por las tardes, los veía regresar... o al menos, a los que aún podían hacerlo.
A veces llegaban con los ojos encendidos por la adrenalina. Otras, con miradas vacías, como si hubieran dejado sus almas en el campo de batalla.
Y luego estaban los que llegaban en silencio, envueltos en sábanas blancas.
Esa tarde, la calma se sintió antinatural.
Entonces, los gritos rompieron el silencio.
Sakura se giró justo a tiempo para ver un convoy de camiones militares atravesar la base a toda velocidad. Los neumáticos derraparon sobre la tierra, levantando polvo y un hedor metálico, mezcla de pólvora y sangre seca.
Las puertas traseras se abrieron con violencia.
Soldados salieron tambaleándose, algunos con las manos sobre heridas abiertas, otros ayudando a camaradas que apenas podían sostenerse en pie. Y luego estaban los que no se movían. Los que eran arrastrados en camillas o envueltos en lonas.
—¡Lleven a los más graves primero! —gritó Shizune, moviéndose entre el caos.
Sakura sintió el impulso de moverse. No podía quedarse quieta. No podía solo mirar.
Corrió hacia el área médica.
—General Minato, puedo ayudar.
El hombre se giró hacia ella. En sus ojos, más allá de la prisa, había reconocimiento.
—¿De verdad lo harías?
—No puedo permanecer aquí sin hacer nada.
Minato asintió.
—Entonces entra.
El hedor a muerte la golpeó de inmediato.
Sakura apenas llevaba unos minutos dentro cuando vio al general entrar a toda prisa.
Lo observó inclinarse sobre una camilla. La postura de su cuerpo, la forma en que sus dedos se aferraban al uniforme ensangrentado del soldado...
No era la de un comandante.
Era la de un padre.
Sakura contuvo la respiración cuando, en un gesto que no tenía cabida en un cuartel militar, Minato abrazó al herido.
No un saludo, no un gesto de cortesía.
Un abrazo real.
Después de un momento, el general se alejó sin decir palabra.
Sakura observó al joven sobre la camilla. Su cabello rubio estaba sucio de barro y sangre, su uniforme hecho jirones, pero su sonrisa...
Era brillante.
—Oye, linda... ¿me regalarías un poco de agua?
Ella parpadeó. Le tomó un momento darse cuenta de lo que la impactaba tanto.
Era idéntico a Minato.
Mismo cabello, mismos ojos azules. Pero había algo más. Algo en la forma en que la miraba.
—¿Cómo puedes sonreír en un lugar como este? —preguntó ella sin pensar.
El soldado rió, aunque el sonido se cortó con un quejido de dolor.
—Si dejo de sonreír, la guerra me gana.
Sakura le tendió el agua en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, sintió algo más allá del peso de la guerra.
Curiosidad.
—¿Cómo te llamas?
El joven tomó un largo trago antes de responder.
—Naruto. Naruto Uzumaki.
Sakura sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El nombre resonó en su mente como un eco distante.
Naruto.
Sasuke le había hablado de él. No en muchas palabras, pero sí con una frecuencia inusual. Nunca había mencionado a alguien con tanta constancia, con tanto respeto disfrazado de indiferencia.
El mejor amigo de Sasuke.
Los ojos de Naruto la escanearon con intensidad repentina.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Sakura. Sakura Haruno.
Naruto se quedó en silencio.
Los engranajes en su cabeza parecían girar. Luego, sin previo aviso, sonrió con más fuerza.
—Así que tú eres la chica.
Sakura frunció el ceño.
—¿Qué chica?
Naruto apoyó la cabeza en la camilla, mirando al techo con expresión divertida.
—No sabes cuánto me ha hablado Sasuke de ti.
El corazón de Sakura dio un vuelco.
—¿Él... te habló de mí?
Naruto asintió.
—No decía mucho, pero cada vez que escribía una carta, mencionaba a "la mujer que cuidaba". No lo decía en muchas palabras... pero créeme, nunca había hablado de alguien con tanta frecuencia.
Sakura sintió una presión en el pecho. No sabía qué sentir. Alivio, miedo, emoción.
Naruto la observó con más detenimiento.
—Ahora que te veo, lo entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Por qué se preocupaba tanto. Eres muy bonita.
Sakura no respondió. No podía.
Naruto sonrió de lado, con la confianza de alguien que, incluso en el borde de la muerte, no le teme a la vida.
—Tranquila. Si Sasuke dijo que volvería, lo hará. Es un hombre de palabra.
Sakura lo miró a los ojos.
Por primera vez en días, encontró un poco de esperanza en medio del infierno.
Las semanas en el hospital de campaña transcurrieron de una manera impredecible. El tiempo ya no tenía sentido.
Desde que conoció a Naruto, Sakura había sentido un alivio inesperado. Era la primera persona que hablaba de Sasuke con tanta naturalidad. En cada palabra, cada anécdota que compartían entre curaciones y cambios de vendaje, Sakura empezaba a conocer una parte de Sasuke que él nunca había mostrado.
Pero la guerra no daba tregua.
El convoy llegó en plena madrugada.
Las camillas fueron descargadas con urgencia, gritos y órdenes flotando en el aire como un constante zumbido de desesperación. Los heridos estaban cubiertos de barro y pólvora, algunos inconscientes, otros aferrándose a la vida con las pocas fuerzas que les quedaban.
Sakura ayudaba a acomodar a los pacientes cuando lo vio.
Su respiración se detuvo.
Una figura alta, delgada, con el cabello negro y alborotado, los mismos rasgos afilados que conocía tan bien. Los mismos labios tensos, las mismas pestañas largas descansando sobre una piel demasiado pálida.
Su corazón golpeó contra su pecho.
—Sasuke... —susurró, avanzando sin pensar.
Su uniforme estaba desgarrado, empapado en sangre. Tenía heridas en el pecho y el brazo, su rostro cubierto de polvo y sudor.
—¡Necesitamos sutura aquí! —gritó uno de los médicos, pero Sakura no lo escuchó.
Solo podía verlo a él.
Estaba aquí.
Estaba vivo.
Se arrodilló junto a la camilla y tomó su mano con desesperación. Estaba fría.
—Sasuke... —repitió, su voz quebrándose.
Los párpados del hombre se movieron con lentitud, abriéndose solo lo suficiente para revelar unos ojos oscuros y profundos.
Pero no la miraban con reconocimiento.
—¿Quién eres? —murmuró, con la voz áspera y debilitada.
Sakura sintió un escalofrío.
La mirada no era la misma.
El tono de su voz era distinto.
Fue entonces cuando notó los detalles que su mente se había negado a procesar.
Las líneas de expresión en su rostro.
El leve aire de cansancio en su postura.
Sasuke no tenía esos ojos. O al menos, no aún.
La sangre se le heló en las venas.
—Tú... no eres Sasuke. —Susurró con decepción.
El hombre la miró por un momento antes de esbozar una pequeña y agotada sonrisa.
—No... pero supongo que él es la razón por la que tienes esa expresión. Lamento desilusionarte. —Agregó con dificultad.
Sakura se apartó, sintiendo el temblor en sus manos.
—¿Quién... quién eres? —Preguntó con vacilación.
Antes de que él pudiera responder, Minato apareció junto a ellos, nunca le había visto tan serio.
—Itachi. —Respondió Minato con firmeza.
Sakura sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.
Itachi.
El hermano de Sasuke.
Aquel del que Sasuke nunca hablaba. Aquel que solo existía como una sombra distante en su vida.
Itachi la miró con detenimiento, como si estuviera memorizando su rostro.
—Sasuke... ¿habló de mí? —Cada vez que hablaba su pecho se elevaba con violencia, hablar era un suplicio.
La pregunta la tomó por sorpresa.
Sasuke rara vez hablaba de sus sentimientos. Y cuando lo hacía, nunca mencionaba a su hermano.
Sakura tragó saliva.
—No mucho.
Itachi cerró los ojos por un momento, como si esa respuesta confirmara algo que ya sabía.
—Lo imaginé.
Su tono no era triste ni molesto. Era solo... resignación.
Minato intervino antes de que Sakura pudiera responder.
—Descansa, Itachi. Tienes heridas graves.
El hombre asintió con debilidad, y pronto los médicos se lo llevaron.
Pero Sakura no se movió.
El parecido entre ambos la había golpeado con más fuerza de la que quería admitir.
Por un instante, había sentido que tenía a Sasuke de vuelta.
Pero solo era un eco del pasado.
Era la cruel ironía del destino. Justo cuando creía que el universo le daba una tregua, la verdad le era arrebatada de la forma más despiadada. Durante semanas había soñado con este momento, había imaginado la sensación de verlo de nuevo, de sentir su calor, de escuchar su voz.
Pero en lugar de Sasuke, la guerra le había traído un reflejo lejano, un hombre que compartía su sangre pero no su alma.
Y quizás lo peor de todo era que ahora, más que nunca, temía que ese momento que tanto anhelaba jamás llegara.
En los casi dos meses que llevaba en ese lugar, Sakura apenas tenía tiempo para dormir. El hospital de campaña estaba al límite, las camillas alineadas en filas interminables, y el flujo de soldados heridos no cesaba.
Sin embargo, cada vez que terminaba un turno agotador, encontraba su mente volviendo al mismo hombre.
Itachi Uchiha.
Su presencia la inquietaba. Era tan parecido a Sasuke y, al mismo tiempo, tan diferente.
Había pasado tres días en recuperación antes de que Sakura se animara a acercarse.
Lo encontró sentado en la litera improvisada, con la piel aún pálida por la pérdida de sangre, pero con la mirada firme, serena.
—No esperaba verte aquí —dijo él con una leve sonrisa cuando ella se detuvo junto a su cama.
Sakura se cruzó de brazos.
El silencio se instaló entre ellos por un momento, hasta que Itachi lo rompió con una pregunta que no esperaba.
—¿En dónde está Sasuke? —preguntó con interés.
Sakura sintió un nudo en la garganta.
—Está en Hiroshima.
Itachi desvió la mirada hacia el techo de lona.
—Hiroshima... —La forma en que repitió la palabra le dio escalofríos. Como si ya supiera algo que ella no.
—¿Lo has visto? —preguntó con urgencia.
—No desde hace años —murmuró Itachi, y Sakura sintió un leve peso en su voz.
—¿Por qué?
Él suspiró.
—Porque no podía.
Sakura frunció el ceño.
—¿No querías?
—No —negó con la cabeza—. No podía.
Se hizo un silencio denso.
Sakura miró a su alrededor. El hospital de campaña olía a antisépticos y a muerte. Afuera, la guerra continuaba sin tregua. Y, aun así, sentía que el peso de lo que estaba por escuchar era aún más aterrador que cualquier campo de batalla.
—¿Qué sucedió? —susurró.
Itachi la observó por un instante, como si evaluara si debía contarle la verdad. Pero al final, algo en él cedió.
—Danzo nos traicionó.
Sakura contuvo la respiración.
Itachi desvió la mirada, sus ojos oscuros cargados de recuerdos.
—Sí, participé en el golpe de Estado. Pero no fue como Sasuke cree. No huí. No me rebelé contra Japón. Nos traicionaron.
La voz de Itachi era tranquila, pero debajo de esa calma había algo roto.
—Danzo nos convenció de que debíamos tomar medidas extremas. Que si queríamos salvar nuestro país, debíamos actuar. Al principio, todos lo creímos. Nos usó como peones en su juego. Nos hizo creer que estábamos actuando en favor de la paz y de la vida de los ciudadanos.
Sakura se estremeció.
—¿Qué pasó después?
—Después del golpe, él nos traicionó. Nos mantuvo prisioneros.
Sakura sintió su estómago retorcerse.
Itachi asintió lentamente.
—Nos dijo que habíamos fracasado, que el gobierno ya no confiaba en nosotros. Nos utilizó en misiones sucias, en asesinatos. Nos obligó a hacer cosas terribles en su nombre.
Sakura sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Y Sasuke... sabe esto?
Itachi negó con la cabeza.
—No. Para él, supongo que todo se redujo a una traición. A que yo había tomado la decisión de irme y dejarlo atrás.
Sakura sintió una punzada en el pecho.
—¿Por qué no se lo dijiste? Quizá el saberlo pudo haber cambiado algunas cosas, él te habría apoyado...
Itachi la miró con un leve atisbo de melancolía.
—Porque no habría cambiado nada. Él era demasiado joven para cargar con el peso de un país sobre sus hombros.
El silencio que siguió fue ensordecedor.
Sakura miró sus manos, sintiendo el peso de la verdad.
—¿Y qué pasó cuando Danzo murió?
Los labios de Itachi se torcieron en una sonrisa amarga.
—Fuimos libres. Nos ofrecieron volver al ejército como soldados rasos. Para el gobierno, nunca existimos. No nos juzgaron por nuestros crímenes porque oficialmente no habíamos cometido ninguno. Y tampoco nos dieron reconocimiento por lo que habíamos hecho.
Sakura tragó saliva.
—¿Por qué volviste?
Itachi la miró con intensidad.
—Porque la guerra no ha terminado. Y porque alguien tiene que asegurarse de que Sasuke sobreviva.
Sakura sintió que el aire abandonaba sus pulmones.
Era irónico. Itachi había sido el fantasma de la infancia de Sasuke, su mayor herida, la sombra que lo perseguía. Y ahora, después de todo, después de años de odio y resentimiento, era él quien intentaba salvarlo.
El destino tenía un humor cruel.
—¿Tienes miedo de que no vuelva? —preguntó Sakura, temerosa de su respuesta.
Itachi desvió la mirada.
—¿Tú no?
Sakura no pudo responder. Porque en el fondo, tenía el mismo miedo.
Desde que Sasuke se marchó, vivía con el terror de que su nombre fuera un día más en la lista de los caídos.
Y ahora, al ver a Itachi frente a ella, sentía que el tiempo se desmoronaba.
—Voy a protegerlo —susurró Itachi—. Iré a buscarlo, le contaré todo y lo traeré de vuelta.
Sakura sintió que un nudo se formaba en su garganta. Y aunque la situación era tensa, por fin supo que no estaba sola.
El tiempo en el campamento se volvió un bucle de agotamiento y desesperanza. A pesar de la rutina caótica, Sakura comenzó a notar algo extraño en su cuerpo.
El cansancio era distinto. Ya no se trataba solo del agotamiento de las largas horas en el hospital de campaña, sino de una fatiga que la pesaba hasta los huesos. Ni siquiera la carga del trabajo podía distraerla del creciente malestar que aumentaba con el paso de los días. Su estómago se revolvía con ciertos olores y, por las mañanas, se encontraba inclinada sobre un cubo de metal, ahogada en náuseas.
Al principio, pensó que se trataba del estrés. Las noches sin dormir, la preocupación por Sasuke, la comida en mal estado, la guerra que consumía todo a su paso. Pero cuando las náuseas se hicieron recurrentes y la fatiga la obligó a apoyarse en las paredes para no desvanecerse, ya no pudo engañarse más.
Una mañana, mientras trataba de estabilizar a un soldado gravemente herido, sintió un mareo repentino. Su visión se tornó borrosa y su cuerpo perdió fuerza por un instante.
—Sakura, ¿estás bien? —preguntó Shizune, notando su palidez.
Sakura asintió rápidamente, obligándose a mantener la compostura.
—Solo estoy cansada —respondió con una sonrisa forzada.
El golpe de realidad cayó sobre ella como una tormenta.
Esa noche, incapaz de contener su ansiedad, salió del hospital de campaña en busca de aire. Caminó hasta un claro apartado del campamento, donde el cielo despejado dejaba ver la luna plateada. Su mente era un caos.
¿Qué haría? ¿Cómo seguiría adelante en medio de la guerra, sin saber si Sasuke estaba vivo o muerto? ¿Cómo podía criar a un hijo en un mundo donde todo lo que amaba podía desaparecer en un instante?
El miedo la consumía. La posibilidad de que Sasuke nunca regresara, de que muriera sin siquiera saber que iba a ser padre, la aterraba. Se sentía atrapada entre el amor que sentía por él y el horror de un futuro incierto. ¿Y si tenía que criar a este niño sola? ¿Y si nunca podía darle respuestas sobre su padre? ¿Y si, al final, todo lo que le quedaba era la guerra y el vacío que Sasuke dejaría tras de sí?
Las manos le temblaron al llevarlas a su vientre. En su interior, crecía el hijo de Sasuke. Y él ni siquiera lo sabía.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos antes de que pudiera detenerlas. Él no estaba. No sabía si regresaría. No sabía siquiera si estaba vivo.
—¿Sakura?
Su corazón casi se detuvo al escuchar la voz. Se giró de inmediato y encontró a Itachi de pie a unos metros de distancia, observándola con el ceño fruncido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él con voz tranquila, pero con un deje de preocupación.
Sakura se apresuró a secarse las lágrimas.
—Nada, solo... necesitaba aire.
Itachi no le creyó. Siempre veía más de lo que la gente quería mostrarle.
—Desde hace algún tiempo he notado que no te sientes bien —mencionó con calma.
Sakura abrió la boca, pero las palabras no salieron. Itachi siempre había sido un hombre perspicaz. Y en ese momento, sus ojos la analizaban con una precisión escalofriante.
—Tus ojeras son más profundas, es evidente que no duermes —continuó él—. Has estado mareada. Apenas comes. No necesitas decirlo en voz alta.
Sakura sintió que su pecho se oprimía.
Él ya lo sabía.
Itachi se acercó lentamente, la observó con una leve sonrisa melancólica.
—Si Sasuke supiera esto, haría lo imposible por volver.
Sakura sintió un nudo en la garganta.
—Pero no sé si volverá —susurró, su voz temblando.
Itachi se acercó un poco más, su presencia era imponente pero extrañamente reconfortante.
—Sasuke es terco. Siempre ha tenido una razón para pelear, aunque no lo diga en voz alta. Y ahora, tiene una razón más grande que cualquier otra.
Ella sintió que las lágrimas querían brotar, pero las contuvo.
—Itachi... no puedo hacerlo sola.
Él la miró con seriedad, y luego, con una certeza absoluta, dijo:
—No estarás sola. —Itachi rompió la distancia y se permitió deslizar su mano por su vientre aún plano. Ella se estremeció al contacto, era muy cálido.
En ese momento, Sakura supo que tenía a alguien que la protegería hasta que Sasuke volviera. Pero incluso con el consuelo de Itachi, el miedo seguía allí, enredado en su corazón como una sombra que no podía disipar.
6 de agosto de 1945 – Hiroshima
Los días en la base militar de Hiroshima pasaron en un estado de alerta constante. Sasuke se encargaba de coordinar estrategias defensivas mientras la ciudad se llenaba de civiles intentando sobrevivir con lo poco que tenían.
Desde su llegada, el bombardeo enemigo no cesaba, las tropas estaban agotadas, la moral por los suelos. Él mismo había encabezado misiones suicidas, asegurando posiciones estratégicas, conteniendo el avance enemigo.
Pero la guerra no perdonaba a nadie.
El cielo estaba despejado cuando la alarma de ataque aéreo comenzó a sonar. Sasuke, junto a otros soldados, observaban a la lejanía de la ciudad el cielo, esperando un bombardeo más. Lo que nadie imaginaba era lo que estaba por ocurrir.
A las 8:15 a. m., el Enola Gay dejó caer la bomba atómica "Little Boy".
Un destello cegador cubrió el cielo. Luego, una explosión ensordecedora sacudió la tierra, seguida de una ola de calor abrasador. El infierno había descendido sobre Hiroshima.
Sasuke sintió el impacto antes de poder reaccionar. La onda expansiva lo lanzó por los aires, y en un instante, todo se volvió oscuridad.
Los días después de la bomba fueron un infierno en la Tierra. Hiroshima era solo cenizas y muerte.
El amanecer del 6 de agosto llegó con un aire pesado, sofocante. Sakura se despertó con una extraña sensación en el pecho, como si el universo intentara advertirle que algo estaba a punto de romperse.
Entonces, lo escuchó.
El caos comenzó con gritos. Luego, con órdenes desesperadas resonando por todo el campamento. Sakura salió corriendo de la tienda médica justo a tiempo para ver a Minato y otros oficiales reunidos en el centro del cuartel.
—¿Qué sucede? —preguntó con urgencia, sintiendo que su corazón se detenía.
Las miradas de los soldados eran sombrías. Algunos temblaban, otros apenas podían articular palabras.
—Ha caído una bomba sobre Hiroshima.
El mundo se detuvo.
Sakura sintió que el suelo se abría bajo sus pies. El aire se volvió pesado, irrespirable.
Hiroshima.
Sasuke estaba en Hiroshima.
El latido en sus oídos era ensordecedor. El sudor frío le cubrió la piel. No, no, no podía ser.
—No... —susurró, retrocediendo un paso—. No... ¡NO!
El grito desgarrador salió de su garganta sin permiso. Sintió las piernas temblarle, su visión nublarse. Todo lo que había contenido durante meses estalló como un cristal roto.
Cuando el pánico la dominó por completo, alguien la sujetó.
—¡Sakura! —la voz grave la ancló a la realidad.
Era Itachi.
La abrazó con firmeza, sosteniéndola cuando sus rodillas cedieron. Su cuerpo entero temblaba, su respiración era errática, descontrolada.
—Respira —le ordenó con voz baja pero firme—. No puedes derrumbarte ahora.
—¡Sasuke estaba allí! —sollozó, aferrándose a su uniforme—. ¡Dios, Itachi, él estaba allí!
El mayor no dijo nada. Solo la sostuvo mientras ella se desmoronaba en sus brazos. Porque no tenía una respuesta.
No podía prometerle que Sasuke estaba vivo.
Pero sí podía asegurarse de que no se rompiera en mil pedazos.
Las semanas siguientes fueron una neblina de dolor e incertidumbre.
Los informes llegaban con lentitud. La ciudad había sido aniquilada. Nadie sabía quién había sobrevivido.
Naruto comenzó a pasar más tiempo con ella. Tal vez porque sabía que él mismo enloquecería si no se aferraba a algo.
—No te dejaré sola, Sakura —le dijo un día, con una seguridad que casi la hizo llorar.
Así fue como, entre la desesperación y la búsqueda, surgió un lazo irrompible. Él e Itachi eran los únicos que entendían su dolor.
—No está muerto —le dijo con firmeza.
Sakura lo miró, sorprendida por su convicción.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Naruto apretó los puños.
—Porque es Sasuke. Y porque te prometió volver.
Sakura bajó la mirada. Quería creerlo. Con todo su corazón.
Con la rendición oficial, las tropas estadounidenses llegaron con mayor fuerza al país. Las órdenes eran claras: asegurar la estabilidad, desmantelar el ejército japonés y facilitar la reconstrucción.
Para Sakura, esto significó una nueva etapa en el hospital militar. Los soldados aliados llegaban con órdenes de restablecer el control, pero también traían suministros médicos y alimentos que tanta falta hacían.
Sin embargo, la tensión no desapareció de inmediato. Muchos soldados japoneses, derrotados y humillados, se resistían a aceptar la presencia extranjera.
2 de septiembre de 1945
El aire olía a ceniza y desesperanza. A pesar de la rendición oficial firmada aquella mañana a bordo del USS Missouri, en la bahía de Tokio, el eco de la guerra seguía latente en las calles, en los rostros de los supervivientes, en el polvo que cubría la tierra como un luto eterno.
Sakura salió de la tienda médica con pasos lentos, su vientre apenas hinchado por la falta de alimento y el constante estado de alerta en el que vivía. Las semanas de insomnio y trabajo implacable se reflejaban en su piel pálida y en sus ojos hundidos.
A lo lejos, un grupo de soldados japoneses se había reunido en silencio, sus miradas cargadas de rencor y resignación mientras observaban a los oficiales estadounidenses que patrullaban el campamento.
—No podemos aceptar esto —susurró uno, con la voz quebrada.
—No hay elección —respondió otro con dureza—. Si nos resistimos, moriremos todos.
Sakura desvió la mirada. Sabía que la guerra no terminaba solo porque un documento lo dijera. No para aquellos que habían perdido todo, que aún se aferraban a la idea de un Japón que ya no existía.
Pero, entre la desolación, su mente solo repetía un nombre:
Sasuke.
Los meses pasaron y la ocupación aliada comenzó a transformar la nación. Los campos de prisioneros se desmantelaban, las ciudades se llenaban de soldados extranjeros, y las órdenes de repatriación llegaban como sentencias definitivas.
En algún lugar del mundo, la noticia de la devastación llegó a oídos de una mujer que jamás había dejado de buscar.
Tsunade había pasado tres años con el alma desgarrada por la incertidumbre. Cuando la guerra terminó, usó su poder e influencia para remover cielo y tierra hasta encontrar a Sakura.
Cuando la vio, su corazón se detuvo.
La niña que crió ya no era la misma.
Sakura estaba delgada, con los huesos marcándose bajo su piel pálida, sus ojos antes llenos de vida eran ahora pozos oscuros de sufrimiento. Pero lo que más le impactó fue su vientre, redondeado por la vida que crecía dentro de ella.
—Sakura... —su voz tembló.
Sakura la miró y, por primera vez en años, sus piernas se movieron sin pensarlo. Corrió hacia ella y la abrazó con todas sus fuerzas, como si al hacerlo pudiera borrar los años de horror y pérdida.
—Tía...
Tsunade la sostuvo con firmeza, sintiendo lo frágil que estaba. Cuando apartó la mirada y realmente vio su estado, el peso de todo lo que no había podido proteger la golpeó como una bala en el pecho.
—Dios mío... —susurró, con la voz rota—. ¿Cuánto has sufrido, mi niña...?
Sakura se separó un poco y sonrió. Una sonrisa tenue, llena de tristeza pero también de amor.
Llevó ambas manos a su vientre con ternura.
—Voy a casarme con Sasuke cuando regrese —susurró, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
Tsunade sintió un nudo formarse en su garganta.
—Sakura... —su tono fue de advertencia, pero la joven negó con la cabeza, su determinación ciega y desesperada.
—Él me lo prometió.
La esperanza en su voz hizo que Tsunade sintiera una punzada en el pecho.
¿Cómo arrancarle la venda de los ojos sin destrozarla por completo?
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí? —le espetó con severidad.
Sakura la miró con firmeza.
—Hasta encontrarlo.
Tsunade cerró los ojos por un momento antes de hablar.
—Sakura... Sasuke está muerto.
El golpe fue inmediato.
El aire se tornó espeso, como si el universo entero se hubiera detenido. Sakura sintió un zumbido ensordecedor en los oídos, su corazón latiendo con violencia dentro de su pecho.
—¡No lo sabes! —explotó la joven, su voz llena de rabia y desesperación.
—¿Y si está vivo? —Tsunade no retrocedió—. ¿En qué estado crees que estará? ¿Sabes cuántos hombres han vuelto hechos sombras de lo que fueron? ¿Cuántos no recuerdan ni sus propios nombres? ¿Cuántos jamás serán los mismos?
Sakura sintió que el aire le faltaba. Su cuerpo temblaba, pero no cedió.
—Yo... tengo que encontrarlo.
Tsunade se arrodilló frente a ella, sujetándola de los brazos con fuerza, obligándola a mirarla.
—Ven conmigo a Francia. Allí estarás segura. Allí tendrás una vida digna para ti y para tu bebé.
—No.
—¡Sakura, por Dios! —su voz se quebró con frustración—. ¡No puedes quedarte aquí y condenarte a la miseria! Tienes una fortuna esperándote. Tienes un futuro. ¡No puedes seguir aferrándote a un fantasma!
Pero ella solo negó con la cabeza, las lágrimas corriendo por su rostro.
—Si me voy... nunca podré perdonármelo.
Tsunade se quedó en silencio.
Lo entendió entonces.
No importaban los argumentos. No importaba cuánto le rogara. Sakura estaba dispuesta a perderlo todo por la posibilidad, por el más mínimo resquicio de esperanza de que Sasuke estuviera vivo.
Y Tsunade, por mucho que quisiera salvarla, sabía que no podía obligarla a irse.
Suspiró, con el corazón destrozado.
—No puedo quedarme más tiempo en Japón. Pero volveré. Y si para entonces no lo has encontrado... entonces vendrás conmigo.
Sakura apretó los labios, conteniendo un sollozo.
—Lo encontraré.
Tsunade la miró con tristeza.
—Reza para que así sea. —Sentenció.
Y con esas últimas palabras, Tsunade se fue.
El tiempo avanzaba con una cruel indiferencia. Cada amanecer traía consigo un Japón fracturado, un país que intentaba recoger los pedazos de su propia devastación. La guerra había terminado, pero la paz seguía siendo un espejismo. Las ciudades yacían en ruinas, el hambre se aferraba a los cuerpos como una sombra persistente y la incertidumbre pesaba sobre los corazones de los sobrevivientes.
Para Sakura, la rendición de su país de adopción no significó el fin de su batalla. Su lucha era otra: aferrarse a la esperanza, resistir en un país que ya no la reclamaba como suya y, sobre todo, encontrar a Sasuke.
Las órdenes eran claras: todos los extranjeros debían ser repatriados. La ocupación aliada imponía su voluntad con la firmeza de los vencedores. Japón debía reconstruirse, pero no todos eran bienvenidos en esta nueva era.
Sakura no era japonesa.
Por más años que hubiese pasado en aquella tierra, por más que su corazón perteneciera a un hombre de ese país, la ley era implacable: debía marcharse.
Entonces, Minato intervino.
El general, quien la había protegido desde el inicio del conflicto, no permitiría que la arrancaran de un lugar donde había dejado su alma. Usando su rango y sus influencias, argumentó que, como hija del general Haruno y esposa del capitán Sasuke Uchiha, un oficial japonés, tenía derecho a quedarse. Fue una batalla burocrática, librada con papeles, insistencia y promesas. Finalmente, obtuvo el asilo temporal.
Así fue como Sakura permaneció en Japón, aunque el país apenas pudiera sostenerse a sí mismo. Fue reubicada en un distrito donde se agrupaban las familias de los militares supervivientes. No era mucho, apenas una zona reconstruida con materiales básicos, pero para ella significaba un refugio.
La soledad era un monstruo hambriento, pero los lazos que había forjado le impidieron sucumbir.
Naruto, su nuevo amigo, finalmente se había reunido con su esposa, Hinata, y su pequeño hijo. La felicidad del reencuentro se mezclaba con las cicatrices de la guerra, pero al menos él había encontrado su paz. Hinata, con su dulzura y paciencia inquebrantables, se convirtió en un consuelo inesperado para Sakura, alguien que la sostenía cuando la desesperanza amenazaba con ahogarla.
También se reencontró con Sai.
Él, con su rostro casi inmutable, se disculpó con una inusual pesadez en la voz:
—No pude protegerte.
Sakura supo lo difícil que era para él admitir algo así.
—Lo hiciste, Sai. Gracias a tu informe, nos salvaste la vida.
Sai había vivido infiltrado en la organización de Danzō, intentando exponer su corrupción. Pero el precio fue alto. No pudo evitar que ella cayera en la tormenta.
—Me quedé cerca de Danzō, tratando de desenmascararlo, y por eso...
Sakura lo interrumpió con una sonrisa comprensiva.
—Sobrevivimos. Eso es lo que importa.
A su lado estaba una mujer que desafiaba las expectativas japonesas: rubia, de ojos azules y con un aire indomable. Ino. El contraste entre ellos era irónico. Sai, criado bajo estrictas normas tradicionales, e Ino, una occidental independiente y de espíritu libre. Se habían conocido cuando la tregua comenzó; él estaba herido y las tropas estadounidenses lo rescataron. Ino había sanado sus heridas físicas y, sin darse cuenta, también su corazón.
Sakura encontró en ella una hermana de espíritu. Mientras muchas mujeres japonesas se aferraban a la tradición, Ino traía consigo ideas de cambio, de independencia. Juntas hablaban de moda, de costumbres extranjeras, de lo que significaba ser mujer en un mundo gobernado por hombres.
En un país todavía marcado por la guerra, aquellas amistades fueron su salvación.
Pero si alguien nunca la dejaba sola, era Itachi.
Aparecía todos los días, con su semblante sereno, trayendo consigo algo de comida o simplemente compañía. La protegía sin palabras, como si compensara con su presencia todo el dolor que su hermano no podía aliviar.
Hasta que un día, una voz curiosa la sacó de sus pensamientos.
—El padre de tu hijo es Itachi, ¿no es así?
Sakura se giró hacia Izumi, una de las enfermeras del hospital militar.
—No... es su hermano. Sasuke.
Izumi parpadeó, avergonzada. Pero su siguiente confesión sorprendió aún más a Sakura.
—Lo conozco desde que éramos niños. Siempre lo he amado en secreto. Cuando se supo que había traicionado a Japón... creí que nunca lo volvería a ver. Pero ahora, cada vez que cruzamos palabras, mi corazón sigue latiendo con fuerza.
Las piezas encajaron en la mente de Sakura.
Izumi amaba a Itachi.
Y Itachi, por más que se negara a admitirlo, merecía encontrar una luz en su propio infierno.
Con una sonrisa astuta, Sakura le pidió un favor:
—Itachi, ¿podrías acompañar a Izumi a su casa? Ya es tarde y no quiero que vaya sola.
Él, sin sospechar sus intenciones, aceptó.
Los días pasaron y Sakura comenzó a notar pequeños cambios. Itachi e Izumi compartían más tiempo juntos, conversaciones más largas, gestos de cercanía. Hasta que un día, mientras los observaba de lejos, vio algo que le calentó el corazón.
Izumi limpió suavemente una mancha en la mejilla de Itachi.
Sakura sonrió.
Por fin, él estaba volviendo a la vida.
31 de marzo de 1946.
El amanecer trajo un aire denso. Sakura preparaba té para Itachi, como todas las mañanas, cuando un dolor agudo la detuvo en seco.
Sintió un líquido caliente deslizarse por sus piernas.
Había roto fuente.
El pánico la golpeó, pero antes de que pudiera reaccionar, Itachi ya la sostenía.
—Te llevaré al hospital.
Todo ocurrió en un parpadeo: el dolor, los gritos de las enfermeras, el aroma a desinfectante y sangre.
Horas después, el llanto de un bebé rompió el silencio.
Sarada Uchiha había nacido.
Era pequeña, con un mechón de cabello oscuro y piel delicada como el terciopelo.
Era perfecta.
Pero en su pecho, junto con la alegría, había un vacío.
No había un padre esperando ansioso al otro lado de la puerta. Nadie le susurró palabras de consuelo cuando el dolor se volvió insoportable.
Por primera vez en su vida, Sakura sintió felicidad y tristeza en un mismo instante.
Las lágrimas rodaron por su rostro.
Itachi, sentado a su lado, la observó en silencio.
—Sarada... —susurró él, extendiendo la mano con cautela, como si temiera quebrarla.
Sakura asintió, dándole permiso.
Cuando él la sostuvo entre sus brazos, por un instante, Itachi Uchiha no fue el soldado marcado por la guerra.
Fue simplemente un hombre sosteniendo la esperanza de un nuevo comienzo.
Pero el vacío en el pecho de Sakura no desapareció.
Porque Sasuke aún no volvía.
Cinco Años Después
El parque en el que Sarada solía jugar estaba lleno de niños corriendo entre los árboles y los senderos adoquinados.
Sakura, sentada en una banca de hierro forjado, la observaba con una sonrisa melancólica. Su abrigo de lana crema, los guantes de encaje y el sombrero de ala ancha le conferían una elegancia discreta, la imagen de una mujer que había reconstruido su vida con dignidad. Pero en sus ojos persistía la sombra de un anhelo que ni el tiempo ni la distancia habían disipado.
Entonces, ocurrió algo que cambió su destino para siempre.
La pelota con la que jugaban rodó lejos, deteniéndose a los pies de un hombre envuelto en un abrigo oscuro.
Sarada corrió tras ella y, al llegar, levantó la vista. Se encontró con un par de ojos oscuros, insondables. Algo en su expresión le resultaba extrañamente familiar.
El hombre tomó la pelota con un gesto pausado. Sus dedos largos y firmes la sostuvieron con una precisión casi militar. Permaneció en silencio por un instante antes de inclinar ligeramente la cabeza y, con un acento rígido, ofrecerle la pelota.
—Aquí tienes.
Sarada la tomó, observándolo con curiosidad. Había algo en su forma de hablar que le llamó la atención.
—¿Cómo te llamas?
El hombre pareció dudar.
—Sasuke.
Sarada parpadeó.
Ese nombre.
Lo había escuchado muchas veces antes, en los susurros de su madre cuando creía que dormía, en las cartas que nunca enviaba, en los recuerdos envueltos en silencios.
Su corazón latió con fuerza cuando cambió de idioma sin esfuerzo.
—¿Sasuke Uchiha? —preguntó en japonés perfecto—. Mamá dice tu nombre todo el tiempo.
El hombre se tensó.
Era como si la niña hubiera conjurado un fantasma.
El aire se espesó. Su única mano se crispó levemente sobre la tela de su abrigo.
—¿Cómo sabes ese nombre?
Sarada solo sonrió, ajena al terremoto que había provocado.
Señaló con su manita hacia una banca cercana.
—Mamá dice que es el nombre de mi papá.
El mundo de Sasuke se tambaleó.
La guerra, la miseria, el exilio, las noches en vela con el recuerdo de un amor inalcanzable... Todo quedó en segundo plano ante esas palabras.
Siguió la dirección que la niña había indicado.
Y entonces la vio.
Sakura.
El tiempo no había borrado la imagen de la joven que conoció. Al contrario, la había transformado.
Su porte irradiaba una elegancia silenciosa, una feminidad contenida en cada gesto. Llevaba un abrigo de lana beige que realzaba su silueta, guantes de encaje impecables y un sombrero de ala ancha que proyectaba una sombra sutil sobre su rostro. Ya no era la niña que jugaba en el rio y que se escondía de Danzo, ni la joven con el cabello alborotado, ahora se deslizaba en suaves ondas, meticulosamente cuidadas. Se movía con la seguridad de una mujer que había construido su propio mundo, una que no temía enfrentarse a la vida.
Y sin embargo...
Sasuke reconoció en su mirada algo que ningún vestido lujoso podía ocultar.
Esa tristeza latente, esa añoranza escondida tras su expresión serena.
Era la misma Sakura de siempre. La misma que, años atrás, lo miró con una devoción que él nunca supo corresponder. La que en su momento había ofrecido todo sin reservas, sin esperar nada a cambio.
Pero lo que más lo devastó no fue el cambio en su vestimenta o en su porte. Fue el darse cuenta de lo que había perdido. De lo que había dejado atrás.
Había sobrevivido a la guerra, al exilio, al hambre y a la soledad. Pero al verla ahí, tan tangible y al mismo tiempo tan distante, entendió que esta era la batalla más difícil de todas.
Porque en su ausencia, ella había aprendido a seguir adelante sin él.
Sarada lo observó con un vínculo que iba más allá de las palabras. Su cabello negro le caía a los hombros, un lazo rojo atado con esmero. Sus ojos oscuros reflejaban su esencia, pero también llevaban la dulzura de Sakura.
La niña giró con entusiasmo.
—¡Mámá!
Sakura, inmersa en sus pensamientos, tardó en reaccionar. Se levantó con la gracia de quien ha aprendido a moverse con control.
—Sarada, te dije que no te alejes.
—Es que estaba hablando con papá.
Sakura se quedó inmóvil.
—¿Qué dijiste?
Sarada sonrió.
—Dijiste que estaba lejos, pero no es cierto. Está aquí.
El aire abandonó sus pulmones.
Se irguió lentamente, una sensación de vértigo apoderándose de su cuerpo.
Entonces, escuchó su voz.
—Sakura.
Era grave, pausada. Un sonido que no había escuchado en cinco años, pero que reconocía como si fuera ayer.
Contuvo el aliento y giró.
Allí estaba él.
Sasuke.
Su abrigo negro, gastado y deshilachado en los bordes, ocultaba un cuerpo marcado por cicatrices. Su cabello más largo caía desordenado sobre su frente. Pero su mirada... su mirada seguía atrapada en sombras.
Y lo que más la golpeó.
No tenía un brazo.
El impacto la sacudió hasta los huesos. No necesitó palabras para entender lo que había sufrido, lo que había perdido.
Sasuke la miró, cinco años de distancia y anhelo reflejados en su rostro.
—Sasuke... —Su voz salió apenas un susurro.
Él apartó la mirada, como si el simple hecho de escuchar su nombre en su boca lo desarmara.
—No es necesario... —murmuró, pero su voz se quebró al final.
Sakura dio un paso adelante, temerosa de que si parpadeaba él desaparecería. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, estiró la mano.
Sasuke no dudó. A pesar de los años, del dolor, del miedo, extendió su brazo intacto hacia ella.
Y cuando sus manos se encontraron, fue como si el universo reparara todas las piezas rotas.
—Vamos a casa —dijo ella.
Sasuke la miró, vencido por el cansancio y la certeza de que, después de todo, el destino le estaba dando una segunda oportunidad.
Y aunque una parte de él quería negarse, su cuerpo traicionado por el cansancio lo obligó a asentir.
