Disclaimer: Shingeki no Kyojin y sus personajes no me pertenecen. Son propiedad de Hajime Isayama. Esta historia está escrita con el único fin de entretener.
«… estaba solo y era de noche, una situación propicia para engendrar fantasías»
Ventana secreta, jardín secreto —Stephen King
Una mujer de aspecto cruel y severo
—Se ha cortado el cabello —La observación de Armin fue educada, de la misma forma que el muchacho siempre lo era. Fue el primero en notar el nuevo cambio de Hange, pero esperó a terminar con todos los pendientes para mencionarlo. Le entregó los últimos registros de los nuevos solicitantes a ingresar a la Legión de Exploración e hizo un último saludo del otro lado del escritorio—. Se ve bien, comandante Zoë.
—Gracias, Armin —contestó ella con una sonrisa cálida. Levi, sentado en el sencillo sofá verde en el centro del salón, levantó la vista por sobre su taza de té rojo mientras el chico se retiraba.
La oficina quedó en silencio, bañada por la luz del atardecer que entraba por la ventana apostada tras el escritorio donde Hange pasaba ahora la mayoría de sus días; era el mismo escritorio que alguna vez le perteneció a Erwin Smith, y a Keith Shadis antes que a él. Hange esbozó una leve sonrisa al recordar a su antiguo amor platónico no correspondido; hace mucho tiempo que no veía a Shadis, y se sintió cansada de pronto, igual que la noche anterior. Recargándose contra el respaldo de la silla, leyó por encima los documentos.
—Hay nuevos soldados de las Tropas de Guarnición solicitando ser traslados a la Legión —dijo sin despegar la vista de los papeles—. Desde la recuperación de la muralla María, la Legión jamás tuvo tantos reclutas y candidatos ansiosos por entrar. Se siente muy extraño.
—¿Te cortaste el cabello?
La pregunta de Levi rompió con toda su concentración. Hange lo miró desconcertada, en silencio; respondió casi por instinto:
—¿Cómo?
¿Por qué preguntaría algo tan obvio como eso? Él mismo emparejó su cabello la noche anterior, bañándola justo después de eso. «Y, además, pasamos la noche juntos», recordó Hange.
—Dije que últimamente le das más tareas a Armin que a los demás —repitió Levi sorbiendo delicadamente su té. El afrutado y terroso aroma del té rojo flotó con ligereza en el aire de la oficina. Era un olor que Hange relacionaba mucho con él, y recordó la fragancia amaderada que dejase su cuerpo en las almohadas de su cama.
«Té rojo», pensó, mirando de reojo la taza. Recordó aquella conversación sobre la melancolía que tuvieran los dos, hace tiempo. «Debí confundirme».
—Ah, sí… —La voz de Hange apenas resonó por encima de un breve suspiro—. He estado pensando en nombrar a Armin mi sucesor como comandante de la Legión.
La noticia lo paralizó por un segundo, pero enseguida se apresuró a beber otro pequeño sorbo. Gruñó antes de decir cualquier cosa.
—¿Cómo? —Levi, cuyo tono acostumbraba a ser sereno, alzó la voz lo suficiente como para desconcertar a Hange—. ¿Piensas renunciar?
—No, no, Levi —Se enderezó en su silla, dejando los papeles en el escritorio—. Pero debo tener a alguien en mente por si… sucede cualquier cosa, tal y como lo hizo Erwin en su momento. No le he dicho nada a Armin; aún es muy joven e inseguro y el pobre seguro entraría en pánico. ¡Vaya que yo me paralicé cuando Erwin me lo dijo! Pero quiero prepararlo mientras tanto… mientras pueda.
«Mientras viva», quiso decir, pero las palabras se atoraron en su garganta.
Levi, como si fuera capaz de leerle la mente, respondió con la dureza con la que solía hablar cuando algo no le gustaba:
—Hablas como si fueras a morir muy pronto. Tal y como Erwin lo hizo en su momento.
De alguna forma, estaba imitando sus afirmaciones. Hange fue incapaz de sostenerle la mirada, y en su lugar se dedicó a estudiar con ojos ausentes los papeles desperdigados sobre el escritorio.
—Los comandantes de la Legión no suelen durar mucho, como habrás visto. Si la presión y la decepción no los orilla a renunciar, entonces tienden a morir jóvenes, en batalla. Eso es lo que pasa la mayoría de las veces. Tú lo sabes…
Iba a decir algo más, pero Levi la interrumpió. Dejó su taza en la pequeña mesa a un lado del sofá, y pronto estuvo de pie a su lado. Estaba muy serio y parecía molesto. La tomó del cabello, tal y como acostumbraba cuando quería su atención; la instó a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, exasperado de que le rehuyera la mirada.
—Deja de hablar como si fueras a morir, cuatro ojos.
Hange parpadeó un par de veces; sus anteojos reflejaron la luz del atardecer.
—Bueno… técnicamente, todos vamos a morir.
Lo dijo con tanta naturalidad, de manera tan inocente, que Levi gruñó de pura frustración. Las excentricidades de Hange solían desarmarlo enseguida, dejándolo sin respuestas perspicaces ni sarcásticas.
La soltó, pero ella lo tomó del brazo, reteniéndolo justo a su lado. Una temerosa confusión brillaba en su único ojo bueno.
«No está confundida», se percató Levi. «Está asustada».
—¿Y si no muriera? ¿Y si pasara otra cosa?
Él alzó una ceja, extrañado. Hange no era negativa, a menos que se sintiera culpable o algo la atormentara, usualmente un error o una mala decisión.
—¿Cómo qué?
—¿Y si me volviera loca? ¿O si de pronto quisiera abandonarlo todo y huir?
—Loca ya estás, gafotas. ¿Por qué te volverías más loca? —Hange se encogió de hombros. La broma logró disminuir su ansiedad, más no ahuyentar sus dudas.
Levi acercó su rostro al de ella y agregó—: ¿Y por qué habrías de huir? ¿Huir de qué?
«De quién», pensó ella, pero no dijo nada.
—No lo sé… —lo susurró apenas, repentinamente incapaz de hablar al percatarse de lo cerca que estaba Levi. Su respiración suave acarició la punta de su nariz mientras sus pupilas se encogían por la luz del atardecer reflejándose en sus ojos grises. Un cosquilleo revoloteó en el pecho de Hange, y un ligero calor subió a sus mejillas cuando él volvió a tomarla del cabello, esta vez con suavidad, casi acariciándolo. Por la mañana, cuando Hange se vio con el cabello corto, no supo qué hacer con él y se limitó a sujetarlo en una media coleta, pero aun así Levi enterró los dedos entre los mechones sueltos que caían de forma descuidada tras su cabeza.
«Todavía huele a lavanda», pensó él.
—Tú no podrías quedarte lejos de la acción. No llegaste a los treinta años dentro de la Legión por huidiza.
Estaban muy cerca, demasiado. Hange creyó que la besaría tal y como ella lo hiciera la noche anterior, envueltos por la intimidad del silencio, ambos tendidos en su cama. Contuvo la respiración y escuchó el nervioso retumbar de su corazón, tragando saliva. Sólo pudo pensar en lo mucho que lo deseaba, pero cuando al fin la respiración de ambos se mezcló hasta volverse una sola, Levi se alejó, quizás arrepentido, quizá volviendo a sus cabales. La tensión entre ellos se quebró, dejándola con los nervios de punta y las mejillas acaloradas, y estuvo desolada ante el vacío que dejaron tras de sí los dedos de Levi en su cabello.
Cuando él se fue, Hange sintió que a esa tarde le faltaban las horas de todas las tardes de sus últimos treinta años.
La melancolía, esa de la que alguna vez Levi le habló, la envolvió al abrir los ojos y mirar la noche a través de la ventana. Había anochecido hacía horas y quedaban pocas luces encendidas en la ciudad; las de los bares, las tabernas y los faros. Estaba agotada, pero las últimas dos horas, recostada en su cama, de nada sirvieron para hacerla conciliar el sueño. El vacío que quedó en su pecho después de su última charla con Levi daba vueltas en su cabeza, y no alcanzaba a comprender el por qué. Una parte de ella sentía aquella charla inconclusa, como si algo entre las palabras que intercambiaron ambos se perdiera en el camino, suspendido en el aire, pero fue incapaz de comprender qué podía ser, ni por qué. La realidad, se dijo Hange, es que tampoco fue una charla trascendental, no lo suficiente para quitarle el sueño de esa manera, y, sin embargo, ahí estaba, dando vueltas en la cama. Sus fantasías de abandonarlo todo y huir eran sólo eso: fantasías. Tal y como Levi le dijo, alguien como ella jamás podría limitarse a ser espectadora.
Si lo pensaba, lo tenía todo claro, pero aún no podía dormir, y en el traslucido reflejo que ofrecía el cristal de la ventana contra la oscuridad de la ciudad y la cálida luz de la vela que, al final, decidió encender, Hange se dejó envolver por la melancolía de la que Levi hablase hace un tiempo. Estaba estancada en su mirada e iluminaba sus ojos, incluso el izquierdo, el inservible.
«O tal vez, quisiera que Levi estuviera aquí conmigo. Me siento muy sola». Recordó la noche anterior y lo rápido que se quedó dormida junto a él. Se preguntó si sólo pasó eso, incluso después del beso. No recordaba verlo dormir, ni escuchar su suave respiración junto a ella, y por la mañana no hubo rastro de él más allá de los remanentes de su perfume en las almohadas. Más tarde, durante el almuerzo, Levi no dijo nada sobre ningún beso, sobre ninguna noche durmiendo lado a lado ni nada que hubiera pasado entre ellos, si es que siquiera pasó algo; Hange tampoco se atrevió a preguntar. Aun así, no encontró rastro en su cuerpo que le indicara haber tenido intimidad con un hombre: no encontró marcas en su cuello o clavículas, ni restos de fluidos en las sábanas o en ella; tampoco el leve escozor que, a veces, permanecía entre las piernas después de la penetración. Además, se dijo Hange, era poco probable que no recordara algo así.
Salió de entre las sábanas, suspirando, y caminó desganada al baño; se mojó el rostro en el lavabo y se secó con el borde de su camisa de dormir antes de regresar a su habitación. Sus mejillas estaban frías y algunos cabellos se le pegaron a los pómulos y la frente, pero no se molestó en apartarlos. Estaba demasiado agotada y desanimada, tenía frío, y deseó más que nunca el calor de otro ser humano a su lado, esperando por ella en la cama. En cualquier otra ocasión intentaría volver a dormir, aunque fuese inútil: daría un par de vueltas bajo las sábanas para al final darse por vencida, utilizar el tiempo muerto a su favor y sentarse ante el escritorio a estudiar, revisar sus notas y seguir la investigación de su vida: los titanes, pero ahora, ese plan le resultaba ajeno e inútil.
—¿Qué investigación? —espetó en voz baja, llena de resentimiento. —¿El origen de los titanes? —se preguntó enseguida, hablando al aire, y agregó—: ¿Cómo acabar con ellos? ¿Cómo liberarse de su yugo a través del estudio de su naturaleza, comportamiento y anatomía?
Hange gruñó exasperada. Sabían ya todo lo que necesitaban saber sobre los titanes, y aunque descubrieron todo lo que pudieron por su cuenta, la verdad tras ellos, al final, resultó mucho más terrible y desalentadora; una verdad que nunca habrían imaginado ni mucho menos descubierto de no ser por Shiganshina, el sótano de la casa de Eren Jaeger y los diarios de su padre. La isla, su isla, que ahora sabían era llamada "Paradis" en el resto del mundo, y no sin cierta ironía, nunca volvió a ser la misma para nadie, por lo tanto, ella tampoco podría jamás ser la misma. Después de todo aquello, ya no sentía que hubiera más por estudiar, aún menos al saber que los titanes, todos ellos, originalmente fueron seres humanos castigados por pertenecer a una raza de la cual ella también formaba parte.
Se le revolvió el estómago al recordar las muchas veces que le atravesó el corazón a un titan, clavó estacas en sus ojos para medir sus reacciones o les cortó extremidades para pesarlas; al final, una vez extraída toda la información capaz de sacar de cada uno de ellos, se les remataba como objetos desechables.
«No es así». Se le encogió el estómago. «Me dolió cada uno de ellos, incluso si, al final, debíamos matarlos». Pero, aun así, Hange sabía que su entusiasmo y pasión por investigarlos murió el día en que todos sus amigos de la Legión de Exploración perecieron en la Batalla de Shiganshina, y, junto a ellos, la Hange que una vez. Levi tenía razón al estar resentido: se dejaron la piel durante décadas para matar a seres humanos condenados, atrapados en cuerpos monstruosos.
Se sentó en la orilla de su cama, y el colchón le pareció más duro que nunca, frío e incómodo. Sabía que no lo era; su cama era cálida, suave, y en ella se marcaba levemente la silueta de su cuerpo; sin embargo, una simple y llana desesperación atenazaba su agotado cuerpo. Inquieta, al fin se puso de pie. Paseó como un animal enjaulado por la habitación, pasando las manos por su cabeza, frustrada por el agotamiento y la terca necedad de su cuerpo que le negaban cualquier tipo de descanso.
«Podría arreglar un poco este desorden». Paseó su vista por los libros amontonados sin orden en el escritorio y en el suelo, justo a un lado de los ya de por si abarrotados libreros. «Debería arreglar este desorden, sí», repitió, poniendo los brazos en jarra e intentando darse ánimos; no funcionó. Un montón de papeles amontonados yacían sobre el escritorio, sobresaliendo de los cajones o de entre sus muchas libretas de notas. Un conjunto de arneses de su equipo de maniobras tridimensionales colgaba de un perchero junto a dos corbatas y un saco negro. Justo a un lado, en el respaldo de la silla, colgaba su gabardina verde, la que reservaban para reuniones formales con mandos del ejército o eventos especiales, y a sus pies, sus botas cafés, dejadas ahí sin mucho cuidado.
«Preferiría que Levi lo acomodara todo por mí». Exhaló, doblándose sobre sí misma ante la sola idea de ordenar aquello. Las labores domésticas no eran lo suyo. «Como quisiera que Levi estuviera aquí».
Se dispuso a volver a su cama e intentar dormir, pero al pasar delante del baño, un destello plateado la hizo volverse. No recordaba haber dejado la puerta abierta, pero ahí, al fondo del baño, le fue devuelto un chispazo breve y fugaz de sí misma, del pasado mismo: sin parche, sin cicatrices en el párpado, con el cabello largo y suelto sobre sus hombros y espalda. «Como anoche», recordó justo antes de que el pinchazo del miedo se clavara en su corazón. Se detuvo delante del espejo, mirándolo desde la habitación: le costó reconocerse con el cabello corto y un ojo destruido, como si lo que viese ahí, atrapada en aquel ovalo apostado en la pared, fuera una versión falsa de sí misma o una sustituta de aspecto cruel.
«¿Cruel?» Se acercó a la entrada del baño; uno de sus pies se posó en la fría baldosa. Adentro estaba aún más oscuro que su habitación, iluminada apenas por la vela que ardía en el buró. «¿Era cruel lo que dijo Levi? ¿No había dicho que este corte me hacía ver severa? Nunca dijo cruel».
—Hange.
La voz de Levi, como la noche anterior, resonó detrás de ella, justo un paso atrás. Hange se volvió, ahogando un jadeo, pero no encontró a nadie ahí excepto un vago eco que resonó en las esquinas, concentrándose luego en la pared donde colgaba el espejo, viajando por el aire en la forma de un aullido nocturno. Ahí rebotó con fuerza, como si el sonido pudiese reflejarse en la superficie del espejo de la misma forma que lo hiciera con cualquier imagen.
—Hange.
El llamado, esta vez, vino del interior de las paredes, como ratas chillando en el silencio de la noche, desplazándose entre caminos y cuevas mordisqueadas en la piedra. Luego llegó desde debajo de la losa blanca; la llamaban desde el espacio tras el espejo, entre él y la pared, y desde el interior de la bañera, como si aquella voz saliera de la cañería en un eco repetido demasiadas veces hasta volverse un fantasma de sí mismo, viviendo y resonando en cada tubería.
Hange contuvo la respiración y se quedó frente a frente con el espejo, inmóvil. Ella estaba ahí, como siempre; «como anoche». El reflejo seguía sus movimientos sin ninguna anomalía ni supuesta ilusión óptica.
«Tengo que acostumbrarme a esto», se dijo tal y como lo hizo los primeros meses, rozando con sus dedos la cicatriz de su ojo izquierdo. Perder el ojo le costó perder la mitad de su visión y percepción periférica. Al principio fue una pesadilla; chocaba en todos lados, con todo y con todos, y hubo días en los que casi perdió al cabeza, incapaz de dejar de ver la silueta de su propia nariz justo delante de ella. Tardó mucho más de lo que creía en acostumbrarse, aunque los doctores le aseguraron que su proceso de adaptación fue normal. Aún ahora, a veces, le costaba caminar por el mundo con un solo ojo, y lo único que le ofrecía su ojo inútil eran siluetas difusas y sombras irregulares, vaporosas y diáfanas; fue entonces que decidió que un parche sería la mejor solución.
—¿Hola? —Se sintió tonta saludando a su propio reflejo. «Como si fuera a contestar».
—¿Hay alguien ahí? —agregó, al menos para escuchar algo más que no fuesen aquellos susurros llamándola en la oscuridad, pero lo único que le contestó fue el silencio y el leve eco de su propia voz.
Resopló, y se regañó enseguida:
—Te estás volviendo loca, como todos dicen que siempre lo has estado, Hange Zoë.
Salió del baño de mala gana, cerrando la puerta de un portazo; luego, por un segundo, uno muy breve y fugaz, juró escuchar de nuevo su nombre en la forma de un susurro, surgiendo de la oscuridad negrísima de la superficie del espejo. "Hange Zoë. Hange Zoë". Furiosa, abrió de vuelta la puerta, de golpe y por sorpresa para atrapar lo que sea que no se cansaba de llamarla, fuese un animal, un eco o una sombra, pero en la oscuridad no encontró nada excepto negrura.
Ahí, desde la entrada del baño, con la mano envuelta fuertemente alrededor del pomo de la puerta, se vio de nuevo reflejada en el espejo, pero en la oscuridad fue incapaz de distinguir si su reflejo tenía o no el cabello largo.
—Aprobaron el presupuesto para la siguiente expedición.
Hange dejó los papeles sobre el escritorio. Posó los codos sobre la mesa, y, suspirando, descansó el mentón en sus manos entrecruzadas. Levi, desde el sofá, dejó su taza de té vespertina en el pequeño plato de porcelana que sostenía en su mano izquierda y se volvió a ella. Parecía sorprendido, pero sólo un poco; Hange sabía que el capitán mostraba sus emociones a través de su mirada y sus ojos grises, más que a través de las palabras.
—Va a ser una expedición a gran escala y muy larga, por lo tanto, muy costosa. No pensé que lo aprobaran tan rápido —agregó acomodándose los lentes sobre el puente de la nariz—. Antes había que rogar para que aprobaran los presupuestos. Aunque no creo que sea como tal una expedición —Se recargó contra el respaldo de la silla, tamborileando los dedos sobre la mesa un par de veces. Con cada palabra, su voz se volvía más grave, y suspiró antes de continuar; a Levi le pareció que, de nuevo, lucía muy severa—. Será, más bien, un asalto. Un contrataque.
—¿Cuándo avisarás a los soldados?
Hange negó con la cabeza.
—El consejo recién esta tarde lo aprobó. Se les informará a los soldados mañana por la mañana, y revisaré los últimos detalles del plan con Armin y los demás. Si consideramos que los barcos de Marley venían por Reiner y los otros, probablemente, cada luna llena, entonces podrían estar usando la misma estrategia esta vez. Por ahora, y hasta lo que sabemos, nuestra única ventaja es que desconocen que hemos matado a todos los titanes que vagaban fuera de los muros.
Levi bebió su té hasta terminarlo y dejó la taza en la mesa, sobre el plato impoluto; no derramó ni una sola gota. Luego, se puso de pie. Hange ni siquiera lo notó, concentrada como estaba en las cartas que hojeaba entre sus manos. Le suponía una cantidad de esfuerzo considerable concentrarse, y eso la frustraba; por momentos, su mente divagaba hacia los susurros de su baño, las sombras que la imitaban en la oscuridad, y aquel reflejo plateado que parecía siempre seguirla con la mirada desde la superficie del espejo.
«Pero ¿cuál mirada?», se dijo. «¿La mirada de quién?» Se lo cuestionó con tanta naturalidad que ni siquiera recordó que la superficie reflejante de un espejo es incapaz de poseer una mirada sin la presencia intrínseca de alguien que mire hacia él.
—Estaba pensando que…
Levantó la vista, buscando a Levi en el sofá, pero en su lugar lo encontró de pie, a su lado. Tomó los documentos de entre sus manos y los leyó por encima. Estaba muy serio, más de lo usual. Hange tragó saliva, recordando lo sucedido dos noches atrás, cuando la encontró cortándose el cabello para después bañarla y dormir con ella. Se preguntó por qué estaba ahí, así; «justo aquí», se dijo, conteniendo el aliento. Era su comandante, pero con Erwin jamás se mostró tan cercano; podría haberlo amenazado con romperle las piernas, pero jamás se atrevió a pasar tras su escritorio y tomar papeles de allí, de sus manos.
—Levi…
No quería preguntarle, pero no pudo evitarlo; ni siquiera sabía cómo preguntar lo que deseaba saber, o siquiera qué era exactamente lo que quería saber.
Él la miró de reojo, pero no se movió.
—Tú… —Se detuvo al percibir que su voz amenazaba con temblar. ¿Quería saber lo que pasó entre ellos, o algo más?
Continuó:
—Levi, ¿no viste nada raro la otra noche, en mi baño?
—¿Algo raro?
Levi frunció el ceño.
—En el espejo, siendo especifica.
Tarareó en voz baja, desviando la vista, tal vez pensando, o intentando recordar algo fuera de lugar, pero lo negó meneando la cabeza.
—¿Alguna mancha, o un reflejo extraño? —agregó ella—. Como si hubiera alguien más con nosotros esa noche. No… como si el espejo estuviera dañado y reflejara una doble imagen.
Levi dejó los papeles en el escritorio y se recargó contra él, cruzándose de brazos.
—¿Un reflejo doble? —Su voz fue firme, pero serena, aunque había un matiz de confusión en ella—. No vi nada como eso. Sólo estábamos nosotros dos.
—¿Estás seguro? —él asintió. Hange resopló, masajeándose el puente de la nariz, y agregó—: Ah… supongo que aún no me acostumbro del todo a esto —Señaló el parche de su ojo—. A veces tengo la impresión de ver cosas que no están ahí; no, más bien, de ver cosas que al siguiente segundo desaparecen, como si jamás hubiesen estado ahí —Se rio entre dientes—. Bueno, sí, porque de hecho nunca lo estuvieron. ¿Verdad?
—¿Estás bien, cuatro ojos? Estás divagando.
—Sí, sí, estoy bien. Sólo que esa noche, cuando me cortaste el cabello… —Se detuvo de golpe, preguntándose si debía contarle todo. «Ni yo misma sé lo que vi. No seas idiota, Hange. No abras tu bocota».
A pesar de llevar casi un año siendo la comandante de la Legión de Exploración, no se acostumbraba a la actitud mesurada y prudente que exigía el puesto, y probablemente nunca lo haría del todo. Pasó los últimos años de su vida siendo la científica excéntrica de la Legión, guardarse sus ideas y pensamientos no era propio de ella, y en momentos como esos no sabía hacia qué lado de la balanza debía inclinarse. Después de todo, no debía olvidar que Levi era su subordinado; había reglas y normas de ética y disciplina que ella debía ser la primera en aplicar y respetar.
«Es algo tarde para eso, ¿no?» se dijo.
Hange lo miró a los ojos, al mismo tiempo que él lo hizo con ella. Los ojos de Levi eran penetrantes, y se sintió desnuda ante él; desnuda de verdad, desde el interior. Sonrojándose, fue incapaz de sostenerle la mirada, omitiendo todo aquello que la confundía—: Quiero decir, esa noche, cuando me cortaste el cabello y luego me ayudaste a bañarme… —Sus palabras pronto devinieron en murmullos; se sentía como una adolescente tonta y confundida, no como una comandante del ejército—. Hace bastante tiempo que no lo hacías. Y creo que lo extrañaba. Eso es todo.
Levi se percató del nostálgico brillo de su ojo bueno tras el cristal de sus anteojos. Estaban un poco sucios, así que los tomó por ambas bisagras y se los quitó con gentileza.
—Pareces triste, igual que esa noche —respondió mientras limpiaba los lentes con el pañuelo que solía guardar en el bolsillo delantero de su chaqueta torera.
—Tal vez —Hange suspiró; fue un suspiro entrecortado y lleno de agotamiento—. Te dije que me sentía sola, y… —Se quedó en silencio, apretó los labios, y luego miró a Levi, enfrentándolo al fin, y agregó—: Creo que pasó algo.
—¿Algo cómo qué?
Entrecerró los ojos mientras él le devolvía sus anteojos, ya limpios. Hange se los colocó de vuelta antes de contestar.
—Por favor, Levi…
Se acercó a ella, tomándola del cabello y haciéndola levantar la cabeza. Se inclinó para mirarla de cerca y de frente.
—¿Descansaste bien esa noche?
Hange parpadeó, asintiendo apenas. Otra vez la tomaba del cabello.
—Sí, supongo que sí.
Ahí estaba de nuevo el suave aroma amaderado manando de su cuello, ese que seguía impregnado en sus almohadas desde aquella noche. Levi estaba muy cerca, y Hange pronto comenzó a abrumarse ante su cercanía. Deseó hundir la nariz en la curva entre su cuello y el lóbulo de su oreja, aspirar el aroma de su piel perfumada, suave e impoluta, encajarle los dientes y lamer las marcas.
Tragó saliva como estrategia para aplacar sus nervios.
—¿Alguna vez tomaste así del cabello a Erwin, siendo él tu comandante?
Su tono se tornó levemente sombrío, pero Levi no la soltó.
—No, nunca lo hice.
—Yo soy tu comandante, Levi —contestó con un susurro profundo, sosteniéndole la mirada—. ¿Por qué conmigo sí lo haces?
—Supongo que tienes razón, cuatro ojos.
Levi se alejó, soltándola. La sensación de sus dedos entre su cabello persistió en ella como un fantasma, y la suavidad con la que la soltó le resultó tan dulce que no pudo evitar tomarlo de la mano y retenerlo junto a ella.
—No, Levi —Hange, sin soltarlo, se puso de pie—. No quise…
Lo jaló hacia ella, susurrando contra su cuello, abrumada y sin aliento. Era por lo menos media cabeza más alta que él, pero aquello nunca intimidó a Levi, percibiendo el cansancio en la rasposa voz de su comandante, y también la suplica que se ocultaba tras ella.
—Quisiera no tener que ser comandante, Levi. Sólo quisiera que todo fuera como antes…
Lo tomó del hombro, como si fuera a caerse; luego, posó su otra mano en su nuca, abrazándolo. Su pulgar rozó la piel suave que sobresalía del cuello de su chaqueta, y Hange creyó que se derretiría ante la calidez que manaba de allí.
—Algo te sucede —insistió Levi. La piel se le enchinó, pero se mantuvo tan estoico como siempre—. Si alguien…
—Sólo necesito saber si esa noche te quedaste en mi habitación, Levi, porque sé que esa noche no estuve sola.
Él se alejó un poco, frunciendo el entrecejo.
—Sólo me quedé un rato ahí. Estabas dormida cuando me fui.
Hubo un momento de silencio. No podía estar segura de lo sucedido entre ellos, pero sí estaba segura de no haber pasado la noche sola. Hange, atónita, tartamudeó.
—Pero…
—¿Quién estaba ahí contigo, entonces? —le preguntó él, entendiendo de pronto cuál era la pregunta que Hange no se atrevía a hacerle.
Ella meneó la cabeza antes de contestar.
—No… debí soñarlo.
Levi no dijo nada, pero sabía que le mentía.
Me alegra haber actualizado el segundo capítulo de este fanfic relativamente pronto a pesar de que justo estoy trabajando en otros dos fanfics y mis propias obras. Ojalá este año pueda ser más constante con el tema de los fics.
En cuanto a este segundo capítulo, bueno, no hay mucho qué decir. Hange sigue siendo perseguida por esta presencia que se le aparece desde el espejo y entre sombras, confundiéndola respecto a lo que pasó y lo que no. ¿Alguna vez les ha pasado que sienten alguna presencia observándolos, pero no hay nada? A mí me pasaba con cierta frecuencia de adolescente y es muy feo, pero al menos ahora me sirve de inspiración.
En fin, si se tomaron el tiempo de leer, ¡muchas gracias!
Me despido
Agatha Romaniev
