Disclaimer: los personajes y elementos reconocibles de The Twilight Saga son propiedad de la escritora estadounidense Stephenie Meyer. El resto es producto de una absurda imaginación.
Advertencia: esta es una ligera parodia.
Capítulo 1:
Belula Swan y el extraño atractivo de un pueblo con más nubes que habitantes.
I.
Siempre tuve una facilidad natural para elegir el lugar menos soleado del planeta al que mudarme, como si mi instinto de supervivencia amara los retos meteorológicos. Así que, cuando me subí al avión que me alejaría de la cálida y caótica ciudad de Phoenix, supe que mi destino gris y húmedo (vamos, un eufemismo para "mojado y nebuloso") me reservaría un nuevo récord de paraguas rotos. Pero en fin, todos tenemos formas distintas de buscar la aventura.
Mi madre, ansiosa y nerviosa, me acompañó hasta la puerta de embarque, recordándome cada dos minutos que "no dudara en llamarla si hacía demasiado frío" o "si un puma me miraba feo desde el bosque". Así descubrí que su realidad climática y zoológica se basaba en documentales viejos y rumores de internet. Cuando llegué al avión, sentí un nudo en la garganta; no sabía si era la nostalgia o la falta de oxígeno en esa cabina repleta de gente con abrigos absurdamente ya enfundados. Por supuesto, no le confesé nada de esto a mi madre, quien se quedó agitando la mano con su gran sonrisa de "así de grande es el clima que enfrentarás".
Al aterrizar en Niebla Eterna… (bueno, en realidad el pueblo se llamaba Forks, pero estoy convencida de que ese nombre es un encubrimiento oficial para su húmeda realidad), me recibió mi padre, Charlie, jefe de policía con bigote peculiar (pero de corazón más grande que su mostacho). Llevaba un abrigo que le venía enorme y unas botas de lluvia rojas —detalles con los que lidiarían mis retinas por un buen tiempo—. Me estrechó la mano (sí, mi padre tiene tendencia a comportarse como un colega recién conocido) y echó a reír como si se disculpara por el húmedo escenario que nos rodeaba.
—¿Lista para la aventura? —me dijo, tratando de que sonara épico.
—Emocionadísima, papá —respondí, con el mejor tono de sarcasmo que pude conjurar tras dos vuelos y seis horas de turbulencias.
Como si fuera un signo de bienvenida, en ese preciso instante un nubarrón decidió descargar un aguacero intensísimo, que dejó empapado a Charlie en tres segundos, mientras yo me regodeaba con mi paraguas maltratado (pero aún servicial). Mi padre se encogió de hombros y murmuró: "Bienvenida a Forks, hija". Y sí, eso marcó el inicio oficial de mi nueva vida.
II.
La casa de mi padre no había cambiado mucho desde la última vez que la visité (probablemente cuando tenía ocho años y creía que llover eran "lágrimas de las hadas"). Tenía ese aroma mezclado de café viejo, leña mojada y un toque de aerosol para el bigote de Charlie. Mi habitación, que antes era el "almacén de trastos", había sido remodelada —¡por fin!—. Encontré una cama de tamaño regular, un escritorio con un flexo que parecía salido de una película de detectives de los años setenta, y cortinas de color… bueno, un indefinible tono verdoso que se mimetizaba con el bosque de fondo.
Mientras metía mi modesta maleta en el armario, escuché a Charlie toser desde el pasillo. Una tos ceremoniosa, como si estuviera a punto de anunciar algo trascendental:
—Compré una camioneta para ti —dijo, sonriendo con la boca medio torcida.
—¿Una camioneta? ¿Para mí? —repetí como un eco estupefacto, intentando sonar agradecida y no aterrorizada. Porque, sinceramente, me imaginaba un cacharro anaranjado con una puerta que solo abre por fuera y un motor que ruge como un oso con indigestión.
Charlie asintió, entusiasmado:
—Era del viejo Billy. Funciona de maravilla. Tiene… un toque clásico —su cara se iluminó como si me estuviera regalando un unicornio rosa que volara y escupiera brilli-brilli.
Bajé las escaleras con media sonrisa nerviosa y encontré la camioneta estacionada frente a la casa. Era una mole oxidada cuyo color original podría haber sido rojo, o café, o sangre de dragón añeja… era difícil de determinar con tanta mancha. Pero, un vehículo propio era un lujo que no podía rechazar. Subí a la cabina y, para mi sorpresa, el asiento era cómodo, y el volante, grande y robusto, parecía decir: "Te protegeré de la lluvia… a medias".
—Gracias, papá. Me encanta —mentí con el más puro amor filial. Bueno, al menos se veía divertida, y el motor arrancó a la primera (con un rugido de león con enfisema, pero arrancó).
III.
A la mañana siguiente, me desperté antes de que el gallo (suponiendo que existan gallos en Forks) siquiera considerara hacerlo. La ansiedad de la chica nueva en el pueblo no me dejó dormir más. Me vestí con lo más abrigado que tenía y me miré en el espejo, intentando convencerme de que no lucía tan mal, solo un poco pálida y con ojeras de tres metros de profundidad. Súmale a eso el cabello medio alborotado por la humedad; a ratos parecía un nido en el que se celebraba la convención anual de aves tropicales extraviadas.
Llegar a la escuela en mi flamante/oxidadísima camioneta fue una experiencia de adrenalina pura. Cada bache que pisaba retumbaba como si King Kong jugara a la percusión en el techo. Al fin, encontré un espacio de estacionamiento bastante amplio (¡menos mal, porque maniobrar ese tanque no era cosa fácil!).
La oficina administrativa del instituto estaba custodiada por una señora que, al verme empapada y con la cara de "no sé dónde estoy parada", me ofreció un mapa de la escuela, un horario y un "paraguas de cortesía". ¿En serio tenían paraguas de cortesía para los nuevos? Eso sí que era una bienvenida práctica.
Mis primeros pasos por los pasillos llenos de casilleros fueron un desfile de curiosos murmurando. Al parecer, una chica nueva no era un suceso tan habitual en un pueblo donde todos se conocen desde el kínder. Entre el nerviosismo y mi torpeza natural, estuve a punto de chocar contra un par de estudiantes y un cesto de basura bastante agresivo (casi me traga cuando quise tirar una envoltura).
Al llegar a mi primera clase, Matemáticas (¡qué placer!), el profesor me presentó con un tono más solemne de lo que esperaba:
—Esta es Belula Swan, viene de Phoenix. Denle la bienvenida, por favor.
Yo solo alcancé a articular un "hola" tan bajito que dudo que alguien lo escuchara, salvo un chico de lentes gruesos que me devolvió la mano en alto con emoción.
IV.
En el receso, me topé con Jessica, una chica parlanchina que parecía feliz de ejercer el rol de guía turística. Me presentó a un montón de gente cuyos nombres se mezclaron en mi cabeza en cuestión de segundos. "Mike, Eric, Angela…". Parecía la intro de una serie de adolescentes, todos simpáticos y con sonrisas de "te conocemos de toda la vida".
Cuando entramos al comedor (un lugar que me sorprendió por su espacio y por la variedad de comida: desde pizza gomosa hasta un plato misterioso que preferí no investigar), Jessica me hizo un gesto con la cabeza, señalando una mesa aparte. Allí estaban sentados cinco individuos que parecían modelos de revista… o estatuas de cera con semblante estoico.
—Son los Cullen. Viven con el doctor local y su esposa, pero no son sus hijos biológicos. Son como… sus hijos adoptivos, supongo. Se rumorea todo tipo de cosas raras de ellos, pero no hacen daño —comentó Jessica entre cuchicheos.
Los miré con discreción (o eso intenté). Tenían un aire misterioso y, a decir verdad, parecían un grupo de influencers con filtro de palidez extrema. Uno de ellos, en particular, captó mi atención. Estaba muy quieto, como si dudara si dar un bocado al sándwich, o ponerse a meditar sobre la existencia del brócoli. De pronto, levantó la mirada y me vio. En ese instante, sentí un escalofrío, y no sé si fue por el aire acondicionado o por su mirada intensa de "te leo la mente, pero no entiendo la ortografía". Mantuve el contacto visual un segundo… luego volví la cabeza, ruborizándome más de la cuenta.
—Ese es Edward Cullen —dijo Jessica con un brillito en los ojos—. Es un poco extraño, pero gusta mucho.
—¿Extraño en plan hombre-lobo, o extraño en plan admirador del brócoli? —pregunté, intentando sonar graciosa, pero Jessica se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Aunque descarto que sea hombre-lobo, honestamente.
El comentario me hizo reír un poco. Esa risa nerviosa que uno suelta al sentir que se ha metido a un mundo raro que ni la humedad de Forks puede explicar.
V.
Después del almuerzo, tuve clase de Biología. La sala era luminosa, con grandes ventanales que mostraban el cielo perpetuamente nublado (qué poético). Busqué mi sitio y, para mi sorpresa, el único asiento libre era junto a Edward Cullen, el del brócoli existencial. Sentí un cosquilleo en la nuca: algo entre "qué incómodo" y "qué intriga".
Me senté en la banqueta, dejando espacio suficiente para no invadir su aura misteriosa. Noté que su postura era rígida, como si el respaldo de la silla estuviera hecho de pinchos. Me miró de reojo con una mezcla de curiosidad y… ¿repulsión? No supe descifrarlo. Me saludó con un "hola" tan suave que casi me perdí sus palabras. Lo repetí en mi cabeza unas quince veces.
Cuando el profesor empezó a explicar la disección de la cebolla —sí, Biología en Forks es tan emocionante que diseccionan vegetales, tal vez entrenados para huir—, Edward movió sus cuadernos con delicadeza. Parecía inquieto, como si tuviera un resfriado que intentaba contener. Y yo ahí, con el corazón en la boca, preguntándome si acaso le olía mal el cabello o si mi perfume de vainilla era un repelente para personas pálidas.
Intenté concentrarme en el ejercicio. A fin de cuentas, la cebolla era lo que importaba, pero cada vez que levantaba la vista, Edward me observaba con esos ojos penetrantes (ligeramente rojos, pero podía ser la falta de sueño… o que las lentillas de color no eran de buena calidad, yo qué sé). Entre miradas furtivas y silencios tensos, apenas crucé dos frases con él:
—¿Te gusta la clase? —le solté, intentando romper el hielo.
—No es la clase, es… —musitó, y luego calló bruscamente.
No volví a insistir, porque la incomodidad podía cortarse con un cuchillo. Y ya teníamos suficiente con la cebolla hecha trizas entre nosotros.
VI.
Las horas siguientes pasaron con la misma sensación de extrañeza. Me crucé con Edward en el pasillo, y él parecía debatir entre saludarme o correr en dirección contraria. Cuando lo vi desaparecer entre la multitud, me pregunté si había hecho algo que lo molestara… ¿Ser nueva? ¿Respirar? ¿No usar perfume con olor a galletas?
Finalmente, salió la última campana, y salí corriendo al estacionamiento, anhelando la protección de mi gigante y oxidada camioneta. Mientras intentaba encender el motor, vi pasar a Edward caminando hacia un auto elegantísimo que desentonaba mucho con el aire rural del lugar. Por un instante, nuestras miradas se encontraron otra vez, pero él se volteó con rapidez. Fue tal su premura, que resbaló en un charco y, con movimientos felinos, logró no quedar en ridículo (aunque su elegancia quedó un poco maltrecha). Arrancó su automóvil con un zumbido futurista y se fue a toda velocidad.
Me quedé un minuto contemplando ese espectáculo, entre divertida y confundida. Sentía un leve hormigueo: tal vez un indicio de que las cosas en Forks podrían ser más interesantes de lo que pensé. Aunque siguiera diluviando, y aunque mi camioneta estuviera en riesgo constante de desarmarse, había algo en este lugar, o en la gente, especialmente en ese "Edward Cullen", que me despertaba una curiosidad totalmente nueva.
Encendí la radio, que solo emitía estática con un leve murmullo de música country, y me dispuse a salir del estacionamiento con cautela, agradeciendo a todos los santos evitar atropellar a algún compañero de clase despistado. Mientras la lluvia no daba tregua, puse rumbo a la casa, recordando el silencio tenso en Biología y la mirada intensa de ese chico extraño.
Con la cabeza llena de preguntas y un ligero dolor de estómago (¿qué tendría la pizza de la cafetería?), conduje hacia la casa de mi padre, sintiendo que, de alguna manera, estaba iniciando un capítulo importante en mi vida. Uno que, con suerte, no me arruinaría el corte de cabello o me sumiría en una serie de eventos inexplicables… o tal vez sí. Quien sabe. Lo cierto era que, a partir de ahora, y a pesar de tanto aguacero, algo me decía que no iba a aburrirme en Forks.
Nota de autor:
Siempre quise hacer una parodia escrita de Crepúsculo, con una Bella que tuviera un mejor sentido del humor (estrastosféricamente) y encontrara gracia en la extrañeza de las cosas, en luga de inhibirse tanto. Obviamente el resto de los personajes tendrán que cooperar para que existan situaciones cómicas y absurdas.
No quise, por otra parte, hacer algo innecesariamente ridículo y extrafalario (aunque quién sabe qué pasará más adelante). Dependerá de mi estado de ánimo y, sobre todo, de sino se atraviesa una copita de vino por ahí (ni bebo, pero...).
Nos leemos en la próxima.
CW.
