II. Intentando sobrellevar mis propios problemas.

«La naturaleza señala a los soldados de la vida el lugar en donde han de luchar por ella.»

Blas Infante.

Marzo de 2025.

—¿Qué hacen niños en las calles, con el toque de queda?

Al oír aquello, Alphonse se contuvo de fruncir el ceño y le dedicó una mirada a Rafael para que no reaccionara de manera brusca.

—¿Quién lo pregunta? —Indagó su parabatai, como señal de haberlo comprendido.

Tras Juliette Montclaire (o mejor dijo, a través de ella), Alphonse alcanzó a ver a otra mujer con el traje de combate de los cazadores de sombras, pero esta era completamente sólida. Su pelo, negro como carbón, estaba salpicado de canas; sus ojos, de un tono castaño oscuro, lucían opacos y sin ningún destello de amabilidad. Sus rasgos, aunque finos en general, tenían cierto aire tosco en la barbilla y la nariz, haciéndola lucir bastante severa, lo cual se acentuaba con sus gruesas cejas y la boca fruncida, sin ademán de dedicar ni una sonrisa. Automáticamente, Alphonse echó un vistazo a las manos de la mujer. Distinguió, para su pesar, una daga bien empuñada con la diestra, cuyo dorso adornaba la runa de Clarividencia; en tanto, en el dedo anular de la mano izquierda brilló un anillo con un dibujo que no alcanzaba a distinguir.

—No son de aquí —señaló la mujer, aunque no hacía ninguna falta. Dedicó una mirada evaluadora a la postura falsamente despreocupada de Rafael, antes de fijarse en Alphonse, arrugando la frente como si algo la confundiera—. Tú no eres Jérôme —soltó, sin la menor consideración—, él está muerto.

—¡Oiga! —Dejó escapar Rafael.

—Puedes decirle a Collie que se trague su veneno con champagne —acotó Juliette.

—Eso es una raza de… —comenzó Alphonse.

—¿Una raza de qué?

La mujer de pelo negro le dedicó una mirada confundida, pero sin perder con ello su talante arrogante. Por el rabillo del ojo, Alphonse notó que tanto Rafael como Juliette le dedicaban a la mujer las miradas más desagradables de su repertorio. Le resultó tan cómico que lucieran tan similares, que apenas pudo contener una sonrisa.

—Disculpe, madame, pero recién llegamos a la ciudad —indicó, mostrándose cauto al notar que la aludida no había enfundado su daga—. ¿Con quién tenemos el gusto de hablar?

Mientras Rafael dejaba escapar un bufido, Juliette lo miró con pasmo, antes de que la mujer delante de ellos parpadeara con desconcierto y tras carraspear, respondiera.

—Con… Colette. Colette Nightwine. Soy la directora del Instituto. ¿Quiénes son ustedes?

—Rafael Lightwood–Bane.

El nombre definitivamente le resultó conocido a Colette Nightwine, pues observó al susodicho con una ceja arqueada.

—¿El Emisario creyó que su hijo sería suficiente para ayudarnos?

—¿Ayudarles con qué? Ni siquiera nos ha dejado presentarnos cuando se quejó de que estuviéramos aquí. ¿Cómo íbamos a saber…?

—Rafe, por favor…

La petición a medias de Alphonse tuvo efecto, para su fortuna. Rafael se calló, apretó los labios y se cruzó de brazos, mirando hacia arriba, hacia la cima de la única torre del Instituto.

—Me disculpo en nombre de mi parabatai, hemos tenido un viaje algo cansado —indicó, inclinando respetuosamente la cabeza.

—¡Al, eso no es…!

—¿Parabatai? —Colette frunció el ceño, lo que la hizo lucir como un ave de presa a punto de lanzarse al ataque—. ¡Por el Ángel! ¿Eres el chico Montclaire? ¿El supuesto hijo de Jérôme?

—¡Nada de supuesto! —contradijo Rafael, y sin saberlo, al mismo tiempo que Juliette.

—Alphonse Montclaire, madame. Mi identidad fue confirmada por el Consejo hace años.

Ante sus palabras, Colette se mostró de nuevo molesta, lo cual Alphonse no entendió. No había hecho más que señalar un hecho, ¿en qué se había equivocado?

—Ahora se tomará como insulto el no saber que Jérôme tuvo un hijo —supuso Juliette, cruzándose de brazos y adoptando una pose altiva que Alphonse, sin querer, relacionó con su amiga Suzette y sus pasados años portándose como una señorita odiosamente refinada—. ¡Por el Ángel! Si el Instituto está tan aislado y se cae a pedazos, es culpa de ella. ¡A buena hora le concedieron a Collie el puesto de Matt!

—¿Quién es Matt?

La pregunta, comprendió Alphonse al segundo siguiente, se le escapó en voz alta. Colette le dedicó una mirada extraña, suspicaz y temerosa a un tiempo; en cambio, Rafael abandonó su disgusto para con la directora de Lyon y lo miró con curiosidad.

—¿Qué sabes tú de Matt? —Inquirió Colette.

—Lo siento, no era mi intención…

—Alphonse, mon petit, dile que estamos aquí. Quiero ver su cara de espanto.

Ma chérie, eso no es nada noble. ¡Por el Ángel! ¿Este es…?

—¡Sí! Míralo, ¿no es guapo? Su madre debe ser preciosa, ¡sabía que Jérôme elegiría bien!

Sin poder evitarlo, Alphonse comenzó a sonrojarse. No podía dejar de fijarse en la sonrisa de felicidad de Juliette, una que solo podía ver él, pero también por la mirada atenta y orgullosa del hombre translúcido que de pronto se había colocado junto a ella, muy alto y de porte regio, con cabello oscuro corto y revuelto, así como unos destellantes ojos azules que recordaban al más despejado de los cielos.

Por primera vez, Alphonse creyó saber a qué se referían cuando lo veían y enseguida recordaban a su padre.

Sin duda, el fantasma de los ojos azules debió ser en vida Frédérique Montclaire.

—&—

Los dos jóvenes fueron guiados a una casa en la acera frente al Instituto, a cuya fachada echaron un vistazo fugaz antes de entrar.

Sobre el marco de la puerta, en piedra gris, estaba grabada una flor de lis muy similar a la de la heráldica mundana, exceptuando que su trazo central tenía forma de estela.

—¿La flor de lis con la estela no es el emblema de los Bellefleur? —Preguntó Rafael, haciendo una seña hacia el grabado, una vez que cruzó el umbral.

—Sí, lo es. Esta casa era de los Bellefleur de Lyon y cuando murieron todos, la Clave la mantuvo en buenas condiciones para usarla como refugio en caso de necesidad.

—Pues dile que vas a reclamarla, mon petit. Quiero ver cómo se lo toma Collie.

—Por favor, ma chérie, ¿por qué el chico haría eso?

—¡Lo estipulé en mi testamento! Legué todo a nuestro Jérôme y sus descendientes en caso de morir. ¿Cómo es que la Clave no le ha dicho nada?

—Buen punto. Haz caso a tu abuela, muchacho. Tienes mi aprobación.

Las voces de los fantasmas, aunque normales, causaban en la cabeza de Alphonse un extraño eco, como si parte de ellas vinieran desde muy lejos. Procurando no dar señas de estar oyendo algo que los demás no podían escuchar, siguió a Collete Nightwine dejando un par de pasos de distancia, como precaución.

—¿Sigue aquí? —Rafael, a su izquierda, habló apenas en un susurro.

—Sí, y no está sola.

—Ah, ¿y quiénes son?

Alphonse, notando que Colette había llegado ante una puerta y la abría, se llevó un dedo a los labios y señaló a la mujer, a lo cual Rafael asintió y no dijo más.

Colette los invitó con un gesto a entrar a un salón con decoración antigua y bastante recargada, que hacía pensar en ostentación y riqueza. Los muebles, se notaba, habían sido tratados con cuidado, para que siguieran luciendo bien su pintura dorada y su tapicería azul zafiro.

¡Diablos! Estos Bellefleur sí que tenían estilo —dejó escapar Rafael.

—Se les conocía por su tendencia a exagerar —Colette torció la boca, antes de añadir—, aunque eso no les sirvió de nada. Ya no queda ninguno.

—Oye, Al, ¿no habías dicho que tu abuela era una Bellefleur?

—Este chico me agrada —musitó Juliette, sonriendo con aire travieso.

—Eh… Sí, la madre de mi padre. ¿Usted la conoció, madame?

Colette pareció dudar por un segundo entre mostrar desdén o seriedad, para finalmente esbozar una sonrisa mordaz.

—No es muy halagador ser el nieto de Juliette —aseguró.

—¡Cómo se atreve! —vociferó el fantasmal matrimonio Montclaire.

Alphonse, en esa ocasión, no pudo evitar el hacer una mueca, lo cual Colette interpretó como desagrado ante sus palabras, pues enseguida mostró un gesto severo y espetó.

—No creas que miento, muchacho. Juliette no era ninguna santa. Siempre correteando tras los muchachos, sin el menor sentido de la responsabilidad ni del decoro, ¡a buena hora tía Mildred la dejó hacer lo que quisiera! La culpa la tuvo su padre, mi madre siempre lo decía.

—¿Qué está diciendo esa bruja de mi padre? —Masculló Juliette.

—Disculpe, ¿se refiere usted a monsieur Jean–Claude Bellefleur?

Por segunda vez, Colette miró a Alphonse con incredulidad, antes de preguntar.

—¿Sabes quiénes eran los padres de Juliette?

—Yo… Sí, los busqué en las genealogías hace un tiempo. Juliette Bellefleur fue hija de Jean–Claude Bellefleur y Mildred Cartwright. Supongo, por la forma en que habla de monsieur Bellefleur y porque le dijo «tía» a madame Mildred, que usted y grand–mère Juliette estaban emparentadas por la vía de los Cartwright.

De reojo, Alphonse notó a Rafael conteniendo la risa ante la expresión de pasmo de Colette. A su vez, solo él escuchó las carcajadas emitidas por una Juliette y un Frédérique muy sonrientes.

—¡Digno hijo de nuestro Jérôme, Fred! ¿Lo has oído? ¡También ha sonado como tú!

—Sí, lo he oído. ¡Gracias al Ángel que tiene nuestra excelente memoria!

—Has sonado como un petulante Montclaire —siseó Colette, arrugando la frente—. Sí, definitivamente eres uno de ellos. Vas por el mismo camino que Frédérique y Jérôme.

—¡Oiga! ¿Eso qué significa? —espetó Rafael, ya sin signos de buen humor y con la mano en la empuñadura de su espada, listo para desenfundarla.

—¡Oh, maldita seas, Collie! Si pudiera tocarla aunque sea por un segundo…

—He oído cosas muy buenas de ellos, madame, así que gracias por el halago.

Colette perdió el habla por un largo instante, para acto seguido darles la espalda con expresión indignada. Rafael hizo un esfuerzo monumental, de nuevo, por no reír, cosa que Juliette y Frédérique ni siquiera intentaron. Alphonse empezaba a sentir dolor de cabeza, como solía pasarle cuando escuchaba demasiado tiempo a un fantasma, y siendo dos en este caso…

—Tomen asiento —indicó entonces Colette—. Llamaré a los que estén libres ahora para discutir lo que vamos a hacer. Si es que ustedes pueden ayudarnos, claro.

En cuanto la mujer abandonó la habitación, Rafael esperó a que sus pasos dejaran de oírse para soltar una carcajada.

—¡Bien hecho, Al! No sé cómo te las arreglaste para no insultarla.

—Estoy seguro de que ella se tomó lo que dije como un insulto.

—¡Peor para ella! ¡Por el Ángel! Lo que dijiste hace rato… ¿Entonces ella y tu abuela son parientes? ¡Diablos! Significa que también es pariente tuya.

—Lejana, pero sí. Aunque ya has visto que todo el mundo dice que soy como mi padre.

—Es verdad. Mejor para ti. Los Montclaire parecen haber sido geniales.

Alphonse se encogió de hombros. Él jamás se había sentido «genial», no durante mucho tiempo. Solo hasta fechas recientes había estado esforzándose por tener en cuenta que, si más de uno decía a su alrededor que su padre había sido un buen hombre y un excelente cazador de sombras, el ser su hijo era más un honor que una desgracia. Por eso, en aquella ocasión, había logrado tomarse como un cumplido el ser comparado con Jérôme y el padre de éste.

—Querido, ¿sucede algo malo?

Alphonse tragó saliva ante la pregunta de Juliette. Había sonado sincera y afectuosa, en un tono de voz que no había tenido muchas oportunidades de escuchar y menos dirigido a él.

—Rafe, sé que no puedes verlos, pero quiero presentarte.

—¡Ah, claro! Dime, ¿quiénes son?

—Bueno, casualmente acabamos de hablar de ellos. Son grand–mère Juliette y grand–père Frédérique. Él es mi parabatai, Rafael Lightwood–Bane.

Haciendo un vago ademán, Alphonse señaló el punto donde él podía ver a sus abuelos paternos, por lo cual Rafael pudo hacer una respetuosa inclinación de cabeza.

—Yo tuve un bisabuelo Lightwood —dijo Juliette, sonriendo levemente—. O tatarabuelo, ahora mismo no estoy segura. Lo que sí recuerdo es que conocimos a uno que era un amargado.

—Pienso que era más bien anticuado, ma chérie —señaló con tacto Frédérique.

—¡Eres demasiado benevolente, Fred! Matt siempre te lo decía.

—Prefiero eso a pelear con cualquiera que no piense como yo.

—Por favor, necesito…

Alphonse frunció el ceño, cerrando los ojos con fuerza y llevándose sin querer una mano a la sien. Al instante, tres pares de ojos lo veían con preocupación.

—Lo siento —se disculpó Alphonse, abriendo los ojos solo lo suficiente como para buscar el asiento más cercano y ocuparlo con lentitud—. Se me pasará pronto.

—¿Qué es, Al?

—Me temo que somos nosotros, ma chérie. ¿Recuerdas que le ocurrió a Jérôme también?

—¡Oh, es verdad! Lo lamento, mon petit. Nos iremos por un momento.

—¿Mi padre podía verlos? —Alphonse alzó la vista de golpe, pasmado.

—Eso… Me temo que sí —Juliette lucía muy afligida—. Se alegró, por supuesto, pero no le sentaba nada bien. Es tu cabeza, ¿verdad? —Alphonse asintió despacio—. Si seguimos aquí, temo que te pongas peor. Volveremos mañana y te explicaremos todo lo que necesites. Si requieres vernos antes, solo llámanos. Te escucharemos, ahora que estamos tan cerca.

—Gracias.

Sin más, los dos fantasmas se desvanecieron, cosa que hizo suspirar de alivio a Alphonse.

—¿Qué fue eso? —Quiso saber Rafael.

—Lo de siempre que estoy con fantasmas por mucho tiempo.

—Lo había olvidado. Lo siento, Al.

—No te preocupes, se han ido.

—¡Por eso mismo! Son tu familia, deberías poder hablar con ellos todo lo que quieras.

Alphonse asintió, comprendiendo el punto, pero al mismo tiempo, pensó que no era buena idea aferrarse a alguien que no estaba realmente allí. Se preguntó, con sincera curiosidad, si su padre sufrió mucho cuando lo arrancaron de Lyon tras la muerte de sus padres, tomando en cuenta lo que recién había descubierto.

Fue el pensar en su padre que creyó saber una respuesta que Colette no le dio.

—Matt… —musitó y ante la mueca de confusión de Rafael, se aclaró la garganta y dijo un poco más alto—. Grand–mère Juliette dijo que le dieron a madame Nightwine el puesto de un tal Matt. Creo que se refería a la dirección del Instituto y ya recuerdo quién era él.

—¿Quién?

—El parabatai de grand–père Frédérique, Mattius Fairchild.

—¿Qué pasa con Matt?

Sin que los jóvenes se dieran cuenta, Colette había regresado, seguida de cerca por unas cuantas personas, todas vestidas con los negros atuendos de combate y dedicándoles miradas suspicaces, aunque no tan arrogantes como la de la directora.

—¿Disculpe? —Alphonse recorrió con discreta cortesía las caras nuevas, buscando a quien había hecho la anterior pregunta.

—Sí, ¿pasa algo con Matt?

Quien habló fue un hombre de cabello castaño entrecano, de barba corta y bigote, cuyos ojos grises estaban fijos en Alphonse, como si intentara ver algo en él que no fuera fácil de hallar.

—Lo he recordado hablando de grand–mère Juliette —improvisó Alphonse, lo que no era del todo mentira, antes de proseguir—. ¿Con quién tengo el gusto?

—¡Vaya, a este sí lo educaron bien! —Exclamó detrás del hombre una mujer cuyo cabello largo y rubio iba peinado en una gruesa trenza. Ella lo veía con unos fríos ojos castaños, demasiado pequeños para su rostro.

—Jonathan Nightwine, muchachos. Pueden llamarme Nathan. Mi mujer dice que son el hijo del Emisario y el chico de Jérôme, y le creo con solo verlos.

Rafael arqueó una ceja, mirando a Alphonse; este, enseguida, comprendió lo que el otro pensaba, ¿cómo alguien como Colette había conseguido casarse? Para ellos, no tenía sentido.

—No les des tanta confianza, Nathan —espetó la rubia, cruzada de brazos y con el ceño fruncido—. ¿Por qué han venido a nuestra ciudad? Eso seguimos sin saberlo.

—¿Ningún cazador de sombras de Lyon respondió a la última convocatoria de la Clave?

La pregunta de Rafael era lógica, pero las negativas de casi todas las cabezas no tanto. Alphonse se preguntó qué ocurría en aquel sitio con los cazadores de sombras, hasta que una de las últimas personas en entrar, una joven de pelo castaño, se adelantó unos pasos.

—Yo —indicó, frunciendo el ceño mientras adoptaba una pose similar a la rubia, frunciendo sus gruesas cejas con cierto disgusto—. Regresé de Alacante apenas esta mañana. No queremos problemas con un sentenciado de la Clave, así que ya pueden ir saliendo de Lyon.

—¿Un qué? —Colette se escandalizó enseguida—. Explícate ahora mismo, Anne.

La nombrada como Anne asintió

—Este chico —señaló a Alphonse con un ademán despectivo, aunque lucía ligeramente satisfecha de lo que estaba a punto de decir— ha sido sentenciado a un exilio temporal por la Clave, en nombre de un Cazador hada que casualmente, también es su pariente.

Ya lo presentía, pero Alphonse igual se debió poner en guardia ante la repentina hostilidad que le dedicaron casi todos los presentes en aquella habitación.

—Las condiciones de mi sentencia son algo especiales y no implican que deje el servicio activo —indicó Alphonse con la voz más serena que le salió, aunque debió hacer un esfuerzo enorme para que las manos no le temblaran—, por lo que deberán tolerar que les ayude a resolver el problema de su Instituto. A menos, claro, que uno de ustedes vea fantasmas, en cuyo caso no les haré falta.

Con solo ver los gestos de pasmo que obtenía en respuesta, Alphonse supo que podría quedarse un tiempo en Lyon.

La verdadera pregunta era si eso sería suficiente para Thorwyn.