V. Los códigos pueden descifrarse.
«Donde hay amor, ¿qué puede hacer daño? Donde no lo hay, ¿qué puede ser de provecho?»
San Agustín.
Marzo de 2025.
Alphonse no aceptó la aparente hospitalidad de Colette Nightwine.
—Si nos necesitan, estaremos en la casa de mi familia —indicó con sencillez.
De reojo, Alphonse notó que Rafael no les quitaba la vista de encima a los otros cazadores de sombras, seguramente para tomar nota de sus reacciones. No se sorprendió porque su parabatai, a los pocos segundos, hiciera una leve mueca de molestia, viendo cómo Colette, la llamada Anne y la adulta rubia no lucieron muy contentos.
—¿No sería mejor que nos ayudaras de una vez? —Increpó Anne.
—Sin saber exactamente cuál es el problema…
—Acabas de decir que son fantasmas, ¿no puedes solo echarlos?
—Nunca has tratado con fantasmas, ¿verdad? —Intervino Rafael, dedicándole a Anne una de sus más despectivas miradas.
—¿Eso importa?
—¡Claro que importa! Así sabrías cómo arreglar esto… ¿Te llamas Anne?
—Suzanne para ti, Rafael Lightwood. Suzanne Nightwine.
—Lightwood–Bane —Rafael meneó la cabeza, rodando los ojos.
—Rafe, será mejor marcharnos.
El aludido se encogió de hombros y no tardó nada en abandonar la habitación. Cuando Alphonse pretendió seguirlo, Colette interpuso un brazo.
—¿De verdad no puedes hacer nada ahora? —Increpó.
—Podría, madame, pero necesito saber los hechos. Además, los fantasmas no se muestran todo el tiempo, así que no serviría de nada si voy ahora y no los veo.
—Pero te escucharían, ¿verdad?
Alphonse se encogió de hombros, con un movimiento apenas perceptible.
—¡Bien! Para patrullar esta noche, nos las arreglaremos con lo que tenemos.
Acto seguido, Colette retiró su brazo e hizo un brusco ademán para despacharlo. Alphonse inclinó la cabeza educadamente, correspondida solo por una leve sonrisa de Jonathan Nightwine. Se marchó, no sin antes fijarse en que Suzanne y la rubia veían a Colette con incredulidad y al cerrarse la puerta, se oyeron aceleradas frases en francés que por supuesto entendió.
—¡No puedes dejarte mangonear por ese bastardo, Colette!
—¡Es cierto! ¿De qué creen que sea capaz ese mestizo?
—¿Qué otra opción tenemos? Millicent, Anne, a mí tampoco me hace gracia, pero…
—¿Acaso no les da vergüenza? Es el hijo de Jérôme, el nieto de Fred y Juliette…
—¡No digas tonterías, Nathan! Ya sabemos lo mucho que te gustaba…
—¡Millicent! ¿De qué estupidez estás hablando?
Sacudiendo la cabeza, Alphonse dejó de prestar atención y siguió andando, topándose con Rafael en la puerta, esperándolo de brazos cruzados.
—Encantadores, ¿verdad?
Alphonse se encogió de hombros. Se percató de que las voces llegaban hasta ellos, pero no tan alto como al principio, cuando seguro Rafael había logrado captar lo que decían.
—¿Vas a preguntarles a los fantasmas qué sucede?
—Ahora no, tal vez no se muestren. Pero grand–mère dijo algo antes… De ella y grand–père, al menos, sospecho su razón para venir al Instituto.
—¿En serio?
Mientras abandonaban la casa Bellefleur, Alphonse asintió. Luego, echó un vistazo a la fachada de enfrente, donde el Instituto de Lyon, tal como dijera el fantasma de Juliette, lucía como si se cayera a pedazos. Era un panorama desolador.
—Al, si quieres echar un vistazo al Instituto…
—No, ahora no. Si alguien sale y se da cuenta, podríamos tener problemas.
Alphonse señaló con un pulgar a su espalda, a la puerta que acababa de cerrar, a lo cual Rafael asintió y tomaron rumbo a la calle de la casa Montclaire.
—¿Por qué crees que este Instituto esté así?
—No lo sé y es extraño. En una ciudad como esta, debería haber casi tantos cazadores de sombras como en París. Quizá… Tengo la impresión de que los fantasmas saben algo.
—Esperemos que sí, y que no quieran hablar contigo por mucho tiempo.
Alphonse se volvió a encoger de hombros, pero temía que el asunto no fuera tan simple.
—&—
Tomando en cuenta lo que habían hallado, Alphonse propuso a Rafael salir a patrullar esa noche, cosa que el otro aceptó.
—Si me encuentro a uno de esos, mejor —comentó el joven Lightwood–Bane.
Alphonse meneó la cabeza y se marchó a preparar sus cosas. Había tomado por dormitorio aquel que fuera de su padre, con la vaga intención de echar un vistazo al Instituto de vez en cuando, aunque desde esa distancia y ángulo, era un poco inútil.
—¿Dónde estás? —musitó, recién cerrando tras de sí la puerta del dormitorio.
Quería sentir a su padre en ese lugar, pero enseguida pensó que, considerando la edad que tenía cuando se marchó, tal vez Jérôme Montclaire no dejara una fuerte impresión en la habitación. Sin embargo, se notaban algunos indicios, como las muescas en la cabecera de la cama dejadas por un arma blanca. Como casi no llevaba equipaje, Alphonse apenas había mirado el interior del armario o de los cajones, pero se prometió hacerlo, ya que era evidente que nadie había pisado el interior de la casa desde que su padre la abandonara.
En ese momento, el timbre de su teléfono celular lo sobresaltó, haciendo que sacara el aparato a toda prisa, sin percatarse que, por la melodía, debía ser un mensaje de texto.
Parpadeando con cierta sorpresa, el joven suspiró de alivio al segundo siguiente. Con el ajetreo de los fantasmas y los otros cazadores de sombras, había olvidado completamente la consulta realizada a Gauthier Flamme acerca de la posible salvaguarda.
«Buenas noches, Alphonse. Gracias por contactarme. Y sí, has acertado, muchacho.»
«Gracias a usted por confirmar ese dato. ¿Podría decirme si hay alguna indicación especial para que funcione la salvaguarda?»
Tras enviar ese mensaje, fue hacia una silla que descansaba cerca de la ventana por donde se veía el Instituto. Allí había posado la mochila y se disponía a sacar unos shuriken cuando llegó otro mensaje de texto.
«La salvaguarda reconoce tu sangre y solo dejará libre el paso a quien tú digas. Incluso reconocerá cuando no quieras dejar entrar a alguien a quien hayas recibido antes. Eso último, lo confieso, fue idea de Max.»
«¿Max? ¿Quién es Max?»
«Max, Maxime, fue el padre de Fred.»
Alphonse arqueó una ceja. ¿A cuántos Montclaire habría conocido Gauthier? Siendo brujo, la respuesta podría implicar una larga lista de nombres.
«Entiendo. Gracias por la información.»
«De nada. ¡Oye! Ya que estás ahí, revisa si en el ático siguen guardados unos cuadros.»
«¿Cuadros? Vi algunos esta mañana, ¿necesita uno en específico?»
Mientras le respondían, Alphonse frunció el ceño, tratando de recordar mejor. Sí, en el ático recordaba haber vislumbrado formas cuadradas y ovaladas de gran tamaño, pero no demasiado gruesas, cubiertas por sábanas de colores claros. No veía al Gran Brujo siendo el autor de los mismos, pero ¿qué iba a saber él de cómo vivían los brujos algunos periodos de su larga vida?
«No es eso. Son retratos, si quieres conocer a tus ancestros y a algunos amigos suyos…»
Alphonse dio un respingo al leer eso. Apretó los labios por un segundo, antes de asentir con la cabeza y enviar su respuesta, para luego sacar las armas que buscaba, colocárselas en diferentes sitios del traje de combate y abandonar el dormitorio.
«Sí, sí quiero. Gracias por decírmelo.»
—&—
Con las luces mágicas en alto, Alphonse y Rafael daban una vuelta por el ático, localizando las formas que el primero suponía que eran los retratos.
—¿Cuál vemos primero? —Preguntó Rafael.
—Primero hay que sacarlos de aquí. Solo unos cuantos. Los veremos mejor en la sala.
Así lo hicieron, procurando no dejar caer las piedras de luz en el camino. Lo único que se alcanzó a ver entonces fueron los marcos, tallados en madera y con cierto brillo metálico. Al final, los colocaron en los sillones, como unos extraños invitados a un té nocturno.
—Bueno, Al, haz los honores.
El otro asintió, tragó saliva y poco a poco, descubrió el primer retrato.
Dentro de un marco ovalado barnizado en dorado, estaba el óleo de una mujer. Era muy bonita, con el rostro ovalado de tez clara, un cabello oscuro bien peinado en un elaborado moño y miraba al frente con unos grandes ojos grises. Su vestido, de color verde olivo y demasiado amplio en la falda, delataba que no era de una época precisamente reciente, así como la runa de Clarividencia en el dorso de su diestra indicaba que era una cazadora de sombras. Estando sentada, ambas manos las apoyaba en el regazo y en la izquierda, destacaba una runa de matrimonio. Justo debajo de ella, en el marco, había una pequeña placa metálica con una inscripción que, con enorme curiosidad, Alphonse se acercó a leer, fijándose distraídamente en que la falda del vestido de la mujer lucía diminutas libélulas de color dorado, a modo de bordado.
«Eloise Mary Montclaire.»
—Eloise… —musitó, como si recordara a alguien que no veía desde hacía mucho.
—Era muy guapa —indicó Rafael, con una vaga sonrisa.
—Sí. El vestido… Se parece un poco al de Jessamine, pero…
—A mí no me mires, no sé cómo luce Jessamine. ¿Vemos otro retrato?
Alphonse asintió y dejó que Rafael descubriera el que tenía más cerca.
Era otro marco ovalado, dentro del cual se veía a un hombre rubio y bien parecido, retratado de pie. Su constitución física era buena, como todo cazador de sombras, y el tono azul de sus ojos los hacía ver agudos y amables a un tiempo. Una sonrisa apenas perceptible parecía querer surgir de sus labios, como si hubiera estado divirtiéndose mientras lo pintaban. Apoyaba las manos en un bastón oscuro, la derecha sobre la izquierda, con lo cual mostraba su runa de Clarividencia. Del cinturón, le colgaba un arma que Alphonse no tardó en reconocer.
—Hauteclaire —nombró, acercándose al cuadro y estirando una mano para tocar, con sumo cuidado, allí donde la espada de su familia parecía saludarlo.
—Pues sí que es antigua —comentó Rafael, ante de preguntar—. ¿Quién era él?
Alphonse notó una placa casi igual a la de Eloise, así que la leyó en voz alta, aunque no tardó en quedar sorprendido.
—«Jean–Louis Alphonse Montclaire.»
—¿Disculpa? ¿Él se llamaba como tú?
—Creo que más bien, yo me llamo como él.
—Un segundo, ¿no se suponía que te llamabas «Alphonse» porque es el nombre mundano de Alwyn? Eso me contaste.
—Sí, me lo dijo mi madre. Será una coincidencia.
—Con todo lo que nos ha pasado, lo dudo. ¿Te importa si destapo otro antes de irnos?
Negando con la cabeza, Alphonse observó a Rafael decidirse por una forma rectangular que, tras descubrir, tuvo que girarla para que uno de sus lados largos quedara de base.
—Creo que esto lo explica todo.
Confundido, Alphonse se acercó a mirar.
Esta vez, se trataba de un retrato grupal. Sentadas había dos damas, siendo una de ellas Eloise Montclaire, a la izquierda, ataviada con un vestido azul zafiro; a la derecha, se encontraba una mujer de aspecto joven, con el cabello castaño recogido en un moño y luciendo un vestido verde musgo mucho más sencillo que el de Eloise. Cada mujer tenía en el regazo a un niño: el de Eloise era apenas un bebé, tenía su mismo color de pelo, pero unos ojos de un azul penetrante y puro; en tanto, el niño de la otra mujer parecía de unos tres años y su cabello castaño era un poco más claro que el de la mujer que lo cargaba. Los ojos del bebé que sostenía Eloise eran idénticos a los del hombre a espaldas de ambas, Jean–Louis Montclaire, y los del otro niño…
—Al, mira aquí.
El llamado de Rafael hizo que Alphonse reaccionara y viera lo que señalaba su parabatai: la parte trasera del lienzo. Fue a mirar, encontrándose con una nota que consignaba quiénes estaban en el retrato y entonces le dio la razón a Rafael de que, con todo lo vivido últimamente, eran muy poco probables las coincidencias.
«Jean–Louis Alphonse Montclaire con su esposa, Eloise Mary Montclaire, y su hijo, Théophile Edouard Montclaire. Los acompañan su querida amiga, Margueritte Marie–Évangéline de la Fontaine, viuda de Ornoir, y el hijo de ésta, Alphonse Ornoir.»
—¿Viuda? —Se extrañó Rafael, que obviamente, también había leído la nota.
—¿Qué más podía decir? —Alphonse no veía tan ilógico aquello, por lo que explicó—. Se casó con un subterráneo que de repente, desapareció sin dejar rastro. Si decía que se había ido a una especie de mundo alterno, la habrían tomado por loca y la habrían encerrado. ¿Y qué habría sido de Alwyn?
—Entonces no lo imaginé, los ojos de ese niño los pintaron con algo dorado.
Alphonse asintió, notando un leve destello de los ojos del niñito que, según la nota, se llamaba Alphonse Ornoir. Ese no era el nombre mundano que usaba Alwyn actualmente, pero claro, debía ser algún tipo de medida de seguridad, una forma de no hacer notar que había vivido mucho más que un humano común. Además, desde que escuchara por primera vez el nombre completo de la esposa mundana de Thorwyn, sospechaba que de allí habría salido su apellido.
—¿No crees que da algo de miedo? —Pese a lo que decía, Rafael esbozaba una sonrisa de lado—. Me refiero a que Thorwyn quizá no sabía que estos cazadores de sombras acabarían siendo tus antepasados. ¿O sí lo sabía?
—No lo creo. Parecía realmente sorprendido de verme la primera vez. Me dio a Fidèle sin insinuar nada sobre mi familia, solo comentó que se la había regalado un cazador de sombras.
—Si se sorprendió de verte, lo entiendo. ¡Mira bien! Ese Jean–Louis se parece a ti.
Alphonse negó con la cabeza. No lo veía tan claro. El retrato mostraba a un nefilim rubio, alto y gallardo, de porte regio y ojos del mismo color que el cielo despejado.
—¡Es en serio! Si Nelly estuviera aquí, le pediría que dibujara al tal Jean–Louis con las cejas de esta señora, Margueritte, también que le pintara el pelo del mismo color que lo tiene ella, Eloise, y los ojos del mismo color que los tiene Alwyn aquí… ¡Apostaría mis cinco kunai favoritas a que te veríamos a ti!
—Rafe, eso no…
—¡Diablos, Al! ¿Tanto te cuesta ver que te pareces a ellos?
Dando un respingo, Alphonse descubrió que su parabatai tenía razón. No podía explicarlo, pero estaba negando lo que saltaba a la vista; eso era, que las personas en aquel retrato no solo eran una muestra antigua de que hubo cazadores de sombras amigos de mundanos y mestizos, sino que él llevaba la sangre de todos ellos.
—Oye, esto que tiene la señora Margueritte, ¿no lo hemos visto?
Rafael tocaba con delicadeza algo en el retrato grupal, a la altura del pecho de Margueritte de la Fontaine. Cuando fue a mirar, Alphonse descubrió un óvalo que brillaba levemente, en cuyo centro se veía la diminuta figura de una libélula con las alas desplegadas.
—Sí —respondió, sonriendo apenas—. Es el guardapelo que ahora tiene mi madre.
—¿Qué tiene tu familia con las libélulas?
—¿Recuerdas lo que dijo Perenelle en París? Las libélulas, para las hadas, representan la agilidad. Supongo que por eso Thorwyn la eligió como emblema.
—¡Diablos! Al, ¿sabes dónde más he visto libélulas y no me acordaba?
—¿Dónde?
—En Günther. Es el símbolo de su familia, ¿no te habías fijado?
—Sé que es el símbolo de los Longford. Si hasta lo lleva madame Eloise en su vestido.
—¿Qué? ¿En serio?
Intrigado, Rafael fue a examinar de cerca el retrato en solitario de Eloise Montclaire, en tanto Alphonse parpadeó con aire confundido al mismo tiempo que el otro se giraba hacia él.
—¡Por el Ángel, Al! ¿Por esto crees que ella era una Longford? Espera, ¿entonces resultaría que Günther y tú son parientes? No, olvida eso, ¿serías pariente del imbécil de Gilbert?
—Rafe, acuérdate que Alwyn nació antes de mil ochocientos.
—¿Eso a qué viene?
—A que Eloise Longford… Bueno, Eloise Montclaire… Ella era adulta cuando él nació. Fue hace muchísimos años. Cualquier cosa que yo tenga de los Longford, será mínima.
—Tienes su pelo —apuntó Rafael, señalando su cabeza, ya dispuesto a tomarse el asunto con buen humor—. Mira al bebé, se ve muy bien con ese color de pelo y los ojos de su papá. Lo único que me da pena es que se llamara así. Théophile. No te ofendas, Al, sé que es tu antepasado, pero suena horrible.
—No te preocupes. A mí no me parece horrible, pero no me ofendo.
—De todas formas, sigo pensando que dan escalofríos tantas coincidencias, aunque si soy sincero, también me dan gusto.
—¿Gusto? ¿Por qué?
—Porque gracias a todo eso, estás aquí.
Sin poder evitarlo. Alphonse sintió un nudo en la garganta.
Por primera vez, que recordara, estaba orgulloso de su sangre mezclada.
