Capítulo 00: Los monstruos y sus jaulas
El Reino de Vernea, doscientos años antes de la modernidad. Aquella era una tierra peligrosa, tanto que incluso los más valientes podían permitirse temblar ante los misterios que la poblaban. Y si alguien era tan aguerrido como para hacerle frente a las bestias que campaban a sus anchas por cielos, mares, bosques y montañas del páramo condenado, ese alguien se volvía una amenaza tan temida por la débil humanidad como los monstruos indomables bendecidos (o malditos) por el dios caprichoso que los había concebido.
Si tenías la suerte de vivir cerca de las fronteras terrestres y deseabas viajar a los países del este, famosos por el trato armónico en el que aparentemente habían comenzado a convivir humanos y monstruos, te encontrarías con un panorama desalentador: la guerra había estallado entre Vernea y la Alianza del Este, azotando las regiones de oriente con pesados vehículos traccionados por gigantescas ruedas de oruga, zepelines cargados con bombas incendiarias y el ensordecedor estruendo de cañonazos convirtiendo en polvo ciudades enteras. La paz que tantos años les había llevado alcanzar a los habitantes de Kanto, Zeio o Hisui en su trato con los monstruos ahora parecía un sueño distante: quizás el mayor peligro para la humanidad no eran esas bestias inconscientes, capaces de escupir fuego y truenos por sus fauces, sino hombres cegados por el poder y la ambición lo suficientemente astutos como para doblegar a miles y extender su vasta sombra sobre los reinos.
La gran región de occidente, conformada aparte de Vernea por otras con sus propios monarcas como Galar y Kalos, ocupaba la porción de territorio más amplia en el planeta, o al menos eso creían entonces, cuando el océano parecía inexplorable dados los limitados avances tecnológicos de la época. Sin embargo, el desarrollo de máquinas voladoras capaces de alejarlos lo más rápido y lejos posible de la guerra y de las bestias salvajes se había vuelto una obsesión razonable para todos aquellos que contaran con un mínimo de conocimientos en ingeniería, o para quienes tuvieran suficientes riquezas como para pagar por su libertad.
De entre todas las almas que compartieron la desdicha de habitar esa porción del mundo en aquellos años, probablemente la más desfavorecida —aparte de los prisioneros de guerra— eran los habitantes de los suburbios en las afueras de las ocho grandes ciudades de Vernea: pequeños o enormes poblados y villas que apilaban sus hogares como basura rebalsando del cesto, amontonados y apretujados en parcelas verdes y amarronadas cobijadas por el abrazo de bosques, ríos y cordilleras desde las que bestias hambrientas parecían acechar constantemente. Si anhelabas obtener el favor de los duques y nobles de las ciudades, debías estar preparado para dirigirte al castillo desde el cual rigieran llevando varias cabezas de los monstruos más famosos y peligrosos de la zona, y probar tu valía con al menos una o dos extremidades menos en tu cuerpo. Solo así podrías obtener una recompensa en plata lo suficientemente importante como para comprar una pequeña vivienda dentro de los seguros muros de las urbes.
Marco Povarone era una de esas pobres almas aparentemente condenadas a vivir eternamente a la sombra de las ciudades mayores. El hombre, ya entrado en sus cuarenta, jamás había destacado por tener un físico o una mente privilegiados. Y aunque era un honrado trabajador que dedicaba sus días a la limpieza de los vehículos terrestres y aéreos que hacían paradas en las afueras de Brandenburg para su puesta a punto de cara a la guerra que esperaba al otro lado del anillo montañoso, sus ingresos apenas y eran suficientes para mantener alimentados a su esposa e hijos. Tal es así que ya se había acostumbrado al aspecto de sus costillas apretándose contra su tórax y al crujido áspero de sus entrañas mientras, subido a una inestable escalera, deslizaba un paño húmedo por las placas de vidrio al frente de uno de los aeropropulsores teñidos por hollín y empañados por el vapor que se arremolinaba como nubes artificiales sobre la ciudad.
Pese a la delgadez de su cuerpo, Marco estaba convencido de que era más un idiota que un debilucho: su tenacidad y prestancia para labores de alto desgaste físico eran su mayor bálsamo en una tierra donde rápidamente podías desaparecer bajo los colmillos de las feroces criaturas que rezaba cada día por no tener que cruzarse en el camino de casa al trabajo. Pero quizás por ser un idiota, o tal vez por saberse harto de esa vida miserable y mal recompensada, o porque el hambre nublaba ya su juicio lo suficiente como para imaginarse el gruñido de un monstruo respirándole en la nuca cada vez que su estómago le reclamaba la carencia de alimento, Marco decidió un buen día que sus tiempos como limpiador de aeronaves y tanques de guerra habían terminado. Y en ese mismo acto, tras caer de la escalera astillada en la que llevaba trabajando durante quién sabe cuánto tiempo, se propuso hacer algo glorioso que traería abundancia, orgullo y prosperidad a su amada familia: se adentraría en el nacimiento de la cordillera y cazaría un monstruo con sus propias manos. Le llevaría la cabeza y las garras de uno grande a ese maldito Ferdinand Stormmherm y no se iría de los aposentos del robusto monarca del fuego sin antes recibir algo más acaudalado que una palmada en la espalda y una media sonrisa en su ancho y avaricioso rostro.
—Perdiste la cabeza —le espetó William Crabstone mientras soldaba el chasis de un bombardero destartalado—. Y no van a darle más que dos o tres gears de oro a tu mujer cuando se la lleven en una caja luego de la estupidez que quieres hacer.
No pensaba darle más explicaciones al abatido Crabstone, cuya máxima emoción cada día era desensamblar y ensamblar esa vieja chatarra obsoleta con la esperanza de hacerla funcionar nuevamente y recibir una bolsa de oro en el castillo de Brandenburg. Alguien demasiado aferrado a la supervivencia era, por definición, una persona que ya le había soltado la mano a la vida como debía ser vivida realmente. Y aunque Marco jamás había tenido lo necesario para considerarse un aventurero, sabía que tenía mucho por perder si condenaba a su familia al hambre y al olvido. Incluso si le costaba su propia cabeza, se ocuparía de que el mismísimo rey de Vernea supiera de su hazaña cuando acabe con uno de los monstruos de piedra explosivos en las laderas.
—¡Claro! —reía Crabstone con desagrado—. El flacucho Povarone va a ocuparse con sus huesudas manos de matar a las moles explosivas capaces de regenerarse luego de volar en mil pedazos. Qué bueno eras, después de todo. ¿Quién diría que un héroe legendario se pasaba sus días fingiendo ser un soso limpianaves a la sombra de Brandenburg?
—Esas bestias tienen suerte de que tú no seas el encargado de reensamblarlas luego de explotar —farfulló con una mueca mientras se encerraba en un baño químico detrás del enorme galpón donde trabajaban.
—Tranquilo, me ocuparé de enviarle flores a Vivianne.
Pero Marco ya no lo escuchaba. Ni al estúpido y burlón Crabstone, ni al desagradable murmullo de sus tripas. Ahora solo podía enfocarse en el latido recalcitrante de su corazón mientras contemplaba su obra maestra, apilada como si nada detrás del apestoso agujero en el piso donde hacían sus necesidades, reluciendo como solo el mejor acero podía hacerlo en una mente tan caprichosa e insignificante como la suya. Probablemente su colega jamás podría terminar de ensamblar adecuadamente ese viejo bombardero, pues muchas de las piezas más importantes de la cubierta habían sido hurtadas con máxima discreción y reacondicionadas por Marco para forjar una armadura metálica lo suficientemente ligera como para permitirle andar cuesta arriba en la ladera y aguardar la rodante llegada de las rocas vivientes.
Se ató las placas curvas a las piernas y a los brazos, y se calzó el peto y la escarcela a través de la cabeza, raspándose un poco el cuello y los hombros al hacerlo. Aseguró todo con varias correas de cuero y hurgó en el orificio del suelo hasta tantear con la mano un pequeño bolso de cuero pegado con cinta en la cara interna, arrancándolo y comprobando que en su interior resplandecían (y apestaban) todavía más unas diez esferas translúcidas llenas de agua con una mecha de pólvora encauchetada. Su plan parecía perfecto: la armadura lo protegería de al menos una detonación de esos monstruos, dándole la resistencia suficiente para arrojar al mismo tiempo sus granadas hidráulicas cerca de los núcleos que quedaban expuestos tras la explosión. Si algo ahuyentaba a los moradores del gran volcán que coronaba a Brandenburg, eso era el agua. Cuanto más pura y cristalina, más temida era por los monstruos que reinaban la salida del este de Vernea, en el límite más peligroso con Zeio y donde ya ni la guerra parecía atreverse a tener lugar, debido a lo extremo y escarpado del terreno.
Tambaleándose un poco, pues la armadura resultaba ser más pesada de lo que había calculado las semanas previas a su elaboración, Marco se escabulló fuera del baño y del galpón sin permitir que su colega pudiera verlo. Antes de abandonar el lugar, sintió su instinto de supervivencia agudizarse y asió por el mango una larga escobilla trapeadora fuera de un balde lleno de agua, empuñándola con el vigor con el que un lancero sujetaría su mejor arma.
No tardó más de treinta minutos en llegar al aposento de los monstruos, allí donde las laderas de la montaña más se empinaban y la de por si escasa vegetación en la planicie perdía todo su verde. El aroma a ceniza podía percibirse en el aire, y el oxígeno se volvía esquivo entre las rocas puntiagudas que utilizaba de apoyo para no caer bajo el peso de su armadura. Había escogido la cubierta de una aeronave ligera precisamente por ser un modelo veloz, pero claro, él sabía muy bien que no podía comparar sus débiles y agotadas piernas con las turbinas de un vehículo volador.
El suelo vibró suavemente justo cuando se distrajo observando un par de aves que se posaron en torno a un nido construido a más de treinta metros de altura, custodiando celosamente sus huevos del hambriento humano. Marco no se permitió dudar: en las montañas eran comunes esa clase de movimientos, y ese ronroneo en la tierra y la piedra solo le indicaba lo lejos que se encontraba aún de su objetivo, pero asimismo, lo bien encaminado que estaba. Los voladores lo tuvieron sin cuidado al ascender: estaba bien protegido de sus picos y garras pequeñas, y aunque le desagradaban tanto como cualquier otro monstruo de la naturaleza, ciertamente no suponían un peligro real para él. Si acaso se le cruzó por la mente que fungían como una especie de advertencia implícita durante su ascenso: «Ya te encuentras demasiado alto, humano, y tú no tienes alas como nosotros para salvarte de una caída mortal».
Pensó entonces en su esposa, y en el amor que ella sentía por volar. Y al ver a las aves de plumaje rojizo resguardando los huevos en el nido pensó en sus hijos, tan enamorados de las aventuras como su madre. A veces se sentía un bicho raro dentro de su propia familia. Incluso llegó a temer el no agradarle demasiado a sus propios niños, especialmente cuando la caprichosa Amy le reprochaba su cobardía en comparación a mamá. Aquellos ojos aguerridos de su pequeña le arrancaron una amarga sonrisa cuando levantó su vista al cielo, y el eco de un estallido llegó mucho antes que los primeros pedruscos desprendiéndose de las cimas escarchadas. Entonces, el aroma del fuego y el murmullo de los gritos lo sobresaltaron, y su corazón se movió mucho más rápido que sus piernas cuando un par de aeronaves cruzaron dos picos montañosos en el noroeste, estallando contra el muro gris e inclemente de la cordillera que resistió su avance, recordándole al avance su insignificancia.
Solo tres disparos contundentes bastaron para acallar las voces humanas del otro lado del camino que había escogido seguir, y mientras las aves levantaron vuelo llevándose los huevos entre sus patas en respuesta al humo negro que se escurría entre las montañas cuesta abajo, Marco supo que se había aventurado demasiado hacia el este, tan alto como para estar cerca de los monstruos de piedra explosivos… y tan lejos de Vernea como para encontrarse ahora dentro del territorio en guerra que se disputaba su región con Zeio. Uno sin ley ni garantías, donde la vida perdía su valor exponencialmente a cada paso que daba. Donde los bandidos ignorarían sus palabras y su idioma tanto como lo haría cualquier bestia salvaje.
—«Tengo que salir de aquí» —pensó tan pronto como dos grandes monstruos cuadrúpedos lo encerraron por un flanco, atraídos por su propio reflejo sobre la armadura que le quedaba demasiado grande.
El par de lobos le gruñeron feroces, y Marco no supo si temerle más a sus agudos colmillos o a las protuberantes rocas afiladas que emergían del encrespado pelaje en su lomo. A diferencia de la mayoría de las criaturas que poblaban los montes de Vernea, capaces de hacerte volar en pedazos con sus explosiones o de producir sismos aplastantes con la magnitud de sus cuerpos robustos, los lobos eran rápidos y letales. Sigilosos y voraces. Durante siglos, aquellas bestias se habían vuelto tan temidas como respetadas entre los habitantes de los suburbios de Brandenburg. Y aunque normalmente no se dirigían al poblado para hostigar a las personas, claramente veían en el uniforme de Marco un símil perfecto del enemigo que acababa de llevar fuego y guerra a su territorio natural.
—Esperen, por favor… ¡No soy su enemigo! —clamó el hombre aterrado tras caer sobre el peso de su armadura con un estruendo metálico que hizo aullar a las bestias cuadrúpedas, quienes se lo tomaron como una provocación incluso siendo capaces de comprender vagamente sus balbuceos. Y para poner la cereza en el pastel, hizo un énfasis irónico agitando la mopa como una extensión de su brazo, salpicando el morro de sus nuevos depredadores. El agua apenas hizo estornudar a uno, mientras el otro se lanzó con un salto y las fauces abiertas para recibir su carne de un mordisco.
Rodó como pudo dejando que los colmillos despedazaran pedruscos bajo su cuerpo, y empujó con el trapeador las costillas del lobo que se apartó de otro salto, clavándole sus diminutos y refulgentes ojos ambarinos, como si aquello hubiera sido el inicio de un duelo justo entre dos contrincantes en igualdad de condiciones. Lejos estaba de serlo, pues un aullido del segundo atrajo al resto de la manada: otros seis ejemplares asomaron por la pendiente, algunos de ellos con matas de pelaje faltantes y fauces sangrantes. De entre ellos emergió el claro líder alfa, uno cuyo pelaje era más naranja que grisáceo, con una melena de la que brotaban cuñas que probablemente se le clavarían mucho antes de que sus colmillos lleguen a su carne.
La mano libre del trapeador viajó instintivamente a la bolsa de cuero repleta de granadas hidráulicas, incluso sabiendo que ni un lanzador profesional podría soltar una sobre la manada antes de perder su brazo frente al ataque colectivo de los monstruos lupinos. Recordó entonces a Vivianne, a Amy y a Bruno, así como a la última comida que compartieron todos juntos con una sonrisa en los rostros. Tuvo ocasión durante el segundo cumpleaños del hijo menor, que alegró a todos haciendo volar su porción de pastel en la cuchara como su madre había hecho volar su aeronave sobre el país de Kalos en una de las tantas aventuras que su hermana mayor le contaba orgullosa para hacerlo dormir. Y aunque Marco sabía que jamás sería protagonista del brillo esperanzado en los ojos de sus amados pequeños, no pudo desprenderse de la sonrisa culposa y llena de amor de su esposa al fijarse en él durante ese minúsculo momento.
La respiración del lobo mayor ya estaba sobre él, su reflejo ensanchado y desfigurado sobre el peto de su armadura oval, y sus ojos se apretaron con más resolución que terror cuando una lanza de dos metros silbó sobre su casco de cuero y rasgó el lomo de la bestia, que con reflejos endiablados eludió jadeante torciendo una finta lejos de él. Antes de poder comprender qué diablos estaba ocurriendo, Marco vio incrédulo cómo un hombre con una armadura auténtica se sacaba del brazo a uno de los lobos menores que saltaba rugiendo sobre él y lo arrojaba como si nada por el precipicio de la montaña. Una patada de acero fue suficiente para doblar en el piso a otro licántropo, mientras aseaba por el mango su magnífica lanza clavada en la piedra y la hacía girar con presteza para rebatir un envite del macho alfa de la manda, apartando en su giro al resto que se le arrimó a traición y levantando una cortina de polvo que enturbió su perfecta visión.
—Alto —dijo con voz grave el guerrero, empuñando con pulso impertérrito su arma delante de casi una decena de bestias asesinas como si fueran cachorros recién nacidos—. Este no es Escoria de Zeio.
De no ser por sus palabras, posiblemente jamás se habría enterado de que tenía otros tres soldados a sus espaldas apuntándole con sus espadas curvas, listos para decapitarlo ante el mínimo gesto afirmativo por parte de su superior. Temblando, Marco agachó la cabeza sin saber si pedir clemencia o que lo liquidaran ahí mismo, pues no se atrevería a mirar a los ojos a su esposa o a sus hijos luego de su lamentable y trunca hazaña.
Mientras escuchaba a uno de los soldados masticar con desprecio entre sus dientes un vago "Solo es un pobre diablo de Brandenburg que debe haberse perdido" y otro lo arrancaba de su lugar tirándolo del brazo para que no se entrometiera en la danza que el caballero comandante mantenía ahora con la manada de monstruos, rebatiéndolos con el extremo sin filo de la lanza y empalándolos con gráciles giros como si su descomunal armadura fuera un músculo más en su cuerpo, los aullidos y gruñidos pronto se tornaron en desgastados jadeos y sollozos. Y al cabo de un minuto, el macho alfa de pelaje ahora más rojizo que anaranjado dejó salir un último hilo de voz antes de desplomarse por completo.
Lo que Marco atestiguó luego de eso fue quizás todavía más sorprendente y crudo que cualquier otra cosa que hubiera vivido en las montañas: el gran caballero hincó una rodilla junto al lobo y rodeó su cuello con una especie de correa forjada por cadenas entre cuyos eslabones se hallaban incrustadas jeringas apuntando hacia dentro. Tirando de un pequeño cordón atado en un rincón de la misma, hizo que las jeringas se activen con un mecanismo resorte y que las agujas se claven bajo el abultado pelaje de la bestia, liberando quién sabe qué líquido que rápidamente se fundió con su sangre. La bestia apenas tiritó un segundo, como si aquello hubiera sido un cosquilleo en comparación a la paliza que el hombre le había propinado antes, pero otros dos de la manada, que yacían casi inconscientes y muy agotados como para intentar seguir luchando, abrieron sus ojos instintivamente al ver cómo manipulaba el cuerpo maltrecho de su líder, y se lanzaron más por voluntad que por fuerza sobre el caballero agachado que por primera vez no pareció poder reaccionar a tiempo.
—¡Jaula! —gritó uno de sus soldados al ver el impulsivo movimiento de los monstruos enemigos.
Entonces, el sonido de ruedas levantando un portón de hierro y el veloz vuelo de una criatura enjaulada y sujeta por cadenas levantó un viento gélido que le hizo pensar a Marco que se había transportado a los montes gélidos del norte de Vernea, en el límite con Galar. Y un instante después, el ardiente coletazo que trazó un anillo de fuego entre las bestias le recordó inmediatamente que se hallaba ante el volcán más feroz de la región, y las fauces de un lagarto alado se hundieron en el pescuezo de uno de los lobos, arrojándolo por los cielos en un giro violentísimo con el que azotó en el mismo acto al otro con un revés de su pesada y larga cola acabada en llamas, dibujando un arco ígneo que le arrancó oxígeno al aire y al lobo, mientras con un lejano quejido se perdía de vista tras el barranco.
—Zacharie, basta —le indicó el caballero al lagarto justo antes de que éste pudiera aplastar otro lobo con un súbito pisotón. El monstruo flamígero sostuvo su pesada pata en el aire, y tras un resoplido la apartó del adversario debilitado—. Regresa.
Aquellas palabras normalmente no hubieran causado efecto alguno en los monstruos salvajes que gobernaban Vernea con una fiereza incluso superior a la del rey. Aun así, la robusta criatura agachó su cabeza dedicándole una mirada asesina al portador de la armadura y se dirigió sumisamente de regreso a la jaula, arrastrando tras sus pisadas los grilletes que lo encadenaban al interior. Los soldados a ambos lados de la prisión formada por gruesos barrotes giraron un par de manivelas, y unas ruedas dentadas deslizaron la compuerta frontal para mantener cautivo al monstruo nuevamente. Recién entonces Marco se atrevió a dirigirle nuevamente la mirada. Tiritando y ovillado en el suelo detrás de los soldados, consiguió distinguir alrededor del largo cuello del reptil un collar de cadenas con aquellas particulares jeringas inyectándose permanentemente entre sus escamas.
—¿Cómo hizo eso? —pensó en voz alta, y antes de percatarse de que le había dirigido la palabra al caballero, éste ya se estaba quitando su casco oscuro y le dedicaba una mirada calma y segura. Le sorprendió descubrir que era un joven que no debía tener ni veinte años de edad, su corto cabello cobrizo brillaba en comparación a lo negro de sus ojos.
—Es más ligera de lo que parece —se jactó haciendo girar hábilmente la lanza en su mano diestra. Aunque era un hombre alto y de contextura fuerte, aquella lanza debía medir al menos dos metros hasta la punta de acero. Por supuesto, Marco no hablaba de su destreza con el arma.
—Ese monstruo lo obedeció —entonces, recordó al lobo tendido a pocos metros de allí, mientras los soldados aseguraban la jaula del lagarto y se aproximaban al resto de la manada, cortándoles el cuello con un súbito movimiento de sus espadas para que ya no puedan volver a levantarse. Entendió que no los necesitaban, pero tal vez al macho alfa, más grande y más fuerte…
—Los usaremos —resolvió el caballero joven, descansando la lanza sobre la descomunal hombrera de su armadura—. El rey no piensa poner el futuro de Vernea en manos de esas obsoletas aeronaves que estallan en los cielos. La respuesta viene de la misma naturaleza, de la fuerza de sus hombres y la fiereza de sus monstruos.
¿Someter a los monstruos? Aquello le sonó absurdo, casi como las fábulas y epopeyas que le contaba su padre de pequeño para reconfortarlo siempre que volvía aterrado a casa por haberse cruzado con alguna de esas criaturas en el camino de regreso de la escuela. Hombres sabios capaces de entablar diálogo con esas bestias, mujeres con una sensibilidad tan grande como para forjar vínculos emocionales con deidades capaces de incinerar poblados enteros en un arrebato de ira, o maestros seguidos incondicionalmente por estos monstruos capaces de comportarse como leales compañeros a su lado. Incluso como amigos. Todo eso sonaba tan ridículo que estuvo a punto de escupir una risa amarga por lo bajo… Y lo habría hecho incluso a costa de su propia vida, por burlarse frente al ejército real, de no ser porque todo lo que había vivido en las montañas le resultaba más difícil de creer que aquellos cuentos de hadas.
Tal vez no sería la amistad lo que atara al lagarto de fuego a ese implacable guerrero al servicio de Godric Wulfgar. Quizás no serían sus sentimientos puros los que ponían de pie como por arte de magia al lobo herido y encorvado que arrastraba pesadamente sus patas al lado del humano, enseñándole su nuca antes que sus dientes, y permitiéndole una caricia impersonal antes de marchar rumbo a otra jaula rodante desde la cual lo observaban tímidamente otras especies que jamás había visto. Pero sí cierto veneno, cierta ambición… Los mismos mecanismos en la psique humana que habían construido los tanques y bombarderos que marchaban por tierra y cielo a Zeio, atravesando las montañas volcánicas de Brandenburg, y que habían comenzado a esclavizar y apilar prisioneros de guerra —vivos, muertos, todos podían tener una utilidad, todos podían servir al Rey de un modo u otro, así fuera simplemente como un mensaje— en el oeste de Vernea. Eran tan capaces de ello como de someter ahora a las criaturas más intocables que la humanidad hubiera conocido.
—«Wulfgar, maldito… Te saliste con la tuya finalmente, convirtiendo en sueño la pesadilla» —se atrevió a pensar Marco solo cuando el caballero que le había salvado el pellejo le dio la espalda desapareciendo tras su capa ondeante de terciopelo carmesí, por si acaso alguna de esas bestias enjauladas tuviera la facultad de leer sus pensamientos y transmitírselos.
—No preguntaré qué diablos hacía un operario de los galpones en un sitio como este —dijo entonces, aplastando sus pensamientos con su voz. Quizás sí era capaz de comunicarse con alguna bestia telépata después de todo, y por algún motivo seguía apiadándose de él—. Alguien que se adentra en las montañas con una armadura tan patética usando esa cosa como arma no puede ser un traidor al servicio del enemigo. ¿Me equivoco?
Creyó escuchar el sonido metálico de tres hojas asomando desde sus fundas de caucho.
—No soy ningún traidor —sostuvo Marco con la frente alta, incluso cuando su interlocutor le daba la espalda de manera despectiva—. De hecho, intentaba conseguir algo para el rey: la cabeza de uno de piedra explosiva.
Los soldados de su guarnición estallaron en grotescas carcajadas, pero el caballero joven los silenció con un simple giro en dirección al limpiador de aeronaves.
—¿Pensabas barrer sus restos luego de que estallasen? Hubieras traído una escoba y no un trapeador para eso.
Sus hombres se miraron confundidos: ¿ahora deberían reír para celebrar su comentario mordaz, o simplemente callar?
—El agua los debilita más rápido —explicó rápidamente, desprendiéndose fácilmente el peto que cubría su pecho y sacando del interior el pequeño bolso de cuero, que arrojó a los pies del caballero. Uno de sus soldados desenvainó por completo la espada, pero su líder hizo una seña con la mano cerrada para frenarlo en seco, observando a Marco con tanto interés como a lo que había rodado hasta sus pies—. En mis ratos libres me gusta construir cachivaches como esos. No soy tan diestro como usted, joven caballero, pero arrojar una a los de piedra podría ser suficiente para debilitarlos incluso antes de que lleguen a explotar.
Llamó a uno de los suyos para que levantara el bolso y lo abriera, sacando del interior una de las esferas de cristal llenas de agua.
—Podría ser una trampa, sir Thane —advirtió el soldado titubeante, sujetando de la mecha el pequeño explosivo lejos de su rostro como si pudiera cobrar vida en cualquier momento y saltarle a la yugular.
—No —sonrió el hombre de pesada armadura, arrebatándosela de la mano al constatar que el interior era tan puro y prístino como el agua en los manantiales de Acquabella. Las posibilidades danzaron en su mente tan rápido como la sangre por sus venas, reavivando la adrenalina del reciente combate en cada músculo de su cuerpo—. Podría ser justo lo que el doktor necesita para darle una grata noticia al rey.
