Kougami

La biblioteca se sentía más vacía de lo habitual. O tal vez era solo la sensación que Alice siempre deja cuando decide que es momento de irse.

Pero esta vez no la dejé.

—Alice.

Se detuvo, pero no se giró de inmediato. Sabía que la estaba llamando por algo importante, y como siempre, me daba ese segundo de pausa antes de decidir si iba a tomárselo en serio. Cuando finalmente volteó, su expresión no mostraba burla, ni desafío, ni esa sonrisa ligera que suele usar para evadir las cosas. Solo me miró.

—¿Sí, Kou?

Solté un suspiro. No me gustaba tener que decir estas cosas en voz alta, pero con Alice nunca había otro camino.

—No vuelvas a hacer eso.

Frunció el ceño ligeramente.

—¿Qué cosa?

—Desaparecer. Volver cuando quieras, como si nada.

Alice cruzó los brazos, y su postura cambió, pero no en un gesto de defensa. Era como si estuviera debatiendo cuánto iba a decir esta vez.

—No lo hice a propósito.

—¿No? —levanté una ceja—. No parece tu estilo hacer algo sin querer.

Alice me sostuvo la mirada.

—A veces, Kou, ni siquiera yo sé por qué hago las cosas.

Eso sí era nuevo. Alice siempre actúa como si tuviera todo calculado. Como si el mundo estuviera funcionando a su ritmo y no al revés.

—No eres el tipo de persona que deja cosas al azar.

—No, no lo soy —dijo, con un tono más suave—. Pero… esta vez, lo hice.

La observé, tratando de descifrar qué estaba diciendo realmente. Alice no dejaba nada sin una razón. Había algo en su forma de hablar, en la manera en que evitaba mi mirada justo en los momentos clave, que me hizo pensar en lo que realmente había pasado en la Mansión Carter.

No se había alejado porque quisiera. Se había alejado porque no sabía qué hacer consigo misma. Y, por alguna razón, eso me molestó más que cualquier provocación suya.

—¿Por qué volviste, entonces?

Alice inclinó la cabeza levemente, como si estuviera esperando esa pregunta.

—Porque te extrañé.

Mi pecho se tensó.

Las palabras salieron de su boca con una naturalidad casi insultante. No hubo juego, no hubo doble sentido. Lo dijo como si fuera un hecho, como si estuviera hablando del clima, y eso lo hizo peor.

—¿Me extrañaste?

Alice asintió.

—Un poco.

—¿Solo un poco?

Ella bajó la mirada y sonrió apenas.

—Tal vez más de lo que quiero admitir.

Sentí que algo en mí tambaleaba. Alice Carter nunca dice cosas como esa. Nunca.

Apreté la mandíbula y desvié la vista por un instante, como si al hacerlo pudiera ganar algo de control sobre lo que estaba pasando.

—¿Entonces por qué desapareciste?

Alice respiró hondo, y en su expresión apareció algo diferente. No era duda, no era miedo. Pero era vulnerable.

—Porque sentí demasiado, Kou.

Esperé. No quería presionarla, pero tampoco iba a dejar que se detuviera aquí.

Alice exhaló lentamente y se sentó de nuevo en su silla, como si ya no pudiera seguir de pie sin sentir el peso de sus propias palabras.

—Tomar los estabilizadores de tono no está funcionando.

Eso sí que no lo esperaba.

—¿No te han servido?

—No. No siento nada mejor. No me apagan lo suficiente, ni me calman. Solo me hacen sentir… más confundida.

No supe qué decir de inmediato.

En nuestra sociedad, la gente toma estabilizadores de tono para mantenerse en control. Para evitar que sus emociones los arrastren, para asegurarse de que su Psycho-Pass no se vea afectado. Pero Alice… Alice estaba diciendo que, en lugar de ayudarla, lo empeoraban.

—¿Y en la mansión…?

—No pude contenerme —admitió, su voz más baja—. Por eso reaccioné así. No es que no sintiera nada, es que sentí demasiado.

Recordé lo que pasó aquella vez. La forma en que explotó. La rabia en sus palabras. Su desesperación.

—Pensé que los estabilizadores hacían que las emociones no se sintieran tan intensas.

—Sí, en teoría —murmuró Alice—. Pero en mi caso, no hace diferencia. O tal vez sí… y lo que siento es más fuerte de lo que imaginaba.

Nos quedamos en silencio un momento.

Alice estaba admitiendo que nada de lo que hacía la ayudaba. Que sus emociones no podían ser domadas como las del resto.

Que, tal vez, ella nunca iba a encajar en el mundo como el sistema esperaba.

Y eso me asustó.

No porque pensara que Alice estaba en peligro. Sino porque no sabía qué iba a hacer ella con todo lo que sentía.

—Entonces, ¿por qué sigues tomándolos?

Alice me miró.

—Porque no sé qué pasaría si los dejo.

Y ahí estaba. Su miedo real.

Alice Carter, que juega con las reglas como si fueran opcionales, que siempre tiene una respuesta para todo, que nunca se deja atrapar completamente… tenía miedo de lo que podría sentir si dejaba que todo saliera a la superficie.

Sentí que mis manos se cerraban en puños sobre la mesa.

—No tienes que manejarlo sola.

Alice parpadeó.

—¿Qué?

—Lo que sea que sientas. No tienes que hacerlo sola.

Por primera vez en toda la conversación, Alice pareció genuinamente sorprendida.

Y entonces sonrió, pero no con esa sonrisa ligera y despreocupada. Esta fue más suave, más pequeña, más real.

—Lo sé, Kou.

Me quedé mirándola por un momento más, sintiendo que algo había cambiado entre nosotros.

Alice no me estaba desafiando. No estaba jugando. Solo estaba siendo honesta.

Y por primera vez, sentí que la entendía realmente.

Alice

La biblioteca apestaba a gente.

No literalmente, claro. La climatización funcionaba como debía, los libros seguían oliendo a papel viejo y tinta seca, y el sonido predominante era el murmullo incesante de estudiantes hablando en voz baja, pasando páginas, tecleando en sus terminales. Pero yo sentía cada presencia en ese espacio como si fueran demasiadas. Demasiados cuerpos, demasiadas voces, demasiadas interrupciones disfrazadas de silencio. Me costaba concentrarme, no porque el contenido de mis libros fuera difícil, sino porque mi piel se sentía tensa, mis músculos rígidos, mi cabeza atrapada en la conciencia constante de que estaba rodeada.

Forcé mis ojos a fijarse en los números de la ecuación frente a mí. La luz blanca y fría de la pantalla iluminaba mis manos y el borde de la mesa. Podía escuchar la respiración de Kougami a mi derecha y el sutil rasgueo del bolígrafo de Ginoza a mi izquierda. Ambos estaban estudiando, aparentemente sin problemas, pero yo no podía. No con este ruido de fondo, no con esta sensación de estar encerrada entre paredes llenas de gente.

Solté un suspiro. Nadie lo notó.

Pasaron unos minutos más en los que intenté hacer como que estaba sumergida en mis apuntes, hasta que finalmente no aguanté más.

—¿Podemos irnos de aquí?

Kougami levantó la vista de inmediato, su atención siempre lista para saltar a cualquier posible distracción, pero Ginoza apenas reaccionó, solo resopló con fastidio y siguió escribiendo.

—¿Qué? —preguntó Kougami.

—Esto es un desastre —dije, cerrando mi cuaderno con más fuerza de la necesaria—. No puedo concentrarme con tanta gente respirándome en la nuca.

Ginoza soltó una exhalación pesada, como si hubiera estado esperando una excusa mía para interrumpir su estudio.

—Carter, la biblioteca es para estudiar. Es obvio que va a haber gente aquí.

Me giré hacia él, cruzando los brazos.

—Sí, pero eso no significa que sea el mejor lugar para hacerlo. No me digas que no te molesta que cada cinco segundos alguien pase susurrando al lado tuyo.

—Ignóralo —contestó, sin mirarme.

—No puedo.

Ginoza finalmente me miró con irritación.

—¿Y qué sugieres? ¿Que vayamos a estudiar al comedor? ¿O quieres que nos quedemos en el aula para que los de segundo año nos molesten con preguntas estúpidas?

Kougami sonrió levemente, como si estuviera esperando que me rindiera. Pero no iba a hacerlo.

—Propongo un lugar mejor —dije, y vi su interés despertarse de inmediato.

Ginoza frunció el ceño, pero no dijo nada. Kougami me miró con algo de curiosidad y fue el primero en levantarse.

—Bien, vamos.

Me gustaba lo fácil que era convencerlo de las cosas.

Ginoza suspiró de nuevo y cerró su terminal con algo más de rudeza de la necesaria.

—Esto es ridículo.

—No puedes pretender estudiar bien con tanto ruido —le dije con una sonrisa, recogiendo mis cosas.

Él no respondió, pero tampoco se quedó atrás cuando comenzamos a caminar fuera de la biblioteca. Lo tomé como una victoria.

Nos movimos entre los pasillos, bajando el ritmo cuando nos cruzábamos con otros estudiantes, subiéndolo cuando veíamos que no había nadie. Me gustaba caminar con ellos, incluso con Ginoza quejándose a cada tanto. Me hacía sentir… cómoda.

Cuando llegamos a la puerta del último pasillo, Kougami miró de reojo hacia Ginoza y sonrió apenas.

—No hagas muchas preguntas.

Ginoza frunció el ceño.

—¿Por qué?

Kougami no respondió, solo siguió caminando hasta la escalera de emergencia. Subimos sin prisa, pero sin pausas, y cuando empujé la puerta metálica hacia la terraza oculta, el aire fresco nos envolvió de inmediato.

Ginoza se detuvo en seco y miró alrededor con expresión sorprendida.

—¿Desde cuándo conocen este lugar?

Me giré hacia él con una sonrisa ligera.

—Es el lugar secreto de Kougami y mío.

Ginoza parpadeó y luego frunció el ceño con desconfianza.

—¿Ustedes dos tienen un lugar secreto?

—Lo encontramos el día del examen de ingreso —respondió Kougami con naturalidad, dejando sus cosas en el suelo y estirándose.

—No es tan secreto si me lo están mostrando —refunfuñó Ginoza, pero no hizo ningún intento de irse.

Me senté en el suelo, cruzando las piernas, y saqué mi cuaderno de nuevo.

—No seas tan dramático, Gino. Nos caes bien, por eso te trajimos.

Ginoza rodó los ojos, pero se dejó caer junto a nosotros, revisando sus notas con una expresión más relajada que antes.

Y así, por primera vez en todo el día, estudiar se sintió soportable.

Matemáticas pasó entre ecuaciones resueltas en voz baja, algunas correcciones de Kougami, que tenía buena lógica, aunque su método fuera desordenado, y Ginoza murmurando con irritación cada vez que yo resolvía algo más rápido que él.

Lenguaje fue más fácil, porque todos teníamos formas diferentes de analizar los textos, lo que hacía que la discusión fuera más interesante que la clase misma.

El sol comenzó a bajar lentamente, tiñendo el cielo de un color anaranjado suave. La brisa corría entre nosotros, moviendo las hojas de nuestros apuntes, y por un momento, mientras escuchaba a Kougami discutir con Ginoza sobre la mejor manera de resolver un problema de trigonometría, me di cuenta de que no quería estar en ningún otro lugar.

Había algo extraño en la forma en que todo esto se sentía… natural.

Como si siempre hubiéramos estado aquí. Como si esta terraza hubiera estado esperando a que los tres llegáramos.

Sonreí para mí misma y bajé la mirada a mis notas.

Por primera vez en el día, podía respirar.

Ginoza

No sé exactamente qué esperaba cuando seguí a Alice y a Kougami fuera de la biblioteca, pero definitivamente no esperaba esto.

Una terraza oculta. Un espacio que aparentemente solo ellos dos conocían.

El aire fresco nos envolvió cuando la puerta metálica se cerró detrás de nosotros. Era un rincón apartado, lejos del ruido de la academia, con suficiente espacio para sentarse sin que nadie nos molestara. Desde aquí, se podía ver parte del campus sin ser vistos. Era… tranquilo.

Y lo habían encontrado juntos.

—¿Desde cuándo conocen este lugar? —pregunté, más por llenar el silencio que por otra cosa.

Alice sonrió, como si estuviera esperando que lo dijera.

—Es el lugar secreto de Kougami y mío.

La forma en que lo dijo, con tanta ligereza, hizo que algo se revolviera en mi interior.

Kougami, en su habitual despreocupación, dejó caer su mochila y se apoyó contra la baranda con una sonrisa leve.

—Lo encontramos el día del examen de ingreso.

—No es tan secreto si me lo están mostrando —murmuré, cruzándome de brazos.

Alice se sentó en el suelo con la facilidad de alguien que ya había hecho esto antes, como si este lugar realmente le perteneciera. Como si estar aquí fuera completamente natural.

—No seas tan dramático, Gino —dijo, con esa voz suya que siempre parece estar a medio camino entre una burla y una invitación—. Nos caes bien, por eso te trajimos.

Nos caes bien. No sabía si eso era un consuelo o un insulto.

Miré a Kougami de reojo. No dijo nada, pero tampoco parecía sorprendido de que Alice hablara así. Como si estuviera acostumbrado a que ella lo incluyera en sus planes sin previo aviso. Como si fuera normal. Como si siempre hubiera sido ella y él.

Apreté los labios.

No tenía sentido molestarse. No me molestaba.

Pero tampoco podía ignorar el hecho de que Alice y yo… habíamos compartido cosas. Cosas que ella no había compartido con nadie más. Y, sin embargo, aquí estaba, hablando de un lugar especial que ella tenía con Kougami, con una facilidad que me crispaba los nervios.

No era estúpido. Sabía que Alice no era de nadie. Que no iba a pertenecerme ni a él ni a mí. Pero había algo en la idea de que ella y Kougami tuvieran un espacio propio que me hizo sentir como si estuviera fuera de algo que ni siquiera había notado hasta ahora.

No dije nada más. Me senté junto a ellos, abriendo mi terminal con el mismo gesto rígido de siempre.

Matemáticas fue lo primero.

Alice resolvía problemas con rapidez, sin detenerse demasiado en los pasos intermedios, como si su cerebro estuviera siempre un paso adelante. A veces hacía las cosas mal a propósito, y podía notar que lo hacía solo para no destacar demasiado. Kougami tenía lógica, pero su método era caótico. Yo tenía precisión, pero me frustraba cada vez que Alice terminaba antes que yo y sonreía como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

Lenguaje fue más relajado. Discutimos la interpretación de un texto, y esta vez Kougami fue quien se mostró más interesado, argumentando su punto con una convicción que normalmente reservaba para el kickboxing. Alice escuchaba con atención, pero cuando hablaba, lo hacía con esa facilidad que hacía que todo pareciera simple. Como si no tuviera dudas de nada.

Y entonces estaba Ciencias.

No era difícil, pero la conversación se desvió cuando Alice empezó a hacer preguntas que no tenían nada que ver con la clase.

—Si Sibyl desapareciera mañana, ¿cómo creen que nos adaptaríamos?

Kougami se inclinó hacia atrás, cruzándose de brazos con una media sonrisa.

—Esa es fácil. Nos convertiríamos en un desastre.

Alice lo miró con curiosidad.

—¿Eso crees?

—No es que lo crea. Es lo que pasaría. La gente no sabe vivir sin un sistema que le diga qué hacer.

—Yo sí —replicó Alice, con su usual confianza.

Kougami la observó por un segundo más del necesario antes de soltar una risa corta.

—Por supuesto que sí. Pero tú no cuentas, Ari.

Ari. Mi mandíbula se tensó.

Lo había dicho como si fuera natural. Como si no fuera la primera vez que la llamaba así.

Alice no reaccionó. O, mejor dicho, no se sorprendió.

Lo dejó pasar. No lo corrigió. Ni siquiera pareció notarlo.

Seguí escribiendo en mi terminal, sin intervenir en la conversación.

Pero en algún momento, mientras el sol descendía y la brisa fresca movía las páginas de nuestros apuntes, escuché cómo Alice lo llamaba Kou sin pensarlo.

Y en mi mente, solo había una pregunta.

¿Desde cuándo?

Kougami

No me gustaba cómo sonaba su nombre en su boca.

Gino.

Alice lo decía con la misma facilidad con la que respiraba, con la misma ligereza con la que me llamaba Shinya o Kou según le diera la gana. Como si hubiera decidido desde el principio que él era Gino y que yo podía ser cualquiera de las dos opciones. Como si con Ginoza nunca hubiera habido dudas. Como si él siempre hubiera sido algo seguro en su vida.

Yo nunca había pensado demasiado en ello. Alice hace estas cosas. Te pone un mote, te arrastra con ella, se mete en tu vida antes de que te des cuenta y, cuando lo haces, ya es tarde. Pero ahora, después de lo que pasó en la mansión Carter, después de saber que se besaron, que en algún punto de todo esto decidieron cruzar una línea que yo no crucé, ese nombre me sonaba diferente.

Gino.

No me gustaba cómo sonaba en su boca.

Desde la discusión en la mansión Carter, sabía lo del beso. No sabía cuántas veces había pasado, no sabía si seguía pasando, si se veían a escondidas cuando no estaba. No sabía si importaba. No sabía si me importaba. Pero cada vez que Alice decía su nombre así, con esa facilidad, con esa certeza, algo dentro de mí se crispaba.

Miré a Alice desde mi lugar en la terraza, observándola mientras escribía con rapidez en su cuaderno, el ceño ligeramente fruncido en esa expresión concentrada que rara vez le veía. Ginoza estaba a su lado, revisando ecuaciones con la misma intensidad de siempre. Desde donde estaba, los podía ver perfectamente: Alice, sentada de cualquier manera, con el cuerpo relajado y cómodo, con su pierna doblada bajo la otra, con el hombro casi rozando el de Ginoza cada vez que se movía un poco más cerca.

Y lo peor era que no parecía darse cuenta. O tal vez sí, y simplemente no le importaba.

Me di cuenta de que mi mandíbula estaba tensa.

¿Desde cuándo me molesta esto?

El bolígrafo de Alice golpeó la hoja con un leve clic cuando terminó de escribir algo. Se giró hacia Ginoza con una sonrisa satisfecha.

—Tienes que admitir que mi método funciona.

Ginoza resopló, pero no la corrigió.

—Funciona por puro golpe de suerte.

—O porque soy brillante.

—O porque no te molesta tomar atajos.

Alice se rió y lo empujó con el hombro, sin apartarse demasiado. Ginoza se quedó inmóvil por un momento, sin reaccionar, pero yo vi cómo se tensaba ligeramente antes de volver a concentrarse en sus notas.

No me gustaba nada cómo se veía eso.

No debería molestarme. No tenía por qué molestarme… pero lo hacía.

Pasé mi pulgar por el borde de mi cuaderno, sin escribir nada, sin leer nada. Me di cuenta de que lo estaba haciendo sin pensar, como si mi cuerpo necesitara distraerse, como si mi mente no quisiera seguir registrando lo que veía.

Alice y Ginoza.

Me humedecí los labios y solté una exhalación lenta, sin levantar la vista.

—Ari, deja de distraerlo.

Alice giró la cabeza hacia mí, sus ojos brillando con algo entre diversión y curiosidad. Como si acabara de notar cómo la había llamado.

Ginoza también levantó la mirada, frunciendo el ceño por un momento antes de volver a su terminal, como si quisiera fingir que no lo había escuchado.

Alice ladeó la cabeza levemente, una sonrisa pequeña, apenas perceptible.

—¿A quién distraigo más, Kou?

No respondí, porque no hacía falta.

Y cuando Alice volvió a su cuaderno, todavía sonriendo, supe que ella sabía exactamente lo que estaba haciendo.

La luz del atardecer teñía la terraza con tonos dorados y anaranjados, proyectando sombras largas sobre el suelo. La brisa era suave, suficiente para refrescar el calor que se había acumulado durante el día, pero no lo suficiente para despejar la tensión que flotaba en el aire. Ginoza recogió sus cosas con la misma eficiencia con la que hacía todo, su expresión neutral, pero con una rigidez en los hombros que delataba que algo lo incomodaba. No dijo nada más que un seco "nos vemos", como si su partida fuera algo natural, pero sabía que no lo era. Su actitud, su postura, todo en él sugería que no quería quedarse más tiempo en este lugar conmigo y con Alice.

No lo detuve. No tenía ninguna razón para hacerlo.

Escuché el eco de sus pasos alejándose, la puerta metálica de la escalera cerrándose con un golpe sordo. Ahora solo quedábamos Alice y yo en la terraza, el aire entre nosotros cargado con algo que no estaba seguro de querer definir. Habíamos pasado la última hora repasando ecuaciones, resolviendo problemas de lenguaje y discutiendo alguna que otra teoría sin importancia, pero ahora que estábamos solos, todo eso parecía haber quedado en segundo plano.

Alice aún no recogía sus cosas, y a diferencia de Ginoza, no tenía ninguna prisa por irse. Seguía sentada con la espalda apoyada contra la baranda baja de la terraza, el cuaderno descansando sobre su regazo, sus dedos jugueteando con el bolígrafo. Me miró con una expresión que no supe interpretar de inmediato, pero había algo en sus ojos, algo distinto. No era la Alice provocadora de siempre, no era la Alice que lanzaba frases con dobles intenciones solo para ver si yo reaccionaba. Esta era otra versión de ella, más silenciosa, más pensativa.

—Así que ahora soy "Ari" —dijo de repente, su tono suave, pero con esa chispa de curiosidad que nunca la abandona del todo.

Mi pecho se tensó al instante, pero no bajé la mirada. Sabía exactamente de qué hablaba.

—¿Te molesta?

Alice ladeó la cabeza, como si estuviera considerando su respuesta. Sus ojos se entrecerraron ligeramente, no en señal de enfado, sino en algo más analítico.

—No lo sé —dijo, y su voz tenía una nota de diversión oculta—. Solo me sorprende.

No tenía nada que decir a eso, porque no podía explicarlo. No podía decirle que lo hice porque escucharla llamar a Ginoza "Gino" desde el principio me había irritado de una forma que no quería analizar demasiado. No podía decirle que lo hice porque, después de enterarme de lo que había pasado entre ellos, necesitaba marcar mi propio espacio en su vida. No podía decirle nada de eso, así que solo me encogí de hombros con indiferencia fingida.

Alice no pareció convencida, porque su sonrisa se amplió ligeramente, como si ya supiera la verdad sin que yo tuviera que decirla en voz alta.

—No me molesta —murmuró después de un segundo, bajando la mirada a su cuaderno—. Es solo que… No me lo esperaba de ti.

Me pasé una mano por la nuca, exhalando lentamente.

—Supongo que ahora estamos en igualdad de condiciones, ¿no?

Alice soltó una risa baja, su voz mezclándose con el viento.

—Supongo que sí, Kou.

Algo en la forma en que lo dijo, en la naturalidad con la que pronunció mi nombre, me golpeó de una manera que no supe manejar. Era absurdo, pero en ese momento se sintió personal, más de lo que debería.

El silencio entre nosotros se extendió, pero no era incómodo. Alice miró hacia el cielo, su cabello ondeando ligeramente con la brisa. Yo la observé, estudiando la curva de su perfil, la forma en que la luz del atardecer se reflejaba en sus ojos, en el ligero rosado que teñía sus mejillas. Algo dentro de mí se tensó, y antes de poder detenerme, las palabras salieron de mi boca.

—Ari.

Ella bajó la mirada de inmediato, como si mi voz la hubiera llamado de vuelta a la realidad. Vi el momento exacto en el que se dio cuenta de que no lo había dicho como un simple comentario casual.

No me respondió de inmediato. Sus dedos dejaron de jugar con el bolígrafo, su expresión cambió, no en algo que pudiera definir fácilmente, pero definitivamente diferente.

—Dilo otra vez —susurró, su voz apenas audible sobre el viento.

Mis dedos se apretaron sobre la cubierta de mi cuaderno.

No sé por qué lo hice. No sé por qué no lo dejé pasar, por qué no me reí y cambié el tema, como cualquier persona con sentido común habría hecho. Pero no lo hice.

—Ari.

No apartó la mirada esta vez. No sonrió, no bromeó, no intentó convertirlo en un juego.

Nos estábamos mirando, y la distancia entre nosotros parecía más pequeña de lo que realmente era.

Mi pecho subía y bajaba con cada respiración, mi mente diciéndome que lo detuviera, que este no era el momento, que no tenía sentido. Pero nada tenía sentido con Alice Carter. Nunca lo había tenido.

No sé quién se movió primero. Tal vez fue ella, tal vez fui yo. Lo único que supe fue que en un momento estábamos mirándonos y al siguiente su rostro estaba tan cerca que podía ver cada pequeño reflejo de luz en sus ojos.

Sentí su respiración antes de sentir sus labios.

No fue un beso en el sentido tradicional de la palabra. Fue más un roce, un contacto apenas existente, pero fue suficiente. Suficiente para que todo en mi cabeza se apagara de golpe, para que mi cuerpo se tensara como si me hubieran arrojado en medio de una tormenta, para que la simple sensación de su piel contra la mía se sintiera como una explosión interna.

Alice no se apartó.

No se tensó, no se echó hacia atrás. Sus labios permanecieron sobre los míos en un gesto que no era exactamente intencional, pero tampoco un accidente. No era un juego, no era una prueba. Era solo ella y yo, atrapados en ese momento sin salida.

Exhalé lentamente, cerrando los ojos por un instante, permitiéndome sentirlo, permitiéndome grabarlo en mi memoria antes de que se rompiera.

Cuando finalmente me aparté, fue con lentitud, con cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera destruir lo que fuera que acabábamos de compartir.

Alice no dijo nada. Su mirada seguía fija en la mía, su expresión indescifrable.

Yo tampoco hablé.

Alice seguía ahí, tan cerca que todavía podía sentir el calor de su piel, la presión fantasma de su boca contra la mía. No se apartó de inmediato, ni hizo uno de sus comentarios ingeniosos, ni convirtió el momento en un chiste como siempre lo hacía cuando algo se volvía demasiado serio.

No lo estaba esquivando, eso lo hacía peor.

Mi mente iba a mil por hora, intentando encontrar sentido a lo que acababa de pasar. No había sido un beso como los que había imaginado—y sí, los había imaginado, aunque nunca lo admitiría en voz alta—pero tampoco había sido un accidente. No fue torpe, ni casual, ni el tipo de cosa que uno deja pasar sin pensar demasiado. Fue real.

Alice bajó la mirada apenas, sus pestañas temblando por un segundo. Podía ver el leve enrojecimiento en sus mejillas, apenas perceptible, pero suficiente para saber que ella también lo había sentido.

No debería haberlo hecho.

Debería haber dicho algo, cualquier cosa, para romper la tensión, para volver a lo que éramos antes de este instante. Pero mis labios aún estaban entumecidos con la sensación del contacto, mi piel aún recordaba la cercanía de su cuerpo, y mi cabeza no podía evitar grabar cada maldito detalle de este momento como si fuera algo que no quería olvidar.

Alice fue la primera en moverse.

No con la rapidez de alguien que huye, sino con la lentitud de alguien que sabe que cruzó una línea, pero que no se arrepiente del todo. Se pasó la lengua por los labios en un gesto distraído, su respiración aún un poco irregular.

—¿Vas a decir algo? —su voz fue baja, casi un susurro.

Mi garganta se sintió seca.

—¿Qué quieres que diga?

Alice me miró con una expresión que no pude leer de inmediato, su rostro una mezcla de calma y algo más profundo, algo que no había visto en ella antes o que quizás nunca había querido notar.

—No lo sé —dijo finalmente, con una leve sonrisa que no llegaba a ser del todo una sonrisa—. Tal vez esperaba que fueras tú el que tuviera una respuesta.

No la tenía.

Porque nada de esto estaba planeado. Porque esto no era como pelear con Ginoza por los exámenes o discutir con Alice sobre sus impulsos caóticos o pretender que las cosas no eran complicadas cuando en realidad lo eran más de lo que quería admitir.

Esto era ella. Yo. Nosotros.

Y todo lo que nunca había querido analizar con demasiada profundidad.

Me pasé una mano por la nuca, soltando una risa baja, sin humor.

—Ari…

Ella parpadeó, su cabeza inclinándose levemente. Otra vez ese nombre.

—¿Qué?

No respondí de inmediato. No tenía una respuesta clara.

Pero verla reaccionar así, verla procesar cómo sonaba su nombre en mi voz, me hizo entender algo que había estado ignorando hasta ahora.

Alice entrecerró los ojos apenas, como si finalmente estuviera viendo algo en mí que antes no había notado del todo.

—Lo hiciste a propósito —dijo, sin necesidad de explicar qué.

Asentí lentamente.

—Sí.

No había razón para mentirle. No a ella.

Su respiración se hizo un poco más profunda, como si estuviera considerando algo, como si estuviera tanteando los límites de lo que acababa de pasar.

—¿Por qué?

Una pregunta sencilla. Pero no había una respuesta sencilla.

Podría haberle dicho que no lo sabía. Podría haber desviado el tema, podría haberme reído, podría haber dicho que no significaba nada. Pero Alice Carter odia las respuestas a medias, y no iba a darle una ahora.

—Porque quería.

No aparté la mirada. No esta vez.

Alice exhaló lentamente, y en sus ojos vi un destello de algo suave, pero no frágil. Cauteloso, pero no temeroso.

Entonces se inclinó apenas hacia adelante, acercándose lo suficiente como para que pudiera sentir su aliento cálido contra mi piel.

—Yo también.

Mi cuerpo se congeló.

Era una respuesta simple, sin rodeos, sin trampas. No había sarcasmo, no había juegos, solo Alice, entregándome algo real sin pedir nada a cambio.

Mi estómago se apretó, mis músculos tensándose con la urgencia de hacer algo, de moverme, de acortar lo poco de espacio que quedaba entre nosotros. Pero no lo hice.

Porque esto era suficiente.

Porque por primera vez en todo el tiempo que la conocía, Alice no estaba tratando de empujarme, no estaba esperando mi reacción, no estaba probándome.

Solo estaba ahí. Quieta. Esperando.

Y si algo había aprendido sobre Alice Carter, era que los momentos en los que ella no se movía eran los que realmente significaban algo.

Alice
Kougami no me besó de verdad.

Lo que pasó antes, ese roce apenas perceptible, no era suficiente. No era lo que yo quería.

Pero me daba miedo pedir más.

Porque ya lo había intentado antes con Ginoza, y él se alejó, con esa manera fría y estructurada que tiene de pretender que nada lo afecta. Y aunque fingí que no me importaba, aunque jugué el mismo juego y lo ignoré como él me ignoró a mí, sí me lastimó. No porque hubiera querido algo serio con él, no porque esperara grandes cosas, sino porque no me gusta sentir que me rechazan después de haberme atrevido a hacer algo real.

Y si Kougami lo hacía también… si se alejaba después de esto, no estaba segura de poder soportarlo.

Pero lo que habíamos compartido hace unos minutos en la terraza, ese contacto mínimo, ese momento de duda y deseo contenido, había encendido algo en mí que nunca había sentido antes. No era solo atracción. No era solo el calor de su piel contra la mía. Era algo más profundo, más caótico, algo que no sabía si quería analizar todavía.

Quizás él era él.

Pero no lo sabría si no veía qué hacía ahora.

Kou todavía estaba ahí, mirándome con una expresión que no lograba descifrar del todo. Sus ojos eran una mezcla de tensión y contención, como si estuviera procesando lo que acabábamos de hacer, como si estuviera debatiendo internamente si debía avanzar o retroceder. Y yo no iba a dejar que retrocediera.

Sonreí un poco, con ese gesto que siempre lo pone en alerta, porque sabía que él podía sentirlo cuando yo planeaba algo. Me incliné un poco más hacia él, lo suficiente como para notar cómo su postura se volvía más rígida, cómo su respiración se volvía un poco más pesada.

—¿Te arrepientes, Kou?

Mi voz fue baja, lo suficientemente suave como para que pareciera casual, pero lo bastante intencionada como para que entendiera que yo no lo hacía.

Vi cómo apretaba la mandíbula. No me respondió de inmediato, lo que solo me hizo querer empujarlo más.

—No.

No me sorprendió que lo negara. Pero tampoco me sorprendió que no me besara otra vez.

Respiré hondo, controlando la decepción que amenazaba con instalarse en mi pecho. No quería presionarlo demasiado. Pero tampoco quería dejar que se escapara de esto tan fácilmente.

Deslicé los dedos sobre la baranda de la terraza, como si no le estuviera prestando atención, pero sabiendo que cada uno de mis movimientos lo mantenía enfocado en mí. Dejé que el silencio se extendiera solo un poco más antes de volver a hablar.

—Podrías haberlo hecho de verdad.

Kougami se tensó.

No dijo nada, pero vi cómo su mirada se desvió apenas hacia mis labios antes de volver a mis ojos, como si estuviera considerando lo que yo ya sabía que quería.

No le sonreí esta vez. No le di el gusto de pensar que esto era un juego más. Solo esperé.

Porque si él lo hacía ahora, si era él quien me besaba, entonces no tendría que preguntarme nunca si fue por mi insistencia, si fue porque lo provoqué lo suficiente como para que reaccionara.

Y entonces lo hizo.

En un solo movimiento, sin aviso, sin darle espacio a la duda, me besó de verdad.

No fue un roce, no fue un contacto tímido como antes. Fue real. Firme. Crudo. Intenso.

Fue algo que me robó el aliento, que me hizo olvidar que estaba parada sobre un suelo sólido, que me hizo olvidar cualquier otra cosa que no fuera él.

Mi espalda chocó contra la baranda de la terraza, su cuerpo presionando el mío lo suficiente como para que sintiera el calor de su piel incluso a través de la ropa. Su mano se deslizó por mi nuca, sus dedos se enredaron en mi cabello con un gesto que no tenía nada de inseguro. No estaba dudando esta vez.

Mis propios labios respondieron antes de que mi cerebro pudiera procesarlo. Era imposible no responder.

Porque lo había estado esperando, esto era lo que realmente había querido desde el principio.

Sentí la urgencia en la forma en que me besaba, el hambre contenida en cada movimiento, en cómo su respiración se volvía irregular contra mi piel. No había control en esto, no había lógica. No había Ginoza alejándose después de un beso y pretendiendo que nunca pasó.

Solo estábamos nosotros.

Cuando finalmente se apartó, lo hizo despacio, como si aún no estuviera seguro de si quería terminar con esto o no. Yo tampoco lo estaba.

Su frente rozó la mía, su respiración todavía pesada. Mi pecho subía y bajaba con el mismo ritmo errático, mi piel todavía ardiendo, mis manos todavía aferrándose a su camisa sin haberme dado cuenta.

Kougami no era Ginoza.

No se apartó. No fingió que no había pasado. No intentó darme una salida fácil para que pretendiera que no significaba nada.

Él se quedó. Y yo… yo ya no quería que se fuera.

Kougami

El momento en que sus labios tocaron los míos, todo lo demás dejó de existir. No fue un beso torpe ni dudoso, no fue algo que pudiera confundirse con un accidente. Fue intencional. Fue ella.

No había pensado en lo que sentiría si realmente la besaba. No así. No de verdad. Pero apenas mi boca se encontró con la suya, sentí cómo algo se rompía dentro de mí, como si hubiera estado sosteniendo una represa durante demasiado tiempo y, de repente, no hubiera forma de contener la corriente. Fue una descarga, una explosión en cada sentido, en cada fibra de mi cuerpo que parecía despertarse de golpe ante la presión cálida y suave de su boca contra la mía.

Alice no se apartó. No se tensó. No dudó.

Sentí el leve temblor de su respiración, el roce de su nariz contra mi piel cuando me acerqué más, cuando mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera detenerlo. Su cabello rozó mi mejilla, su perfume envolvió mis sentidos, y su aliento se mezcló con el mío en una fracción de segundo que se sintió eterna.

Mis manos la encontraron sin que yo lo decidiera. Una subió hasta su nuca, mis dedos enredándose en su cabello oscuro, sintiendo su suavidad entre mis yemas. No podía soltarla. No quería.

Ella me besó de vuelta.

No con la misma desesperación con la que yo lo hacía, sino con algo más tímido, más contenido, como si estuviera explorando el momento antes de entregarse por completo. Pero me estaba respondiendo. Estaba ahí, pegada a mí, sus labios deslizándose contra los míos con una dulzura que no esperaba, con una aceptación que me hizo perder el aliento más que el beso en sí.

Era Alice, la Alice que siempre había sido un caos, la Alice que nunca se quedaba quieta, que siempre tenía algo que decir, algo con lo que provocarme, empujarme, desafiarme. Pero aquí, entre mis brazos, con su boca contra la mía, no estaba jugando.

Algo me recorrió el pecho, algo denso y ardiendo, algo que no podía poner en palabras porque nunca había sentido nada igual. No era solo deseo. No era solo atracción. Era algo más profundo, algo que me golpeó con la fuerza de una verdad que no quería admitir.

Me di cuenta en ese momento de que nunca había querido nada tanto como la quería a ella.

Cada músculo en mi cuerpo parecía tensarse con la urgencia de seguir besándola, de profundizar el contacto, de hacer que este instante durara más. Pero no lo hice. No quise arruinarlo.

Cuando me aparté, fue despacio, como si cada milímetro de distancia entre nosotros doliera de alguna forma. Mis labios todavía hormigueaban con la sensación de los suyos, mi respiración estaba agitada, y mi frente quedó pegada a la suya, incapaz de alejarme del todo.

Alice no se movió. No dijo nada.

Sus ojos estaban entrecerrados, su boca apenas entreabierta, su aliento todavía mezclándose con el mío. Sus manos estaban aferradas a mi camisa, como si no se hubiera dado cuenta de que me sujetaba.

El mundo seguía en silencio, solo con el sonido de nuestras respiraciones pesadas, del viento moviendo su cabello. El mundo podía explotar en este instante y no me habría importado.

No quería decir nada. No quería arruinarlo con palabras innecesarias.

Lo único que supe con certeza en ese momento, mientras la miraba, mientras sentía su cuerpo aún tan cerca del mío, era que nunca iba a ser suficiente.

Los días pasaron sin que nada cambiara en la superficie, pero todo había cambiado entre nosotros.

Cuando Ginoza estaba presente, las cosas se mantenían normales. Alice no decía ni hacía nada fuera de lo común, y yo tampoco. Las conversaciones fluían como siempre, entre la provocación habitual de ella, las quejas de Ginoza y mi intento de mantener el equilibrio entre ambos. Pero cuando él no estaba, la tensión entre nosotros se volvía insoportable. No de una manera incómoda, no con ese tipo de incomodidad que hace que quieras alejarte, sino con ese tipo de energía que hace que cada espacio compartido se sienta demasiado pequeño, demasiado intenso, demasiado cargado de algo que ninguno de los dos está listo para admitir todavía.

Alice no lo mencionó. No mencionó el beso en la terraza, no intentó provocarme directamente con eso, pero estaba en la forma en que me miraba. En la forma en que se inclinaba ligeramente cuando hablábamos, en cómo sostenía el contacto visual un poco más de lo normal, en cómo su tono de voz bajaba cuando solo éramos nosotros dos. Me estaba probando. Me estaba esperando. Y lo peor era que yo también lo hacía.

No me alejé. No quería hacerlo.

Si Alice esperaba que me comportara como Ginoza, que pusiera distancia, que pretendiera que nada había pasado, se equivocaba. Yo no era él. No iba a fingir que no la deseaba, no iba a jugar a que todo seguía igual cuando sabía perfectamente que no era así. Pero tampoco iba a darle el gusto de dejarme llevar fácilmente. Si quería provocarme, que lo intentara.

Y Alice intentaba.

En el almuerzo, cuando Ginoza estaba, todo se mantenía como siempre. Pero cuando él se levantaba para comprar algo o cuando llegábamos antes que él, ella encontraba la manera de hacerme sentir su presencia sin necesidad de decir nada. Se acercaba más de lo necesario, jugaba con su cabello con esos gestos distraídos que no lo eran en absoluto, dejaba que nuestras rodillas se tocaran bajo la mesa sin apartarse. Era un juego, pero no un juego casual.

Sabía lo que estaba haciendo.

Y yo también.

El problema era que con Alice nada se sentía forzado. Todo encajaba con una facilidad absurda, como si hubiéramos estado diseñados para entendernos en ese nivel, para movernos en el mismo ritmo sin necesidad de marcarlo primero. Era química, pura y directa, imposible de ignorar incluso cuando intentábamos hacerlo.

Lo sentí en la biblioteca, cuando Ginoza se quedó dormido con la cabeza apoyada en su brazo y Alice y yo seguimos estudiando en silencio. Yo escribía en mi cuaderno, ella leía algo en su terminal, pero el aire entre nosotros estaba cargado de algo más. A veces la miraba sin darme cuenta, y cuando levantaba la vista, ella ya me estaba mirando de vuelta.

—¿Qué? —preguntó una vez, con una sonrisa ligera, pero sin apartar la mirada.

—Nada —respondí, volviendo a mi cuaderno, aunque no tenía idea de qué estaba escribiendo.

Pero no era nada, era todo.

Lo sentí en el pasillo, cuando nos encontramos sin planearlo y terminamos caminando juntos hacia la siguiente clase. Hablamos de cosas sin importancia, de algún comentario sobre un profesor o de lo absurdo que era que la máquina expendedora nunca tuviera lo que queríamos. Pero la forma en que nuestros cuerpos se sincronizaban, la manera en que nuestras sombras se movían juntas bajo la luz artificial del pasillo, parecía que llevábamos años haciendo esto.

Lo sentí cuando rozó mi brazo con el suyo de manera accidental y no se apartó.

Lo sentí en la forma en que mi piel reaccionó antes de que pudiera detenerlo.

Y lo sentí cuando ya no pude seguir esperando.

Fue una tarde después de clase, en la terraza oculta, cuando Ginoza nos había dejado para ir a la biblioteca. Alice se sentó en el suelo con la espalda contra la baranda, los ojos entrecerrados contra la luz del sol, sus piernas cruzadas con la misma despreocupación de siempre. Yo me quedé de pie por un momento, observándola, sintiendo la forma en que la energía entre nosotros volvía a tensarse, a tomar forma sin que ninguno de los dos hiciera nada para detenerlo.

Cuando me senté a su lado, ella ni siquiera se movió.

—Hoy no has dicho nada provocador —comenté, con un tono más ligero de lo que realmente sentía.

Alice sonrió sin abrir los ojos.

—Tal vez estoy esperando que lo hagas tú.

Me reí bajo, negando con la cabeza.

—¿Y si no lo hago?

Finalmente, abrió los ojos y me miró. Y ahí estaba otra vez.

Ese fuego silencioso, esa chispa que no necesitaba palabras para encenderse.

—Entonces me veré obligada a hacerlo yo.

No me dio tiempo a pensar.

Se inclinó hacia mí con la misma naturalidad con la que hacía todo, con esa facilidad que me volvía loco, que hacía que cada reacción en mi cuerpo pareciera instintiva. No lo dudé. No esta vez.

La besé como debería haberlo hecho antes, como había querido hacerlo desde que la sentí temblar contra mi boca la primera vez.

No hubo suavidad contenida esta vez, no hubo exploración tímida. No fue un roce, no fue un accidente. Fue real, fue intenso, fue exactamente lo que había estado conteniéndome de hacer durante días.

Alice no dudó en responderme. No se apartó.

Sus labios se movieron contra los míos con la misma energía de siempre, con la misma intensidad que cargaba en todo lo que hacía. Su mano se aferró a mi camisa, sus dedos apretaron la tela con más fuerza de la necesaria, y eso me hizo querer besarla más.

El aire se volvió demasiado denso, demasiado caliente, demasiado insuficiente. La única cosa en la que podía pensar era en la forma en que encajábamos, en cómo sus labios parecían hechos para los míos, en cómo su cuerpo se amoldaba al mío sin necesidad de esfuerzo.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que me separara.

Solo supe que no quería hacerlo.

Mis labios aún hormigueaban, mi respiración estaba desordenada, y cuando abrí los ojos, encontré los suyos mirándome como si acabáramos de llegar a la misma conclusión al mismo tiempo.

Alice se mordió el labio, todavía sin soltar mi camisa, y sonrió apenas.

—Sabía que no podrías resistirte mucho tiempo.

Apreté la mandíbula, intentando ignorar el calor que todavía recorría mi piel.

—Cállate, Ari.

Alice no me soltó. Sus dedos seguían aferrados a mi camisa, como si no estuviera completamente lista para dejarme ir. Su respiración aún era irregular, la mía también, y aunque nuestras bocas ya no estaban juntas, todo lo demás sí lo estaba. Su calor seguía pegado a mi piel, su perfume seguía mezclándose con mi aliento, y su mirada seguía atrapándome en un lugar del que no quería salir.

Yo no era un tipo impulsivo. No en esto.

No en algo que realmente me importara.

Pero con Alice, todo se sentía diferente.

El beso había sido una explosión en cada sentido posible. Había sido la liberación de días enteros de tensión acumulada, de miradas que duraban demasiado, de espacios compartidos que se sentían demasiado pequeños. Había sido inevitable. Pero no estaba seguro de qué significaba ahora.

Alice inclinó la cabeza levemente, su sonrisa aún visible, pero con algo más profundo detrás. No era burla. No era provocación. Era algo más peligroso.

—¿Y ahora qué, Kou?

No tenía respuesta para eso.

Porque si le decía la verdad, si decía lo que realmente quería hacer, la volvería a besar en este mismo instante y no pararía hasta que el aire nos faltara por completo.

Pero si decía lo contrario, si fingía que no había sido nada, si intentaba ignorar el fuego que aún me recorría la piel, sabía que estaría mintiendo.

Alice no era alguien a quien pudiera mentirle.

Su mano finalmente se deslizó de mi camisa, pero no se alejó. Sus dedos rozaron mi abdomen por un segundo, antes de caer a su regazo, como si todavía estuviera decidiendo qué hacer conmigo.

Y yo no estaba seguro de si quería darle una respuesta o si quería que ella decidiera por los dos.

—No lo sé, Ari.

Fue lo único que pude decir.

Alice me estudió por un momento, como si intentara descifrar algo en mi expresión. Sabía que no iba a encontrar nada fácil de leer. Porque yo mismo no sabía qué carajo hacer con esto.

Pero sí sabía que no quería alejarme.

No quería hacer lo que Ginoza había hecho. No quería apartarme, pretender que esto no había pasado, fingir que no importaba. Porque sí importaba. Porque yo no era él.

Y porque Alice no era alguien a quien pudieras apartar una vez que entraba en tu vida.

El viento sopló, moviendo su cabello, haciendo que algunos mechones rozaran su rostro. Su mano subió para apartarlos, pero yo fui más rápido.

No sé por qué lo hice.

Solo sé que mis dedos se movieron por instinto, recogiendo los mechones sueltos y llevándolos detrás de su oreja, sintiendo la suavidad de su piel bajo mi tacto.

Alice no se movió, no se burló, no dijo nada. Solo me dejó hacer.

Cuando mi mano cayó de nuevo, su mirada se había oscurecido, su pecho subía y bajaba con la misma irregularidad que el mío.

—¿Te estás conteniendo?

Su pregunta fue baja, pero el impacto de sus palabras me recorrió como un golpe directo.

Porque sí, lo estaba haciendo.

Porque si no lo hacía, la volvería a besar ahora mismo y no me detendría.

Alice sonrió apenas, y en su expresión supe que entendió todo.

No me estaba presionando. No estaba jugando. Solo estaba esperando.

Y eso me hizo quererla más.

Respiré hondo, pasándome una mano por la nuca. Necesitaba salir de aquí antes de que esto se saliera de control.

—Ginoza nos va a matar si llegamos tarde —murmuré, sin mirarla.

Alice rió suavemente, pero tampoco insistió.

—Probablemente.

Se levantó con la misma elegancia con la que hacía todo, como si su cuerpo nunca dudara de hacia dónde moverse. Tomó su mochila y yo hice lo mismo, pero cuando nos giramos hacia la puerta, ella no empezó a caminar.

Me miró por un segundo más, con esa expresión que no terminaba de definir.

Y luego, con una facilidad absurda, con una confianza que me desarmó por completo, se inclinó y besó mi mejilla. Fue rápido, apenas un roce, pero sentí cada jodido segundo de ese contacto recorriéndome la piel.

Mi mandíbula se tensó.

Alice sonrió, con esa maldita mirada de quien sabe exactamente lo que está haciendo.

—Vamos, Kou.

Se giró y empezó a caminar antes de que pudiera reaccionar.

Me quedé ahí un segundo más, sintiendo el calor en mi rostro, sintiendo el eco de su risa aún en mi cabeza.

Y cuando finalmente la seguí, supe que esto ya no tenía marcha atrás.