Una nueva mañana comenzó en Scraptown con el habitual estruendo de un estallido en el basural. Los vecinos de la villa estaban acostumbrados al ruido y al humo subsecuente, pero no por eso les preocupaba menos pensar que los fallidos experimentos de Junk podrían acabar atrayendo la atención de los monstruos que merodeaban el Bosque Wreckwood.
Construida sobre un basural a los pies de la ascendente y lujosa Nova Haven, Scraptown parecía una especie de pila de desechos que con los años habían comenzado a tomar forma de hogares, pero no demasiado. Rústicas y pobres chozas cúbicas de hojalata en el mejor de los casos, cabañas deformes de madera mohosa con chimeneas de latón retorcidas y salpicadas por estiércol de aves pasaban por pintorescas allí. Y bajo esa pila de carencias y unión, apartado incluso de la sombra y casi sumergido en las montañas de mugre que rodaban cuesta abajo desde las laderas de la meseta hasta fundirse con el bosque agonizante, un taller con agujeros en el techo de chapa echaba humaredas de todos los colores. La postal de ese suburbio dentro del suburbio solo podía calificarse como "El lugar donde incluso los criminales de Scraptown prohibían a sus hijos ir a jugar". Incluso si tenías la suerte de no acabar perdiéndote en el bosque husmeando entre las pilas de chatarra del basural en busca de restos de comida, juguetes rotos o monedas deformes, se creía que los monstruos que allí moraban no eran tan peligrosos como los experimentos del infame y huérfano inventor.
—Bomberos voluntarios —golpeó la puerta del taller un fortachón de aspecto fatigado que no llevaba consigo más que un humilde balde surtido hasta la mitad con agua de cloacas. Una voz joven crujió a través del portal de madera cuya forma hacía tiempo había dejado de ser perfectamente recta o elegantemente oval, y que parecía como si muchas otras puertas hubieran intentado sin éxito ocupar el lugar en el hueco que la original había dejado.
—¡Estoy bien, yo me encargo! ¡Tengo todo bajo control! —el bombero pudo escuchar claramente cómo un costal de arena era arrojado torpemente sobre el foco del incendio, sacudiendo la humareda verdusca que brotaba por el techo como un gusano estrangulado.
Al cabo de unos segundos en silencio en los que solo consiguió oír palabrotas susurradas a toda velocidad por el inquieto joven que claramente estaba teniendo problemas para controlar el fuego, el bombero volvió a llamar a la puerta con sus nudillos.
—Imagino que sí, Junk —suspiró—. Solo pasaba por el aporte comunitario del mes. Ya sabes, como estamos en septiembre…
—Ah, por supuesto, sí… ¡Un segundito!
Cuando la puerta se abrió tras un par de forcejeos y empujones desde adentro, el bombero se hizo a un lado para esquivar el torrente de humo que emergió de su interior. Y de entre la humareda, aguantándose las ganas de toser para no hacer más el ridículo, un joven con su piel blanca teñida de negro, verde y púrpura, asomó con sus expresivos ojos ambarinos acrecentados por el doble aumento de sus goggles. Parecía una especie de insecto intentando imitar a un humano, con el cuerpo demasiado flacucho y la estatura insuficiente para las ropas heredadas y remendadas que llevaba, y con una boina sin visera que no podía tapar el matorral de pelo rubio que se revolvía sobre sus antiparras. Pese a lo lamentable de su apariencia y lo apremiante de sus circunstancias, el muchacho se limitó a dedicarle una ancha sonrisa al grandulón, extendiéndole un pequeño caballito de madera con una especie de gatillo metálico en lugar de la cola, y depositándolo casi con dulzura sobre la palma extendida del atónito bombero.
—¿Y esto? —se sorprendió por un segundo, antes de recordar a dónde había ido a buscar la recaudación. Junk infló un poco el pecho, se ajustó mejor los goggles y presionó el gatillo-cola de su caballito de madera, encendiendo con el sencillo mecanismo una llama en la cabeza y patas del mismo que habrían quemado al tipo de no llevar puestos los guantes reforzados de su uniforme.
—¡Lo último en ingeniería juguetil! Espera, creo que debería decir… ¿Jueguística? ¡Sabes a lo que me refiero!
—¿Me estás diciendo que esto es un juguete?
—Tú tenías una hija pequeña, ¿no? Seguro le encanta.
—No puedo obsequiarle esta cosa a una niña. ¿Lo modificaste para convertirlo en un encendedor?
—Bueno, puedes usarlo para fumar si prefieres, pero no es un hábito muy saludable —se encogió de hombros el muchacho que no debía tener más de quince años y que, aun así, parecía sentirse lo suficientemente capacitado como para decirle a un bombero voluntario qué hábitos eran o no sanos mientras su taller se incendiaba a sus espaldas—. Ahora, si me permites, tengo que volver al trabajo. ¡Y tú deberías hacer lo mismo, Scraptown podría estar en peligro!
Y de un portazo apresurado finiquitó el asunto sin preocuparse por mostrar más cortesía que aquel juguetito de madera, cuya cola se desprendió como empujada por un resorte, extinguiendo en el acto cualquier atisbo de fuego que hubiera pasado por allí. Al volver su incrédula vista al obsequio que le había otorgado, notó que donde antes había una bonita cabeza de corcel tallada ahora solo quedaba una diminuta cerilla consumida y ennegrecida por la que apenas escapaba un fino hilo de humo.
Junk no estaba habituado a recibir visitas tan temprano en la mañana. De hecho, no estaba acostumbrado a recibirlas casi en ningún momento del día, aunque de vez en cuando algún envalentonado (o desesperado) vecino bajaba de la villa para pedirle ayuda reparando una caldera fundida o soldando un caño de acero a una silla rota. Scraptown era un lugar humilde pero voluntarioso, y el taller donde Junk trabajaba más de lo que vivía no era la excepción. Sin embargo, y para su fortuna, siempre conseguía ganar un premio doble recibiendo esa clase de encargos sencillos en los que podía entretenerse durante algunas horas o días (a veces rompiéndolas más adrede solo para poder tenerlas un tiempo más consigo antes de devolverlas funcionales a sus propietarios) y ganándose además el beneplácito de los pueblerinos, que en el mejor de los casos hasta le llevaban una tarta recién horneada hacía unos días o algunos gears de plata para poder abastecerse en el mercadillo central.
Al muchacho no le desagradaba socializar de tanto en tanto, y hasta mostraba su mejor sonrisa —ensayada durante días hasta que se vio lo suficientemente decente para no ahuyentar a nadie con ella— a los demás, pero nunca permitía que otros ingresaran al taller. Quizás por esto muchos habían comenzado a advertir a sus hijos y vecinos de que no se acercaran demasiado, pues decididamente era un lugar peligroso y en permanente riesgo de desmoronarse o volar en pedazos por los aires hasta terminar de mimetizarse por completo con el basural que lo abrazaba. Pero todas esas tribulaciones solo eran ventajas para Junk.
—¿Todo bien por ahí, Nix? —preguntó a una criatura amarillenta que se escabullía tímidamente entre las sombras y aleteaba con sus orejas alargadas intentando disipar el fuego con un poco de viento—. No, no, así solo lo vas a expandir más. Solo tírale un montículo de arena encima.
Dicho y hecho, Junk cortó el costal que había revoleado antes contra una pila de bártulos desperdigados ahora por el suelo del taller y vertió un montón de arena sobre el fuego crepitante que brotaba como por arte de magia de un tubo de ensayo sujeto por una varilla de acero al rojo vivo. El pequeño reptil, tan flacucho y amarillo como el humano, se apartó de un salto de la arena y le soltó un gruñido tan agudo e inofensivo que no habría inmutado ni al más cobarde humano con aversión natural para con los de su clase. Y era difícil no despertar terror en la gente ante la mínima mención a esos monstruos, incluso si Junk no conseguía explicarse qué rayos le veían de malo a criaturas tan adorables e inofensivas como Nix.
—Oh, Nix, eres tan linda y buena —la consoló al verla tiritar de cara a la arena que se esparcía poco a poco junto con los restos de vidrio del frasco que ahora solo echaba una débil humareda negra. El pequeño reptil tembló una vez más, pero esta vez fue para soltarle una descarga eléctrica al contacto con su mano. Junk apretó un poco los dientes, pero no se apartó—. Sácate las ganas aquí todo lo que quieras, pero no se te ocurra soltar esas chispas cerca del aquarium.
El aquarium, como Junk lo llamaba, no era otra cosa que una enorme caldera agujereada por el frente con un panel de vidrio adosado que contenía unos cuantos litros de agua verdosa dentro de la cual podían adivinarse las figuras de algunos peces nadando lenta y aburridamente de un lado a otro. Bajo este y a lo largo y ancho del destartalado taller, pilas de objetos de mayor, menor o nula utilidad se acoplaban a veces hasta el mismo techo. De haber aceptado visitas alguna vez, probablemente muchos habrían deducido que los agujeros en la cubierta enchapada del recinto no eran más que accidentales excusas para poder levantar pilas de chatarra mucho más altas, por fuera de los límites de su hogar.
Y aunque allí vivía, pues a veces comía y otras dormía en ese lugar, todo lo que permitía intuir que se trataba de su hogar eran un colchón con resortes de toda clase que se balanceaba como con vida propia en un rincón, una mesa chueca cuyas patas eran pilas de libros y bastones reforzados con tuercas y cinta de papel, un sofá de un cuerpo de un rosa chillón que alguien había obligado a su abuela con mal gusto a descartar en el basural alguna vez y una colección de marcos sin imágenes en una repisa cerca de su estante de trabajo, con la excepción de una diminuta ubicada en un marco mucho más grande que ella, pero que era el más bonito y limpio de todos y, por lo tanto, el único en el que Junk se sentía cómodo depositando su recuerdo más valioso. En la heliografía, un niño enclenque y encorvado y otro rígido y cruzado de brazos se dejaban abrazar por los hombros por un anciano harapiento que soltaba una carcajada casi desdentada. Debido a su limitada reproducción de formas y nulidad de colores, a Junk siempre le asombraba lo nítida que se veía la sonrisa del viejo.
Saltando pilas de libros y diarios viejos y agachando la cabeza al pasar bajo una maraña de cables que colgaban del techo echando una pequeña llovizna de chispas de tanto en cuando, el joven se dirigió hacia el aquarium y alimentó a los peces con el cuarto de pan que les correspondía, desmenuzando las migas con una sonrisa mientras comprobaba cómo estos se acercaban rápidamente y comenzaban a atrapar los cuerpos de pan flotantes en sus pequeñas fauces. Tras observarlas detenidamente al comer, se dirigió de vuelta a su mesa de trabajo, que no era otra cosa que la cabina de mando de un vehículo submarino que por algún motivo el abuelo había obtenido en su juventud. Ya sin tantos botones o palancas molestas, el centro de mando se veía como una sonrisa de hierro de la que brotaban cables enroscados que Junk aprovechaba para quemar y usar como soldadoras, o para inyectar con la energía de Nix para realizar trabajos más complejos, siempre guiándose por los manuales de ciencia que habían desperdigados a sus pies, o por novelas y fábulas de aventureros que se valían de toda clase de artefactos improbables para salirse con la suya, o de su propia imaginación desatada de nimiedades como la lógica.
Tomó una hoja de papel de diario cuya tinta se había borrado hace años y aprovechó el espacio en blanco para dibujar con un diminuto lápiz la silueta de los peces, alterando poco a poco su forma hasta asemejarla a la ilustración de un noble aventurero del futuro en una de sus novelas favoritas, que portaba en sus manos una pistola de rayos láser con la que podía vaporizar a sus enemigos en el acto. Mientras bosquejaba el esbozo de idea, mucho antes de preguntarse cómo diablos lo haría funcionar en primer lugar, Nix trepó por su pierna y su espalda hasta posicionarse detrás de su hombro, espiando con curiosidad la obra del inventor. Sin desviar la atención del boceto, el muchacho le extendió un trozo de pan a la boca y alimentó a la lagartija eléctrica, tan enfrascado en su mundo que no le prestó atención al quejido de sus tripas ni al hecho de que el monstruo amarillo devoró toda la ración restante en su mano, dejándolo una vez más sin nada.
—Rayos, otra vez no… —suspiró al notar los restos de migaja en la palma de su mano izquierda, cuando por fin hubo terminado su diseño al menos media hora después de que Nix finalizara su desayuno—. No queda otra, pero vas a tener que acompañarme. No confío en que no vuelvas a incendiar algo aquí con tus descargas. Vamos.
Y calzándose sobre el viejo chaleco de lana desabotonado un abrigo gris demasiado largo y ancho y con agujeros al fondo de sus bolsillos comidos por las polillas, Junk tironeó de uno de esos invitando a la criatura a refugiarse adentro de un salto, enroscando su larga cola en punta negra para que no sobresaliera por el orificio inferior.
Siempre que viajaba al mercado central de Scraptown —que no era otra cosa que la única plazoleta circular sin una construcción en altura donde, en cambio, los vecinos desplegaban mesitas, tablones y alfombras para comerciar toda clase de productos de segunda, tercera u octava mano a módicos precios— se aseguraba de ir bien vestido y de no dejar que Nix fuera visto por nadie. La primera decisión era porque, aunque sus ropas fueran prácticamente harapos, le permitían ser reconocido por cualquiera como "el chico del Viejo Pocket", como todos llamaban al viejo sonriente y excéntrico de la heliografía. Esto le garantizaba interesantes descuentos promocionales y alguna que otra manzana de regalo por parte de la familia Giggs.
En mayor o menor medida, todos estimaban al Viejo Pocket y a su entrañable nietecillo que en vano intentaba continuar su legado desde el taller explosivo del basural. Su abuelo —aunque a veces lo pensaba más como un padre— había sido uno de los responsables en elaborar la estructura de poleas y los brazos hidráulicos tomados de una vieja grúa industrial que permitieron erigir Scraptown sin que se desmoronase por el peso de sus construcciones, además de ayudar en el día a día a cualquier vecino que necesitara una mano con ingeniería, mecánica, plomería, carpintería o, por uno o dos gears, la pintura del frente de sus casas. Antes, todo Scraptown formaba largas filas desde las alturas hasta la puerta de entrada del taller. Pero, claro, el Viejo Pocket había sido el Viejo Pocket, y Junk no podía equipararse a su nivel. Tan solo era "el Nuevo Pocket", y en Vernea lo nuevo era tan temido como la guerra con Zeio y las aeronaves bombarderas que teñían de rojo y naranja los cielos del noreste.
Y tan temido como lo más nuevo era lo más viejo: aquellas bestias asesinas que la guerra parecía haber vuelto más violentas todavía, una de las cuales viajaba cómodamente hecha un ovillo dentro del bolsillo roto del abrigo de Pocket. Junk guardó una mano dentro y le acarició la cabeza redonda, llevándose un minúsculo chispazo en el proceso, mientras ascendía por las escaleras de piedra a través de la avenida principal de Scraptown, rumbo al mercadillo. Sobre los faroles de argón y chimeneas de latón que brotaban de las casas entre sus ventanas y tejados como ramas de los árboles fantasma de Wreckwood, a veces conseguía ver a los especímenes más pequeños e inofensivos de aquellos monstruos: pequeñas aves de plumaje cobrizo y picos sonrosados que piaban curiosas a los transeúntes o roedores de sucio pelaje purpurino que enseñaban desafiantes sus largos incisivos a las viejas que intentaban ahuyentarlos desde las ventanas sacudiendo bastones y escobas. Aquella mañana, sin embargo, las pocas aves que se cruzó salieron volando apenas lo vieron, tal vez por percatarse de la particular carga eléctrica que el chico llevaba consigo.
Gracias a Nix, Junk pudo corroborar muchas de las teorías que el Viejo Pocket le había comentado desde pequeño acerca de esas maravillosas criaturas moldeadas a imagen y semejanza de Dios: algunas de propiedades aéreas temían naturalmente a sus descargas eléctricas, pues su depredador más común en los cielos inalcanzables de Vernea no era otra cosa que una feroz tormenta eléctrica. Del mismo modo, las bestias de rayos naturalmente rehuían a la arena y al barro, pues se sabían indefensos contra la tierra capaz de neutralizar su carga eléctrica. Así, el mundo que lo rodeaba parecía responder siempre a principios lógicos de los que podía valerse para salir airoso ante eventuales encuentros desafortunados con monstruos mucho más grandes y temibles que pajaritos y ratones.
Monstruos tan grandes como el hambriento ejemplar atraído por el aroma de la reciente humareda que se escabullía por los techos del taller. Olfateando con su cuerno en punta entre los restos de podredumbre y cáscaras mohosas en las pilas de basura, sus diminutos ojos rojos se fijaron en la vivienda humana y sus pesadas patas de piedra lo condujeron instintivamente hacia la ventana, olfateando por una grieta en el cristal el aroma a pescado proveniente del aquarium. Y aunque normalmente estos seres acorazados de piedra grisácea eran herbívoros, no le haría asco a un poco de carne luego de atravesar el moribundo Wreckwood durante días sin poder llenarse la boca.
—Me vas a matar de un disgusto, Junkito —suspiró una oronda comerciante de frutas y verduras mientras le extendía una bolsa llena de naranjas y manzanas al joven inventor, pellizcándole luego una mejilla con aire maternal—. ¡Por favor, come mucho o vas a desaparecer bajo esas ropas!
—Podría hablar con mi hijo para que te recomiende en el ejército de Brandenburg, ahí seguro te mantienen mejor alimentado e incluso entrenado. ¡Mírate! Das pena, tan flacucho —gruñó un hombre de poblado bigote levantando el chaleco de lana y la camiseta blanca para ver el huesudo costillar del muchacho. Junk se apartó como repelido por una fuerza magnética tan rápido como pudo, antes de que el señor Giggs se llevara una descarga imprevista por parte del monstruo en su bolsillo.
—Ay, Oscar, no te andes dando ínfulas solo porque a Pete lo aceptaron en ese galpón como operario de máquinas —lo regañó su esposa, que a todo el mundo parecía hablarle como si fuera su hijo pequeño—. Tú sabes que, de tener verdaderos contactos en el ejército, no estaríamos aquí remando a contracorriente sino en Nova Haven, dándonos la buena vida.
—¡Bah! Ese excusado de ricachones no podría estar más sobrevalorado. Nos quedaríamos ciegos entre tanto blanco.
—Muchas gracias por todo, señor y señora Giggs —les dedicó una sentida reverencia intentando que no se le cayeran las frutas que abrazaba contra su pecho—. Ya saben dónde encontrarme si necesitan algo.
Los Giggs le dedicaron una afable sonrisa, aunque Junk sintió la mirada de circunstancia que intercambiaron cuando se dio la vuelta. Sabían que no pondrían un pie en ese lugar luego de lo sucedido años atrás, así como muchos otros habitantes de Scraptown. Desde que el Viejo Pocket se había ido, la villa era más peligrosa, y los vecinos no se alejaban más que unos cuantos metros de sus hogares. Por esto mismo, el basural en la parte baja recibía sus desechos por contenedores vertidos desde las alturas gracias a uno de los brazos hidráulicos que Pocket había acondicionado para ayudar en la construcción. Antes del anochecer, los niños debían regresar a sus hogares y un breve toque de queda regía en Scraptown para que sus calles en pendiente se conviertan literalmente en desfiladeros de basura que se precipitaban en cascada hacia el basural. Esto no solo era peligroso por las razones más lógicas y por los altos niveles de insalubridad, sino porque el potente hedor atraía a ratas mucho más grandes que aquellas púrpuras y curiosas que correteaban ágilmente en los tejados y recovecos de la civilización, y a toda clase de monstruos que despertaban hambrientos en el bosque, listos incluso para triturar el plástico y acero con sus colmillos. En una región azotada por la guerra, cualquier cosa podía convertirse en alimento.
Pensaba subir unas cuantas calles más rumbo al anticuario de Bob Stone, donde siempre aparecía alguna pieza útil que el chatarrero rescataba de sus excursiones a Ravenhurst o Coeurville, cuando un eco distante capturó la atención de sus oídos, y de los del reptil en su bolsillo, que pareció despertar de una plácida siesta luego del copioso desayuno. Algo tembló en el sur, sacudiendo en su vigor un poco de arboleda en Wreckwood y causando un meneo inquietante en los montículos de basura que cobijaban su taller. Ningún hombre era tan fuerte como para causar algo así, y las implacables máquinas acorazadas del ejército real solían anunciar su llegada mucho antes de llegar. Lo único capaz de causar esa sensación de pánico súbito y de poner pálidos a los alegres transeúntes que compraban y vendían por el mercadillo de Scraptown era un monstruo tan grande que solo podía ser vomitado por ese maldito bosque lindante.
No era la primera ni sería la última vez que Junk correría tanto como esa mañana, pero probablemente era la primera en la que lo hacía completamente en ayunas. Mordisqueando nerviosamente una naranja sin descascarar para no desmayarse por el esfuerzo, el adolescente esquivó cajones, pies y cabezas dejándose arrastrar más por la gravedad y la inercia que por sus cortas piernas, arrojándose con el suave peso de su cuerpo por la pendiente que sentía menos inclinada que nunca en su favor. ¿Por qué hasta la basura podía caer más rápido por esas calles? ¿Por qué no había sido más egoísta con aquellos peces y aquella lagartija que solo le dedicaba groseros chispazos siempre que intentaba acariciarla? Si tan solo hubiera comido un poco de pan, ya habría llegado a su taller y acabado con cualquier monstruo con sus propias manos. No, quizás eso era demasiado absurdo hasta para él… Pero de haber comido al menos un poco, no tendría que haberse apartado de ahí en primer lugar.
Cuando llegó al basural, más rodando y chocando que corriendo y saltando, Junk oyó el grito de dos niños que se refugiaban bajo una inestable pila de placas de chapa y tablones astillados de madera. Algo agitaba el piso con cada paso que daba, y no le costó adivinar que incluso embestía débilmente, pero con la suficiente contundencia, el portón de madera de su taller doblando un par de montículos apestosos más al sur. Se detuvo con los chicos y los apartó del dudoso techo bajo el cual habían elegido ocultarse.
—Mejor vuelvan al pueblo, este no es lugar para jugar —les pidió con una sonrisa contagiosa que no surtió ningún efecto en los aterrados infantes.
—Monstruo… Grande… ¡Cuerno! —atinaron a balbucear, advirtiéndole a Junk del evidente peligro. El inventor arrancó algo de la pila de escombros en sus espaldas: apenas un corto destapador de baño que lucía exhausto luego de ahogarse en tanta mierda.
—Descuiden, lo tengo bajo control. Vayan a casa y díganle a los vecinos que se encierren un rato —los niños se miraron entre sí, inseguros—. ¡Váyanse o se llevan esto de sombrero! —Amenazó finalmente con el apestoso destapador cuando el montículo sobre sus cabezas volvió a bailar por el temblor. Los niños soltaron un chillido y huyeron a toda prisa.
Un estallido lo apuró. «Ahí va otra puerta», pensó, y enfiló rumbo a su taller con el destapador como baluarte. Afortunadamente para él, aquella bestia era más robusta que grande, pues en sus cuatro patas no debía pasar el metro y medio de altura, siendo incluso un poquito más bajo que él, aunque cuatro veces más pesado, y provisto por un cuerpo de piedra engañosa que podía pasar por acero perfectamente. Gracias a la gruesa coraza que lo cubría, era un monstruo demasiado ancho como para pasar amablemente por el hueco de la puerta que había pulverizado con su envite y su cuerno. Afortunadamente para el monstruo, los monstruos no necesitaban ser amables para irrumpir en propiedad privada si dentro había un buen alimento esperando por ellos.
—¡Cuidado con el marco de la puerta, eso no es tan fácil de reemplazar! —exclamó el chico corriendo hasta la ventana y colándose por ella para pararse de frente al monstruo de roca atascado, que daba pisotones destartalando las pilas de libros en el interior del taller. Fijó sus ojos rojos en el chico y aquello pareció animarlo más en su envite, agrietando con su fuerza las paredes de acceso—. ¡Toma! ¡Come esto y cálmate!
Se acercó con cuidado estirando su brazo todo lo que pudo y enseñándole una manzana fresca. Muy a su pesar, era mejor que comiera eso y no a sus sujetos de estudio en el aquarium. El monstruo pétreo olfateó el fruto rojo un segundo y luego pareció ablandar su postura, relajando los músculos y abriendo delicadamente su enorme boca para saborear esa delicia, pero Nix fue más rápida, y corrió desde el bolsillo del abrigo por el brazo del muchacho, arrebatándole a tiempo la manzana y llevándosela consigo.
—¡Nix, no!
El rugido de la bestia atascada lo arrojó hacia atrás. Incluso si vivía literalmente en medio de un basurero, el aliento pestilente de la bestia casi lo desmaya. Tumbado boca arriba pudo ver la imagen invertida del cristal en la pecera resquebrajándose por la potencia del bramido, y un pisotón del intruso hundió un poco el suelo, desatando un estallido de vidrio del que apenas atinó a cubrirse con los brazos sobre el rostro. Al mismo tiempo, la lagartija eléctrica corría sobre sus patas traseras abrazando la manzana. Se agazapó en un rincón bañado por sombras y, mordisqueándola celosamente, sus ojos azules oscilaron nerviosos entre el monstruo acorazado que se abría paso con un impulso de sus patas traseras y el humano que rodaba sobre vidrios, agua, libros y telarañas para reincorporarse apartando a tiempo los pescados chapoteantes que estuvieron a punto de ser zampados de un bocado por la bestia.
—¡Los tengo! —aquello sonaba como si fuera algo bueno, pero el par de monstruos de agua se retorcían desesperadamente entre sus manos como pidiéndole regresar a su elemento—. Descuiden, los pondré a salvo de inmediato, pero antes…
El monstruo pétreo se abalanzó nuevamente, ya completamente dentro del taller, pero su cuerno se enroscó con los cables que pendían del techo como lianas de una jungla, relenteciendo su envite el tiempo justo para que Junk pudiera rodar nuevamente lejos de su camino, esta vez apuntándole con los brazos al frente y presionando el abdomen de los pequeños peces de escamas celestes mientras los sujetaba firmemente por sus aletas caudales. Ambos abrieron sus pequeñas fauces instintivamente y expulsaron un par de chorros de agua de su interior, bañando completamente al agresivo depredador, que retrocedió apretando sus ojos y profiriendo un quejido.
—Nix, si ya terminaste de comer, necesito una mano por acá.
La lagartija derrapó delante del joven inventor, envalentonada al ver que las criaturas marinas habían aturdido bastante a la mole pétrea. Si aquellos pececitos fueron capaces de amedrentarlo de semejante forma, quizás solo fuera un bruto grandulón que no supondría mayor peligro para ella. Agudizando la mirada y cargando de energía sus orejas, soltó un chillido de guerra y lanzó una descarga brillante en contra del empapado monstruo, pero sus rayos se retorcieron en el aire en torno al cuerno al frente de la mole, envolviéndose a su alrededor y consumiéndose completamente por éste como si de una perfecta antena neutralizadora se tratase. Junk carraspeó en el lugar, pues lejos de hacerle siquiera un rasguño, la descarga parecía haber sido el cosquilleo que el monstruo necesitaba para salir de su trance por el agua, volviendo a abrir sus feroces ojos rojos y dando un pisotón al frente mientras arrancaba algunos cables con un movimiento de cabeza.
—¡Sígueme si quieres comer algo más delicioso que carne de pescado! —llamó a la feroz mole acorazada enseñándole una reluciente fruta. Nix le dedicó una mirada de reproche, pero decidió comportarse esta vez y seguirlo cuando salió corriendo del taller seguido por el agresivo envite del monstruo de piedra.
Tras el ensanchado marco de la puerta —ya sin puerta—, Junk disparó a sus pies con los peces que empuñaba cual pistolas y torció la trayectoria de su carrera antes de chocarse contra un montículo de chatarra de más de cinco metros de altura. De largo pasó el monstruo hambriento, que resbaló con el charco de agua y no pudo redirigir su carrera a tiempo para evitar que la montaña de escombros sucumbiera sobre él. El joven y su lagartija vitorearon con amplias sonrisas, e incluso los peces en sus manos parecían satisfechos con su cooperación, pero la pila de chatarra rugió con tal vehemencia que varios fragmentos de basura salieron disparados estallando contra las ventanas y paredes del taller, y con una sacudida de su cuerpo, el monstruo volvió a emerger más fuerte que cualquier obstáculo en su camino.
Se giró un segundo para asegurarse de que no hubieran curiosos vecinos de Scraptown atestiguando sus últimos momentos con vida, pero un chillido de la criatura eléctrica en su bolsillo lo devolvió rápidamente a la realidad: una en la que el suelo se sacudía preso del sismo desencadenado por la embestida del monstruo de roca, cuyo cuerno resplandeció bajo los rayos del Sol en dirección al humano. Junk le apuntó de nuevo con sus pistolas vivas, pero al notar que su adversario solo aceleraba su carrera y pisaba con más vigor que antes al sentirse amenazado, decidió bajar los peces y, en su lugar, sacar rápidamente una naranja, haciéndola rodar por el suelo hacia él. Apretó los ojos preparado para lo peor, pero el temblor se detuvo tan pronto como las fauces del monstruo se encontraron con el fruto fresco que reposaba en el suelo delante de sus patas.
Tuvo que entregarle todas las manzanas y naranjas que los Giggs le habían obsequiado esa mañana para dejarlo completamente satisfecho. Hubiera deseado que alguien estuviera allí presente aparte de él, Nix y los peces-pistola, pues de haber visto al imponente monstruo cornado asintiéndole dócilmente con la cabeza, dando media vuelta y regresando al bosque, probablemente en Scraptown comenzaría a correrse la voz de que aquellas bestias indómitas no eran realmente tan hostiles como todos pensaban. Soltó un pesado suspiro cuando sus tripas volvieron a reclamarle la falta de alimento, y tras fijar sus exhaustos ojos en los pececitos que se retorcían inquietos en su mano, recordó que debía devolverlos al agua. Tras llenar un balde en un aljibe cercano y depositar a las criaturas marinas en su elemento, se permitió curiosear un rato entre la nueva alfombra de chatarra que se extendía en la entrada del taller.
—Mira nada más, la gente sigue tirando estos impecables tornillos de bronce como si fueran basura. ¿Y qué me dices de este estupendo perchero? Si le hago algunas modificaciones, seguro puedo fabricar un deslizador con las ruedas de poleas para cables. Así podré volver más rápido al taller si sucede algo mientras estoy en el mercadillo.
Mientras revolvía la basura y olfateaba bolsas opacas para constatar si dentro había algo relativamente fresco y comestible, algo rodó hasta sus zapatos y reflejó un rayo de luz directamente desde su carcasa de acero. Era una esfera del tamaño de una manzana, construida con toda clase de metales diferentes soldados en un centro enroscado por una gran tuerca cuya cabeza se asemejaba a un engranaje de cobre. El cuerpo de metal era esterillado por fuera, permitiendo ver una bola de cristal en su interior que parecía delicada y que incluso mostraba algunas grietas menores. El cristal estaba sucio, pero al agitarla con la mano comprobó que, efectivamente, había algo guardado en su interior. Junk jamás había visto algo como eso, y se aseguró de escudriñar su alrededor antes de decidir que lo más prudente sería abrirlo dentro del taller. Corrió dentro seguido por Nix, depositó el balde con peces y arrastró un pedazo de techo de chapa caído al marco de la puerta para hacerse con una nueva en un santiamén: era casi perfectamente rectangular esta vez.
Se sentó en el sofá rosa chillón esquivando el resorte que siempre se le clavaba en el trasero y se cruzó de piernas, encorvándose completamente sobre el objeto que acababa de descubrir. Se puso unos viejos guantes de cuero de caballo de tiro que alguna vez le obsequiaron al Viejo Pocket como agradecimiento por sus servicios en Scraptown, como si aquel gesto fuera a cambiar el hecho de que la esfera había estado durmiendo entre porquería durante quién sabe cuántos meses (pues el servicio de incineración de basura móvil enviado por Nova Haven pasaba dos veces al año en los mejores años), y mordiéndose la lengua para que no le temblara el pulso comenzó a girar la tuerca del engranaje central, liberándola de su carcasa de acero con un "¡Click!" y quedándose con una perfecta bola de cristal sucio en la palma de la mano. Como si el abandono del abrazo metálico le hubiera partido el corazón, el cristal terminó por agrietarse en el acto, resquebrajándose como un huevo y desplegando un bollo de papel guardado en su interior: era una nota escrita a mano en un viejo papiro amarillento. Al leerlo, a Junk se le resbaló de los dedos.
"No me busques. Encierro más que solo secretos."
—Tiene que ser una broma.
Arrancó su cuerpo del sofá y se lanzó sobre los libros desperdigados buscando los ejemplares más viejos y con peor encuadernación. Se quedó con uno y lo apoyó en su mesa de trabajo corriendo los frascos y tubos de ensayo con el brazo, llamando a Nix con un chiflido. La lagartija reptó por su nuca y se detuvo sobre su cabeza, entre el matorral de pelo rubio con el que casi podía camuflarse, y acercando sus largas orejas a las manos del muchacho emitió un tenue brillo dorado que alumbró perfectamente las hojas desvencijadas. El propio reptil le acomodó los goggles con las patas delanteras, y con un gesto afirmativo de cabeza, Junk se calzó el segundo par de cristales para aumentar todavía más su visión. La imagen era inconfundible: del lado izquierdo, un viejo manual de investigación de su abuelo describía con lenguaje soez y poco técnico cómo se podían emplear plumas de ave de acero para forjar espadas. A su derecha, en la mano que más temblaba de las dos, la nota escupida por aquella esfera misteriosa expelida por la basura. La misma letra imprecisa trazada en ambos documentos.
—Viejo…
Tuvo que apartar las manos antes de que sus lágrimas pudieran desdibujar la tinta sobre el pergamino. Nix le quitó los goggles antes de que sus ojos se ahogasen presos del par de aquariums emocionales, y los peces se ocultaron rápidamente bajo el agua cuando creyeron que el joven los había atrapado espiando con curiosidad. Se estaba secando con el dorso del brazo cuando la luz del monstruo eléctrico delató garabatos más tenues desperdigados por el dorso del viejo papel. Tal había sido por el impacto de aquel encriptado mensaje con la letra de su abuelo que no se le había ocurrido mirar el reverso, pero al hacerlo constató que eran toda clase de dibujos minúsculos de los mecanismos que parecían hacer funcionar aquella esfera de metal. Al cabo de unos cuantos minutos, Junk arqueó una ceja.
Verificó la carcasa vacía y abierta que había dejado olvidada en el sofá: no parecía haber nada excepcional en ella más allá de su diseño peculiar. Un pequeño y sencillo resorte se disparaba tras girar el seguro de la tuerca frontal, abriéndola súbitamente. Para cerrarla, simplemente debía presionar el metal con su dedo y girar el engranaje hasta sellar la unión de ambas carcasas. Quizás sería una especie de juguete antiguo que el Viejo Pocket habría diseñado para sorprenderlos a Caleb y a él, y que terminó descartando al pensar que seguramente no le encontrarían nada divertido a abrir y cerrar una bola vacía en la que solo podían guardar manzanas o naranjas demasiado pequeñas. Pero aquello solo habría tenido sentido si su abuelo no hubiera partido hacía ya más de cinco años. El servicio de incineración de Nova Haven ciertamente no se preocupaba por la mugre acumulada en Scraptown, pero jamás había pasado más de un año sin visitar el basural con sus descomunales hornos móviles, previniendo así una tirada de oreja del rey y la rumoreada formación espontánea de monstruos tóxicos a raíz de la contaminación residual.
Su instinto lo condujo una vez más a la mesa de trabajo. Tan apasionante era el hallazgo que olvidó el hambre y el cansancio durante las siguientes horas hasta bien entrada la noche, cuando su grito de eureka agitó a los peces que dormitaban plácidamente enroscados en el estrecho balde lleno de agua. Tras desarmar y armar varias veces el objeto de metal, constató que las estrías sobre su carcasa superior no solo permitían vislumbrar aquello que se resguardara en su interior, sino que esencialmente fungían como ranuras semicirculares con la forma exacta para que algo pudiera incrustarse en ellas desde afuera hasta sellar al vacío el dispositivo de guardado. Pero… ¿Qué rayos podía guardarse bajo ese mecanismo tan específico? Pensó en pequeños explosivos, tal vez, aunque no podía imaginarse a un soldado preocupado por tomarse esa molestia adicional en medio de una situación crítica de vida o muerte. Lo único que llegó a percibir en la cara interna del metal fue una fina cara de polvillo que se adhirió desde el cristal partido, y que instintivamente llevó a su nariz para olfatearlo con cuidado. El aroma era casi imperceptible, pero sintió una ligera picazón en los ojos, y la necesidad de parpadear más de la cuenta. Le recordaba un poco a la cebolla.
Antes de poder continuar, se encontró tan profundamente dormido que la noche acaparaba el cielo de Vernea cuando sus ojos se volvieron a abrir. Había sido como un suave parpadeo que acabó pesándole más de la cuenta. Y aunque había comido poco y nada y el encontronazo con el monstruo unicorne lo sobresaltó sobremanera, nada justificaba que el sueño le diera semejante golpe a traición. Al ver que Nix todavía dormitaba en su regazo, pensó que no sería justo despertarla para que alumbre su mesa de trabajo, y se quedó acostado mirando las estrellas a través de los orificios en su techo de chapa.
Por la mañana, cuando los primeros rayos de Sol barrieron la grieta que separaba la plancha de acero del suelo desde el marco roto de la puerta, un golpecito llamó tímidamente a su hogar. Quizás fuera ese bombero voluntario reclamándole que su hija había perdido un ojo jugando con el caballito de fuego. Arrastrando los pies, Junk se dirigió encorvado al émulo de puerta y lo arrastró hacia un lado solo para caer de bruces sobre su trasero cuando del otro lado apareció bañada por el sol la figura del monstruo de piedra.
—¡¿Qué haces tú aquí?! —le apuntó con el dedo, arrastrándose hacia atrás. Nix abrió un ojo y se erizó contra la pared echando chispas por las orejas, y los pececillos comenzaron a chapotear inquietos en el balde.
—Rhy… —barritó aquello agachando un poco su alargada cabeza, mirándolo con aquellos intimidantes ojos rojos que, a diferencia del día anterior, hoy parecían verlo casi con dulzura. El monstruo abrió la boca con paciencia, y el estómago de Junk gruñó.
—No tengo más comida, tienes que ir a buscar a otra parte.
—Ho…
El monstruo pareció desilusionado, pero obediente comenzó a apartarse y a doblar rumbo a Scraptown. Junk abrió los ojos y gateó más rápido que un gato fuera del taller, frenándolo con un abrazo.
—¡No me hagas caso! Yo me encargo, tú espérame aquí, ¿sí? No quiero que vayas a cansarte subiendo esa pendiente.
El monstruo asintió como si hubiera comprendido a la perfección cada una de sus palabras. O posiblemente hubiera percibido el miedo con el que el muchacho actúo ante la idea de que aquella bestia demoledora se adentrase en la civilización y acabe conjeturando que un par de niños podían alimentarlo mejor que unas cuantas frutas.
Golpeó diez veces la puerta de la casa de los Giggs, y la señora abrió entre bostezos.
—Oh, Junkito. ¿Qué haces por aquí tan temprano? Oscar todavía duerme. Si es por lo del ejército, no le hagas caso, solo estaba parloteando.
—No es eso, necesito- —sus entrañas completaron la frase por él, y la señora bonachona comprendió que no había comido. Se llevó una mano al rostro.
—Veo que lo de ayer no fue suficiente. Pero… ¿En serio te comiste todo eso? ¡Tienes un estómago insaciable, después de todo!
—Le pagaré esta vez —y, sacando hasta el último gear de plata que pudo encontrar entre los escombros de su hogar, incluyendo viejos botones quebrados y tuercas tan oxidadas que parecían haber salido de un auténtico naufragio en las profundidades del océano, Junk extendió sus manos y agachó la cabeza muerto de vergüenza—. ¡Acepte esto humildemente, por favor!
La señora Giggs suspiró antes de esbozar una dulce sonrisa y cerrar las manos delgadas y temblorosas del joven. No es como si ellos mismos no pasaran necesidades, pues todos en Scraptown vivían como podían con lo que tenían, pero no se hubiera perdonado nunca por arrancar de aquellas manos cansadas y avejentadas las últimas monedas que le quedaban. Para no ofenderlo, sin embargo, acabó aceptando medio botón y dos tuercas oxidadas, y a cambio llenó el morral de cuero sin solapa que Junk había llevado con pan, manzanas («Las naranjas se vendieron todas, y éstas no están tan frescas como las de ayer, pero sería peor tirarlas») y un poco de lechuga, además de guisantes y semillas que podían hacer una sopa decente con el calor suficiente. La mujer lo abrazó cuando oyó los quejidos de su esposo al despertar, y lo apuró a irse antes de que Oscar descubriera que la ración de comida había desaparecido.
Sin poder agradecerle lo suficiente, corrió a toda prisa cuesta abajo ignorando las preguntas de vecinos sobre qué rayos había sido el escándalo en el basurero del día anterior. De todos modos, no habría sabido cómo explicar aquello sin desatar el pánico colectivo.
Al regresar, comprobó que el monstruo de piedra no solo lo había esperado pacientemente, sino que tenía a Nix trepada en la cabeza chillándole gruñonamente que repare un poco del daño que había causado ayer, por lo que con su vigoroso cuerpo se había encargado de recoger los escombros que dificultaban el acceso al taller, formando nuevos montículos de chatarra casi prolijos alrededor del baldío. Junk lo invitó a pasar y dispuso un trozo de chapa recalentada por el Sol como mesa improvisada para que todos pudieran disfrutar de un copioso desayuno. Incluso los peces saltaron del agua para saborear algunas semillas y lechuga picada, mientras que la mole de doscientos kilos esta vez tuvo la decencia de comer un poco menos de lo que su cuerpo le pedía, permitiendo con gratitud que Junk comiera su parte (es decir, aquello que Nix le permitía llevar a su boca antes de robárselo).
Fue el momento más feliz que el joven inventor experimentó en mucho tiempo, y aunque no entendía qué rayos querían decirse esas misteriosas criaturas que intercambiaban gruñidos de complicidad, podía captar cierta armonía en el ambiente que le recordó fuertemente a las mejores comidas compartidas con el viejo y su hermano. Tan surrealista le resultaba esa felicidad compartida con monstruos temidos universalmente por los humanos, que no pareció fuera de lugar cuando una de las manzanas resecas comenzó a comerse a sí misma desde dentro ante la mirada perpleja de Nix y los demás.
—¡Hel! —chilló la lagartija amarillenta pegando un brinco y soltando una descarga contra la manzana suicida, pero sus rayos viraron antes de darle y se zambulleron en el cuerno de piedra del rinoceronte, que se llevó no pocos reclamos de la criatura eléctrica porque su mera presencia le restaba autoridad en la mesa.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntó Junk, todavía divertido, a la manzanita que había revelado un par de ojos saltones y verdes desde el interior de la cáscara.
Mientras Nix lo miraba con sus azules ojos llorosos como pidiéndole permiso para comérselo, Junk tomó al monstruo parasitario entre sus manos y comprobó que de él pendía una inquieta colita verde asomando desde la parte inferior del fruto rojo. Con un par de mordiscones más, aquello terminó por consumir el fruto que habitaba, revelándose como un insignificante gusanillo regordete que de un brinco y un mordisco se zambulló nuevamente en otra manzana, rodando lejos de las fauces del de roca justo antes de que éste pudiera comérsela. Los ojos del insecto se apaciguaron tras su breve desayuno, cerrándose plácidamente en un profundo sueño que hizo ver a su nueva morada como cualquier otra de las manzanas sobre la mesa de chapa.
—No se lo coman, por favor —les pidió cambiando completamente de semblante, poniéndose de pie y apartándose neuróticamente hasta su mesa de trabajo. Y al igual que su cabeza, la esfera de acero que el Viejo Pocket le había enviado desde el cielo hizo un fuerte "¡Click!".
Dos meses después, ya bien entrada la tarde, Junk regresó a Scraptown. En la puerta de su taller lo esperaba gran parte del pueblo, y el basural se había reducido a apenas un poco de pasto y tierra quemada. Había un aroma ahumado y un canasto lleno de manzanas frescas esperando por él en manos de la señora Giggs, que no contuvo sus lágrimas cuando lo vio regresar desde el Bosque Wreckwood. Corrió a darle un fuerte abrazo, pero su marido la agarró del brazo cuando vio mejor al inventor.
—¡Junk, pensamos que habías-!
—¿Qué traes contigo, muchacho? —levantó la voz Oscar, tan enfadado como preocupado. Los niños que se habían topado con el monstruo de piedra haciendo estragos en el basural lo reconocieron y corrieron junto a sus padres, tan aterrados como orgullosos de demostrar así que no les habían mentido aquella mañana. Incluso el bombero voluntario estaba presente, y había formado parte del equipo de búsqueda que se adentró en Wreckwood las semanas anteriores buscando lo que quedara de él.
—No tengan miedo, descuiden, esta vez les prometo que nada va a explotar —sonrió Junk, que tenía un ojo hinchado y varios moretones en los brazos, pero que mostraba un semblante fuerte pese a ello. A ambos lados de sus pantalones y amarradas a su cinturón de cuero bien ajustado, dos cilindros de cristal llenos de agua contenían un par de peces que enseñaban los colmillos a los humanos. A sus espaldas, el robusto monstruo de roca ahora lucía dos vigorosos cuernos, uno de los cuales era más largo y se asemejaba a un taladro como los que usaban para excavar las minas de Brandenburg en busca de oro y minerales preciosos. Los niños creían recordarlo cuadrúpedo, pero éste ahora reposaba sobre sus patas traseras, alcanzando una envergadura de tres metros de altura. Cada pisada era una advertencia a la estabilidad de la villa.
—¡Aléjalos de nosotros!
—¡Vuelve por donde viniste!
De los bolsillos rotos del abrigo del Viejo Pocket colgaban dos colas inquietas que se balanceaban de un lado al otro: una verde y otra amarilla y negra. Dos pares de ojos curiosos espiaron por fuera: verdes y azules como postales de vida y naturaleza. Pero todos los vieron como amenazas letales, y algunos exhibieron palos y piedras para enfatizar su desprecio a las bestias que el chico había arrastrado a su pueblo, condenándolo para siempre.
—Qué dramáticos… ¿Cuándo fue la última vez que una manzana destruyó sus hogares y se comió a sus hijos? —y, hundiendo la mano en el bolsillo izquierdo, sacó a la criatura parasitaria y se la enseñó a todos con el orgullo con el que una madre presumía de su hijo recién nacido. Aunque el monstruo frutero los saludó con un amigable chillido encerrado en la manzana, nadie pareció prestar atención a otra cosa que a la bestia acorazada que parecía nerviosa e intranquila al estar de pie ante tantos humanos. Sin embargo, Junk permaneció tranquilo, y hurgó dentro del abrigo hasta alcanzar un bolsillo interno más pequeño, del cual sacó un objeto que brilló bajo la luz plateada de la luna que le ganaba al Sol en el firmamento—. Hice una breve excursión, como habrán notado, y tras investigar lo suficiente… ¡Por fin pude terminar mi revolucionario invento! Es tan solo un prototipo, pero estoy seguro de que comprenderán su importancia cuando-
—¡Llévatelos de aquí, niño!
—Hijo, no te acerques.
—¡Vi a esa cosa arrojando rayos a los pájaros una vez! ¡Es peligrosa!
—¡Llamen a Nova Haven! ¡Consigan ayuda!
Antes de poder exhibir contento su máximo orgullo, Scraptown había regresado a Scraptown a toda prisa. Solo quedaban presentes el señor y la señora Giggs, y el bombero voluntario que apretaba con fuerza la mano de su hija, cuyos ojos todavía brillaban pensando en si ese genio inventor podría construirle acaso un rinoceronte bípedo de madera o tallarle una dulce manzanita con ojos para jugar con su caballito chamuscado.
—Ay, Junkito… —la señora Giggs quería, pero no se atrevía a dar un paso más arriesgándose al encuentro con ese monstruo terrorífico—. Todo esto que haces es muy peligroso, yo sé que los debes extrañar mucho, pero-
—No, Susan —bramó Oscar dando un paso delante de su esposa con los brazos extendidos para protegerla—. Ese chico nos tomó a todos por idiotas, viviendo de nuestra hospitalidad mientras buscaba la manera de aliarse con las bestias del bosque maldito. ¡¿Para eso nos pedías alimento antes de irte?! ¡¿Para cerrar tratos con esos demonios?!
—Sí y no —replicó el inventor, encogiéndose de hombros. Oscar soltó algo así como un gruñido, pero el muchacho se limitó a dedicarle una sonrisa amigable y lastimera a la niña que era apartada de allí por el bombero voluntario. Éste apenas se limitó a mirarlo con dolor por encima del hombro antes de comenzar a alejarse de regreso a su hogar.
—Tienen que volver al bosque, ahí es donde pertenecen, y nosotros aquí —intentó conciliar la mujer al joven, sin saber si de un momento a otro éste podría volverse completamente loco como su abuelo y hacer que esas bestias los aplasten a todos—. ¡Este es nuestro hogar, no el suyo! —Insistió, exasperada, ante la falta de respuesta de Junk.
Pero él no necesitaba palabras para callarlos. Se limitó a enseñar con desgano aquello que sacó finalmente del bolsillo interno del abrigo de su abuelo: una esfera con carcasa metálica de color plateado y cobrizo, envolviendo sus lienzos estrilados una más pequeña de fibra de vidrio translúcida que permitía ver algo resplandeciente en su interior, como un ojo minúsculo de piedra azul que soltaba ligeras descargas dentro del receptáculo. Un polvillo verde brillante flotaba suspendido en el interior, envolviéndolo como la aurora del polvo de estrellas que formaba galaxias en aquel universo de bolsillo.
—Señora Giggs, a esto llamo "Bola de Pocket". Es… Un recuerdo de mi abuelito, ¿sabe? Y es lo más preciado que tengo. Le prometo que tan pronto como pueda haré otra para usted, para agradecerles a los dos por todo lo que hicieron por mí y, sin saberlo, por ellos también —se giró hacia la bestia de piedra que permanecía calma e inalterada comiéndole la sombra, y luego hacia los ojitos inseguros de Nix espiándolo desde la oscuridad del bolsillo—. No les tema, por favor. Solo les hablé maravillas de ustedes, y de la gente de Scraptown. Ellos nunca permitirían que algo malo le pase a la gente buena, no son esa clase de monstruos.
—¿Ah no, y qué son entonces? ¿Ángeles caídos? —farfulló Oscar, intranquilo y con una ceja crispada, aunque su agitado corazón le suplicaba que creyera en las palabras y buenas intenciones del chico.
—No lo sé, pero hasta que pueda averiguarlo… Ellos pueden permanecer al lado de los humanos.
—No puedes vivir con ellos —zanjó Susan Giggs, una vez más, como si fuera su propia madre—. En el mejor de los casos, esas criaturas son empleadas como armas por el ejército real.
—Déjanos hablar con Pete, y buscaremos la manera de que estén al servicio del Rey. ¡Serán más honrados como soldados que como bestias!
—¡No! —rugió Junk, exasperado y nervioso, la mano que sostenía la esfera temblando de impaciencia—. Los honraré como lo que son: mis compañeros, mis amigos, mi… familia.
Y girando el engranaje frontal liberó el mecanismo resorte que abrió la mitad superior de la carcasa tras exhalar un chorro de vapor. Una descarga de Nix alcanzó para hacer brillar la gema en el núcleo interior del objeto, haciendo girar las partículas verdes en su interior. Apenas tuvo que apuntar aquel extraño objeto a la mole de tres metros que aguardaba por detrás, y lejos de reaccionar de forma agresiva por percibirlo como una amenaza, éste cerró sus ojos rojos y relajó todos sus músculos, dejándose envolver por la corriente de energía que emanó de la bola. Los Giggs no daban crédito a lo que sus ojos veían, y la hija del bombero comenzó a arrojar patadas y sacudir los brazos con una sonrisa llena de ilusión mientras éste la cargaba en brazos ascendiendo por la calle principal de Scraptown.
—¡Se encoge, papi! ¡Se hace tan pequeño como el caballito de fuego!
El cuerpo de la bestia se desmaterializó en su lugar, consumido por el torbellino magnético que albergaba la esfera de metal en la mano de Junk. En un santiamén, su imagen volvió a emerger nítida a través del cristal que envolvía el interior: dormitando plácidamente, ahora se hallaba encogido e ileso. Acercando bastante los ojos, incluso podía apreciarse su apaciguada respiración. Boquiabiertos, los Giggs no supieron cómo protestar ante eso. El gusano en la manzana ladeó un poco la fruta y parpadeó con curiosidad desde el hombro de Junk, que les sonrió tímidamente exhibiendo de nuevo la esfera en la palma de su mano, con el monstruo capaz de sacudir pueblos enteros con sus pisotones siendo capaz ahora de caber en sus bolsillos.
—Muchacho, tú… Eso… ¿Cómo es que…?
Atinó a balbucear Oscar, pero Susan tomó su mano con cariño y, finalmente, le dio un sentido abrazo al joven. Luego, apretó sus cachetes y lo miró seriamente a los ojos.
—¿Cómo dijiste que se llamaba este objeto?
Desde la arboleda gacha y melancólica de Wreckwood, un joven soldado de Nova Haven terminaba su turno de patrulla junto con los últimos rayos del Sol poniéndose en el oeste. Cabalgaba sobre un corcel muy similar al juguete que Junk le había obsequiado al bombero voluntario, solo que su cabeza no estaba chamuscada por el fuego que ardía a través de una ranura en su casco de bronce. Los ojos del uniformado no salían de su asombro, y no estaba seguro de que su visión no hubiera sido una ilusión producto de los traviesos espectros que merodeaban el bosque nocturno. Espoleó el cuerpo de su corcel con la bota y éste torció el galope a toda prisa, ascendiendo por una colina lindante a Scraptown que conducía directamente a la compuerta de acceso de la gran ciudad blanca.

Continuará…