La Niña del Retrato

Sinopsis: Un retrato singular llega a uno de los museos más populares de la Ciudad de México. Solo una persona sabe los secretos que hay detrás de aquella pintura.


En uno de los museos más populares del corazón de la Ciudad de México, la gente se reunía en torno a una de sus galerías con el fin de presenciar una nueva exposición. El sitio ya era famoso por su exhibición de objetos de diferentes épocas, pero en aquel día de inauguración, una colección de reliquias pertenecientes a los tiempos virreinales llamó la atención de los amantes de la historia, así como los interesados en el arte, o aquellos que combinaban ambos temas dentro de sus gustos personales.

Uno de los guías encargados de explicar cada una de las piezas exhibidas, de nombre Manolo Martínez, estaba orgulloso de compartir sus conocimientos relacionados al periodo barroco novohispano. Mientras que un grupo de por lo menos quince personas lo seguían y lo escuchaban, había otras personas que preferían ver la colección por cuenta propia, incluyendo una solitaria figura femenina que vestía una blusa de mangas amplias, hecha de manta blanca y bordada con coloridas flores; jeans oscuros, y botines de cuero marrón. A diferencia de los otros visitantes, que observaban los objetos con asombro y curiosidad, la chica en cuestión paseaba por la sala con una expresión neutra.

Un guardia que vigilaba que nadie tocara las piezas se percató de ello. Probablemente era de esos estudiantes que eran enviados al museo por un punto extra para su calificación final del bimestre, pensó. Sin embargo, le pareció extraño que la joven ni siquiera sacara su teléfono para tomar mínimo una foto. ¿Tal vez estaba esperando a un amigo, o a una pareja? Quién sabe. Decidió no actuar, siempre y cuando la joven no se acercara demasiado a los objetos de la colección, por lo que dirigió su atención a los demás visitantes del museo.

Después de mostrar un biombo de madera pintado a mano, en el que se mostraban diferentes escenarios de la sociedad novohispana, el señor Manolo condujo a los turistas a la siguiente pieza: un retrato colgado en la pared, cuya anchura no rebasaba el medio metro. En él, se mostraba a una niña de ojos ámbar y mejillas rosadas, que vestía un vestido color crema que contrastaba con su piel morena; de falda y mangas voluminosas, y con detalles dorados y anaranjados a lo largo de la prenda. Su oscuro cabello estaba decorado a cada lado por un tocado formado por claveles rojos, de los que colgaban plumas de color amarillo y rosado. Y para complementar, las únicas joyas que portaba la niña eran unas pequeñas arracadas de oro, y un broche colocado en el centro del escote del vestido.

—Y aquí pueden observar un retrato del año 1650, que fue donado recientemente a nuestro instituto museográfico...—dijo el señor Manolo, antes de que un señora de mediana edad y teñida de rubio lo interrumpiera.

—¿Quién?

El guía del museo trató de no mostrar su molestia frente a la señora, mientras respondía con solemnidad.

—El donante prefirió que su perfil se mantuviera en el anonimato. Lo único que puedo compartirles es que, al parecer, el retrato estuvo mucho tiempo guardado en alguna parte de la casa de su familia.

Los visitantes intercambiaron comentarios de asombro entre ellos. ¿Cómo podía ser que una pintura de más de trescientos años hubiera permanecido adentro de una casa, y sin haber sufrido muchos desgastes? El guía rápido se aclaró la garganta, antes de que los visitantes desviaran el tema hacia la identidad de la persona que había entregado el cuadro al museo.

—Como decía, esta pintura pertenece al género profano, es decir, que mientras en aquella época se esperaba que el arte estuviera consagrado a la Iglesia, las demás temáticas, como los retratos de personas y los bodegones, eran considerados de carácter popular. Usualmente los retratos individuales eran exclusivos para la clase alta y la aristocracia...

Entonces un señor de cabello y barba rizada, que era quien se encontraba más cerca del cuadro, alzó la mano. El guía, que trataba no sentirse frustrado por las constantes interrupciones, cedió la palabra. El visitante señalo la leyenda escrita a mano en el lienzo.

—Disculpe, ¿pero por qué dice que el retrato es anónimo? ¿No debería decir si se trataba de la hija de un noble, o algo parecido?

El guía, que anteriormente había logrado contestar las preguntas de los asistentes sin siquiera titubear, se quedó por primera vez pensativo. En efecto, mientras que las otras pinturas de la época daban datos más específicos sobre la identidad de la persona plasmada en el lienzo, el retrato frente a ellos solo mencionaba el año en que fue pintado, así como la edad de la niña y su lugar de origen: el Virreinato de la Nueva España.

A un metro y medio de distancia, la chica de la blusa de manta no pudo evitar escuchar la pregunta, y sonrió para sí misma. Salvo ella y sus allegados nadie más, ni siquiera los historiadores más apasionados, sabía que la identidad de la misteriosa niña se encontraba frente a sus narices, dentro de la misma leyenda del retrato. Y no, no pertenecía ni a la nobleza ni a la clase alta de aquellos tiempos. El vestido, las plumas y las joyas solo daban la apariencia.

El señor Manolo volvió a aclararse la garganta antes de responder al visitante.

—Posiblemente un capricho de la persona que ordenó el retrato —dirigió la mirada a los demás visitantes, tratando de rescatar su reputación como experto en el arte novohispano—. Verán, los movimientos artísticos se caracterizan por que las obras de cada época comparten aspectos similares, pero eso no significa que todos cumplen cada una de las reglas. Ahora, si son tan amables de seguirme por este lado…

Mientras que el señor Manolo conducía a los visitantes a otra sala del museo, un grupo de tres personas de aspecto universitario se quedaron a observar con detenimiento la pintura.

—¿Ya viste su vestido? —dijo una chica cuyo cabello castaño estaba peinado en media coleta, amarrado con un moño de seda blanca—. Imagina usar algo así todos los días.

La joven al lado de ella, de cabello teñido de rojo, soltó una ligera carcajada.

—¿Con este calor? Olvídalo.

La chica de la blusa de manta prestó atención a los comentarios de los jóvenes, y rio de forma discreta para sí misma. Cierto, hoy en día jamás pensaría en usar algo así, sobretodo con el aumento de las temperaturas causadas por el calentamiento global. Pero en algo se equivocaban aquellas chicas, y era que ella no solía ponerse esa clase de vestidos a diario. Ése en particular se había mandado a hacer para su retrato, y posteriormente lo utilizó para eventos formales, hasta que dejó de quedarle cincuenta años después. De hecho, ese vestido era de los pocos artículos de lujo que su antiguo jefe le había regalado, ya que aunque éste siempre lo hubiera negado, había otra persona que era su favorita, y a quien la mayoría de los regalos caros iban dirigidos.

Si aquel retrato hubiera sido una fiel representación de su vida cotidiana en los tiempos del virreinato, aquellos universitarios hubieran visto a una niña de once años vistiendo una blusa de manta —un poco parecida a la que estaba usando en ese momento—, una simple y larga falda de algodón, un par de chanclas de cuero café, y un rebozo de algodón que cubría su torso y su largo cabello peinado en una trenza, aunque ese último lo usaba para ir a misa o cada vez que salía a la calle. Era ese atuendo, o la camisa de algodón, los pantalones de muchacho y las botas de montar que usaba cuando exploraba nuevos sitios o paseaba al lomo de Leyenda; o también cuando tenía que huir de los piratas ingleses o neerlandeses.

Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando el único hombre del grupo universitario, un chico delgado y de cabello negro, hizo un comentario adicional a su retrato.

—Pero miren su expresión, parece triste.

La joven de blusa de manta quedó atónita. Ese chico era una de las primeras personas que hacía esa observación. Por una parte, muchas de las personas retratadas en el siglo diecisiete tenían rostros solemnes, pero por otro lado le daba la razón. Tal vez sin que el pintor lo supiera, plasmó en su rostro la melancolía que estaba viviendo en aquellos tiempos, detrás del título "relevante" que solía tener. Sin que los universitarios se dieran cuenta, se acercó poco a poco.

—¿Verdad que sí? —dijo, provocando la sorpresa de los tres jóvenes—. Yo también hubiera puesto la misma cara si tuviese que estar parada por varias horas hasta que el pintor terminase.

Los universitarios la miraron estupefactos. Era como si la niña del retrato hubiera crecido unos diez años más o menos, y estuviera parada frente a ellos. Entonces la chica del moño de seda notó el gafete oficial del museo que colgaba de su cuello.

—Oye, ¿tú eres la dueña del retrato?

La joven de la blusa de manta rió ligeramente.

—No, mis padres son los ex-dueños del retrato —miró a los universitarios con una sonrisa cortés—. Me presento, me llamo Guadalupe García, "Lupe" para los amigos.

Los tres jóvenes devolvieron el saludo entre asombro y confusión. Entonces el chico del grupo le preguntó.

—Ya veo, ¿y su familia tiene más antigüedades como esta?

—Teníamos —viendo que los chicos no quedaron satisfechos con una simple respuesta, Lupe prosiguió—. Lo que ocurre es que el lugar donde vivo ha pertenecido a mi familia por muchos siglos. Creo que hasta tenemos el récord de la casa más antigua de la Ciudad de México. Y mis parientes eran de esas personas que les gustaba conservar algunos objetos que pertenecieron a las generaciones pasadas. Para estas alturas nuestra casa ya parecía un museo. Se podría decir que vivíamos "estancados en el pasado" —soltó otra ligera risa, que no contagió al grupo de universitarios. Viendo que su chiste no surtió efecto, su tono de voz se tornó un poco más sereno—. Pero en fin, mis padres decidieron modernizarse de una vez por todas, y decidieron que el mejor lugar para las pertenencias de nuestros ancestros eran los museos.

Lupe esperaba que aquellos jóvenes, que eran más o menos de su edad humana, hubieran creído toda la historia que había inventado para aquella ocasión. Para estas alturas ella y sus allegados eran expertos en el arte de las apariencias, de inventar biografías falsas frente a la mayoría de los humanos mortales. Para ellos, mantener un perfil bajo era lo ideal, y aún más en la era digital y de las redes sociales, sobretodo con tantas personas conspiranóicas que rondaban por ahí.

—¿Y cómo lograron que el cuadro no se desgastara? —preguntó la chica teñida de rojo.

—Restauradores.

Mentira, Lupe lo sabía. En realidad estuvo por mucho tiempo envuelto en una serie de mantas, colocado hasta el fondo de un viejo baúl de madera, en la habitación que ocupaba como almacén dentro de su casa.

Los universitarios volvieron a ojear el retrato, y después a Lupe, y una vez más al retrato.

—¿Entonces ella quién es? —preguntó la chica del moño de seda, al tiempo que señalaba el cuadro.

Mientras observaba su propio retrato, Lupe hizo una mueca de pensamiento.

—Ella tiene que ser mi tatara, tatara… —fingió hacer un cálculo con los dedos—, bueno, ella debe ser mi tatara por veinte veces abuela. No recuerdo bien su nombre, lo tengo que investigar.

—¡Pero se parece mucho a usted! —exclamó el joven de cabello negro, diciendo finalmente en voz alta el pensamiento que rondaba tanto en su cabeza, como en las de sus dos amigas, quienes asintieron al mismo tiempo. Lupe les respondió con una amplia sonrisa, mientras que metía sus manos en los bolsillos de sus jeans.

—¡Lo sé! Qué cosas, ¿no? Hace poco conocí a una chica que se parecía a Sor Juana Inés de la Cruz de joven; y un amigo también me mostró una foto de su bisabuelo a su edad. Era como ver gemelos. Deben ser coincidencias de la vida, ¿o han escuchado eso de la reencarnación?, ¿ustedes creen en eso? —en ese momento sonó una notificación de su teléfono. Sacó el dispositivo de su bolsillo y leyó el mensaje, antes de guardarlo otra vez, y agradeciendo en secreto por la interrupción—. Bueno, me tengo que ir, mis amigos me están esperando. Fue un gusto conocerlos, disfruten la exposición.

Lupe miró por última vez el retrato, antes de retirarse del sitio. No fue fácil tomar la decisión de donar algunos objetos de su pasado, y temía retractarse si se quedaba más tiempo. Aquel retrato, así como otros que pertenecieron a aquella época virreinal, le traían una mezcla de recuerdos amargos y nostálgicos. Cierto, en aquellos siglos conoció muchos lugares, y personas que hoy en día eran sus compañeros de trabajo, así como amigos cercanos con quienes compartió muchas aventuras, algo que jamás hubiera conseguido cuando vivía en el mundo apartado e idealista de su primer tutor. Pero tampoco podía olvidar el trato distante del segundo, a quien solo veía de vez en cuando, y quien la trataba más como un peón que como una persona importante dentro de su imperio. Todavía recordaba con amargura la primera vez que ambos discutieron respecto al tema, y desde ese día las cosas fueron de peor en peor, hasta que se dio cuenta que toda su vida solo se había dedicado a obedecer y a ser complaciente. Y después de una serie de hechos, logró tomar las riendas de su propia vida. Claro, siguieron habiendo dificultades, pero al menos ya no vivía bajo la sombra de otra persona.

Cuando llegó al vestíbulo del museo, Lupe se dio palabras de consuelo a sí misma. Al menos sus pertenencias estarían en mejores manos con los del museo, que juntando polvo y telarañas en el cuarto que usaba de almacén. Y podría visitar el recinto cuando quisiera, si es que alguna vez se sentía nostálgica. Además, ver las caras de interés y de asombro de los visitantes del museo le causaba cierta satisfacción.

En otros tiempos, ella jamás hubiera pensado en quedarse con objetos que le recordaran su pasado. Su primer tutor y maestro tenía la costumbre de deshacerse de todas sus pertenencias viejas cada determinado tiempo, razón por la que la joven no conservaba muchos objetos de aquella época; pero el estilo de vida de su segundo tutor —y jefe temporal—, así como de las nuevas personas que conoció, tuvieron cierta influencia en ella, y le enseñaron a apreciar el valor de un objeto como recuerdo o símbolo de un evento importante. Pero en ese momento, ella supo que había cosas que había que dejar atrás. Era parte de la naturaleza del ser humano dejar el pasado atrás y seguir adelante, y aunque ella y sus allegados no eran como los demás, seguían siendo humanos.

Su teléfono comenzó a vibrar. Al ver el nombre en la pantalla, Lupe respondió de inmediato la llamada.

—México, ¿dónde estás? —dijo una voz masculina.

—Voy en camino, Chile. Tenía que encargarme de algunas cosas, nos vemos con Colombia y Brasil en el lugar de siempre…

Mientras Guadalupe hablaba por teléfono y cruzaba el umbral del museo, el guardia que la había vigilado momentos atrás levantó una ceja, mientras la observaba marcharse. ¿Acaso ella había dicho "Chile"? ¿"Nos vemos con Colombia y Brasil"? Sacudió la cabeza. Los jóvenes de ahora eran muy raros, o tal vez el trabajo arduo le estaba ocasionando alucinaciones.