XVI. La maldición de El Príncipe. Ojalá la noche fuera eterna.

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"Los hombres, en general, juzgan más con los ojos que con las manos. Todos pueden ver, pero pocos tocar. Todos ven lo que pareces ser, pero pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda detrás de la majestad del Estado."

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Le tomó horas poder encontrar a la maldición Kuchisake-onna. Caminó de aquí por allá, se desvío a los lugares que le parecieron más oscuros y solitarios, aquellos que no solían visitar los turistas y que más bien sólo transitaban los locales.

—¿Aún nada? —Inquirió Satoru al otro lado de la línea. Huelga decir que llevaban un buen rato hablando por teléfono.

—Nada.

—Qué monserga…

—Satoru…

Tuvo que colgar sin dar mayores explicaciones cuando sintió, a su espalda, la energía y rastro de una maldición en uno de los callejones que había dejado atrás.

"¡Ahí está! Vaya, qué poderosa energía tiene", pensó para sus adentros contemplando la figura femenina que se dibujaba entre las sombras y los ojos brillantes que relampagueaban aún en la oscuridad.

Llevaba toda la tarde dando vueltas hasta que oscureció y no había pensado en lo primordial...

"¿Cómo diablos la voy a atrapar? ¿Le lanzo una lata de refresco? ¿Corro contra ella? Genial, no pensé en esto…"

De entrada susurró un hechizo para tratar de contener a la maldición con la menor posibilidad de movimiento y, aunque nunca había ocupado esa clase de hechizos, al menos lo que pensó fue una buena idea: logró minimizar sus movimientos. Lo siguiente que hizo fue trazar un círculo de protección a su alrededor, de otro modo acabaría atado probablemente a la pregunta que solía hacer aquella mujer fantasmagórica.

¿Piensas que… soy bonita? —La voz cavernosa de ella parecía llegar hasta sus tímpanos haciéndolos vibrar de forma dolorosa.

—Lo siento, pero no estoy capacitado para responder esa pregunta… —contestó a modo de distractor.

La cosa trató de cortarlo con aquellas tijeras gigantes que llevaba, por poco salvó su propia nariz, aunque no pudo salvar un pedazo del mechón azabache de su cabello.

Una cortina oscura empezó a cubrir el área, aunque nadie más la veía, los que eran hechiceros sí que la podían ver, ese kekkai era de Satoru, la barrera de Suguru era blanca.

Sonrió de soslayo.

"Cabrón, así que estás por aquí, donde no te puedo ver pero donde tú sí puedes ver, bueno pues entonces observa lo que quieras…"

La batalla no fue tan fácil, pero estaba seguro de que más que fuerza, lo que necesitaba era astucia. Le bastó acorralar a la maldición en aquel callejón, con su propia energía y viejos hechizos que nunca había ocupado, y acabó por exorcizar y absorber lentamente aquel espíritu maldito hasta que fue una esfera luminosa en su mano.

Cansado, pero con una sonrisa en los labios, se llevó la esfera a la boca y la engulló.

Apretó los ojos, suspiró, cuando volvió a observar el cielo estaba despejado y la barrera de Satoru se desmaterializaba poco a poco, una llamada entró por el móvil, lo cuál le sacó de ese trance confortable en el que estaba.

—Sé que estás observando, ¿dónde estás?

—¡Ah! Estaba observando hace unos momentos, pero justo ahora ya no estoy ahí, estoy en un restaurante que se llama Ramen Yoroiya, ¿vienes?

—Satoru… en fin, voy para allá —contestó con una sonrisa boba mientras caminaba de regreso al barrio comercial.

—¿Qué? ¡Hay que celebrar que te hiciste de esa horrible maldición! ¿No crees?

No tardó mucho en dar con el lugar, había bastantes personas esperando entrar. Pero, afortunadamente, Satoru había tenido la buena puntada de reservar, así que todo revolcado y con el cabello hecho un lío, localizó la cabeza blanca y esponjada de su compañero quien ya estaba empinándose un refresco.

—No puede ser, sólo te dejo un momento a solas y ya estás con lo del refresco… —reclamó revolviendo su cabello hipopigmentado.

—Bueno, pues no me dejes solo entonces —contestó riendo—, vaya… no te ves tan mal como pensé, y ¿qué le pasó a tu cabello?

Se llevó la mano a sus mechones desperdigados, había perdido el elástico en medio de la trifulca.

—Idiota, bueno pues nada, al final no ha ido tan mal, ¿por qué extendiste la barrera?

—¿Por qué no? Se supone que hay que hacerlo, ¿no?, o eso se supone que siempre dices que hay que hacer…

—Ya… gracias.

—Seguro, ahora, ¿qué vas a querer? Dicen que lo mejor es el ramen de aquí porque resulta que…

La plática le hizo olvidarse de todo, mientras se reían como los críos que eran y pretendían que no pasaba nada, que simplemente eran dos adolescentes más cenando en un barrio concurrido y animado, hablando de cosas normales… aunque no eran nada normales, tratando de aferrarse a la vida cotidiana, de esa que les quedaba muy poca.

Al final salieron del restaurante y fueron a buscar algunos dulces, acabaron en un lugar de nombre Kobo Chou-Chou. No había probado el cheese cake de sake, por supuesto que no, Satoru era el especialista en cosas dulces.

Caminaron de regreso por las animadas callejuelas, aunque la realidad es que a esa hora estaba menos concurrido el lugar, mayormente porque los turistas estaban abarrotando los restaurantes y los espectáculos nocturnos, y solo algunos pocos estaban caminando.

Esa noche estaba despejada, no se sentía calurosa, más bien particularmente fresca y el viento hacía que fuera bastante llevadera, a diferencia de otras noches veraniegas.

Satoru se detuvo en un puesto de flores, lo atendía un anciano que parecía que llevaba toda su vida ahí, en ese puesto donde amorosamente poseía muchas especies raras o que al menos nunca había visto. No se fijó bien en por qué se detuvo, él se adentró unos metros más para observar una tienda de antigüedades que mostraba en su escaparate algunos amuletos de al menos unos doscientos años atrás.

Al final Gojo lo alcanzó ahí unos minutos después, observó el mismo escaparate, aunque en realidad lo que estaba observando era el perfil perfecto, como de escultura de mármol, de su compañero. No pudo evitar pensar en lo mucho que le gustaba, todo él, lo que era, lo que conocía, lo que le ocultaba y también sus fantasmas…

Le alargó un pequeño ramo de flores azules, tan peculiares como peculiar era la mano que le ofrecía aquel curioso obsequio.

—¿Y esto?

—Son dalias, esta variedad es rara porque es naturalmente azul… las dalias significan… seducción… las de color azul hablan de los cambios y los descubrimientos…

—Pero… no juegues, Satoru…

—No, no estoy jugando, creía que sabías que iba muy en serio…

Se lo llevó tirando de la otra mano, corriendo, metiéndose por entre las callejuelas y callejones; de alguna extraña manera reían, como si la vida se les fuera en ello, en correr y reír, en correr y vivir.

Lo metió a un callejón solitario, iluminado apenas, parecía casi imbuido por antiguas teas, luz mortecina que es buena para olvidar todo, de esa que empuja a los amantes a hacer cosas aunque después no quieran ni pronunciar esas cosas.

Lo recargó contra el muro con una delicadeza que era un suspiro.

—Suguru… —susurró bajito, sólo audible para el aludido, recargado contra él, con torpeza, casi con timidez, sólo unas pocas veces Satoru tuvo miedo en su vida, y esa, fue una de ellas, miedo que hacía que le temblaran las piernas—, dame mi primer beso… por favor…

Suguru guardó silencio unos segundos que se sintieron como minutos, tragó saliva, casi era un puñado de arena en su garganta, le quitó las gafas oscuras y observó esos ojos azul imposible, tan elocuentes, embrujados casi.

Intercambió de lugar con él y esta vez lo puso contra el muro, con la misma parsimonia que su compañero… sintiendo que el pulso se le aceleraba, que la sangre le hervía y que las venas las tenía abiertas delante de él, de Satoru, con el alma en un hilo…

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Tokyo Radio FM 96

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With arms wide open under the sunlight

Welcome to this place, I'll show you everything

With arms wide open

With arms wide open.

Well, I don't know if I'm ready

To be the man I have to be

I'll take a breath, I'll take her by my side

We stand in awe, we've created life.

With arms wide open, Creed.