6. Ni conmigo ni con otro
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Diez años atrás, Tribunal de los Muertos, Corte del Silencio
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—Vaya, así que nos trajiste a tus terrenos, Minos, ¿por qué? —Cuestionó el feroés a su compañero que le observaba con un dejo de burla en los labios.
—Porque sí…
—¡Ah! ¿Tal vez es que querías estar lo más cerca posible de tu propia Corte, por si algo se tenía que testificar y juzgar? —el rubio, además de estar furioso, era implacable— No me creas tan estúpido… y bueno, espero que al menos algo de sentido común haya quedado en tu hueca cabeza…
—Sería muy interesante que se enteraran del cómo planeabas dejar abandonado a uno de tus compañeros, te lo dije…
No pudo terminar de formular aquella amenaza cuando Rhadamanthys lo pescó del cuello para apretarlo entre sus dedos.
—Kagaho era el adecuado, a él le correspondía, pero han sido tus ilusiones romanticoides respecto a esta… basura que trajiste al Inframundo que no sólo hubiese perdido a uno, sino a dos… ¡Vergüenza deberías tener, Hal! —Siseó con ojos demoniacos y temblando de la rabia que se le había atorado en la garganta.
—Como sea, el verdadero guardián de Garuda está aquí, te guste o no —farfulló.
—Buen chiste ¡Míralo, por Baco jubiloso! ¡Míralo bien! ¿Te parece que será un verdadero Juez? ¡Si ni siquiera puede controlar su poder! ¡Está mal de la cabeza!
El aludido ni siquiera parecía prestarles atención a pesar de que vociferaban su nada lisonjera pelea…
—Repite eso… y entonces cortaré tu lengua con mis propias manos —contestó el joven noruego enlazando sus hilos en las muñecas de su compañero, cada vez más tirantes—, no estés tan seguro, Rhadamanthys, ni de tu posición ni de tus planes, porque siglo tras siglo, te he visto fracasar antes o después…
Por toda respuesta Rhadamanthys lo arrojó, acabó soltándolo para liberarse de sus hilos, bufó con despreció y decidió dejarlos ahí. ¡Al carajo Minos y sus estupideces! ¡Al carajo también con el idiota de su amante!
Ya tendría tiempo para cobrárselas, un día, en algún momento.
—¿Estás bien…? —le preguntó al nepalí tocando el boquete en la armadura de Garuda—, se puede reparar… pero, me interesa saber cómo estás tú.
—No lo sé. No sé cómo debería estar, no sé por qué ese animal se comporta así y no sé qué diablos hago aquí… —soltó todo de golpe, sin guardarse nada, más que confundido, indignado.
—Vale, empecemos por enviar a reparar esto, luego lo demás… ya viste de que calibre son los guerreros de Atenea y, aunque esto ha sido nada para nosotros… fue peligroso —admitió finalmente.
Los ojos del color de las amatistas de Suikyō se clavaron en los de su compañero, acabó por reírse de lo irónico que le parecía todo hasta ese punto.
Un poco de desesperación.
Un poco de no entender.
Un poco de locura.
De alguna manera Minos tenía la certeza, en el fondo, en lo más íntimo de sí, que aquel pozo profundo de aguas turbias que era su amante… acabaría devorándolo y consumiéndolo. Aunque su propia sangre latiera por él… aunque en otro siglo ambos eran uno, tenía la clara impresión de que en esa vida… las cosas no iban a salir nada bien.
Pero Hal jamás se rendía… y en ese punto, quizás por orgullo y amor propio, tampoco lo haría. Aunque después, nada le quedara.
Lune se lo había susurrado apenas lo vio. Era lógico, su segundo al mando no era tonto y nadie mejor que él para interpretar la vida de cada uno, de acuerdo con los Libros Sagrados; a veces pensaba que Lune tenía incluso más habilidad que él mismo, él que era el Polemarkhos del voto final, el Juzgador de Almas.
—Aiacos en esta ocasión está… descontrolado —observó lacónico el joven a su superior.
—Lo sé…
—Quizás no era buen momento.
—¿Tú también? —Contestó alucinado.
—Lo siento, es sólo que… bueno, es diferente.
—Ajá, ¿qué tan diferente?
—Mucho.
—¿Y qué más, Lune?
—Sabes que no puedo revelarte más, está prohibido, aun cuando seas tú quien lo pregunte —era de admirarse la autosuficiencia del otro noruego.
—Y supongo que sabes que yo también puedo leer los libros…
—Sólo yo puedo leer el libro de Ananké(1) —contestó envalentonado el espectro de Balrog ante su superior, al final del día entre ellos dos existía una confianza infinita que algunas veces…
Y sí, tenía razón, nadie más que el guardián definitivo de los libros podía leer el más importante, aunque Minos era el Juez que daba la última palabra, era el Juzgador de Almas, Lune seguía conservando el privilegio exclusivo de leer el libro definitivo de la vida: el libro de Ananké.
Minos por su parte podía leer en los libros de las Nornas(2): el de Urðr, lo que ocurrió atrás; Verðandi, lo presente; y finalmente Skuld, lo que debe suceder. Y el que recogía el final definitivo era el libro de Ananké.
No en vano siempre, aun cuando Lune muriera en batalla, su alma sin envase regresaba de inmediato a la Corte del Silencio, porque el Juicio no se podía detener ni posponer, él de entre todos los espectros era el único que tenía la venia de todos los dioses: de Atenea, de Poseidón y por supuesto de Hades.
—Muy gracioso, Lune.
Minos pensó, como en cada vida, que eventualmente intentaría escabullirse entre lo que se supone no podía leer, tal vez mientras lo distraía de rodillas y con su bonita boca justo a la altura exacta para… total, el fin justificaba los medios.
Suikyō no tuvo de otra por aquellos días más que aprender todo lo necesario, que era mucho, y tratar de dominar aquello de la cosmoenergía; con el tiempo pudo hacerlo, pero aquellos estallidos brutales de su peculiar forma de ser nunca desaparecieron.
Dejó atrás su nombre y decidió ser simplemente Aiacos, para desagrado de Lune, que lo consideraba hosco, poco refinado, molesto e incluso llegó a llamarlo Bellaco. Así que en general las peleas eran cosa de todos los días, ya fuera con Minos, o Rhadamanthys o Lune, o con quién pudiera.
Le daba exactamente igual.
Salvo en un único momento y eso era cuando estaba en la cama de Minos, porque pese a todo, sentía una profunda atracción sexual por él, casi un magnetismo animal, que de una u otra forma, siempre le arrastraba a la vorágine de placer y dolor… a su sexo firme como ariete y al cálido interior de su cuerpo… cuando estaba de buenas, también le gustaba sentir como lo desgarraba por dentro.
Pero… lo más perturbador comenzó apenas unas semanas después de su nada triunfal entrada al Inframundo.
Había escuchado una voz. Esa voz. Estaba seguro. Era ella.
Ella se burlaba a menudo de él, se mofaba de su incapacidad para controlar del todo la energía, se reía de considerarlo un debilucho, un bueno para nada, un simple espectro. Pequeño imbécil. Eso le decía.
Sí. Ella se convirtió en un motor para él, en su necesidad de superarse y en la rabia de no poder tenerla. Ella, de alguna manera retorcida, se convirtió en su obsesión, en el halito de su alma rota y desperdigada, como el hilo salvador que además de todo, lo volvió un poco más loco.
Después comenzó a verla.
No sabía a ciencia cierta si era real o todo era producto de su imaginación. Pero la veía. En atisbos primero y luego con total claridad.
Su cabello negro como el ónix, ensortijado, su rostro perfecto, ese que vio cuando le partió la máscara amazónica de un puñetazo, su cuerpo menudo, divino, del tamaño exacto para que sus manos lo contuvieran.
Esa jodida amazona del Santuario… esa mierdilla con la que tuvo que pelear y que lo derrotó. Su fuerza, su valentía, la bravura de esa mujer… fue algo que jamás pudo soltar. Fue su obsesión.
La Arconte de Cáncer que parecía haber vuelto de entre los muertos para torturarlo, y que en su lisonjera voz le llamaba cerdo, aunque fuese imposible, puesto que la había visto morir en las manos de Rhadamanthys…
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Explanada de las Expiaciones, Santuario de Atenas, en la actualidad
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Para cuando la funesta comitiva llegó a Atenas con Zakros encadenado, cual vulgar prisionero, el Patriarca ya estaba esperándolos para llevar a cabo el castigo modélico ejemplar de uno de sus anteriores guerreros, había llamado al juicio sumario a los Arcontes que se encontraban hasta ese momento, en caso de estar vacantes aún y contar con los respectivos candidatos, estos también fueron citados.
Todos los presentes coincidían en algo: la simple palabra de Basanos era un concepto tan conocido como temido. Sabían que se trataba del juicio de los traidores, desertores y, en general, de la baja estofa: era lo peor que les podía pasar.
Shion, Dohko, Hasgardo, Sísifo, Manigoldo y Albafica estaban ahí; los otros, estaban fuera por lo que fueron dispensados, salvo Aspros que simplemente no se había dignado a asistir, quién por cierto había sometido a su burla particular a Sísifo, sólo porque este no pudo quitarle los ojos de encima al nuevo, al guerrero español. Sagramore y su discípulo, El Cid, ahora actual Arconte de Capricornio, también estaban ahí.
El primero con cara de palo, casi con la misma inexistente expresión que el más joven, preocupado y, en su fuero interno, dispuesto a lo que fuese para que su amante no acabara con una pena de muerte sobre la cabeza.
Aunque sabía bien que si trataba de interferir sería considerado un perjuro.
Zakros parecía ni siquiera inmutarse, como si aquello se tratara simplemente de la representación teatral de alguna comedia, era mucho su cinismo. Los ojos verdes del corintio se clavaron en los de Sage, esperando, sólo esperando.
Los grilletes fueron separados para mantenerlo con los brazos abiertos, en una posición incómoda, casi en cruz, y el resto del cuerpo apenas sostenido por sus piernas; tan incómoda era la posición que sólo le estaba permitido mantenerse medio erguido o medio de rodillas.
Por supuesto las Cadenas de Prometeo evitaban cualquier artimaña o uso de poder.
—No haremos esto más largo —dijo con voz lacónica el máximo regente—, he de suponer que sabes por qué estás aquí, ¿cierto, Zakros?
—Lo sé —respondió laxo.
—Durante mucho tiempo he sido benevolente ante tu comportamiento, porque siempre consideré que más allá de tu conducta, tu deber como guerrero estaba primero y ante ello te conducías —soltó, y por un momento ni siquiera el rubio pudo abstenerse al reclamo que le hacía el viejo.
—Fui consecuente a lo que se me ordenó, todo el tiempo…
—¡Silencio! No tienes derecho de hablar a menos que sea yo quien te lo solicite, o por Ares seré yo mismo quien te corte la lengua.
Cuando el regente levantó la voz rabiosa, se hizo un silencio sobrecogedor.
—Estás aquí para ser juzgado por lo último que hiciste y eso fue traicionar a la Orden Sagrada, a tus propios preceptos y a los de la Infanta Atenea —prosiguió—. Tu deber era entrenar a tu sucesor, calificar el reto final justamente y dictaminar si era apto o no… no hiciste ninguna de estas cosas, por el contrario, atentaste contra su vida usando tu fuerza, conocimiento y poder…
Zakros se mordió la lengua para evitar debatir y aquello le estaba costando más trabajo que mantenerse en pie, pese a todo, con la mirada lo estaba retando, le estaba diciendo que no, que no opinaba lo mismo. Todo él oponía resistencia.
Era la resistencia en sí.
—Podría juzgarte por todo lo demás que has hecho y sabes bien a lo que me refiero, porque esta, no es la primera vez que traicionas la justicia por tus pareceres personales… pero no lo haré, me limito únicamente a lo último. Dime, Zakros, antes de que te condene, ¿por qué lo hiciste?
—Porque no era apto, no hasta el momento en el que inició todo… decidió por él mismo echar por la borda todo, decidió ponerse sobre la cabeza una sentencia de muerte…
—Habla claro, eso no es una razón sino una apreciación personal.
—¡Su técnica lo acabará matando! ¿Qué más daba hacerlo antes o después? Al final… el resultado será el mismo y eso lo sabes perfectamente… —no quiso ahondar más en lo que había hecho Helios, no delante de todos, porque al menos, un poco de respeto por la dignidad del otro le quedaba.
—No eres dueño de su vida, justo ahora tampoco lo eres de la tuya —ironizó el mayor—, pudiste ultimarlo y, sin embargo lo enviaste medio muerto, lo cual es una crueldad también, ¿por qué?
—Porque al final… había resistido más agujas de las que cualquiera hubiese tolerado, entonces, la decisión de si vivía o moría dejó de ser mía —contestó con la desfachatez de siempre, pero, con honestidad.
Sage suspiró pesado, casi pudo volar las viejas baldosas con ese suspiro.
—No te puedo degradar, porque ya no eres un guerrero como tal; debería borrar todos tus recuerdos y dejarte ser un simple civil… lo correspondiente sería ofrecer tu vida para pagar tu deuda…
Dègel había acudido después, justo cuando logró estabilizar al chiquillo a su cuidado, y la temperatura, alta pero manejable, parecía permitirle al otro sobrevivir, decidió dejarlo un momento.
Había enfriado lo suficiente aquella habitación y el cuerpo del niño, por lo cuál estaba seguro de que nada pasaría si lo dejaba un momento.
Comprobó su temperatura una vez más con las manos y asintió.
—Sólo no te mueras, ¿vale? Porque el siguiente en ser juzgado seré yo —comentó a la nada, arrugando su bonita nariz.
Estaba casi escondido tras una columna, no lejos, pero tampoco lo suficientemente cerca para que los otros le vieran, mimetizado casi entre algunos curiosos y soldados.
Sus cejas peculiares, bífidas, se curveaban mientras escuchaba algo compungido, no podía evitar pensar en que ese era el hombre al que había deseado ver… y ahora, lo encontraba en una situación más que penosa. Él también tenía muchas dudas, quería preguntarle cosas… las cosas que le había dejado inconclusas en la cabeza, desde… que lo había besado en las escalinatas y preguntarle también acerca de la rara condición del actual Arconte de Escorpión.
"¿Lo van a sacrificar? ¡Por Zeus!", pensó.
—Sepan todos, los que están aquí y los que vengan después, que ningún acto que atente contra la dignidad, la vida y la justicia por la que luchamos, quedará impune, y que este sea el ejemplo para todos…
Sagramore literal, estaba por cagarse encima, barajeaba sus posibilidades, porque si planeaban sacrificarlo, no lo permitiría, bajo ninguna circunstancia, y al poner la vista en los jóvenes guerreros pensó que aún estaban puliendo sus técnicas y no terminaban por dominar su poder… no le darían alcance tan rápido, no, el problema iba a ser Sage…
Y mientras ese era su tren de pensamiento, El Cid a su lado, sin gesto alguno, pensaba en que si algo grave pasaba con ese sujeto, tendría que detener a su propio maestro, porque sabía qué era lo que estaba planeando hacer… otras tantas habían interrumpido en España los condenados autos de fe.
—¡Colóquenle la venda de Temis!
Dicho lo cual uno de los soldados, a quién le fue entregado el lienzo, de manos de una sacerdotisa, se acercó para vendar al prisionero.
Se trataba de la venda de los ojos de Temis, la Justicia, quien juzgaba con su balanza.
—Desnúdenlo, sólo dejen lo indispensable —ordenó Sage, mientras con los ojos vendados y sin saber exactamente qué sería de él, el anterior guerrero de Escorpión se mantenía estoico—, veinte azotes serán suficientes… y considera que la piedad ha intervenido por ti, cosa que no hiciste…
Mientras el ejecutor empuñaba el látigo de varias colas, las sacerdotisas coreaban en voz tenebrosa, sibilante: "Porque es indigno, porque es indigno, porque…", una y otra vez, mientras los golpes caían sobre su espalda, sobre el reverso de las piernas, lacerando la carne, sangrando, y aunque Zakros temblaba del dolor, no emitió sonido alguno, apretaba las mandíbulas y crujía casi los dientes.
Los demás observaban acongojados, nunca habían visto algo semejante; es decir, por supuesto que habían presenciado alguno que otro castigo corporal, pero nada como aquello.
Dègel cerró los ojos un instante, era cruel lo que pasaba, pero, también entendía por qué Sage lo estaba haciendo: definitivamente lo que había hecho con aquel niño fue terrible.
Los últimos dos latigazos, literal, los recibió casi de rodillas, colgado de los brazos con grilletes y sostenido por las cadenas, era una piltrafa humana.
—Llévenlo al templo de curación —indicó el Patriarca, se acercó hasta el corintio, le quitó la venda de los ojos, parcialmente cegado y con los ojos verdes derramados y sanguinolentos le observó—, no puedo tomar tu vida, una vez te lo dije, muchos años atrás, eres un buen guerrero y estoy seguro de que antes del final, serás útil para ayudar a sanar y poner en pie este Santuario…
—Sólo me dejaste con vida… porque… aun soy útil… ¿no? No sé si ese es verdaderamente el castigo… —le contestó con voz casi apagada.
—Eso depende ti, siempre ha dependido de ti, llévenselo…
Dicho lo cual, se lo llevaron a rastras hacia el lugar de curación donde atenderían aquellas heridas.
Los ojos del color de las amatistas contemplaban el cuerpo lastimado, acostado boca abajo y sin cubrir. Las heridas abarcaban desde el cuello casi hasta las pantorrillas, así que no había manera humanamente piadosa de colocarlo.
Se sintió culpable por un momento, culpable por contemplar la desnudez de su cuerpo herido, lastimado, sangrante, pero… preciosamente esculpido… bajó la mirada porque no quería seguir pensando tantas cosas irrespetuosas.
—Hay leyes que fueron hechas para los enfermos, lo sabes ¿no? Que los protegen de ser molestados —farfullo el anterior Arconte, volvió el rostro lo mejor que pudo y trató de identificar en qué parte estaba aquel jovencito—. Sé que estás ahí, todo esto se ha enfriado y puedo detectar tu pulso nervioso…
El normando se estremeció, salió de su escondite, descubierto como en una travesura.
—Yo… lo siento, no he venido a molestarlo, sólo quiero preguntar algunas cosas —explicó acercándose.
—¡Ah! Vaya, sólo a preguntar —parafraseó con cierto dejo de burla, observó con el rabillo del ojo al joven Arconte de Acuario.
—Sí, quiero saber del… —¿Cómo debía llamarlo? —, de mi compañero —dijo a regañadientes, porque hasta eso le estaba costando trabajo decir.
—Ya, ¿y qué quieres saber?
—¿Cuántas agujas son suficientes para matar a alguien? —Dijo más tranquilo ya que le habían dado la pauta.
—Quince, pero eso ya lo sabes, ¿o no? —Ironizó el rubio guerrero.
—Él tenía al menos veintinueve, no sólo quince; tenía quince de más tiempo, no sé si días, y catorce recientes… ¿por qué? —Soltó quizás con demasiada velocidad.
—No lo sé…
—Pero usted…
—No sé cómo o por qué apareció con quince, supongo que tomó la decisión de hacérselo a sí mismo, pero por qué sobrevivió no te lo puedo decir… realmente no lo sé…
—Las otras catorce, las últimas, son las de…
—Sí, son mías…
—¿Por qué no lanzó la última? —Se atrevió a inquirir sin filtro alguno.
—Bueno jovencito, ya escuchaste, yo no soy dueño de su vida así que… —si hubiera sido menos doloroso, habría encogido los hombros— y por cierto, ¿sobrevive?
—Sí, ha costado trabajo pero la fiebre ha disminuido, y parece que ahora su propio cuerpo puede tratar de reducir el veneno.
No le dijo que él mismo había sacado parte del veneno que se quedó encapsulado en los orificios.
—Bien, ¿lo dejaron contigo?
—Es mi responsabilidad —contestó con un mohín de pesar y aceptación quejosa que perfectamente podría parecerse a la resignación de un condenado a muerte—, ¿puedo ayudarlo?
—¿Cómo…? —dijo el otro, recostado y apenas volviéndose hacia él.
Sin esperar respuesta se acercó más a él, concentró una cantidad de frío en las manos, lo suficiente para crear un vaho congelante, que apenas dejaba una capa cristalina sobre la piel y heridas del otro, algo que ayudaría a calmar el calor, el dolor y la piel ardiendo por las heridas. Algo similar a lo que había estado haciendo con su compañero.
—Esto ayudará un poco —dijo bajito.
Zakros cerró los ojos de alivio, casi sonriendo, porque efectivamente el frío congelante era algo consolador contra su piel ardiendo en pedazos. Susurró un simple "gracias", y poco después Dègel se fue, con el mismo silencio con el que apareció.
Sagramore que había ido a verlo, justamente llevando algo de hielo, se encontró con la película de hielo sobre la espalda de su amante y no pudo evitar bufar, el otro estaba dormido.
"Uff, está buena esta, Zakros, ¿así que tienes un admirador? Y mira que yo he ido a conseguir hielo, en fin…"
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Octavo recinto, Templo de Escorpión
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Al final, la noche había caído. El día fue largo, un poco cansado, aunque lleno de muchos descubrimientos y, entre tanto, con buen avance en su labor de… ¿Nana? ¿Seguidor de Asclepio? Bueno, eso.
Ni siquiera se dio cuenta del momento en que se quedó dormido profundamente, cayó cual bulto, con el libro todavía en la mano, recargado sobre las piernas de aquel chiquillo, el sonido incesante que escuchaba, ese boom boom boom, parecía arrullarlo y al final el cansancio pudo más. Durmió preguntándose a sí mismo qué diablos era ese sonido que sólo existía, al parecer, en el templo de Escorpión.
Helios trató de retorcerse en la cama, como tantas veces, ni siquiera estaba muy consciente de dónde carajo estaba, recordaba… sí… recordaba la pelea.
"¿Y luego qué mierda pasó? ¿Dónde estoy? Se supone que…"
Abrió los ojos de golpe y cuando quiso moverse… ¡No pudo! Tenía peso sobre las piernas y estaba jodidamente frío, todo estaba frío, como si estuviese en medio de una ventisca de nieve.
—Por las pelotas de Hades… —farfulló, bajó la vista hasta sus piernas y entonces sí que estuvo por orinarse encima— ¡Un jodido muerto! ¡Me han dejado un muerto como ofrenda!
Gimoteó pensando que efectivamente estaba muerto, algo había sucedido y ahora tenía otro muerto tieso y frío en las piernas.
Sacó una pierna poco a poco, con el movimiento en la cama, lo que demonios tenía encima se movió, primero pareció estirar los músculos y luego… ¡Se incorporó!
Lo observó con curiosidad, con aquellos ojos del color de las amatistas, inteligentes, analíticos.
—¡Joder! Estás vivo… pensé que estabas muerto y que yo… —se llevó la mano a la cabeza y trató de poner en orden sus pensamientos, sin lograr mucho por el remolino que tenía dentro.
—Pues claro que estoy vivo, has sido tú el que casi se muere, bête —respondió incómodo el normando, arqueó una de sus exquisitas cejas, se puso en pie y tocó el pecho del joven revivido.
Helios sintió un escalofrío que le calaba no nada más los huesos, sino hasta el corazón mismo.
—¡Estás helado! ¿Seguro que estamos vivos? ¿Seguro que no nos fuimos a la mierda?
—¡Por Atenea, no! Esto es porque yo utilizo el hielo, es parte de mi técnica, por eso…
—Acuario… ¿Verdad?
—Sí —cuando se puso en pie para inclinarse un poco más sobre él y observarlo, no pudo evitar sentirse agitado.
No sabía bien qué era, pero, algo en la mirada intensa de esos ojos azules como el Mar Egeo, le sobrecogía, algo en esas pupilas le daba la clara impresión de que ese chiquillo destilaba… fuego, el mismo fuego que lo consumiría.
Y además… era bastante fastidioso también, tenía una particular forma de decir las cosas con semejante desfachatez, su mirada también… parecía perderse como analizándolo groseramente.
—Deja de verme así…
—¿Cómo?
—Así, raro…
—Bueno, si tu hubieses estado tendido en una cama y de pronto despertaras con alguien encima, helado como hielo, por supuesto también te daría curiosidad, ¿no?
—Me llamo Dègel.
—¿Qué?
—Dègel Aesgir de Ketill, soy el Arconte de Acuario.
—¡Ah! Yo soy He… Kardia… Nikopolidis —bajó la vista un momento, ese breve instante en el que estuvo por decir Helios, su nombre desde niño, pero no lo hizo, consideraba que ya no era digno de ser Helios, lo había perdido cuando… hizo todo lo que hizo.
Entonces decidió ser Kardia, el apodo aquel que le había dado su propio maestro a manera de burla y que, irónicamente, tenía mucho que ver con él.
—¿Kag-dia? —repitió con su ronroneante acento francés el otro.
—No Kagdia, K-a-r-d-i-a, dicho así suena como a mascota.
—Eres bastante mal educado ¿sabes?
—Ya, bueno, igual te agradezco… supongo que has sido tú el que emitía ese aire frío, lo podía sentir, lejanamente…
Dègel por toda respuesta se encogió de hombros y sonrió discretamente, luego, cuando se volvió hacia el enfermo, ya no estaba en la cama, estaba de pie, deambulando descalzo por la habitación.
—¡Hey! Aún estás débil…
—No estoy débil, es más, no soy débil… y como sea, este es mi templo, ¿no? Así que puedo hacer lo que quiera, deja de observarme con pánico, estoy bien.
El normando lo observó con una mirada afilada, pensando en que si todo se iba al traste, se iba a negar en redondo a hacerla de nana nuevamente.
—Había un sonido, ya no lo escucho, ¿sabes qué era?
—Sí, mi corazón… —le respondió críptico, recargado en una de las pilastras del muro cercano y el otro no supo si aquello lo decía en serio o solamente estaba jugando—, ahora que te veo bien, estás muy bello… —le dijo con una sonrisa malévola.
El rostro del otro enrojeció violentamente, por la mucha desfachatez de su compañero, por su arrojo insensato, y porque honestamente le parecía bastante grosera su observación.
—Eres muy desagradable, ¿sabes? Iré a reportar a Sage que ya te encuentras consciente —dijo displicente—, supongo que podrás hacerte cargo de ti mientras tanto, además, si me permites la observación, eres demasiado menudo para pretender ser un hombre, que evidentemente no eres.
Por toda respuesta el otro se encogió de hombros, y sonrió con cinismo: le gustó esa personalidad de aquel sujeto frio y tieso, bueno, ya no estaba tieso, le agradaba que se rebelaba ante sus puyas e ironías.
—A mí, tú me pareces agradable…
—Stupide… —farfulló el otro mientras se apuraba para salir de su campo de visión y, efectivamente, emprendía la huida.
Acabaría por decirle a Sage que hasta ahí llegaba su infame trabajo de mantenerlo con vida, ya lo había hecho, ahora podría volver a la paz del thòlos de Acuario y a sus actividades cotidianas.
Tenía tantas dudas, tantas preguntas, quería saber cómo es que había llegado hasta ahí y por qué, pero visto estaba que el sujeto en cuestión, aquel caballero famélico, no iba a resolver mucho.
Suspiró profundo.
Mientras subía las escalinatas en silencio, pensativo, refundido en sus pensamientos, sintió dentro de sí que algo estaba cambiando, algo iba a dar un vuelco, algo le hacía presentir en la piel, en la carne, que la rueda había empezado a girar, inmisericorde…
—Excelente, buen trabajo, Dègel —le felicitó el regente del Santuario—, ha sido un buen hado el que justo tú, seas su compañero, harán buen equipo…
—¿Equipo…?
—Claro, es tu compañero, será tu parabatai… pero eso lo hablaremos después, les haré saber.
—¿Mi… compañero…? —repitió.
"Menuda broma, de verdad estamos de suerte", gimió para sus adentros.
Esto no se parecía en nada a las muchas cosas que imaginó sucederían cuando fuese un guerrero; no, aquello se parecía a su alegre precipitación directa al derrumbe…
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N. de la A.
(1)Libro de Ananké. Dentro de la cosmogonía griega clásica Ananké es la deidad que hace ineludible al destino, es decir de lo que definitivamente sucederá para dioses y hombres y que es imposible cambiar, por ello la referencia de ese ficticio libro en manos de Lune.
(2)Libros de las Nornas. El concepto de las Nornas proviene de la mitología nórdica, y se trata de entidades encargadas de tejer el destino, protegidas por el Yggdrasil. Estas son Urðr, la del pasado; Verðandi quien teje el presente; y Skuld que hila lo que sucederá, el futuro. Minos puede leer estos libros, pero no el definitivo con el destino final, ya que este reposa en las manos de Lune.
