7. Un parabatai es para siempre

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Thòlos de Garuda, Antenora

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—Y aquí está el inútil que se hará cargo de ti, —rezongó la petulante voz de Kagaho, como si con ello acabara de dictar la sentencia de muerte de algún leproso —ahora, no pienses que serás tratada como una princesa, escupió con desprecio.

Era como si con aquellas crueles palabras determinara que por el hecho de tener senos, era una cosa de menor importancia, vamos, un pingajo.

La joven frunció el ceño, rabiosa.

—No esperaría menos —respondió fastidiada.

—Hola, Kagaho, tengo que agradecerte el paseo que le diste —una voz casi cavernosa resonó desde el interior del thòlos de Garuda—, y me gustaría saber por qué no la trajiste de inmediato…

—¡Bah! No soy tu sirviente, si querías las cosas rápido las hubieses hecho tú, inútil.

—Largo de aquí, ensucias este templo —reviró Aiacos saliendo de entre las sombras, lanzándole una mirada amenazadora, misma que el otro no rehuyó—, adiós, segundón…

Kagaho apretó los puños con fuerza y lo menos que deseó fue retorcerle el cuello a ese bueno para nada, venido a más, giró sobre sus talones y sus pasos resonaron mientras se alejaba.

La chica sólo observaba… y, curiosamente, no pudo menos que sentirse divertida con la pequeña escena de lucha de poderes que no entendía, pero le parecía curiosa.

Apoyó una rodilla en el piso en señal de respeto, su cabello tan oscuro que poseía un peculiar brillo violáceo se desperdigó por su rostro.

—No, levántate —le ordenó el lúgubre anfitrión—, en adelante, jamás te postrarás ante nadie, ante ningún hombre de este ejército o de otro, tú no serás esa clase de guerrero, tendrás que ser más fuerte que ninguno.

No se lo sugería amablemente, se lo estaba ordenando.

Violate decidió que sí, que no importaba a el costo o la manera, pero ella… se volvería más fuerte cada vez. No sólo se sintió impresionada, inspirada, sintió la necesidad de ser digna…

—Lo seré… —admitió con una breve pausa, ni siquiera sabía cómo se llamaba, sólo conocía que era el Polemarkhos de Garuda, un Juez.

—Aiacos… en realidad Suikyō, pero no hablaremos de eso, no importa, lo importante es que seas la mejor en este pulgoso ejército… y quizás te conviertas en mi ala… quizás… —susurró lisonjero, acariciando su mejilla.

Sabía perfectamente que aquellas eran las palabras justas para inflamar el ánimo de aquella jovencita, lo veía en sus ojos, sonrió complacido, con crueldad.

Ahí delante tenía una de sus mejores cartas, y sí, la convertiría en una máquina de matar perfecta, fuerte y perfecta, como aquella mujer que escuchaba en la oscuridad de su templo… como esa que lo había derrotado una vez…

Pequeño imbécil

La escuchaba llamarlo, burlándose. Sus obsesiones enfermizas eventualmente le llevarían a derroteros insospechados.

—¡Pelea! ¡Derrótalo! ¡Quiébralo!

Escuchaba que le gritaba imperativamente su superior, y no era una sugerencia, era una orden.

Quiébralo

Quiébralo

Retumbaba en su cabeza, un grito ensordecedor y desconocido hasta entonces por ella; no sabía que tenía tal potencia su propio grito de guerra, salió de su garganta mientras se abalanzaba contra el otro… después perdió la noción del tiempo, de la realidad.

Y lo único que tuvo claro fue que le había desprendido la cabeza con sus propias manos ante la turba furiosa de violencia.

Cubierta de cardenales, de sangre propia y ajena, de cicatrices, Violate se fue convirtiendo en esa máquina de matar, tan efectiva como peligrosa.

Lune había contemplado alguna vez aquellos espectáculos sangrientos y le parecían francamente deplorables, lo peor de lo peor. La más baja escoria.

Por ello no toleraba a Aiacos y de frente, lo mismo que a escondidas, le decía Bellaco.

—El Aiacos que tú buscas no es él, Minos —le había dicho, como casi siempre, en aquel festival de sangre, que a menudo iba despedazando de a poco el ánimo del Juez.

—¿Te parece? —Ironizó el otro con una sonrisa afectada.

—Te esfuerzas en recuperarlo, te desvives por tratar de cubrir las tonterías que hace y… te escondes en las camas de otros cuando ya no sabes qué hacer contigo —susurró—, está perdido. Olvídalo.

—No, jamás ¡Es mío! ¿Entiendes? ¡No me importa con quién esté o qué haga! ¡Es mío!

Lune suspiró profundamente y negó con la cabeza.

—No grites, no puedes gritar aquí.

—Bien, entonces no me digas qué debo y no debo hacer —bramó molesto.

—Señor, lamento interrumpir… —la voz de Byaku zanjó la discusión.

—¿Qué sucede?

—Hay información interesante que ha conseguido Edward, y… preguntaba si es posible reunirse con usted —comentó el rubio guerrero de Nigromante.

—¡Ah! Bueno pues, supongo que sí —le contestó ambivalente tomando uno de los mechones rubios de aquel joven, entre sus dedos, dejándolo caer con descuido.

Lune entornó los ojos, sabía que hacía esa clase de tonterías sólo para restregárselas en el rostro y porque últimamente había encontrada a bien tratar de olvidar las idas y venidas de Suikyō con… en fin, una lista larga de amantes de ocasión.

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Atenas, Grecia

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Sísifo por entonces estaba de lo más animado, la colusión de sus propios intereses reflejados en su nuevo compañero le habían dado un poco de ánimo, no es que estuviese particularmente triste, sólo… le daba le daba vueltas a todo lo que se les venía encima y que Sage le había confiado desde un principio; por ejemplo, la gran responsabilidad de encontrar a Atenea, el cuerpo que había tomado, y aunque ya sabía en dónde estaba… la indicación había sido darle un tiempo, algunos años para crecer antes de traerla al Refugio.

A veces sentía que sus responsabilidades, las agenciadas por sí mismo y las que tenía expresamente, pesaban mucho sobre sus hombros, así que el tener un nuevo compañero definitivamente le animaba.

Aunque Aspros a menudo le ayudaba, más a regañadientes que por convicción, tampoco quería apoyarse cien por ciento en él… algo en su naturaleza le decía que no confiara del todo.

No lo iba a negar. Desde que vio al español, cuando llegó, se sintió poderosamente atraído hacia él; no sólo era su aspecto físico, que huelga decir era impresionante, era todo: el aire místico que le rodeaba, el misterio, su silencio, autoimpuesto o no, la profundidad de sus ojos oscuros… en fin, perfectamente podía hacer una oda al hombre.

Y sin embargo, también se devanaba los sesos entre lo que pensaba con la entrepierna y sus obligaciones.

Afortunada o desafortunadamente, El Cid parecía incólume ante esto, con sus monosílabos y su no querer saber. Y él quería que supiera y a la vez no, Sísifo era todo un abanico de contradicciones. Como sea, agradecía también tener a un compañero abnegado que le contagiaba la perfección de su técnica y la entrega incuestionable a su deber.

A la cuenta de los días, Kardia iba recuperándose más, cada vez un poco más estable, cada vez más… confianzudo.

Y esto, en definitiva, le ponía los pelos de punta a Dègel porque jamás convivió con alguien tan invasivo como Kardia, tampoco se había sentido el centro de atención de nadie y mucho menos estuvo cerca de alguien que no respetaba su espacio personal.

Kardia era como un torbellino que había llegado para poner todo de cabeza.

Y la verdad, no sabía qué hacer con eso.

Hacía palidecer de envidia a cualquier fauno en cualquier comedia. Le sacaba de quicio. Y sobre todo, le fastidiaba la falta de respeto a su persona, porque Kardia se las apañaba para dirigirle miradas lascivas, para seguirlo todo el tiempo con los ojos… y sabrá Zeus qué cosas pensaba en silencio con aquella sonrisa socarrona en los labios.

Su moral rigurosa y compleja le metía en aprietos.

Había que reconocerlo: la propia naturaleza del normando le impedía quedarse quieto al respecto y a menudo acababan discutiendo y lanzándose ironías el uno al otro, aunque le hubiese gustado lanzarle un pedazo de las Cariátides en la cabezota esponjada y desordenada.

—¡Deja de mirarme, sé que lo estás haciendo! —Bramó el francés mientras caminaba escalinatas abajo, las escalinatas de Sagitario hacia Escorpión.

—¿Ah sí? ¿Pues qué quieres? ¡Vas por delante de mí! ¿Cómo no te voy a ver, so bobo?

—¡Basta Kagdia!

—Karrrdia…

Dègel se detuvo en seco, desanduvo lo andado y subió los tres escalones que les separaban para enfrentarlo.

—No eres más que un crío, ¿sabes? ¡Ni siquiera tienes un tamaño normal! Eres… eres… ¡Como un hombre-muestra! ¡Ni siquiera eres un hombre, eres un niño! —Parloteó agitando las manos en su rabia.

—¿Hombre… muestra? ¿Qué diablos dices?

—¡Sí! La muestra de lo que debería ser un hombre… pero en pequeño —se burló con crueldad poniendo la mano en su cabezota.

Efectivamente, Kardia era mucho más pequeño que Dègel, más delgado, y sí, no parecía tener la edad que tenía.

—Estúpido, todavía creceré… ¡No es mi tamaño final! —Gimoteó el otro sacudiéndose la mano fría de su compañero.

—Pues lo dudo…

—Tengo algo que ha crecido bastante más, ¿quieres ver? —Contestó con cinismo señalándole con la vista aquello.

—¡Joder! ¡No! Eres un asco.

—Estás muy bueno, pero eres insufrible, en fin… ¿qué cosa dijo el viejo que hiciéramos? No entendí.

—¡El viejo! ¡Por Zeus olímpico! Ten más respeto —entornó los ojos y siguió camino al templo del caballero de bolsillo—, dijo que ahora que estabas mejor era importante seguir observando lo de tu temperatura y entrenar y…

—Ya, ya…

Dicho lo cual, se pusieron a la tarea de buscar una libreta donde, literal, Dègel llevaría el control de sus observaciones respecto a la salud de su compañero. Puesto que el normando era fanático del control, puso manos a la obra para llevar el riguroso conteo de todo.

Pero Kardia… no lo hacía nada fácil, jamás.

La siguiente gran pelea ocurrió unos meses después, cuando uno había aceptado a regañadientes ser el observador, y el otro ser el ratón de laboratorio, sólo porque Dègel le parecía… precioso… y le gustaba fastidiarlo, eso también.

—¿Dónde diablos estás, Kagdia? Ni te escondas, siento tu humanidad en llamas por aquí… —dicho lo cual, echó un vistazo al desorden en donde había preparado algo que por supuesto se zampó—, ¿te has tragado todos los huevos? No puedes seguir comiendo de esa manera porque…

Su diatriba se interrumpió cuando campantemente el griego le salió por la espalda, con el cabello escurriendo y… ¡Desnudo!

"Mierda, ¿qué diablos pasa con este sujeto?", se preguntó alarmado sin saber dónde posar la vista que no fuera en la evidente desnudez del otro.

—Me bañaba, quita esa cara, no es que hayas visto a la mismísima Artemisa desnuda —ironizó.

—¿Por qué andas desnudo, por qué no te vistes?

—No me baño vestido, no seas ridículo, ¿qué estabas farfullando de los huevos?

Y entonces Sísifo anunció cortésmente su ingreso al octavo templo cuando se encontró con la bonita escena de Kardia en pelotas y Dègel enrojecido.

—Pero qué… —la ceja derecha del otro griego se arqueó y luego les observó con mirada afilada—, ¿interrumpí… algo?

—No…

—¡Sí! ¿Qué necesitas?

—No deberían estarse entreteniendo en otras cosas —observó reprochándoles—, se supone que…

—Sí, sí, sí, aquí nadie folla, nadie se toca, nadie se hace una paja porque es indigno y distractorio… —mencionado esto, se volvió de frente hacia el Arconte de Sagitario, mostrándose sin pena alguna.

—¡Kardia! —Le reprendió

—¿Qué? Ustedes dos, mojigatos, parece que no tienen lo mismo que yo entre las piernas, ¿qué quieres Sísifo? Y tú, Dègel, deja de estarme contando los huevos…

—Los… huevos… ¡Son un atado de críos! Ese es el problema, estoy seguro de que…

—De nada estás seguro, ahora, ¿qué quieres?

—Sage me pidió que verificara que estás bien porque Dègel tendrá que…

—Bueno, pues estoy bien, por ahora, como lo puedes ver, y éste —dijo señalando al normando—, me está contabilizando lo que como.

—¡Que cinismo el tuyo! —Dijo Sísifo empezando a perder los estribos.

—Relájate, hombre, lo que te hace falta es echarle mano a ése que está contigo, ¿cómo se llama? ¿Elid? ¿El-algo?

—¿Cómo te atreves?

Al final, Dègel acabó por despedir amablemente a Sísifo, casi empujándolo fuera mientras se seguía gritando con Kardia.

Las cosas no mejoraron con el tiempo, Kardia encontró en Sísifo una víctima perfecta que perdía los estribos más rápido que él, acto seguido, acababan los dos reportados con Sage y, al parecer, el Patriarca encontraba poco menos que curiosa la interacción entre ellos.

Quizás es que a su edad, a sus años, ya había visto pasar a muchos otros que tampoco se llevaban muy bien que se dijera.

Luego, las cosas no pararon ahí, ¡no señor!, todavía falta ver lo siguiente, y fueron dos cosas en particular las que le hicieron perder el ánimo de tratar de domar a Kardia, domarlo como el animal salvaje que era… bueno, eso lo pensaba para sus adentros.

A menudo trataba de abstraerse de que tenía que estar al pendiente de él, de cuidar su salud, y tuvo tantas ganas de hacerse el desaparecido.

Primera razón por la que no lo hizo: Kardia comenzó a escaparse por las noches. La primera vez pensó que simplemente le había jugado una de sus bromas y se había escondido, pero… no apareció sino hasta después de varias horas, y cuando lo hizo, perfectamente notaba el olor de tabaco y vino… ¡Encima de todo se había largado por ahí de farra!

¡Era para matarlo!

—Este tipo de cosas, son las que te van a matar, sobre todo tú que no gozas de mucha salud —le reprendió un día.

—Sabes perfectamente que acabaremos machacándonos en batalla… lo sabes, ¿no? —Le respondió con frialdad.

—Es nuestro deber…

—Lo sé, así que de todos modos quiero vivir al límite, porque ¿sabes?, lo que está sucediendo justo ahora, ha quedado ya en el pasado…

Aquellas palabras, en medio de su obnubilada mente, tenían un mohín de verdad, algo en lo que le dijo parecía ser legítimo, pero… se negaba a darle un ápice de razón; además, no entendía por qué esa obsesión de "vivir al límite", y no la entendería sino hasta mucho después. Y entonces, quiso no entender.

Lo segundo, bueno, lo segundo fue algo para lo que no tenía explicación: Albafica no le gustaba en lo más mínimo, es más le desagradaba.

Eso era algo irracional e inexplicable; para alguien tan pragmático como Dègel, aquello entraba en el campo de las cosas sin razón de ser. Es más, ni siquiera tendría que importar, ellos eran la generación de la sangre, la de los que tendrían que morir para que los demás vivieran, ése era su ineludible destino, poco o nada importaba si se agradaban los unos a los otros.

Y entonces sucedió que uno de esos días de entrenamiento sudoroso y terregoso en el Coliseo, sólo perdió de vista a Kardia unos minutos y cuando lo localizó en su campo de visión perimetral … ¡Estaba tan campechano hablando con aquel sujeto!

Algo dentro de él sintió… ¡Quién sabe qué sintió! Pero estaba molesto.

Le fastidió la manera tan peculiarmente familiar con la que les vio hablar, y eso era mucho decir, considerando que Albafica normalmente parecía estar molesto con la vida y con el mundo y con Manigoldo, de entrada, ¿por qué diablos estaba tan cómodo con Kardia, que era igual o más molesto que el Arconte de Cáncer?

Por primera vez Dègel se sintió honestamente… mal. Y es que los observaba tan confianzudos, tan sin preocupaciones, pero no alcanzaba a entender exactamente qué era lo que estaba sintiendo.

No pudo evitar dirigirse hacia ellos, e ignorando al otro, habló con frialdad a su compañero.

Kagdia, ¿continuamos o vas a seguir descansando? —Su bonito acento normando se mezclaba en un perfecto, homogéneo e irónico reclamo, también velado.

Por toda respuesta, los ojos azules de Albafica le dirigieron una mirada asesina y, en adelante, esa sería la típica convivencia entre ellos. Kardia… bueno, él simplemente entornó los ojos, arrastró los pies hacia su compañero y se despidió del otro.

—No tenías que ser grosero, y es K-a-r-d-i-a —le corrigió.

—No fui grosero, ¿en qué momento levanté la voz o me dirigí con improperios hacia cualquiera de los dos? —Contestó con una sonrisa socarrona, casi gatuna—, ahora, vamos a seguir entrenando…

Dègel era un manipulador de primera.

Unos días después sucedería algo que llevaba tiempo planeando el Strategos, Sage llevaba mucho tiempo pensándolo, decidiendo, midiendo sus posibilidades, y esto… lo hizo desde aquel prematuro encuentro, años atrás, con los Jueces del Inframundo que se habían escapado de su encierro.

Desde aquel fatídico día donde murieron tres de los suyos: Deyanira, Paris y Thäis, había barajeado la posibilidad de los pares: el viejo Código Micénico, los iguales, el heníojoi y su parabatai… y justamente fue así como había dividido al pequeño ejército que le dio caza a los Polemarkhos de Hades, en pares.

Por supuesto que Krest armó un escándalo al respecto, sobre todo porque así de fanático como era, entendía que literal planeaba crear un Sagrado Batallón de Tebas, dicho sea de paso, no quería socavar la moral y las buenas costumbres de los moradores del thòlos de Acuario.

Tuvo tantas ganas de decirle que no sería la primera y escandalosa vez que entre sus guerreros había amantes; pero se mordió la lengua, eso sería darle cuerda.

Hakurei, su hermano, le había apoyado desde el principio, aquella vez, así que él entendía perfectamente por qué lo estaba haciendo: porque garantizaba que no se abandonarían en el campo de batalla y uno empujaría al otro para pelear con honor y para vivir… de ser posible… tristemente sabía que lo más probable es que la mayoría murieran…

Lo pensó, lo pensó mucho, y deseó de corazón, que la decisión que estaba tomando, al menos sirviera para salvar la mayor cantidad posible de vidas, y que entre ellos, los lazos se volvieran tan fuertes, que la aristeia jamás fallara, aun cuando los terrores de la guerra y de la noche los alcanzaran.

Shion con Dhoko, cuya juventud se templaría con la experiencia del lemuriano; Hasgard con Regulus —aunque estos dos eran casi nominativos, por la naturaleza de ambos, sabía que podían funcionar solos o de apoyo para los demás—; Aspros con Asmita y de ellos tenía sus dudas; Manigoldo y Albafica, para beneplácito del primero; Kardia y Dègel, que eran buen complemento el uno del otro; Sísifo y el Cid, los más equilibrados quizás.

A todos les habían hecho llegar las respectivas invitaciones y a todos les habían pedido que permanecieran en sus templos purificándose como mejor les pareciera, para tomar parte de los sacrificios apenas rompiera el alba, al día siguiente.

Continuaron con los rezos, la muestra de artes escénicas, posteriormente se retiraron a sus templos, en soledad, para consagrarse una vez más y, cuando la tarde cayó, nuevamente fueron convocados para la última parte del rito de iniciación.

La ofrenda de Orestes y Pílades(1).

—No es extraño el lazo entre hermanos, entre guerreros, antaño existió y hoy, es el símbolo que ha hecho que la humanidad prevalezca, por eso es que estamos aquí… para ofrendar y reafirmar esos lazos, porque somos una hermandad también… —dijo Sage mientras estaban todos en silencio.

El humo del incienso subía libremente mientras la curiosa comitiva vestida de blanco se dirigía a un templo antiguo, caminaron un buen rato en descampado, escuchando las campanillas y los rezos de las sacerdotisas de Atenea.

Finalmente llegaron a lo que parecía una pequeña explanada, entre ruinas de un templo que seguía medio en pie, y en el centro de esa explanada, una hoguera que ardía. Se situaron alrededor del fuego, por pares, mientras Sage los llamaba, los demás continuaban en el círculo.

Se tomaban del brazo izquierdo, el del corazón, uno situado en el norte y el otro en sur, con las manos por sobre el fuego mientras juraban.

—Joder, pretenden chamuscarnos —murmuró Kardia.

—¡Cállate, idiota! No tienes respeto ni por los dioses ni por nada… —le contestó el otro a su lado.

—¡Shhh! —Les cayó Sísifo dirigiéndoles una mirada severa.

—Juraré contigo por la philia que se convierta en eros… —le susurró mordaz a Dègel, el otro acabó dándole un codazo que acabó en la tos de Kardia.

—… que la buena muerte guíe mi espada y la espada de mi compañero, que la virtud siempre se anteponga a mi compañero, que no abandonaré jamás, ni en batalla, ni en oscuridad, como Orestes y Pílades, cuando dos van juntos, uno se anticipa al otro… —recitó Dègel delante de Kardia, tomándolo por el brazo y las manos sobre el fuego.

—… dos marchando juntos, aunque la resolución sea difícil, desearé sólo el bien, por hábito y por benevolencia, por respeto y porque mi corazón así lo desea… —contestó Kardia, que visto así, frente al otro, era notoria la diferencia de estatura entre uno y otro.

De alguna extraña manera, ambos, mientras estaban ahí parados quemándose literal, sentían cierta… paz…

Dègel no estaba convencido de nada de eso, es más, al principio, tuvo un ataque: consideraba que Kardia, lejos de convertirse en su parabatai, era la carga que se había visto obligado a arrastrar. Pero… no podía negar que a veces, sólo algunas veces, le parecía un sujeto agradable, y quería creer… que en determinado momento, cuando la fuerza le fallara… él le recordaría que la fuerza eran los dos.

Y luego vino algo más: el Pozo de los Secretos.

Después de que todos juraron y libaron, los llevaron a algo parecido a un pozo, bastante grande, donde perfectamente cabían dos en una especie de… plataforma de varilla, misma en la que les hicieron situarse nuevamente en pares, uno frente al otro, mientras los bajaron al fondo de ese pozo.

Puesto que se habían convertido en hermanos, en iguales, eran el que caminaba a un lado, el parabatai, tenían que confesarse aquello que por miedo, por poca virtud, o por riesgo, no hubiesen confesado a nadie más, era parte de la confianza entre ambos hombres, uno guardaría con honor el secreto del otro y viceversa.

Muchas cosas inconfesables se dijeron, nadie más que los que estaban en el pozo pudieron escuchar, cosas penosas, peligrosas, culpas y un sinfín de desgracias que, afortunadamente, nadie más sabría, de lo más profundo de sus propias almas.

—Espero que no te dé miedo el agujero ese… —observó el griego—, hace rato casi me incendio, mi cabello estuvo por prenderse, menos mal que allá abajo hay agua, ¿hay agua no? —inquirió levantando una de sus cejas morenas.

—No lo sé… supongo que sí, porque salieron mojados…

—Genial, primero nos queman y luego nos echan al agua.

Cuando los dos bajaron, ninguno de ellos se atrevió a empezar, simplemente se observaron y después miraron entre la penumbra el agua que les cubría las piernas. Se supone que cuando terminaran de hablar, tirarían de la cadena que sostenía la plataforma para solicitar que los subieran.

Silencio.

Incómodo silencio.

Para variar fue el griego quien acabó por romperlo.

—Y, ¿entonces? —mencionó riendo.

—¿Entonces qué?

—¿Qué me vas a confiar?

—A ti, nada… no eres de confiar…

—¿Qué dices, cabrón? —Resopló indignado—, no podemos pasar aquí toda la noche hasta que las bolas se nos arruguen… entonces…

—¿Entonces qué? —Respondió con otra pregunta el normando.

—Quiero vivir para derrotar al más fuerte, por eso quiero ser muy fuerte… no me importa que mi vida sea corta, pero quiero vivir al máximo, no le tengo miedo a la muerte, al contrario, ese es mi deseo… —le soltó sin filtro alguno a su compañero.

Dègel guardó silencio, simplemente escuchó. Aquello explicaba muchas cosas del comportamiento errático de su compañero y, aunque él todavía tenía miles de preguntas que hacerle, por ejemplo cómo es qué había sobrevivido a veintinueve agujas, prefirió no tirar demasiado de la cuerda… por el momento.

—Juré… le juré a mi mejor amigo, en Bluegard, que sería un buen guerrero, que sería fuerte para proteger a la Tierra y a Bluegard, juré que no les olvidaría —y omitió decir que específicamente, no lo olvidaría a él: a Unity.

Kardia arqueó ambas cejas con sorpresa, le parecía que Dègel, por lo que había conocido de él en aquellos meses, no era la clase de persona que intimara de esa manera como para… jurar algo alguien, es decir, estaba ahí jurando cosas con él, por obligación suponía.

Y la verdad, no pudo evitar sentir algo… como molestia.

"¿Quién sería el tipo ese? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué parece hablar con tanto… cariño de él?", había pensado maliciosamente en silencio.

Tampoco dijo nada, pero se estaba aguantando las ganas de decir un montón de cosas, de tonterías por supuesto, después se reprimió a sí mismo, porque una cosa era segura: recién se empezaban a conocer y todavía les faltaba un largo camino por recorrer.

Ya tendría tiempo de husmear en su vida, en su templo y… bueno, en otras cosas.

Y le dieron ganas de preguntarle si realmente sabía lo que implicaba el hacer juramentos a alguien, sobre todo ellos como guerreros de la elite de Atenea, todos se regían bajo un código… y eso incluía que el dar la palabra… era algo que debía cumplirse sí o sí, ¿por qué estaba tan seguro de lo que había jurado?

En fin, dejaría de darle vueltas al asunto, por el momento.

Al igual que ellos dos, los otros también estaban un poco descolocados; quizás era el hecho de saber cosas que ignoraban de la gente que tenían tan cerca, quizás se trataba de que habían abierto la compuerta de sus secretos más oscuros, y ahora aquello que guardaban con recelo, se convertía en la carga de dos, que antes sólo era de uno.

Era bastante tarde cuando todos regresaron a sus respectivos templos, el silencio de la noche se veía interrumpido únicamente por los murmullos de ellos regresando al Refugio, algunos pensativos, otros razonando lo que acababan de escuchar, otros simplemente iban hablando de otras cosas, algunos sólo iban en silencio…

—¿Por qué juraste eso? —Rompió el silencio Kardia.

Dègel por toda respuesta entornó los ojos y le observó con reproche.

—Por eso no se te puede decir nada…

—¿No sabes que dar tu palabra, si no cumples, implicaría que te condenes para siempre? —Respondió con cierto mohín de sarcasmo.

—Yo siempre cumplo mis promesas —en este punto no estaba tan seguro de dónde diablos había sacado eso su compañero.

—Has puesto cara de que no sabías que eso pasaría, ¿nadie te lo dijo? Por eso no es bueno ir por la vida prometiendo cosas —se burló.

Sonrió con malicia y no conforme con la mucha desazón de Dègel, intempestivamente empezó a aumentar su temperatura para calentar el lugar, estaban en thòlos de Acuario, como un acto de rebeldía, y de grosería también. Una provocación, sólo porque se sentía… molesto.

—Deja de entibiar esto, idiota…

—No puedo evitarlo…

—¡Claro que puedes! Además si sigues jugando así, no tardarás mucho en caer sobre las sagradas baldosas de mi templo y tendré que dejarte ahí tirado en lo que te enfrías…

—¿Eso harías, pedazo de cabrón? ¡Soy tu parabatai! —Respondió indignado el griego—, yo sería incapaz de dejarte tirado…

El normando se rio; al final, acabó negando con la cabeza. La respuesta era no, no lo haría, no lo dejaría ahí… quizás un rato, pero después tendría que enfriarlo, manualmente, es decir, con su aire congelado.

No estaba convencido, aún no, no sabía si era la mejor decisión dejarlos a ellos dos juntos; pero, por otro lado, Dègel no estaba dispuesto a que se lo quitaran así como así, y no por otra cosa, era simple orgullo, porque lo habían dejado a su cargo, él lo salvó, y que lo entregaran a otro… como mascota, no era algo que le supiera bien. Es más si a Sage se le hubiese ocurrido la buena puntada, iría a reclamar que él no se haría responsable si nuevamente Kardia decaía.

—En fin, me voy, canéfora(2), estoy cansado y tengo hambre… —hizo una señal irreverente con la mano, despidiéndose y dio la vuelta.

—¿Cómo… me has llamado…?

—Canéfora, eso eres ¿no? Que yo sepa los moradores de este templo, todos son canéforas o eso pretenden… —dicho esto se volvió un momento hacia su compañero que le miraba con aire reprobatorio.

Stupide… oye, espera…

—¿Dime? ¿Ya no quieres ser una canéfora? —Reviró con una sonrisa morbosa en los labios, observando irrespetuosamente el cuerpo del normando.

—No, eso no está ni estará jamás a discusión… pero… quería decirte que… te ayudaré…

—¿Al qué?

—Te ayudaré a cumplir tu deseo, lo que me dijiste en el pozo, te ayudaré…

El cretense se volvió completamente hacia él, le sonrió tímidamente, quizás la única vez en su vida que sonrió con timidez, ladeó ligeramente la cabeza y asintió, no le dijo nada más, todo en silencio, sólo le observó y con sus impresionantes ojos azules le dijo que sí.

Dègel había descubierto que tal vez, sólo tal vez, Kardia no era un completo imbécil, entendía un poco de sus motivaciones, sólo un poco, le faltaba mucho más por descubrir y la verdad, tampoco sabía si era buena idea descubrir cosas… pero es que él era así, Dègel quería que le pasaran cosas…

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N. de la A.

(1)Orestes y Pílades. Este fue uno, de varios, de los casos de amistad enigmáticos entre dos hombres-guerreros, además por supuesto del de Aquileo y Patroclo, y los trágicos Harmodio y Aristogitón; específicamente el mito micénico de Orestes y Pílades habla de que cómo uno se convierte en la fuerza del otro, cuando Orestes tiene que vengar a su padre Agamenón, matando a Clitemnestra y Egisto. De esto se conserva la Orestiada, trilogía de Esquilo. Se narra pues que Orestes y Pílades se estiman y respetan, e incluso se consideran mutuamente hermanos, aunque no lo son, y ambos velan por el valor y honor del otro. La Ofrenda de Orestes y Pílades es un grupo escultórico romano del siglo 10 A.C.

(2)Canéforas. Las canéforas son jóvenes vírgenes de alta alcurnia que durante las Panateneas solían llevar en la cabeza canastos con los instrumentos para los sacrificios (cuchillo, semillas, etc.); no estaban obligadas al servicio durante toda la vida, incluso cuando llegaban a la edad casadera, era permitido que formaran una familia. En el contexto en el que Kardia le dice a Dègel "canéfora", justamente tiene que ver con que, aún cuando sus votos sean de celibato, llegado el momento, podrá entregarse en matrimonio, por supuesto esto lo dice en doble sentido y groseramente hacia su compañero.