8. La luz y la sombra

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Santuario de Atenea, Grecia

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¿Por qué sería que las cosas no le importaban como debían? ¿Porque efectivamente le daba lo mismo? ¿Por joder? No. Tenía la idea de que era por el sencillo caso de que nada ni nadie más merecía tanto como él… y para ello, si se tenía que valer de todos los medios posibles para obtenerlo, por muy despreciables que le parecieran, eso haría.

Aunque se llevara a Defteros de paso. Total, ¿quién echaría en falta a la sombra? Nadie. Es más, si lo pensaba con parsimoniosa calma, ¿quién lo echaría de menos? Por supuesto él no.

Estaba bien decidido a hacer su voluntad, por sobre la cabeza de Sísifo y de Sage, incluso.

Y cuando llegó el tiempo de accionar… la cosa se jodió. Por supuesto que se iba a joder, lo tuvo que haber visto en los ojos de la maldita meretriz francesa, Dègel, cuando en aquella ocasión tan sospechosamente le dio sus buenos deseos por la próxima elección del Strategos. Esa miradilla de aquel mocoso no le agradó.

Le dieron ganas de reventarle la boca, reacomodarle la nariz y después abrir sus virginales piernas. En fin. Aspros tenía todo un mundo paralelo entre lo que imaginaba que hacía y lo que realmente sucedía. Lo que nunca esperó fue la intervención de Asmita… no, eso no lo vio venir. No vio venir tampoco que al final Defteros tuviese voluntad propia… el muy miserable, el segundón.

Y sí, la cosa se jodió, pero no todo estaba perdido: ahora delante de sí, tenía la oportunidad de ser parte del ejército oscuro y, entonces, ya corrupto, envenenar al Santuario desde adentro no parecía algo tan difícil de lograr.

Esos estúpidos.

"Al final, el que ríe al último, ríe mejor".

Pensó para sí mientras el reflejo del agua le devolvía su propia imagen siniestra, perdida; sus ojos habían dejado de ser sus ojos humanos, eran ahora un lienzo totalmente negro, una sombra impenetrable donde ya no existían sus pupilas azules…

Defteros entonces, después de aquel acto impío de Aspros, se quedó como guardián del tercer templo, el templo de los Gemelos. Aunque ciertamente pocos en el Santuario supieron de esto, sólo los más cercanos a Sage y Asmita, por supuesto.

Después del juramento, poco o nada cambiaron las cosas entre Kardia y Dègel, si acaso es que entre los dos se creó un vínculo algo parasitario, y difícil era decir quién de los dos era el huésped. Quizás eran un buen complemento el uno del otro, o quizás no, sólo el tiempo lo diría.

Independientemente del entrenamiento extenuante, y los chequeos físicos extremos que solía efectuar el normando, lo cierto es que la condición física de Kardia mejoraba, de a poco cada vez, y los ataques eran más esporádicos.

—Al menos podrías darme las gracias, Kagdia, por mantenerte en pie todo este tiempo — apuntó petulante mientras le ponía el pie sobre el pecho, aprovechando que estaba tirado en el terregal del Coliseo.

—Kardia, es Kardia… te lo he dicho… mil veces… ¡Quítame de encima el pie! Me tratas con poco honor —gimoteó en medio de la tos, con las puntas del cabello medio congeladas.

—¿Yo? ¡Yo te trato con poco honor! Cochon, ¿no te has mordido la lengua?

El joven griego se incorporó a medias, apoyando los codos en la tierra, tocó con los dedos la pierna de su compañero, de tal manera que ese simple gesto pareció el más obsceno.

—Podríamos arreglar esta afrenta, por ejemplo, si te sientas aquí… encima de mí… —susurró arrastrando las palabras, casi rezando.

El pulso se le aceleró, de tal forma, que la sangre bullente en su interior parecía quemarle. Quitó el pie de encima de su compañero y le lanzó una mirada iracunda.

—¡Eres un asco Kardia! ¿No hay un maldito momento en el que no estés pensando cosas lascivas?

—No. Tú me provocas eso —contestó con más cinismo que Plauto en sus Comedias.

El normando pensó en que aquello de ayudarle a conseguir ser lo suficientemente fuerte, le estaba costando su propia cordura. Bufó, dio la media vuelta y lo dejó ahí tirado.

—¿A dónde vas?

—Al mercado, hay cosas que necesito comprar…

—Voy contigo.

—No, gracias. Encima de lidiar con que el dinero me alcanza para apenas nada, no quiero tener que pelear contra tu rústica persona.

Sin importar la desagradable respuesta, el griego se levantó corriendo y fue tras él; por supuesto no iba a desaprovechar el momento de llenar su vida de estupideces y, por supuesto, observar ese magnifico trasero que tenía.

Mientras entraban al Thòlos de Acuario, no pudo evitar cuestionar sobre lo que antes había dicho.

—¿Cómo que no te alcanza la plata para comprar nada? —Inquirió.

—Eso, Kardia, no me alcanza, ¿cómo diablos haces tú? En especial tomando en cuenta la cantidad infame de comida que consumes… por cierto, ya te he dicho que deberías dejar de comer tanto huevo… no estoy seguro de que…

—No te creo —interrumpió—, tienes suficiente dinero asignado como para comer bastante bien durante todo el mes y más, ¿a dónde carajos compras o qué compras?

—¿Te asignan lo mismo que a mí? —Por supuesto para los modales de corte de Dègel, preguntar algo así era más que ofensivo, pero tenía medianamente la confianza con su compañero de armas.

—Sí, por supuesto, a ti, a mí, a Manigoldo, a Sísifo… todos por igual; por eso digo que no entiendo, ¿te lo gastas en putas?

—¡Claro que no! Por el rayo de Zeus…

—No, claro, tú no; pero aun cuando pagaras por una puta diferente cada fin de semana, te alcanzaría…

—No lo sé, Kagdia, creo que… es por que me escuchan en el mercado como a cualquier otro extranjero —aceptó apenado.

—No señor, eso no. Vamos, te acompaño y de una vez dejamos en claro que no pueden estar haciendo eso. ¡No a mi parabatai! —clamó indignado, haciéndose sonar heroico.

En efecto, mientras deambulaban entre los puestos de fruta, Kardia pudo comprobar que miserablemente cuando escuchaban hablar a su compañero, por supuesto que le daban unos precios elevadísimos.

—No, joda, ¿cuántos dracmas dice? ¡Eso no lo pagaría ni por la puta más bella de Rodorio! —protestó con toda la desfachatez del mundo.

Kagdia… no es necesario, no…

—¡¿Cómo demonios no?!

Siguiente puesto…

—¿Cuánto dices? ¡No! Eso ni siquiera cuesta el cabello de tu hija, así que…

Después de pelear en todos y cada uno de los puestos en donde pararon, y luego de enfrentar la furia griega de Kardia, su punto quedó claro: en adelante no podían tratar de ver la cara a Dègel a riesgo de que él mismo bajara al mercado a vociferar y hacerles ver su suerte a todos, como ménade furiosa.

Al final, le entregó las bolsas al normando, con todo lo que había conseguido a gritos y a precios justos.

—No era necesario que te pusieras así, ¿sabes? —nunca había tenido las bolsas tan llenas y la certeza de comer bien el resto del mes; realmente se sentía aliviado.

—Era necesario, de nada… ahora, creo que ya tienes todo lo que necesitabas ¿no?

—Gracias… —dijo bajito.

—Vamos, te acompaño a tu templo para proteger tu virginidad y asegurar que nadie te falte al respeto —contestó en medio de una carcajada—, te dejo ahí y me largo…

—¿A dónde irás?

—De regreso a Rodorio…

—¿A qué?

—A un tugurio, no creo que quieras ir, ¿o sí?

—¡No! Tú tampoco puedes estar ahí Kagdia, se supone que…

—Lo que haga o no fuera de los marmóreos muros del Refugio, es cosa mía; ya te lo dije, no voy a vivir atado a las tradiciones, el tiempo se acaba, Dègel… —miraba a su compañero con ojos afilados.

—Lo haces sonar como si tuvieras cincuenta años, no eres más que un crío, igual que yo, tratando de hacer cosas de adultos…

—¿Qué cosas, Dègel, qué cosas de adultos, eh? —Le devolvió una sonrisa retorcida mientras lo observaba de cabeza a pies—, te puedo enseñar esas cosas de adultos que dices…

—¡Bah! No te irás solo entonces, iré contigo —replicó decidido, aunque la verdad no había nada que se le antojara menos.

Y allá fueron a dar.

A Las Antesterias, así se llamaba, era una taberna muy antigua, históricamente antigua, la comida no era mala, más bien era buena comida hecha a la manera tradicional griega, y el vino… era vino fuerte, sin aguar…

Mucho vino sin aguar… demasiado… tanto para hacerle volar la cabeza…

Lo siguiente estaba confuso en su cabeza. Había visto a Kardia beber como salvaje, un vaso tras otro y luego otro, y otro, todo era vino sin aguar. Recordaba tratar de seguirle el paso, recordaba haberlo visto con una mujer en las piernas, lo cual le había parecido raro, Kardia seguía teniendo el aspecto de alguien mucho menor, aunque tenían la misma edad, se veía más pequeño… y con eso y todo, las mujeres se peleaban por atenderlo, por estar en sus piernas, por sentir su escuálido cuerpo.

Sintió celos, celos etílicos, cuando el griego se desapareció, excusa peregrina, diciendo que regresaba… No supo cuánto tiempo fue, supuso que se fue a tener sexo con la mujer en turno. En la parte de arriba de la taberna había habitaciones minúsculas para ese fin… eso lo supo tiempo después.

Del cómo volvieron al Santuario, es un recuerdo nuboso, etílico.

Tropezó y rodó varias veces unos cuantos escalones mientras iba sostenido por su compañero, que estaba igual de ebrio pero con dos centavos más de control y dignidad.

—Deja de reírte así, estás haciendo demasiado ruido, Dègel —lo censuró mientras lo sostenía llevando su brazo por encima de sus hombros—, ¿era la primera vez que tomabas?

—Así, sí… tanto, tanto, tanto… —jadeó, colgado del griego.

—Bueno, pues, mañana vas a tener una resaca digna de Dionisio, creo que será mejor que te quedes en mi templo, Escorpio está más cerca que Acuario.

—¿Sí? ¿No era… al revés? Kagdia… ¿A dónde te fuiste?

—¿Cómo que a dónde? Estoy contigo…

—No, cuando me dejaste en la mesa…

—¡Ah! Pues… por ahí, pero regresé contigo lo más rápido que pude.

—Te fuiste a follar, ¿verdad?

—Vamos, ya cállate, que de Aries a Piscis, todos acaban de escuchar que estás más borracho que una cuba.

Acabaron en el octavo recinto, en la cama de Kardia…

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Bluegard, Chukotka

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Los años pasaban con tortuosa lentitud en medio de las condiciones adversas y la desolación de la muerte blanca, del frío. Dos largos años donde lo poco o nada que recibía de noticias de Grecia, lejos de darle paz a su tortura particular, lo volvían cada vez más irascible.

Como fiera encerrada, Unity a veces encontraba calma al entregarse en cuerpo y alma a dos cosas: la primera, ayudar a su pueblo torturado a desenterrar de entre las avalanchas de nieve a la pobre gente; y la segunda era buscar por todos los libros que encontraba algún indicio, algo que le permitiera entender de bien a bien qué era esa energía poderosa pero latente bajo la biblioteca… se preguntaba si sería posible usarla.

Porque estaba seguro de que la aparición de aquello que no alcanzó a ver, de la presencia, tenía que ver con lo que Seraphine y él encontraron cuando eran niños.

Y entonces la desesperación, la culpa y la rabia se apoderaban de él como una especie de tragedia ancestral que estaba destinada a pasar, y él, sólo un actor más en la puesta en escena. Si a eso le sumaba las constantes peleas con su padre y la mala salud de Seraphine… ¡Y ellos estaban ahí solos con todo encima!

Los otros, los griegos, simplemente contemplaban desde su tierra soleada y próspera lo que pasaba; mientras a ellos no les afectara, tal parecía que no pasaba nada de importancia.

Y a veces entre sus pensamientos, se descubrió imaginando que Dègel finalmente había olvidado lo que había prometido dos años atrás, entonces comenzó a sentir celos. Celos por el lugar cómodo donde estaba, celos porque la vida no parecía tan compleja de su lado… celos porque le había dicho brevemente en una carta que ahora tenía un "compañero", quien había estado enfermo y al parecer mejoró… no supo bien cómo interpretar eso de "compañero".

A su pobre entender, era un patético enfermo que, de alguna manera, se había convertido en parte de la vida del normando.

Y lo odió.

No lo conocía, no sabía quién era el extraño, pero lo detestaba.

Por entonces, entre el desvío de su conducta y que dejó de ser el Unity sonriente para convertirse en el irritable príncipe, el que le servía de desahogo, de olvido y de reemplazo a su falta de control fue Artem, el mozo de la caballeriza quien, dicho sea de paso, había crecido prácticamente con él y Seraphine.

Sí, la dulce carne de Artem servía para apaciguar momentáneamente su ira, las caricias torpes y el sexo adolescente que no llevaba a ninguna parte. Al menos Artem entendía un poco mejor el porqué de su infinito deseo de cambio.

Esa tarde fue a la zona restringida nuevamente, al pasillo interminable de la Infinitum Bibliotheca, aquel de su infancia, donde se percibía una fuerza primigenia, infinita, tocó el marco grabado en caracteres que no reconocía, y que probablemente se trataba de algún tipo de protogriego. Lo que sea que estaba sellado ahí, por la mismísima infanta Atenea, tendría que ser algo sumamente poderoso, por ello tenía colocados dichos lacres.

—¿Qué dice aquí? No lo puedo leer… —gimió con desesperación, mientras con los puños apretados golpeaba el marco de la puerta, como si con ello pudiese arrancarle los secretos.

Los ojos ambarinos, cual fuego maligno, le contemplaban: estaba listo, era una verdad inexpugnable.

—Pocos lo pueden leer, podría decirte que sólo un puñado de personas en la Tierra pueden leer esa lengua tan antigua —ratificó la voz cavernosa.

Le dio un susto de muerte, era como si aquella voz esperara los momentos más desesperados para aparecer por ahí, como si le observara siempre y en el momento preciso decidiera hablar.

Se volvió a donde detectó esa voz, al final de ese pasillo, a su espalda.

—¿Dónde estás? ¡Déjate ver! —Exigió molesto. Una risa macabra retumbó por todos lados, viajando a todos los rincones, clavándose en su oído, martillando su cerebro.

—Bien, si eso quieres… príncipe…

Ante sus ojos, el brillo ámbar de las pupilas que lograba divisar comenzó a tomar forma, con un destello rápido de luz purpúrea se formó la silueta de un hombre y, poco a poco, pudo ver el detalle de lo que su cerebro lentamente procesaba.

Un hombre corpulento, más alto que él, incluso diría que más alto que su propio padre; su piel no era blanca como la suya, pero tampoco era bronceada por el sol, más bien un intermedio que tendía al tono claro. Su cabello corto y rubio, coronaba un rostro varonil, de contornos fuertes, labios carnosos que se curvaban de lado en una sonrisa socarrona.

No. Unity no tuvo miedo, al contrario, sintió curiosidad.

Debió temer, debió correr, sin embargo no lo hizo. Tal vez fue Rhadamanthys quien debió huir de ese plan que se volvería más complicado de lo que parecía.

El joven de Bluegard se acercó paso a paso, con el terror perene de que esa visión de pronto desapareciera antes de que llegara delante de él. Se bebió el detalle de sus ojos malévolos, ambarinos, amarillentos, los ojos que le atormentaron mucho tiempo, y que incluso llegó a pensar como en nada más que una ilusión ideada por su cabeza desesperanzada. Cuando lo tuvo a un palmo de distancia, levantó la mano y tocó ese rostro extraño para cerciorarse de que existía.

"¡Está tibio! No es una aparición, no está muerto, tampoco es un no-vivo", se dijo internamente.

—¿Quién eres? O debería preguntar ¿Qué eres?

El feroés le contempló desde su altura y pensó malignamente que en efecto, el príncipe se había convertido en un joven de belleza espectacular, era una pieza de arte en sí mismo, lo más impresionante eran esos ojos azules, tan claros como lo más profundo del hielo. Tan fríos.

—Mi nombre es Rhadamanthys, soy el Polemarkhos Arkhon del ejército del Señor Hades…

—Un espectro, un… ¿Juez?

—Así es.

—¿Cómo es posible?

—Ya te lo había dicho: te he buscado durante mucho tiempo… yo te puedo ayudar a abrir esa puerta, y lo que encontrarás ahí, hará que cambies la historia que estás viviendo. Ahora dime —enunció con sarcasmo—, príncipe de Bluegard, ¿qué es lo que quieres?

Unity bajó la mano, se volvió hacia la puerta, se quedó pensativo una fracción de segundo.

—Los espectros son arteros, ¿por qué debería de confiar en alguien como tú?

El hombre rubio frunció el ceño, pero era implacable.

—No tienes muchas opciones, príncipe, por no decir que ninguna… quieres tener el poder suficiente para cambiar el destino de esta gente y el tuyo también, ¿no es así?

—¿Cómo sabes…?

—Tengo años observándote, sé de los griegos, sé lo que ellos hacen y dejan de hacer por ustedes… sé de todo eso— la autosuficiencia con la que hablaba era para helarle la sangre a cualquiera—- Abrir esa puerta es liberar un poder más antiguo que tú y yo, pero… ese poder te daría la ventaja… además— detuvo su discurso un instante, para atizar su curiosidad —ahí también hay algo que te pertenece…

"Mismo poder que yo ocuparé para inclinar la balanza en nombre de Hades", pensó en silencio Rhadamanthys.

—No entiendo —contestó Unity, la cabeza le daba vueltas.

—Lo entenderás, pero ahora necesito saber, ¿qué quieres hacer? Quieres una mejor vida para los tuyos, ¿no?

—Sí, pero…

—Bien, te buscaré en tres días, hasta entonces esperaré tu respuesta, príncipe…

—¡Espera!

Pero ya se había ido, así como había llegado, había desaparecido, se hizo nada delante de sus ojos, como polvo.

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Santuario de Atenea, Grecia

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Dègel despertó en medio de un horroroso dolor de cabeza, sentía que le latía de tal manera que seguramente daría a luz a un ser de oscuridad por medio de la cabeza, algo así como en la mitología griega.

Por un momento pensó que estaba en su propio templo, pero… aquello no se parecía, las sábanas no eran las suyas, el olor no era el mismo y además, notaba con bastante claridad a la antorcha humana que andaba por ahí.

Se incorporó de golpe y se llevó las manos a la cabeza, después se cercioró de que traía puesta la ropa, al menos Kardia se había portado honorablemente mientras él se encontraba indefenso en feliz estado etílico.

Caminó aún mareado hacia la sala principal del octavo templo y ahí se encontró a Kardia muy campechano comiendo manzanas y con un libro en el regazo.

—¡Ah! Ya has resucitado, como el Jesús, ¿cómo estás? —averiguó conteniendo la risa.

—Me siento fatal, ¿qué hora es?

—Temprano por la mañana, ¿quieres subir a tu templo? Te acompaño —ofreció acercándose a la piltrafa que era su compañero.

No pudo declinar su ofrecimiento, porque honestamente estaba pensando que quizás atravesar los siguientes dos templos acabaría por rematarlo y terminaría muerto antes de llegar a Acuario.

Al menos el griego se acomidió a cortar un poco de pan para él y poner un poco de agua para preparar té.

—Estarás bien en un rato, vamos Dègel, no es tan grave, vas a vivir.

—¿En serio? Tengo la impresión de que no… ¿cómo puedes beber de esa manera y no estar ni siquiera un poco mal?

—Pues… mi cuerpo procesa muy rápido el alcohol, probablemente es por el veneno y eso.

Merde

Cuando lo llevó a su habitación, misma que conocía de memoria, se encontró con algo nuevo: el normando había instalado unas repisas donde había colocado su colección de antiguos juguetes. Tenía juguetes de muchos lugares.

—Vaya, no sabía que esto te gustaba, ¿dónde tenías todos estos juguetes?

—Estaban guardados en cajas, hay muchas cosas que no sabes de mí…

—Y tarde o temprano las sabré, mi querido Dègel, eso te lo aseguro —le prometió con una sonrisa traviesa en el rostro—, mientras tanto, puedo ayudar a sentirte mejor.

—¿Cómo?

—Pues… sudar le hace bien al cuerpo alcoholizado, entonces…

—¡Para, Kagdia! Basta con tus insinuaciones, vete a sudar al Coliseo o a matarte a pajas, lo que quieras…

Pero Dègel en su moribunda resaca no se dio cuenta de aquella sonrisilla y acabó por desplomarse en la cama.

Aquello le había dado ideas al griego, pero por única ocasión, nada tenían que ver con sus perversiones, más bien tenían que ver con aquella encantadora colección de juguetes.

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Bluegard, Chukotka

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Tres días con sus tres noches estuvo dándole vueltas al mismo asunto, preguntándose cosas cuya respuesta no alcanzaba a dilucidar, o tal vez las respuestas que se revolvían en su cabeza, como sopa, eran cada vez más turbias.

Buscó, buscó imparablemente en los libros, y encontró poco o casi nada respecto a los Espectros. Y más preguntas le surgían al respecto. Los jueces eran tres, los principales comandantes de las huestes de Hades, Minos, Aiacos y Rhadamanthys, el último, era el despiadado Polemarkhos Arkhon, el que más de una vez había mantenido contra el suelo a las fuerzas de Atenea, eso le hacía dudar aún más, ¿por qué estaba ahí? ¿Por qué lo había seguido desde que era un niño?

Siguió acariciando la crin de su caballo, tratando de encontrar paz en ese pequeño acto de sentir el pelaje suave del animal. En la otra mano tenía un libro que hablaba justamente de eso, de las fuerzas de Hades, lo había sacado a escondidas de la biblioteca.

De pronto, sintió la fuerza descomunal del Juez, la oscura energía de su presencia, se volvió y lo vio a su espalda. Era rápido, pero seguramente algún otro guerrero, como Dègel, podría notar su presencia mucho antes de que apareciera.

El libro se soltó de sus dedos, el hombre, en un instante frente a él, lo recogió, lo observó, al darse cuenta de qué era, no pudo evitar sonreír con sorna, después se lo devolvió.

—He venido por tu respuesta, príncipe de Bluegard —exigió a bocajarro, sin mediar más palabra—, ya han pasado los tres días acordados, ¿y bien?

—¿Qué vas a ganar tú? —Reviró de vuelta, mirándolo a los ojos.

—Eso es asunto mío, pero ya que tienes tanto interés al respecto te lo diré: es posible que podamos terminar con la hegemonía griega, que la justicia de Hades pueda llegar a toda la Tierra —le dijo llanamente—, pero también necesito de ti para ello, así… como puedes ver, todos salimos ganando.

—¿Quién confiaría en un Juez? —susurró la pregunta que venía carcomiéndole por tres días.

—Tú… Lo que te daré es mucho más de lo que tú posees, así que, muchas opciones no tienes —ironías aparte—, quizás yo debería preguntarte qué darás a cambio de todo el poder que está tras la puerta sellada.

La mirada del rubio descubría su alma, sus huesos y todo lo que ocultaba, pero aún así, Unity no dio un paso atrás, no se amilanó.

—Pero…

—No necesito dinero, si eso es lo que pensabas ofrecer, tengo más del que requiero, de hecho, nada terrenal me hace falta.

—¿Mi… alma?

—No jodas, no soy una especie de demonio cristiano… ¿con quién crees que estás hablando, niño?

—…placer… —susurró, apenas audible, como si las palabras se le atascaran en la garganta, profundamente asustado, eso sí, de lo que acababa de ofrecer.

Rhadamanthys estuvo a punto de soltar una sonora carcajada pero se contuvo.

"Dices cosas tan insulsas, capullo", se dijo a sí mismo.

—Placer, dices… ¿qué sabes tú de eso? Vaya, príncipe, lo único que podrías tener de real valor es la biblioteca, pero no tengo donde poner tantas piezas… así que…

Unity sintió que la sangre le hervía y no pudo morderse la lengua cuando el comentario mordaz escapó, como siempre.

—¿Tú sabes leer…? —espetó con crueldad.

El juez apretó los puños y sintió que lo siguiente sería romperle el cuello a ese estúpido crío ¡¿Cómo se atrevía?!

—Tienes muchos cojones para hablarme así, príncipe, no te conviene tenerme de enemigo —lo tomó por sus blancos y lacios cabellos retorciéndolos de forma dolorosa—, para tu información hablo más idiomas de los que te puedes imaginar…

Unity tragó saliva espesa, aún así siguió sin amilanarse.

—Te voy a decir lo que haremos: como tú no sabes nada de placer, tendré que enseñarte yo, porque nada tiene que ver con las gazmoñerías que haces con el caballerango…

—¿Tanto así me espías…?

—No sabes nada de placer, ni siquiera de tu propio placer, así que empezaremos por ahí, bonito —ignoró sus preguntas—, después te diré lo que haremos, punto por punto, y de una vez te aclaro, las órdenes que te dé, las tienes que seguir al pie de la letra, sin dilación… ¿entendido?

Volvió a retorcer su cabello haciendo que doblara el cuello en un ángulo doloroso.

—Entendido…

—Quítate la ropa —dijo con frialdad, soltando su cabello.

—¿Aquí? Pero ¡esto es una caballeriza!

—Aquí, quítate la ropa, dije.

Lo dudó un instante, incluso pensó en pegar la media vuelta e irse, pero… también pensó que tenía delante suyo la oportunidad de cambiar las cosas en Bluegard, para beneficio de todos, sin depender de los griegos.

Pasó saliva con tal dificultad que estuvo a punto de toser, aquello era tan humillante, por un minuto sintió que su instinto de conservación le alertaba, y lo acalló, por increíble que pareciera la hazaña.

Empezó a sacarse la ropa, tal como le indicó, lentamente las prendas caían a sus pies, hasta que la última se deslizó lamiendo su piel blanquísima, con lentitud, como una ironía. Rhadamanthys lo observaba centímetro a centímetro, cada parte de su cuerpo, de su piel, lo devoraba sin necesidad de tocarlo.

—Tal como pensé, toda una obra de arte… —siseó acercándose a él.

Le hizo dar la vuelta, darle la espalda, mientras sus manos empezaron a recorrerle la piel, manos, evidentemente más grandes que las suyas que tocaban, apretujaban, acariciaban, y parecían saber perfectamente qué hacer, dónde tocar, dónde pellizcar, como si fuese un mapa perfecto de constelaciones que marcaban los puntos erógenos en su cuerpo.

Mordió su cuello con violencia, la espalda, lo empujó sobre la ruda paja, esta se clavó en diferentes zonas de su cuerpo, no lo podía ver, pero sentía su peso, el cuerpo del juez contra el suyo.

Cerró los ojos, en ese punto estaba asustado, acabaría follado como cualquier mozo ahí tirado en la paja.

—Nadie puede volver a tocarte, eres mío, y donde vuelvas a tener aventurillas con el caballerango, por ejemplo, le arrancaré la cabeza delante de ti… ¿entendido?

—Sí…

Lo siguiente fue que sus dedos empezaron a recorrer el camino hacia su propio templo de placer, hasta que los hundió ahí. Todo empezaba a pasar a una velocidad vertiginosa, sus gemidos, los del que tenía a la espalda, la rudeza con que lo trataba y que lejos de asustarle… parecía empujarle a querer justo eso, rudeza, descontrol…

Dolor.

Sintió dolor, luego placer, más dolor.

Cuando terminó todo, se dejó caer sobre la paja, estaba de rodillas, ya no le importó que se le estuvieran incrustando las varillas secas contra la piel; Rhadamanthys se dejó caer después del orgasmo, después salió de su interior y lo hizo girarse para observarlo.

De alguna extraña manera el Juez se fijó en sus rodillas, irritadas y sanguinolentas por haberse tallado contra la paja mientras lo mantenía, literal, empinado, se sintió un poco mal al respecto.

"Es igual que Minos, todo se marca en su piel de manera escandalosa", pensó molesto.

Lo obligó a levantarse, tembloroso, adolorado, tomó su ropa y se la arrojó a los brazos, luego lo tomó entre los suyos, lo cargó como si no fuese más que una rama, sin peso alguno.

Para él, para la fuerza física descomunal que poseía, no era nada.

Lo sacó así, en pleno frío, en la nevada, desnudo, desprotegido. Unity no sabía si eso era un acto de impiedad o de lástima. No se decidía.

—¿Cuál es el balcón de tu habitación? —Exigió saber.

—Ese —le señaló uno de los grandes balcones, no era el mayor, pero sí uno de considerable tamaño.

Calculó fácilmente la distancia y dio un salto sobrehumano, lo llevó volando consigo, en un segundo aterrizó sobre el balcón, la puerta no estaba cerrada, así que bastó con empujarla, una vez dentro se recargó para cerrarla y bajó a Unity.

En silencio, el joven de cabello incoloro fue a echar el seguro de las puertas dobles de su propia habitación, que afortunadamente estaba tibia. La madera chirriaba en la chimenea, iluminada a medias.

—Acuéstate en la cama —le exigió.

—Pero…

—Hazlo.

"¿Otra vez? Pero si lo acabamos de hacer", pensó arrepintiéndose de la decisión que acababa de tomar, como siempre, se dijo a sí mismo, tomando las decisiones más estúpidas.

—Ahora sí vas a saber de tu propio placer, príncipe…

Su cuerpo sobre el suyo parecía no pesar, tal vez sólo era su imaginación, sus manos volvieron a recorrerle, pero esta vez con menos desesperación, menos salvaje, sus labios carnosos rodaban por su cuerpo, volviéndolo a poner a tope…