XXI. La maldición de la Historia del Ojo. La llave abierta.

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"Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un forzado, y hay una puerta: si la entreabrimos, el animal se precipita fuera, como el forzado, encontrando su camino; entonces, y, provisionalmente, muere el hombre; la bestia se conduce como bestia, sin ningún cuidado de provocar la admiración poética del muerto."

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Cuando era niño, una de las viejas mujeres del Clan Gojo le comentó una vez que no era necesario conocer el tipo de cosas mundanas que existían. Esto se lo había dicho cuando lo descubrió agazapado en el jardín observando a una joven doncella y a uno de los sirvientes besándose a escondidas.

La opinión que a él le valía, era que estaban muy contentos besándose, los observaba a escondidas porque, por supuesto, nada de eso había visto alguna vez en dónde él estaba.

De pronto aquella mujer le había tirado del cuello de la ropa y lo había casi arrojado hacia atrás.

—¡Hey! ¡Qué demonios te pasa? —Se quejó.

—No deberías estar observando ese tipo de cosas, pero sobre todo, no debes codiciarlas porque, en primera, ni las conocerás y, en segunda —le explicó lacónica la vieja—, tú no vivirás para eso…

En su momento no lo entendió. Aquello le sonaba a simplemente una prohibición relacionada con no distraerse de la importante misión de ser una máquina de matar.

Después, conforme pasó el tiempo, Suguru llegó a su vida con todo lo que vino después, y entendió que la crueldad de lo que pesaba sobre sus hombros era también el no codiciar aquello que le hiciese desear vivir, aquello que le despertara ganas de aferrarse a la vida… a su propia vida.

El cariño, el amor, los besos, el sexo. Todo eso ataba a la trascendencia más básica de los humanos: vivir.

El sexo ataba.

Los besos ataban.

El sexo en los brazos de Suguru era un vicio… los besos de aquella boca salvaje y pecaminosa le hacían desear fervientemente la vida y no la muerte.

Y Satoru dejo su vida y su alma en esa cama, en esos brazos. Nunca más volvió a pertenecerse a sí mismo. Jamás.

Pero esa nueva pertenencia no borraba el dolor que sentía y que le hacía lloriquear con ahínco para espanto del moreno.

Suguru tocó la frente de su joven amante, todo parecía en orden, no entendía por qué estaba sucediendo aquello. Estaba realmente angustiado porque el otro no se movía y permanecía gimoteando tirado en la cama diciendo que le estaba doliendo tanto como para evitar que caminara. No lo pensó dos veces, comenzó a vestirse y jaló el móvil de la mesa de noche. Seguramente ella sabría qué hacer, qué tenía y cómo resolverlo. ¿Qué tal si aquello era un castigo por haber profanado algo que era sagrado?

—Hola, Shoko, lamento molestarte a esta hora… ¿Estás en la enfermería o en tu habitación?

—¿Suguru? ¡No jodas! Sí, en la habitación… —contestó la voz somnolienta.

—¿Estás sobria?

—Sí, idiota… ¿qué pasa?

—Voy para allá, te explico en cuanto llegue.

Los edificios que le separaban del dormitorio femenino los recorrió en segundos y, antes de que alcanzara siquiera la puerta, ella ya lo estaba esperando en el marco de la misma.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? ¿Satoru…?

—Yo estoy bien, es él… no sé qué pasó… —contestó compungido el pobre.

Al final, cuando Shoko escuchó la historia del por qué le había marcado a las 3:41 de la mañana, comenzó a reírse con una mano sobre el hombro a su compañero quien frunció el ceño y le dirigió una mirada reprobatoria. Acabó convenciéndola de que fuera con él a echarle un vistazo. La otra a regañadientes aceptó, más por morbo que por otra cosa. Se llevó una pequeña caja que le servía como botiquín, sólo llevaba medicamentos básicos, nada más, algunas vendas, gasas, antisépticos.

Al llegar a la habitación de Suguru, descubrieron que Satoru seguía exactamente en la misma posición: acostado boca arriba, con las piernas abiertas y los brazos también abiertos a los costados de su cuerpo.

—Y entonces Satoru… ¿por qué dices que no puedes moverte? —Inquirió ella con un mohín de burla.

—Me duele, no me puedo poner en pie, no puedo caminar…

—¿Qué te duele?

—La cadera, las piernas, me duele ahí… me duele el huequito…

—¿Cuál huequito? No seas ridículo, te refieres a que te duele el…

—¡El huequito! —Chilló el otro como animal dolido.

—Shoko, deja de hablarle así —pidió Suguru.

—Sólo está exagerando, como siempre, ¿sangraste?

—No.

—¿Nada?

Medianamente se asomó entre las cobijas revueltas para constatar lo que ya sabía. —No…

—Bien, te voy a dar algo que te ayudará con el dolor, además no sabe mal —después de eso le metió a la boca una pastilla—, no la masques, espera a que se derrita, te sentirás mejor en unos minutos, ahora sólo descansa.

—Me voy a morir… —comenzó a gimotear nuevamente.

—Bueno Suguru, ahora levanta a tu estrella de mar que está ahí tirada y llévatela a lavar. Eso le ayudará, agua bien caliente.

Después abandonó de la habitación haciéndole una seña a Suguru para que saliera con ella. Una vez afuera se agarró a su hombro en un esfuerzo vano de aguantar las carcajadas; luego, sacó un par de pastillas y se las puso en la mano.

—Suguru, alégrate, lo que tiene el pobre es dolor muscular, sólo eso, así que no se va a morir y sí puede caminar, sólo que le molestan los músculos —le explicó de lo más ecuánime—, ¿nadie les dijo que esto iba a pasar al tener sexo?

—No tenías que ser tan cruel —le recriminó.

—Por lo que dice, no tiene ningún desgarre, lo cual también sería normal; lo que tienes en la mano es un analgésico… ¿cómo te sientes tú? ¿También te sientes así?

—No, no me siento mal, no me duele, sólo molesta un poco.

—Bueno, pues entonces llévate a bañar a ese pobre hombre sufriente y dale el analgésico…

—¿Qué le diste antes?

—¡Ah! Una pastilla de menta, lo engañé —dijo sonriendo, y esta vez Suguru no pudo evitar también reír—, todo es muscular, es obvio que la posición del cuerpo para… bueno, para poder tenerte entre sus piernas, no es una posición normal y es obvio que habría dolor… en lo que se acostumbra su cuerpo a ello… ¿ves? Todo normal, sobrevivirá.

Al final, acabó haciendo lo que le dijo su amiga: se metieron a bañar con agua bien caliente y poco después de haber tomado el analgésico siguieron durmiendo otro rato.

Todo normal.

Bueno a partir de este punto, para Satoru, ya no fueron tan normales las cosas. No había vuelta de hoja.

Porque después de haber tenido prohibida toda añoranza, todo deseo de eso que se supone no debería querer, ahora lo tenía entre sus manos y le encantaba. Entendía perfectamente por qué no tenía que probar: porque ya no podría parar.

Lo supo mientras se dedicaron a descansar en la bañera. Suguru recostado en ella jugueteando con su cabello húmedo, tan peculiarmente claro; Satoru echando agua tibia y espuma en el torso de su amante, tal cual lo haría un niño.

—¿Crees que esto vaya a cambiar las cosas entre ambos, Satoru? —Le susurró en el oído.

—Sí, por supuesto.

—¿En serio? —Cuestionó Geto.

—Sí, claro… —respondió tomando su mano y colocándola contra su mejilla húmeda; después, dio una vuelta complicada dentro de la bañera, para quedar de frente y observarlo, sus pestañas peculiarmente claras mojadas se veían aún más curiosas.

Le contempló perdido en su rostro tan bello. No cabía duda, Suguru era lo más hermoso que hubiese visto.

—Las cosas han empezado a cambiar, Suguru, hace mucho lo hicieron —sus dedos finos se enredaron en los cabellos negros—, seguimos siendo los mejores amigos, si te refieres a que si el sexo lo echará a perder, no lo creo, pero… creo que están cambiando las cosas, porque ahora tú eres mío, tanto como yo tuyo…

Suguru, por toda respuesta, acarició su mejilla sonrojada y le dio un beso breve en los labios.

—Ahora entiendo por qué tenía que evitar este tipo de cosas, ¿sabes? Porque ahora, morir rápido no está en mis planes, quiero más cosas, quiero estar contigo… —susurró, esta vez subiéndose a sus piernas, montándose a horcajadas—, esto ha sido como abrir la llave y no poderla cerrar, ya no quiero cerrarla… Suguru…

Las manos torpes del otro se enredaron en la cintura de Satoru y lo atrajeron hacia su cuerpo, sus dedos se deslizaron por la espalda baja, reconociendo cada milímetro de su piel blanquísima, de alabastro.

No, no acabaron haciéndolo otra vez ahí en la bañera, pero sí más tarde por la mañana, cuando había amanecido, en la habitación… y todo les dolía, pero la novedad de su propia pasión, de su sexualidad recientemente descubierta, los llevó a no sacarse las manos de encima… en muchísimo tiempo…

¿Cómo se podía cerrar la llave una vez abierta…?

Y las cosas se iban a complicar otro poco más con el ingreso de nuevos de primer año toda vez que ellos pasaron a segundo.

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Tokyo Radio FM 96

I want to know you

Not like that

I don't want to be your mother

I don't want to be your sister either

I just want to be your lover

I want to be your baby

Kiss me, that's right, kiss me

Justify my love, Madonna.