Capítulo 3. Yin y Yang

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–¿Diga?

Estaba tan concentrada apretando los botones de la calculadora, tratando de cerrar los apretados números de sus finanzas, que tomó su teléfono sin miramientos después de oírlo sonar, sorprendiéndose -no gratamente- cuando escuchó la voz de Marco Lasso del otro lado. De todas las personas que podía llamarla, su jefe era la menos probable y la menos esperada.

Anna.

La efusividad del saludo haría pensar a cualquiera que se trataba de una máquina automática del otro lado y no de una persona.

–Sí, Marco –contestó, frotándose las sienes y apartando un momento los papeles que tenía sobre la mesa, arrepintiéndose desde el fondo de su ser de no haberse fijado en el contacto de la llamada entrante. Podría haberse evitado al menos ese momento de estrés asegurado y el disgusto de oír su voz –¿Qué sucede?

Al menos era una persona directa y no recurriría a una charla trivial antes de tocar el tema que le interesaba en realidad. Tal y como predijo, el hombre fue al grano.

La sección de "Vida sana" no está lista.

–Lo está –le refutó ella. –La mandé a tu correo apenas la finalicé. –"Ayer, cuando trabajé horas extras porque arruinaste mis notas", estuvo por agregar. No hacía falta tomar riesgos. Se contuvo al mirar los números de sus cuentas. Podía prescindir de muchos lujos pero no de su trabajo. De todas formas, no entendía por qué le señalaba algo que estaba segura de haber completado. Con Marco siendo tan impredecible, eso no era bueno.

Hay nuevas indicaciones. Se adjuntará un elemento local referido a ese tema.

–¿Elemento local? –eso era extraño. La revista traía información de su contraparte americana. Básicamente era una copia, solo que con distinto idioma.

Una adición.

–Una adición –repitió ella. Fue un atrevimiento que se tomó; repetir las palabras del hombre para que él mismo escuchara lo ridículo que sonaba.

Porf no está disponible.

Esa conversación era como un concurso de quien podía ser más escueto para contestar.

Pero con esas sencillas palabras supo que su colega no sólo pasaba sus horas de horario laboral fanfarroneando, lejos de su cubículo y pidiéndole café a Pirika en sus intentos patéticos de llamar su atención, incrementando la cafeína en su sangre y alimentando su espíritu revoltoso en un círculo vicioso; si no que el trabajo que debía hacer –la "adición" al suplemento mensual– era en realidad responsabilidad de Porf, y ahora ella tenía que reemplazarlo.

Estaba enojada.

–Hay una tienda naturista a unas calles de la oficina. ¿Sabes cuál te digo? –agregó cuando el silencio de Anna demostró su confusión.

La conocía. Había pasado algunas veces por allí, pero como no le interesaban esa clase de productos y muchos excedían su presupuesto, nunca se había detenido siquiera a mirar la vidriera. Pero más allá de eso y cavando un poco en las palabras de Marco, quería creer que no estaba diciendo lo que parecía que le estaba diciendo.

Debes completar tres hojas.

Hasta que se lo confirmó. Respiró hondo, a punto de subrayar que su trabajo estaba lejos de ser reportera para además llenar los espacios en blanco. Marco debía saber qué era correcto y qué no, pero se dio cuenta que le estaba pidiendo demasiado al sujeto que no le importaba que se quedara pasada la hora en la oficina y recalculó por un segundo cuando miró las hojas que había extendido sobre la mesa, y los números en rojo que resaltaban de ellas.

-Bien. Pero estamos hablando de una remuneración extra, ¿verdad?

Hubo un momento de silencio.

Por supuesto. Te enviaré los detalles. Envíalo a mi correo en tres días. Saludos.

Y colgó.

Anna, con sus manos libres, ahora pudo frotarse las sienes de ambos lados. Necesitaba dinero, sí, y al menos le pagarían. Eso era una entrada que recibiría gratamente. Tenía tiempo para hacerlo, también. Estaba planeando algo rápido, algunas preguntas sencillas para el encargado, nada que le supusiera un trabajo mental intenso. Después de todo, originalmente estaba asignado para Porf. ¿Cómo lo hubiera hecho Porf? Se encontró pensando. Algo que jamás imaginó hacer.

Lo que no tenía era deseos. Pero era entendible. Ser buena en un trabajo no significa que le agradara, y a decir verdad, lo detestaba. Pero no tenía opción.

En todo caso, ¿qué clase de gente pondría una tienda sobre comestibles orgánicos?

Deben ser hippies, pensó, buscando el número de la tienda en su teléfono.


–¡Zang-Ching! ¿Puedes atender?

No hubo respuesta. El sonido opacado de un movimiento de cajas que provenía desde el depósito le indicó que su ayudante estaba lejos del teléfono, y seguramente ni siquiera podía escucharlo.

– ¡Zang-Ching! –intentó de nuevo, pero sabía que no habría remedio. Se lavó las manos a toda velocidad antes de salir del baño y corrió hasta el teléfono del mostrador, sacudiéndolas en el aire. –Junípero, Horo Horo al habla…

Pero llegó demasiado tarde y ya habían colgado del otro lado.


Parece que atender un teléfono era una tarea demasiado complicada. Preferiría hacer la entrevista sin tener que salir de su casa, pero necesitaba esa bonificación rápido, y también algo de distracción para olvidar las finanzas que parecían quitarle años de vida con solo mirarlas, así que hizo su camino hasta la famosa tienda un par de horas después, con una lista de preguntas en mano. Para ser su primera vez haciendo una tarea semejante, descubrió que al menos no era difícil, y tenía la confianza de que no le tomaría más de una hora llenar los renglones con las respuestas.

Recordaba lo llamativo del escaparate. Los carteles atractivos y los nombres brillantes de los productos en exhibición. Era un negocio más elegante y ligeramente más grande de lo que recordaba haber visto por el rabillo del ojo, cada vez que caminaba por allí camino al trabajo. Estaba abierta y un puñado de clientes dentro llenaban sus canastos, pero con un paneo rápido del interior, no pudo ver rastros de la persona que estaría a cargo. Hasta que la vio, detrás del mostrador en el fondo, leyendo el periódico.

Si no hubiera estado de pie en el lugar de mando, jamás hubiera pensado que era un encargado del lugar. El aspecto desaliñado general del chico no era algo que imponía respeto, casi ni deseos de comprar allí, pero caminó hacia el muchacho de todas formas porque no le sobraban yenes para pagar la cuenta de electricidad.

–Buenos días –saludó, llamando su atención y logrando que levantara la mirada de su lectura. En contra de lo que hubiera esperado, el chico la saludó con énfasis, y hasta le dio la bienvenida al lugar con una predisposición exagerada. Con temor de que le ofreciera un tour por todo el lugar, Anna se apresuró en explicar su asunto y conforme lo hacía, pudo ver los ojos del chico que se iluminaban. Casi podía leer el motivo del entusiasmo no era otro más que "propaganda gratis". De alguna forma u otra sabía que él reaccionaría así. Se veía como la clase de sujeto que le agradan las cosas llovidas del cielo.

–No me tomará mucho tiempo –agregó por pura y falsa cortesía, antes de que el joven le respondiera.

–¡Por supuesto! –dijo él. Anna sonrió, pensando en lo mucho que podía decir la apariencia de una persona. –¿Cuándo podemos empezar? ¿Prefieres la otra semana o…?

–Esperaba poder hacerlo ahora. Yo sé que vine de improviso -perdón por la informalidad-, pero si estás disponible…No te quitaré demasiado tiempo, como te dije.

El joven hizo una mueca y comprendió que no todo fluiría como ella pensaba.

–Mi compañero tuvo unos asuntos que atender, tal vez venga el lunes…Él es dueño también, de hecho, es más dueño que yo. Deberías volver cuando ambos podamos responder tus preguntas.

Eso era un problema, prefería desocuparse de ese asunto cuanto antes. Podría haberle insistido al muchacho, pidiéndole que contestara por su cuenta, pero así como había adivinado la respuesta afirmativa inmediata, podía intuir que no tenía caso tratar de que él completara la encuesta en solitario. Parecía demasiado comprometido con la relación de su copropietario. No pudo evitar mostrar su decepción. Estaba cansada, el trabajo y sus tareas extra, las cuentas a pagar, la inflexible señora Goldva y sus aumentos inesperados… Pero al menos ya tenía la confirmación del chico desaliñado. Y su tiempo límite era en tres días…Tenía setenta y dos horas de gracia.

–No importa si no es ahora, pero debe ser el lunes.

–Prometido. Mi compañero estará aquí –la sonrisa no se desvanecía de su rostro mientras además le juraba que tendría muestras gratis, y descuentos de hasta el diez por ciento de las trufas de higo extra especiales de la casa, sin notar todavía del desencanto total que Anna portaba en su rostro que expresaba que ninguna muestra gratis o promoción la convencería de consumir ingredientes exóticos traídos de las remotas montañas de indochina.

–Te dejaré mi tarjeta –dijo, sin contestarle y metiendo la mano en su bolso, aliviada de regresar a su casa en breve, porque entrevista o no, la energía excesiva del chico le había drenado las pocas que traía ella.

–Llévate una muestra gratis de té de lavanda.

Pero no podía escapar de su espíritu comercial. Hubo un intercambio mudo, de tarjeta y sobre de té. Ella agradeció antes de salir, sin poder dejar de pensar -tal vez con demasiado drama- en qué otros obstáculos le depararía la vida. Además odiaba el té de lavanda.

En cuanto la vio salir por la puerta tuvo que contener un grito de emoción. Todavía había clientes en los pasillos. Pero apretó los puños en silencio. Horo Horo no podía creer su suerte.

–¿Quién era la señorita? –Zang-Ching se asomó por la puerta del depósito, buscando el motivo por el que su jefe parecía estar falto de aire a mitad de un ataque de histeria.

–¡Una reportera! Tendremos un espacio en una revista, y sin pagar comisión ni nada de eso. Vino a pedirnos una nota para aparecer en ella, ¿cómo te suena eso, eh? Somos un emprendimiento muy distinguido.

–Eso es genial, señor Horo Horo. Me alegro mucho por ustedes –lo felicitó su ayudante.

–Espera espera, tengo que llamar al idiota para contárselo –dijo, marcando su celular mientras rebotaba en el lugar. No podía quedarse quieto –Si es que no está muy ocupado con ese maldito gato callejer…¡Ah, Yoh! ¡Adivina!

En cuanto Horo Horo contactó a su amigo y socio, Zang-Ching encontró un momento para relajarse. Se quedó de pie apoyado en pared del cuartito del depósito, su hábitat natural, deseando con la vida tener un cigarrillo encendido y humeante entre sus dedos, pero tenía prohibido fumar en el trabajo. Reemplazó la exhalación del humo con un suspiro, tratando de ignorar las cajas que todavía tenía para acomodar. Era agotador ser el único empleado y tener que hacer todas las tareas por su cuenta. Desde limpieza, a reposición de mercadería…Normalmente el castaño era más predispuesto y le daba una mano, pero al parecer se estaba ausentando por problemas personales, algo acerca de un gato.

Ya era el primer día de llegada de mercadería, y observando las cajas que aún no había terminado de desempacar, podía estimar que le tomaría hasta la semana siguiente completar la tarea.

Esa era la época más dura del mes. Odiaba la recepción de productos. Si bien su paga era mejor a la de sus compañeros en el norte, era él quien tenía trabajo doble. O triple. En fin, estaba seguro que de todo el grupo, era el que tenía más responsabilidades. No sólo pretender ser un buen empleado en la tienda, respetuoso, ordenado. Limpiar, desempacar, asesorar. Mantener una imagen impecable, transmitir confianza al par de dueños…también cuidar que nadie se llevara la mercadería incorrecta.

Miro a Horokeu de soslayo. Lo peor de la lista era barrer las uñas que el muchacho escupía cuando se aburría.

Rodó los ojos. Había terminado de hablar con el otro pelmazo y como era usual, ahora hurgaba algo en su nariz. Cuando terminara con la nariz, pasaría a sus orejas, pero no pensaría ni un momento en detenerse para ayudarlo con las tareas generales.

Si alguien entrara por la puerta y viera al propietario con los dedos ocupados de una forma tan grotesca, seguro daría media vuelta y se marcharía. De todas formas tenían una buena porción de clientes fijos. Algunos "clase yin", como decía, y otros…, otros eran "clase yang".

Le gustaba jugar consigo mismo a adivinar de qué clase era la persona que entraba por la puerta. Con la reportera había sabido de inmediato que venía por asuntos diferentes que una simple compra de leche de almendras, porque no se había detenido a ver los productos y le había hablado directamente al sujeto que se rascaba tras el mostrador.

–¿Puedo ayudarle, señora? –le preguntó con toda su amabilidad posible a una mujer de unos setenta años mal llevados, con la nariz y la espalda tan curvados que se alineaban paralelamente al suelo. Era una pregunta superflua, después de todo la viejecita ya sostenía con firmeza en sus manos un paquete de trufas.

Y como respuesta, ella sacudió el paquete, exhibiéndolo con enfado muy cerca de la mirada del chino. Era más que obvio que estaba frente a un cliente clase yin. Por eso debía tener cuidado.

–¡Ah! Nuestras únicas trufas de higo. Claro que sí, claro –"sostener el tono amable…" se recordó. –Pero la variedad que busca es esta –aclaró, ofreciéndole otra bolsa, muy parecida, en su lugar. Hizo uso de su corpulencia para tapar la escena de la vista de Horokeu. –Éstas son las indicadas.

–No lo son –dijo ella con firmeza, y con mal humor. Al ver el rostro contrariado del chino, decidió agregar en voz baja; –Llevaré éste paquete, Zang-Ching. Y dile a tu jefe que comenzaré a hacer prueba de calidad.

Zang-Ching retrocedió un paso de la sorpresa. Había dejado que la apariencia de la señora lo engañara, y se había equivocado. Era una clienta de clase yang. Porque un ojo no entrenado no podría notar el minúsculo cuadrado de tinta azul en el envoltorio de las trufas de higo. Un ojo no entrenado jamás se daría cuenta que algunas bolsas tenían ese discreto detalle, mientras que otras no llevaban ninguno.

Trató de disculparse pero ni una palabra salió de su boca. Sabía bien el nombre de la persona quien tenía en frente, a pesar de jamás haberla visto, pero no pudo pronunciarlo. Se encontró en la situación que jamás había imaginado. Se suponía que su trabajo en la tienda sería tranquilo, eso le había prometido el jefe –su verdadero jefe–. No se expondría a peligros, ni situaciones tensas. Lo único que debía hacer era vigilar que ciertas personas llevaran ciertos paquetes.

Intentó recomponer la calma, cuando ya había pasado el minuto más largo de su vida, y la mujer seguía con la mirada en él, dándose la libertad de examinarlo de arriba a abajo con un poco de diversión en sus labios. No se dejaría amedrentar, pensó, e irguió su columna tanto como pudo. El jefe no estaría contento de saber que la presencia de ella lo había asustado, se burlaría de él.

La niebla de su mente se disipó, cuando se sintió molesto de tener su territorio invadido con tanta impunidad. Además, ¿dijo prueba de calidad? Entrecerró los ojos, mostrando su fastidio.

–Le informaré –contestó, con el tono de voz que practicaba todos los días, pero las comisuras de su boca sin una pizca de simpatía.

–Perfecto –la anciana lo esquivó, y caminó hacia el muchacho del mostrador.

–Ah, una nueva adepta de las trufas. Le encantarán, se lo aseguro –escuchó la voz de Horo Horo, tratando como un ser humano a esa vieja detestable. –Gracias por su compra. Vuelva pronto.

Cuando supo que la señora regresaría hacia su dirección para salir por la puerta, reaccionó rápido, y volteó por el pasillo continuo. No le importaba si no se había despedido de la clienta, como se suponía que debía hacer. Porque lo más sensato para hacer cuando alguien se encontraba a Goldva en la mitad del camino, era apartarse.


Había encontrado un sitio privilegiado para aparcar, dentro del caos natural del distrito céntrico. Gracias a Ren, que había improvisado para su conveniencia, un control de gasoductos. No sintió pena por la gente que debió desviarse de calle, pero se distrajo por un leve momento mirando por el espejo retrovisor justo cuando detrás del paso de su coche, una comisión de inspectores se instalaba a mitad de la avenida indicando con silbatos y carteles que el paso estaría interrumpido por unos minutos.

Tal y como esperaba de Ren.

Y aunque el transito se hubiera reducido bastante, el centro nunca quedaría totalmente vacío. El movimiento de los vehículos y las personas no afectadas por el corte imprevisto, era bastante copioso. Lyserg estaba tranquilo por esto, y no creyó que fuera de necesidad ocultarse con gafas oscuras o de utilizar un vehículo negro, como si estuviera haciendo un control nocturno. Su compañero había pensado en todo y hasta había colocado bolsas de tiendas –llenas de papeles de archivos inservibles– y un periódico en el asiento del copiloto. Era uno más del montón, descubierto e inocente a la luz del día.

Aunque no todo lo que toca la luz es inocente. Bajó los binoculares a la altura de su pecho, sin quitar la vista de la tienda, donde podía ver en su interior a algunas personas. No podía abusar del uso de las lentes, pero pudo ver justo el momento en que algunos clientes abandonaban el lugar, y solo dos figuras quedaban dentro. Seguidamente agarró su teléfono y tomó un par de fotografías.

Una llamada entrante lo sorprendió al instante de haberlas enviado, pero –de nuevo– no podía esperarse menos de Ren.

¿Están solos? –su amigo preguntó del otro lado de la línea.

–Si –confirmó Lyserg. De pronto le tentó una idea –Podría entrar y fingir que compraré algo.

No necesitas que vean tu rostro –le dijo la voz en el auricular, y tuvo que darle la razón. Estaba siendo impulsivo.

–El propietario es el hombre detrás del mostrador –aseveró con una última mirada rápida los binoculares. –El señor del atuendo chino es claramente un empleado. Observé que hablaba con algunos clientes, y merodea por el lugar en forma constante.

Esperó en silencio la opinión de Ren Tao, sin quitar sus ojos verdes del interior de la tienda naturista. De no haber sido por su informante, jamás habrían sospechado de ese lugar. El hombre, amigo de su padre, Liam Diethel, no había dado más detalles, pero con sólo señalar con un dedo ese sitio, era suficiente para él para desplegar su investigación. Era un punto de partida. Sin eso, ni siquiera sabría donde comenzar.

A plena vista, en plena zona comercial…¿De verdad se sentían tan seguros? ¿Qué clase de gente opera no solo sin temor a ser descubierto, sino también con esa obscena exposición? ¿Aliados de monarcas o políticos? ¿Amigos de la policía? Todos sus conocidos de la dependencia donde trabaja eran de total confianza. Su padre los había elegido uno a uno. Pero no estaba familiarizado con otras oficinas de Tokio; era imposible saber dónde podía estar la fruta podrida.

Observaremos algunos días más. Rotaremos –fue el dictamen de su colega. Lyserg estuvo de acuerdo, aunque hubiera deseado agilizar el proceso. De haber sido él sólo en el caso, ya hubiera cumplido su amenaza y hubiera entrado apuntando con su arma en el parietal de cualquiera de los dos sujetos, el primero que se le cruzara por su camino. –¿El del mostrador es el jefe? –quiso confirmar una vez más.

–Eso parece. No se ha movido de allí, y dio varias indicaciones al otro sujeto.

Hubo un silencio, en el que supo que Ren estaba mirando con más atención las fotografías que le había enviado. Casi podía verlo, sentado con sus largas piernas cruzadas, su papeleo en el escritorio, y una taza de café con tres cuartas partes de leche en la superficie de madera.

–Que tipo desagradable –lo oyó declarar, decidiendo al instante que le caía mal.


–Yoh, idiota –dijo, como decía al menos veinte veces en el día. –¿Qué estabas haciendo? Y no me digas algo como "cuidando al gato".

–Cuidando al gato, Horo Horo –bostezó Yoh, tendido en el sofá de la sala. Volteó su cabeza hacia el techo para ver mejor al recién llegado, que estaba quitándose la casaca sin poder creer lo que veían sus ojos. El tema de conversación estaba, de hecho, bien cuidado, y dormido junto al castaño, ajeno al ruido que había hecho el chico con las llaves, la puerta y las botas. –Se encuentra bien. Había dejado de comer, eso me preocupó bastante. Pero con una inyección recuperó el ánimo y se terminó todo el alimento del plato. El doctor cree que fueron secuelas del frío, pudo haber agarrado una infección respiratoria y tenía un poco de fiebre, pero dijo también que es un gatito joven y muy fuerte y mañana estará recuperado al cien.

Usui Horekeu escuchó en silencio, esperando que su amigo notara e interpretara su rostro de total indiferencia. Sin mencionar nada acerca del parte médico del gato, se dio la vuelta, en dirección a las escaleras, para ir a su habitación.

–Debía contarte algo muy importante que sucedió hoy en la tienda, pero ya no quiero. Buenas noches.

Yoh entendió que en algún punto de sus cuidados a su nueva mascota, había descuidado a la otra.

–¡Espera, espera! ¿Qué sucedió? Cuéntame. Cuando llamaste hace un momento…

–Sí, eso. Cuando te llamé hace hora y media, me cortaste el teléfono, y no escuchaste ni una palabra de lo que te dije.

–¡Justo era mi turno en el veterinario! Y había tanto ruido que apenas te pude escuchar –Yoh en parte rogó ser entendido y perdonado, pero por otro lado, estaba molesto por la actitud inflexible de su amigo. Siempre era así en cuestiones de negocios. Para él, antes que nada en el mundo, estaba la tienda. –Cálmate y dime qué sucedió –agregó. No podía ser nada serio, si hubiera explotado algo no estaría de pie en silencio frente a él, con las manos en los bolsillos del pantalón.

–Escucha. Hoy vino una periodista. Nos harán una entrevista en la tienda. Es para una revista –dijo, todavía con firmeza en su voz. Aunque al contarle a Yoh la gran noticia, su emoción comenzaba a avivarse nuevamente –Quieren que aparezcamos en el siguiente número –ya no pudo disimular el entusiasmo; –Tal vez también nos tomen una foto, así que más vale que te arregles. ¿Dónde dejaste los delantales? Deberíamos usarlos, ya sabes, para que sepan que somos serios. Zang-Ching también debería usar uno, al menos encima de su ropa tradicional, que tanto insiste en…

Tuvo que interrumpir a su amigo, porque cuando comenzaba a cavilar en voz alta, ya no podía detenerse. Más aún en ese estado sobreexcitado. Pero era una noticia buena. A decir verdad, era lo último que Yoh se hubiera imaginado que sucedería ese día. Se alegraba, sí, pero tal vez sus pensamientos lo llevaban a preguntarse cosas que Horo Horo no se estaba cuestionando. Por ejemplo, ¿por qué su tienda?, ¿qué clase de revista?, ¿cuántos periodistas debían esperar? La idea de dar una conferencia de prensa lo aturdía, pero no tenía idea de qué clase de situación debía imaginarse.

–¿Cuándo será eso? –fue lo único que preguntó, apoyando los brazos en el respaldo del sillón.

–El lunes.

–¿El lunes? –repitió Yoh, abriendo los ojos. –¿No deberían avisar con más anticipación?¿Qué clase de informalidad es esa?

–Nada de informalidades, esto es asunto serio. Mira, la periodista hasta me dio su tarjeta de presentación. La tengo por aquí…–vio a su amigo revolver en los miles de bolsillos de la casaca que se había quitado, hasta que al parecer dio con lo que buscaba. Pero cuando se acercó a sus ojos el rectángulo blanco de papel, se mostró confundido. –¿Qué es…?

Acababa de darse cuenta que no había leído la tarjeta al momento de recibirla, tan concentrado estaba en su festejo en el mostrador.

Yoh tuvo que ponerse de pie y acercarse al chico para ver por su cuenta porqué se estaba demorando en mostrarle la tarjeta con el nombre de la entrevistadora, y porqué parecía que trataba de descifrar una y otra vez las palabras que tenía ante sus ojos.

–¿"Lavandería Burbujas"? –leyó el castaño. Al instante estuvo seguro que había habido un error.


La presencia de la anciana podría haberlo sorprendido un poco, pero él no estaba acostumbrado a fallar. Él siempre había sido impecable en cuestiones laborales. Parecía que bajaba la guardia, pero su mente trabajaba de manera inconsciente con tal de proteger el territorio que le pertenecía. En cuanto olía peligro, actuaba. Cuando se daba cuenta, la obra estaba hecha. En esta ocasión no había sido diferente. De un momento a otro supo que debía saber exactamente quién era ella, quién la había enviado, cuáles eran sus propósitos reales.

Por fortuna tenía entre sus pertenencias la tarjeta de la lavandería donde dejaba su ropa una vez a la semana. Con un movimiento rápido, tomó lo que no era suyo, y lo reemplazó.

Anna Kyouyama había tomado una mala decisión, pensó mientras el papel giraba entre sus dedos. Si era una reportera real, se encargaría de que obtuviera la información justa, y no regresara. Si ella tenía intenciones ocultas y deseaba investigar más de la cuenta, aprendería por las malas que no debía meter sus narices. Alertaría a sus compañeros, pero luego de confirmar qué clase de persona era en realidad.

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Las voces en mi mente me decían que debía continuar este fanfic, que estuvo abandonado tanto tiempo. Como este capítulo es el primero en mucho tiempo y quiero terminar la historia, voy a adelantar lo que seguro queda a la vista: es una lectura ligera, tiene tintes de asociaciones ilícitas, mafia, crimen organizado, y sustancias prohibidas (no reales). Pido perdón desde ya por la comedia barata y lo random que pueda resultar toda esta mezcla, pero será amable con la OTP, que no quedará apartada en todo este lío. Al contrario.

Gracias por leer!