Una familia debería ser el primer refugio de un niño, el lugar donde aprenda el significado del amor, la confianza y la seguridad. Es en ella donde se construyen las bases de quién serás en el futuro, donde se forjan valores y visión del mundo. Pero, ¿qué pasa cuando ese refugio se rompe antes de tiempo? ¿Cuándo en lugar de calidez, un niño solo encuentra abandono y vacío?

Karl nunca conoció el calor de un verdadero hogar, pero cuando tuvo a su hija en brazos, se prometió que ella sí lo tendría. Desde entonces, cada día ha sido un desafío, una prueba de amor y sacrificio. Ser padre soltero no es solo asegurarse de que haya comida en la mesa o un techo sobre sus cabezas, sino también responder preguntas difíciles y secar lágrimas que él mismo no siempre sabe cómo evitar.

Pero hubo una herida que nunca logró sanar en Ymir: la ausencia de su madre. Por más amor que le dio, por más que intentó hacerla sentir segura, el abandono de Hasna dejó una marca imborrable en su corazón. Ymir creció con esa sombra, buscando respuestas en los lugares equivocados, tomando decisiones que solo parecían hundirla más.

Por eso la envió a Nueva York, con la esperanza de que tuviera la vida que en Berna nunca encontró. Allí, todos sus supuestos amigos la trataban peor que a un animal, como si su existencia fuera un error, un peso que Karl debía cargar. Nadie entendió jamás que Ymir no era una carga, sino su mayor felicidad. Pero, aunque se negara a admitirlo, también se había convertido en la fuente de sus mayores preocupaciones. Sus errores en Nueva York parecían no tener fin, pero lo último había sido demasiado.

Estaba embarazada de un hombre casado, y su esposa, al descubrirlos juntos, le había dado una paliza. Karl no podía entender en qué momento su pequeña, aquella por la que sacrificó todo, había terminado en una situación así.

Para empeorar las cosas, la prensa amarillista no tardó en ensañarse con ella. Decían que era una zorra, que se acostaba con cualquiera que tuviera el cabello negro. Pero Karl nunca creyó una sola palabra. Conocía a su hija, sabía que no era como la pintaban. Además, despreciaba a esos medios. Eran los mismos que, años atrás, habían destruido a su ídolo, demostrando que les importaba más vender morbo que decir la verdad.

Se sentía impotente, como si todos sus esfuerzos hubieran sido en vano. ¿En qué había fallado? ¿En qué momento tomó la decisión equivocada? ¿Qué hizo mal para que Ymir terminara en esa situación? Karl no tenía respuestas.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio a su hija. En más de una ocasión había deseado verla, abrazarla, hablar con ella. La soledad lo consumía, pero nunca imaginó que su reencuentro sería así.

Frente a él, Ymir estaba sentada con la cabeza gacha. Su voz era baja, casi un susurro, pero lo suficientemente clara como para que Karl escuchara cada palabra. Confesaba sus acciones, una por una, como si él fuera su ángel guardián, el único capaz de limpiarla de sus culpas. O al menos, eso decía la Biblia. Pero Karl no era un ángel, ni tenía el poder de absolverla. Solo era un padre que amaba a su hija, aunque no supiera cómo salvarla de sí misma.

Y, a pesar de todo, de cada error, de cada mala decisión, nunca la dejaría sola. Menos ahora, cuando lo necesitaba más que nunca. Aunque por dentro quisiera gritar, aunque sintiera las lágrimas ardiendo en su garganta, debía ser fuerte. Por ella. Por su niña hermosa.

- No sé qué hacer, papá - finalizó Ymir mientras trataba de sonar calmada pero su tono quebradizo la delataba.

Karl tenía la mente a mil por hora, muchas cosas que pensar y decir en el momento, pero lo único que hizo, fue ponerse de pie y caminar hasta estar frente a su hija y luego arrodillarse.

- Mi niña hermosa- hablo de forma suave - Tomes la decisión que tomes, yo te apoyaré - le dedico una suave sonrisa.

Esas palabras calmaban a Ymir, al menos un poco, pero igual no pudo evitar soltar unas lágrimas.

-Tranquila- Karl seco sus lágrimas con sus dedos- Esto es lo que haremos, primero te llevare a tu habitación, debes de descansar luego de un largo viaje, te preparare algo para deliciosos y sano comer y luego nos sentaremos a encontrar una solución.

Ymir solo asintió.

Ambos caminaron a paso lento por la gran escalera para llegar al segundo piso, done se encontraba la habitación.

-Descuida, la limpie hace poco y cambie las sabanas- aclaro su padre mientras levantaba las sabanas.

Ymir ni siquiera se cambió, solo se recostó y se dejó arropar como cuando era niña.

-Todo va a salir bien, ¿sí? - le volvió a decir Karl mientras besaba su frente – Encontraremos la solución como siempre, te lo prometo.- dicho esto último salió de la habitación cerrándola suavemente, aunque no se movió de ahí ni soltó la perilla hasta asegurarse que Ymir se durmiera, en cuanto escucho su respiración calmada bajo con suavidad las escaleras y camino con rumbo hacia la cochera que estaba en el otro extremo de la casa, y entro al interior de su auto, donde nadie podría escucharlo.

El peso del mundo se asentó sobre los hombros de Karl en cuanto cerró la puerta del auto. Sus manos temblorosas apretaron el volante con fuerza, los nudillos volviéndose blancos mientras un nudo sofocante le apretaba la garganta. Aguantó… unos segundos más… hasta que la primera lágrima traicionera rodó por su mejilla.

Y entonces se rompió.

Un grito ahogado emergió de su pecho, convertido en un sollozo rasgado y amargo. Golpeó el volante con rabia, con impotencia, con ese dolor que llevaba cargando durante años y que nunca pudo compartir con nadie. No quería que Ymir lo viera así. No podía.

Los recuerdos lo asaltaron sin piedad.

Vio la pequeña cabaña en Berna, donde aprendieron a vivir solo el uno para el otro, construyendo una familia de lo que quedaba entre ruinas. Vio la sonrisa de Ymir cuando era niña, cuando aún tenía la inocencia de quien cree que el mundo es justo. Luego, la vio crecer, volverse distante, meterse en problemas que él jamás habría imaginado. La vio en los titulares de los periódicos que la destrozaban sin piedad. Y, peor aún, la vio en el suelo, golpeada, humillada… embarazada de un hombre que jamás podría darle lo que merecía.

Pero lo peor fue cuando Ymir le dijo su nombre.

Levi Ackerman.

El apellido golpeó a Karl como una bofetada. Sentía que había escuchado una maldición. Ese nombre no solo le revolvía el estómago, le traía recuerdos que prefería mantener enterrados.

El dolor se mezclaba con la furia. ¿Dónde se había equivocado? ¿Qué más pudo hacer? ¿Cuándo dejó de ser suficiente?

Se cubrió el rostro con las manos, intentando contener un llanto que ya no podía detener. Pero en medio de todo ese caos interno, los recuerdos lo llevaron aún más atrás… mucho más atrás.

Se vio a sí mismo de niño, sentado frente al televisor con los ojos brillantes de emoción. En la pantalla, Michael Jackson se movía con una precisión casi mágica, como si flotara sobre el escenario. Karl imitaba cada paso con devoción, repitiéndolos una y otra vez en el suelo de su habitación hasta que los pies le dolían. Quería ser como él. No como cantante—no tenía ese talento—pero sí como bailarín. Soñaba con el día en que podría pararse en un escenario junto a su ídolo, moverse al mismo ritmo, sentir la energía de la música recorriéndole el cuerpo mientras miles de personas gritaban de emoción.

Pero cuando la música se apagaba, cuando la pantalla se oscurecía, su habitación seguía siendo la misma: una caja de fósforos en la que apenas cabían su cama y un pequeño televisor. Nunca le importó el lujo, porque tenía lo básico: un techo, comida caliente, ropa para vestir. Su hogar era modesto pero acogedor. Aunque frío. No por la falta de calefacción, sino porque el calor familiar no existía.

A veces se preguntaba por qué había nacido.

En la escuela le enseñaron que cuando un hombre y una mujer se quieren y deciden formar una familia, se casan y tienen hijos para cuidarlos y darles amor. Pero ese no era su caso. Sus padres no parecían haberlo tenido por amor ni con la intención de criarlo. Solo estaba ahí, como un mueble más de la casa, un ser vivo que debía arreglárselas solo.

Cuando era pequeño, sus padres le dejaban comida antes de salir a trabajar. Platos fríos esperándolo en la mesa, sin una voz cálida que le dijera "buen provecho" o "¿cómo estuvo tu día?". No recordaba la última vez que alguien se había sentado a comer con él. Y cuando creció, ni siquiera eso. Ya no había platos esperándolo. Nadie llenaba la despensa pensando en él. Aprendió a prepararse lo poco que encontraba en la cocina, a conformarse con bocados fríos, con lo que quedaba. A veces cenaba pan duro y agua, no porque faltara dinero, sino porque nadie se había preocupado en comprar más.

No pedía nada. No porque no lo necesitara, sino porque sabía que nadie vendría a dárselo.

Tenía amigos, pero casi nunca hablaba de lo que sentía. Desde pequeño, su padre le había enseñado que los hombres no lloran, que no pueden permitirse ser débiles. Los hombres son el pilar de la familia, los que deben mantenerse firmes sin importar qué. Algo normal, considerando que su padre también había sido criado así.

Karl nunca escuchó un "te quiero" de su parte.

Mientras crecía, la soledad solo empeoró. La adolescencia fue una etapa difícil, y más aún sin nadie a quien pedirle consejos. Era como si hubiera crecido huérfano.

Por eso, se hizo una promesa: si algún día tenía una familia, jamás sería como sus padres. No quería que sus hijos crecieran sintiendo que no fueron deseados. Quería que supieran, todos los días, que eran la alegría de su vida y la de su madre.

Ese se convirtió en su nuevo sueño: tener la familia que nunca pudo.

Pero, así como su padre le enseñó a ocultar sus sentimientos, Karl nunca lo compartió con nadie. Ni con sus amigos, ni con conocidos. Solo hablaba de su deseo de compartir escenario con Michael Jackson. Ni siquiera escribió su verdadero sueño en su libreta naranja, su diario. No era realmente un diario; parecía más un cuaderno de apuntes. Karl prefería escribir solo breves oraciones porque tenía pocas páginas y, cuando se acabará, no tenía dinero para comprar otra.

Pero su amor por la música y el baile nunca desapareció.

Por eso, practicaba en cada oportunidad que tenía. En la escuela, en los pasillos vacíos, en los baños, en cualquier lugar donde pudiera moverse sin que alguien lo molestara. Afuera, en los parques, en las calles, a veces incluso bajo la lluvia, deslizándose sobre el pavimento mojado como si fuera el mismo escenario de un concierto.

No tenía un maestro formal, pero su disciplina y pasión lo guiaban. Con el tiempo, perfeccionó su técnica, dominó cada giro, cada desliz, cada movimiento que había estudiado minuciosamente de su ídolo.

Pero también estudiaba cuanto podía, ya que debía mantener un promedio decente para conseguir una beca.

Finalmente, todo ese sacrificio y disciplina dio frutos. Logró obtener una beca en la universidad estatal. Fue un logro enorme, algo que nadie en su familia esperaba. Él, el niño que creció en una casa fría, el que tuvo que aprender a cuidarse solo, había encontrado su propio camino.

Aunque antes de embarcarse en la vida universitaria, sintió que debía darse un premio por todo su esfuerzo. Había trabajado en varios empleos de medio tiempo, ahorrando cada moneda con disciplina. Y cuando reunió lo suficiente, tomó una decisión: viajar y conocer Zúrich.

Quería ver más allá de las calles que conocía, respirar otro aire, perderse entre la multitud de una ciudad más grande. No era un viaje lujoso ni planeado con muchos detalles, pero para él era suficiente. Era su manera de celebrar que, por primera vez en su vida, sentía que estaba logrando algo por sí mismo.

Pasó los primeros tres días recorriendo la ciudad como turista, aunque siempre con cautela, tratando de no gastar demasiado, pues Zúrich era una ciudad cara, especialmente para los visitantes.

Fue en su tercer día cuando la vio.

Karl caminaba por una plaza en Zúrich, admirando la arquitectura y tratando de disfrutar el momento sin pensar demasiado en su presupuesto. Aunque era suizo, venía de otro cantón, Berna, y la ciudad tenía un aire distinto, más sofisticado, más ajeno a su mundo.

El sol del mediodía bañaba las calles empedradas, haciendo brillar las ventanas de los elegantes cafés y boutiques que rodeaban la plaza. El murmullo de los turistas se mezclaba con la música de un violinista callejero que tocaba una melodía melancólica cerca de una fuente de mármol. Las mesas de los restaurantes al aire libre estaban llenas de gente charlando animadamente, algunos sosteniendo copas de vino, otros hojeando periódicos con indiferencia. El aire olía a pan recién horneado, café y el dulce aroma de flores de primavera que decoraban los balcones.

Y entonces, entre la multitud, la notó.

Su piel blanca como la nieve contrastaba con el calor del día, y su cabello claro parecía casi translúcido bajo la luz. Pero lo que más lo impactó fueron sus ojos dorados, brillando como joyas raras, como si reflejaran la luz del sol con un resplandor propio.

Ella se movía con una elegancia casi irreal, su vestido blanco ondeando con la brisa. La tela ligera rozaba su piel con delicadeza, insinuando la silueta de su cuerpo sin revelar demasiado, haciendo que su belleza pareciera aún más etérea. Caminaba con paso tranquilo, segura de sí misma, sosteniendo un paraguas negro sobre su cabeza para protegerse del sol. No parecía una turista como él. Se movía con la familiaridad de alguien que pertenecía a ese lugar, como si la ciudad misma la conociera y la abrazara en su esplendor.

Karl sintió que el tiempo se detenía.

El bullicio de la plaza se volvió un murmullo lejano. Los pasos de la gente, el tintineo de copas en las terrazas, incluso la melodía del violinista, todo se difuminó en un segundo plano cuando sus ojos se encontraron.

Ella lo miró de arriba a abajo con una expresión indescifrable. No había sorpresa en sus ojos, ni incomodidad, solo una curiosidad tranquila, como si estuviera evaluándolo, como si ya hubiera visto a muchas personas antes y supiera reconocer algo en él.

Y luego, sonrió.

No era una sonrisa cualquiera. Era sutil, casi traviesa, con una pizca de confianza que la hacía aún más enigmática.

Karl sintió un ligero calor en el rostro, pero reunió el valor para hablarle.

—Hola… — saludo en un tono torpe, inseguro.

—Hola— Hasna inclinó levemente la cabeza, observándolo con interés antes de responder con voz suave. —No pareces de aquí.

—Soy de Berna —respondió Karl, aún aturdido por su presencia. — Me presento, soy Karl… Karl Firzt, —se presentó algo nervioso pero cautivado por su belleza etérea. Extendió la mano, esperando una reacción.

—Hasna Al-Fayez, —respondió, estrechando su mano con una delicadeza que contrastaba con la intensidad de su mirada.

La conversación fluyó con una naturalidad inesperada. Hasna no parecía tener prisa, y Karl, por primera vez en mucho tiempo, se sintió atrapado en un momento que no quería que terminara.

—Siendo así, ¿qué te parece si te muestro un poco más de Zúrich? Sé que todo aquí es caro, pero conozco un buen bar, económico y con buena música. Si te interesa, podría ser tu guía turística esta noche.

Karl dudó por un momento. Sabía que debía ahorrar, pero la idea de descubrir la ciudad junto a alguien como ella le resultaba irresistible.

Y así, sin saberlo, aceptó una invitación que marcaría el inicio de algo que jamás habría imaginado.

Como el caballero que era, se ofreció de inmediato a recogerla en su casa antes de salir. Pero Hasna rio suavemente y sacó una pequeña tarjeta de su bolso, tendiéndosela con gracia.

—Me hospedo en un hotel, no en una casa. Puedes pasar por mí ahí.

Karl tomó la tarjeta y, al leer la dirección, sus ojos se abrieron con sorpresa. Era el nombre de uno de los hoteles más caros y exclusivos de Zúrich. Un lugar donde una noche costaba más que todos sus ahorros.

—Vaya… —murmuró, sin poder ocultar su asombro.

Hasna sonrió con cierto aire de diversión al notar su reacción.

—Soy una niña rica — comento con un encogimiento de hombros—, pero mi vida suele aburrirme. Por eso, salgo a pasear y a conocer gente nueva.

Karl no supo qué responder. Por un lado, no podía entender cómo alguien que lo tenía todo podía aburrirse. Pero, por otro, algo en ella le intrigaba.

A la hora acordada, Karl llegó a la entrada del lujoso hotel. Era un edificio imponente, con una fachada elegante iluminada por cálidas luces doradas. Los porteros, vestidos con impecables uniformes, abrían las puertas a los huéspedes que entraban y salían con la tranquilidad de quienes estaban acostumbrados al lujo. Karl, en cambio, se sintió fuera de lugar.

Había querido verse presentable para la ocasión. Durante la tarde, se había dado el lujo de comprar algo de ropa nueva, nada extravagante, pero lo suficientemente decente para no parecer fuera de contexto. Optó por una camisa negra de botones y un pantalón bien ajustado, combinados con unos zapatos que, aunque no eran de marca, al menos estaban limpios y en buen estado. Era lo mejor que podía permitirse dentro de su presupuesto, aun así, sentía que era demasiado sencillo para un lugar como ese.

Inspiró hondo antes de acercarse a la recepción, preguntándose si lo dejarían entrar o si lo mirarían con desdén por su ropa. Sin embargo, antes de que pudiera decir una palabra, la vio bajar por las escaleras del vestíbulo con la misma gracia con la que la había conocido.

Hasna llevaba un vestido rojo que se ajustaba a su figura con elegancia. El tejido parecía moverse con ella, como si tuviera vida propia. A pesar de que la iluminación del lugar ya era cálida, ella parecía brillar con luz propia.

Karl tragó saliva, sintiéndose extrañamente nervioso.

—Vaya… —murmuró sin pensar, y luego se aclaró la garganta—. Te ves increíble.

Hasna sonrió con un destello de diversión en sus ojos dorados.

—Gracias. Espero que no te hayas echado atrás con nuestra salida.

—Para nada. Te dije que te recogería, y aquí estoy.

Ella lo miró con curiosidad y luego deslizó su brazo con naturalidad sobre el suyo.

—Entonces, vamos.

Karl no pudo evitar notar el aroma sutil de su perfume, una mezcla de jazmín y algo dulce que no pudo identificar. Su cercanía lo desconcertaba, pero al mismo tiempo, le intrigaba.

La noche en Zúrich era vibrante. Las calles estaban iluminadas por faroles y letreros de neón que parpadeaban, anunciando bares, clubes y restaurantes. A medida que caminaban, Karl notó cómo algunas personas miraban a Hasna con admiración, como si su sola presencia fuera un espectáculo.

—Debes estar acostumbrada a que la gente te mire —comentó Karl con una media sonrisa.

—Depende del lugar —respondió ella con un encogimiento de hombros—. Aquí es más fácil que me vean como alguien exótica que como una rareza.

—¿Rara? —Karl arqueó una ceja.

Hasna lo miró con una sonrisa enigmática.

—No todos están acostumbrados a ver a una albina con ojos dorados.

Karl pensó en ello. Era cierto que nunca había conocido a alguien como ella. Sin embargo, también sabía que su presencia iba más allá de su apariencia. Tenía una confianza y un aura que atraían a cualquiera.

Llegaron al bar que Hasna había mencionado. No era un lugar ostentoso, pero tenía un encanto propio. Las luces eran tenues, y el ambiente estaba envuelto en la suave melodía del jazz en vivo. Había mesas de madera oscura y una barra bien surtida, con una amplia selección de licores alineados en estantes brillantes. Era un sitio acogedor, lejos del bullicio de los clubes más grandes de la ciudad.

Karl trató de actuar con naturalidad, aunque en realidad nunca había estado en un bar antes. Apenas había cumplido los 18 años y, aunque técnicamente ya podía beber, nunca había probado el alcohol. Siempre había estado demasiado ocupado con sus estudios y entrenamientos de baile como para salir de fiesta. Sin embargo, no quería parecer un novato frente a Hasna.

Cuando el mesero se acercó, Hasna pidió un cóctel con la misma seguridad con la que hacía todo. Karl, en cambio, sintió un breve momento de pánico. No tenía idea de qué pedir, así que, sin pensarlo demasiado, dijo lo primero que se le ocurrió.

—Una cerveza. — esperó la reacción de Hasna, pero ella solo sonrió con diversión, como si hubiera notado su indecisión.

Se sentaron en una mesa junto a una ventana con vista a la calle, donde la vida nocturna de Zúrich seguía su curso. Karl miró su vaso con cierta incertidumbre antes de darle un primer sorbo. El sabor amargo le sorprendió, pero se obligó a no hacer ninguna mueca.

—¿Y bien? —preguntó Hasna, apoyando el rostro en su mano con curiosidad—. Cuéntame más de ti, Karl de Berna.

Karl exhaló una risa ligera.

—No hay mucho que contar. Crecí en Berna, estudié, trabajé… y ahora estoy aquí, explorando antes de empezar la universidad.

—¿Vas a la universidad? ¿Qué estudiarás?

—Aún no lo sé del todo —admitió Karl, tomando otro sorbo de su cerveza, ya más acostumbrado al sabor—. Lo que en verdad quiero es bailar. Pero también sé que debo tener un respaldo.

Hasna asintió, como si entendiera perfectamente su dilema.

—Es difícil perseguir un sueño cuando el mundo espera que sigas un camino tradicional.

Karl la miró con curiosidad.

—¿Y tú? ¿Qué sueñas con hacer?

Hasna giró su copa lentamente entre sus dedos, observando el líquido ámbar con una expresión pensativa.

—No lo sé —respondió con franqueza—. He vivido rodeada de comodidades toda mi vida, pero… siento que siempre estoy en una jaula, aunque sea una dorada.

Karl no esperó esa respuesta. Había asumido que alguien como ella lo tenía todo, pero tal vez había más en su historia de lo que parecía.

La conversación fluyó con facilidad. Hablaron de sus vidas, de los lugares a los que querían viajar, de sus anécdotas más ridículas. En algún momento de la noche, Hasna se levantó y lo tomó de la mano.

—Ven, quiero que bailemos.

Karl parpadeó, sorprendido.

—¿Aquí?

—¿Por qué no? — pregunto ella con una sonrisa traviesa—. No es una discoteca, pero la música es buena.

No pudo negarse. Se dejaron llevar por el ritmo del jazz, moviéndose con una naturalidad que hizo que el resto del mundo desapareciera por un momento.

—Iré al baño, no tardo.

Karl asintió y la vio desaparecer entre la multitud.

Por primera vez en toda la noche, se permitió soltar un pequeño suspiro y relajarse en su asiento. Hasna tenía un carisma envolvente, y su forma de ser hacía que uno se sintiera cómodo rápidamente, pero Karl sabía que no debía bajar la guardia. Siempre había creído que debía tener cuidado con los extraños, sin importar si eran hombres o mujeres.

Nunca se sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de una persona.

El mundo estaba lleno de gente con dobles caras, y bastaba un solo momento de descuido para encontrarse en una situación peligrosa. No podía olvidar que estaba en una ciudad desconocida, con alguien a quien apenas había conocido esa misma tarde.

Observó su cerveza y le dio otro sorbo, dejando que el amargor le despejara la cabeza.

Tal vez Hasna solo quería compañía para pasar una buena noche. O tal vez había algo más detrás de su repentina amabilidad.

Aun así, no podía negar que la estaba pasando bien.

Se apoyó en la mesa, viendo cómo la gente entraba y salía del bar, y se permitió bajar un poco la guardia, aunque solo por esa noche.

Sin embargo, su breve momento de tranquilidad se interrumpió cuando una mujer de piel porcelana y cabello negro como la medianoche se le acercó con demasiada confianza.

—Hola, guapo. ¿Estás solo? —preguntó, inclinándose sobre la mesa con una sonrisa que a Karl le resultó incómoda.

Sus ojos grises lo analizaron con intensidad, como si lo estuviera evaluando.

Karl mantuvo la calma y respondió con educación.

—Estoy esperando a alguien.

—Vaya, qué suerte la de ella — respondió la mujer, ignorando la indirecta—. Aunque no te vendría mal un poco de diversión mientras esperas.

Karl forzó una sonrisa y negó con la cabeza.

—Estoy bien, gracias.

Pero la mujer no se dio por vencida. Se acercó más de lo necesario, invadiendo su espacio personal mientras lo asfixiaba con preguntas.

—¿Eres de aquí? No pareces suizo… ¿Tienes novia? ¿Cuántos años tienes? ¿Te gusta bailar?

Karl comenzó a sentirse incómodo. Su tono seguía siendo amable, pero su cuerpo estaba tenso.

—Disculpa, pero en serio estoy esperando a alguien.

La mujer chasqueó la lengua con evidente molestia y cruzó los brazos.

—¿En serio me estás rechazando? ¿A mí?

Karl levantó una ceja, sorprendido por su reacción.

—No es nada personal…

—Pues debería serlo —lo interrumpió ella con altivez—. Kuchel Ackerman. Sí, de los Ackerman. Vengo de una familia importante, y créeme, deberías estar ciego para rechazarme. De hecho… —lo miró de arriba abajo con una sonrisa ladina—, deberías agradecer que tienes todas las cualidades que busco en un hombre. Porque ya lo decidí: te quiero para mí.

Karl parpadeó, sin saber cómo reaccionar ante semejante declaración.

—Lo siento, pero no soy un objeto.

—Oh, no te preocupes —respondió Kuchel con seguridad—, yo me encargaré de que te des cuenta de que me necesitas.

Karl sintió un escalofrío. La situación se estaba volviendo demasiado incómoda, y justo cuando pensaba en cómo zafarse, la presencia de Hasna regresó como un salvavidas.

—¿Pasa algo aquí? —su voz sonó firme, con un ligero filo que hizo que Kuchel se enderezara.

Hasna no tenía que decir mucho. Su simple presencia, su mirada dorada afilada y su postura relajada pero segura hicieron que la intrusa afilara los ojos.

Pero en lugar de alejarse, Kuchel hizo algo inesperado.

Tomó a Karl del brazo con fuerza, como si estuviera reclamando algo que le pertenecía.

—No te metas, rubia. Él es mío.

Karl sintió la presión en su brazo, y su incomodidad se convirtió en una punzada de molestia.

—No lo soy —espetó con firmeza, tratando de soltar su agarre.

Hasna entrecerró los ojos y soltó una pequeña risa.

—Vaya, qué interesante. ¿Acaso estás secuestrándolo? Porque desde aquí parece que él no está interesado en ti.

Kuchel se puso de pie, quedando justo frente a Hasna, y en ese momento la diferencia de altura entre ambas se hizo evidente.

A diferencia de Hasna, que era alta y esbelta, Kuchel era de baja estatura, pero eso no parecía intimidarla en lo más mínimo. Su porte estaba cargado de confianza y orgullo, como si su tamaño no tuviera la menor importancia.

—Tú no entiendes nada —dijo con altivez, sin apartar la mirada desafiante de Hasna.

Hasna sonrió con calma, sin moverse ni un centímetro.

—Entiendo que él no quiere estar contigo —tomó el brazo de Karl y lo jaló con suavidad, separándolo de Kuchel—. Y si tienes un poco de dignidad, deberías aceptarlo.

Por un momento, Kuchel pareció debatirse entre soltar una rabieta o mantenerse orgullosa. Pero finalmente, chasqueó la lengua y se cruzó de brazos.

—Tsk. Qué desperdicio.

Se giró sobre sus tacones y desapareció entre la multitud sin decir más.

Karl dejó escapar un suspiro de alivio y se frotó el brazo.

—Gracias.

Hasna le dedicó una sonrisa divertida.

—No hay de qué. Aunque me sorprende que no hayas sido más directo.

—No quería ser grosero.

Hasna rio.

—Karl, hay momentos en los que ser grosero es completamente necesario.

Se sentó frente a él y tomó su copa.

—Ahora, olvidemos a la mujer insistente y sigamos pasándola bien.

Karl sonrió levemente y asintió, agradeciendo que la incomodidad de hace un momento quedara atrás.

La noche parecía volver a la normalidad. Karl y Hasna retomaron la conversación, aunque la molestia por el incidente con Kuchel aún flotaba en el aire. Karl trató de ignorarlo, concentrándose en la compañía de Hasna, quien se esforzaba en hacer que la tensión se disipara.

Pero la calma no duró mucho.

Unos minutos después, un grito ahogado de una mujer hizo que Karl alzara la vista, justo a tiempo para ver a Kuchel regresar… y esta vez, no venía con palabras arrogantes.

Venía con un cuchillo.

El brillo metálico de la hoja destelló bajo la luz del bar mientras Kuchel se abría paso entre la multitud con una mirada de furia descontrolada.

—¡Tú! —espetó, apuntando directamente a Hasna con la cuchilla—. ¡Maldita jirafa albina entrometida!

Karl reaccionó antes de poder pensarlo.

Cuando Kuchel alzó el cuchillo, dispuesta a atacar a Hasna, él se interpuso por puro instinto.

Un ardor punzante explotó en su hombro.

El cuchillo se hundió en su piel con una facilidad aterradora.

Karl se quedó paralizado un segundo. No podía creer lo que acababa de pasar. Kuchel era una mujer pequeña, pero su fuerza era impresionante.

¿Cómo demonios una mujer tan baja podía apuñalarlo con tanta potencia?

Dejó escapar un gruñido de dolor y trastabilló, pero no se apartó.

Los gritos se multiplicaron a su alrededor. El bar entero pareció explotar en caos cuando la gente se dio cuenta de lo que acababa de pasar.

Hasna se quedó helada por un segundo, pero luego su expresión cambió.

Dejó de verse sorprendida.

Ahora se veía furiosa.

—¡¿Estás loca?! —rugió, y sin dudarlo, agarró la muñeca de Kuchel con fuerza y la retorció, obligándola a soltar el cuchillo.

La mujer chilló de dolor y retrocedió, con los ojos encendidos de ira y frustración.

—¡Él es mío! —gritó, como si fuera la verdad absoluta—. ¡No dejaré que una maldita me lo arrebate!

Karl apretó los dientes, sosteniéndose el hombro mientras la sangre manchaba su camisa.

—No soy de nadie — exclamo con voz áspera—. Mucho menos tuyo.

Kuchel parecía lista para responder, pero en ese momento, varios hombres del bar intervinieron. Un par de clientes la sujetaron por los brazos mientras otros llamaban a la policía.

Hasna, por su parte, no dudó en apoyar a Karl, ayudándolo a mantenerse en pie.

—Vamos, tenemos que salir de aquí.

Karl respiró hondo, sintiendo el ardor del corte extenderse por su brazo.

—No es tan grave…

—No discutas conmigo ahora, Karl. — Hasna le lanzó una mirada fulminante.

Él suspiró y asintió, dejándose guiar fuera del bar mientras los gritos de Kuchel se desvanecían en el alboroto.

La noche, que había comenzado con risas y conversación, terminó con sangre y caos.

Y Karl aún no sabía qué pensar de todo aquello.

Pocos minutos después, la policía llegó al lugar. Kuchel, todavía fuera de sí, intentó resistirse, pero fue sometida y esposada antes de ser llevada al patrullero.

Karl, por su parte, fue atendido por los paramédicos. Mientras le retiraban la camisa ensangrentada y desinfectaban la herida, escuchó a uno de ellos decir:

—Tuviste suerte, chico. El cuchillo no tocó ninguna vena, pero estuvo muy cerca del hueso.

—Sí… qué afortunado soy. — Karl soltó una risa sarcástica.

La herida fue vendada con rapidez, pero el dolor seguía ahí, punzante y molesto.

Pero Karl no estaba dispuesto a dejarlo pasar.

Tan pronto como los paramédicos terminaron de atenderlo, se dirigió a la estación de policía con Hasna a su lado. No pensaba quedarse de brazos cruzados. Iba a denunciar a Kuchel por agresión.

Sin embargo, en cuanto explicó la situación, lo único que recibió fueron miradas burlonas de los oficiales.

Uno de ellos, un hombre de mediana edad con un bigote descuidado, soltó una carcajada y le dio una palmada en el hombro, justo en el herido, lo que hizo que Karl apretara los dientes.

—Vamos, chaval, ¿en serio quieres presentar una denuncia contra una mujer? ¿No estarás exagerando?

Otro oficial, un poco más joven, se rio mientras sacudía la cabeza.

—Déjame adivinar… jugaste con ambas y una se vengó.

—No fue eso. Me atacó con un cuchillo. —Karl sintió que la ira le subía a la garganta.

—Sí, sí —interrumpió otro policía con una mueca burlona—. Y cuéntame otra. ¿Cómo una mujer tan pequeña y de apariencia frágil iba a lograr atacar a un hombre alto como tú? Vamos, chico, no nos hagas perder el tiempo.

—Hay testigos —insistió Karl, tratando de mantener la calma—. Pregunten a las personas del bar, todos lo vieron.

Pero las risas continuaron.

—Seguro que fue otro hombre el que te atacó y te da vergüenza admitirlo, así que culpas a la chica.

Karl sintió que le hervía la sangre. Miró a Hasna, esperando que dijera algo, pero ella tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido, claramente molesta por la actitud de los policías.

Finalmente, uno de ellos suspiró y dijo con desgano:

—Si quieres, puedes dejar una declaración. Pero dudo que esto llegue a algún lado.

Karl apretó los puños.

Sabía que era inútil, pero aun así dejó constancia del ataque.

Cuando finalmente salieron de la estación, Hasna soltó un bufido de indignación.

—Qué bola de imbéciles.

Karl suspiró y se pasó la mano por el rostro.

—Bienvenido al mundo real.

Hasna lo miró de reojo y negó con la cabeza.

—Esto es una mierda.

Karl sonrió con cansancio.

—Sí, lo es.

La noche había terminado de la peor manera posible, y aunque Kuchel ahora estaba bajo custodia, el hecho de que los policías no lo tomaran en serio le dejó un sabor amargo en la boca.

Y algo le decía que esa no era la última vez que vería a Kuchel Ackerman.

Cuando Karl regresó a su hotel, una sensación de vacío lo invadió. Se suponía que aquel debía ser un viaje divertido, su premio por años de esfuerzo, pero ahora lo único que sentía era una amarga decepción.

Todo se había arruinado en cuestión de minutos.

Nunca imaginó que en su primera salida nocturna en Zúrich terminaría con un cuchillo en el hombro, atacado por una mujer desquiciada que lo trataba como si fuera un simple juguete del cual podía adueñarse.

Lo que más le molestaba no era el dolor de la herida ni la humillación en la estación de policía, sino la sensación de haber sido tratado como un tonto, como si lo que le pasó no fuera real, como si él tuviera la culpa.

Pero, aun con todo, no se arrepentía de haber protegido a Hasna.

El ataque no había sido para él. Kuchel quería lastimarla a ella.

Y Karl simplemente hizo lo que cualquier hombre debía hacer.

Defenderla.

Se dejó caer en la cama con un suspiro pesado.

Su viaje apenas había comenzado, pero ahora tenía dudas de si realmente valía la pena seguir en Zúrich.

Prefería quedarse con las cosas buenas que había conocido esos tres días ahí, por lo que solo anoto eso en su libreta naranja.

A la mañana siguiente, luego de un desayuno ligero, Karl decidió llamar a Hasna. Ella también le había dado su número de teléfono, y aunque no estaba seguro de qué decirle, sentía que debía verla una vez más para despedirse.

Después de lo que había pasado, la verdad era que sentía algo de miedo. Si esos policías no le creyeron, tal vez Kuchel podría salir bajo fianza en cualquier momento. Y si eso pasaba, no tenía dudas de que buscaría venganza.

A pesar de su pensamiento de caballero, también creía que personas como ella no deberían andar sueltas por el mundo.

Deberían estar en un manicomio.

Cuando Karl se reunió con Hasna en una cafetería, apenas tuvo tiempo de abrir la boca antes de que ella levantara una mano con una sonrisa confiada.

—Antes de que digas cualquier cosa, tengo dos buenas noticias para ti —dijo, cruzando una pierna sobre la otra con elegancia.

Karl frunció el ceño con curiosidad, pero dejó que continuara.

—La primera… —Hasna sacó un documento de su bolso y lo deslizó sobre la mesa hacia él—. Usé mis contactos y algo de dinero para librarnos de esa maldita lunática.

Karl tomó el documento con cautela y leyó las primeras líneas. Sus ojos se abrieron con asombro.

Kuchel Ackerman había sido oficialmente expulsada de Suiza.

No solo eso.

También tenía prohibido volver a ingresar al país bajo amenaza de prisión inmediata.

—¿Cómo…? —Karl no podía creerlo. Después de todo el desprecio que recibió en la estación de policía, nunca pensó que algo así pudiera suceder.

—Digamos que mi familia tiene ciertos lazos con las personas correctas —dijo Hasna con un tono despreocupado, acomodando un mechón de su brillante cabello blanco detrás de la oreja—. Y créeme, la ley puede ser flexible cuando se le da un pequeño empujón en la dirección correcta.

Karl se quedó en silencio. No sabía si sentirse aliviado o preocupado por lo fácil que Hasna había logrado algo así.

Pero, de cualquier manera, Kuchel ya no era una amenaza.

Eso era lo que importaba.

Hasna le sonrió, esperando su reacción.

—Bien, ¿qué opinas? ¿Te gusta mi primera buena noticia?

Karl soltó el aire que no se había dado cuenta de que estaba conteniendo y asintió.

—Sí… supongo que sí.

—Perfecto — expreso Hasna, apoyando los codos en la mesa—. Porque aún falta la segunda.

Karl apenas había terminado de procesar la expulsión de Kuchel cuando Hasna volvió a sonreír con picardía.

—Ahora viene la segunda buena noticia —dijo, inclinándose un poco hacia él—. Y creo que esta te va a gustar mucho más.

Karl arqueó una ceja, intrigado.

—¿De qué hablas?

Hasna apoyó el mentón sobre su mano, observándolo con una expresión divertida.

—Recuerdo que mencionaste que eres un gran admirador de Michael Jackson.

Karl sintió un ligero escalofrío recorrer su espalda. Su corazón dio un vuelco al escuchar el nombre de su ídolo.

—Sí… ¿por qué?

Hasna se encogió de hombros con elegancia.

—Personalmente, no es mi estilo. Prefiero a Madonna o Prince. Son más atrevidos, más… —agitó la mano en el aire como buscando la palabra adecuada— provocativos.

Karl entrecerró los ojos, también le gustaban esos cantantes, pero en menor medida, aunque antes de que pudiera decir algo, Hasna continuó:

—Pero lo importante aquí no es mi gusto musical. Lo importante es que Michael Jackson está hospedado en mi hotel.

El mundo de Karl pareció detenerse por un momento.

—¿Qué…?

—Así es — comento Hasna con satisfacción—. Se reservó todas las suites más caras. Parece que vino a descansar después de haber sido absuelto de esas acusaciones horribles.

Karl sintió que la sangre le hervía en la cabeza. Su ídolo. Su mayor inspiración. ¡Estaba en el mismo hotel donde Hasna se hospedaba!

—No estás jugando conmigo, ¿verdad?

Hasna soltó una carcajada.

—¿Por quién me tomas? No bromeo con cosas así.

Karl apenas podía creerlo. Su viaje a Zúrich había sido un caos hasta ahora, pero de repente, el destino le estaba ofreciendo la oportunidad de su vida.

—Entonces… —dijo con la voz temblorosa por la emoción— ¿qué sugieres?

Hasna se inclinó hacia él con una sonrisa traviesa.

—Te dije que soy una niña rica, ¿no? No solo eso… también soy una clienta exclusiva e ilustre del hotel. Tengo acceso a casi todo el edificio sin problemas.

Karl abrió los ojos con sorpresa.

—¿Eso significa…?

—Significa que, si juegas bien tus cartas, podrías tener la oportunidad de conocerlo en persona.

Karl sintió un nudo de emoción en el estómago. Todo lo que había soñado desde niño podría volverse realidad… y todo gracias a Hasna.

—Vamos — ordeno poniéndose de pie con gracia—. No pierdas esta oportunidad.

Pero justo cuando Karl se levantó, un pensamiento le golpeó la cabeza como un balde de agua fría. Se quedó inmóvil por un momento, viendo a Hasna con cautela.

—Espera.

—¿Qué pasa? — Hasna se giró, arqueando una ceja.

Karl frunció el ceño ligeramente, intentando ordenar sus pensamientos.

—Has hecho mucho por mí en muy poco tiempo. Apenas y nos conocemos, y aun así usaste tus contactos y dinero para deshacerte de Kuchel, y ahora me estás ofreciendo la oportunidad de mi vida.

Se cruzó de brazos, observándola con seriedad.

—¿Por qué?

Hasna lo miró en silencio por un instante, antes de sonreír de lado.

—Vaya, al menos eres lo suficientemente inteligente para cuestionarte eso.

Se acercó lentamente a él, mirándolo a los ojos con intensidad.

—No todos los días alguien me defiende de una lunática.

Karl sintió un escalofrío recorrer su espalda al recordar el filo del cuchillo clavándose en su hombro.

—Además… —Hasna levantó una mano y le acomodó un mechón de cabello que le caía sobre la frente— Me gustas.

—¿Qué? — Karl abrió los ojos con sorpresa.

—Me gustas desde que te vi —repitió ella con un tono más suave, pero sin titubear.

Por un momento, Karl no supo qué decir. No estaba acostumbrado a que alguien fuera tan directa con él, y menos una mujer como Hasna.

Ella soltó una leve risa al ver su expresión de desconcierto y se giró hacia la puerta.

—Bueno, ¿vienes o no?

Karl tragó saliva, dejando esas palabras resonar en su cabeza. No entendía qué había visto Hasna en él, pero en ese momento tenía algo mucho más grande en lo que enfocarse.

Se enderezó, agarro su pequeña mochila, ya que pensaba irse en cuanto terminara de hablar con ella, y la siguió con paso firme.

Era ahora o nunca.

Lo bueno era que, al parecer, ni la prensa ni los fans se habían enterado todavía, ya que fuera del hotel no había ninguna multitud como siempre había cuando Michael Jackson llegaba a algún país.

Karl y Hasna atravesaron los lujosos pasillos del hotel con determinación. La alfombra roja bajo sus pies amortiguaba sus pasos, y las luces cálidas de los candelabros reflejaban el mármol impecable de las paredes. Karl apenas podía respirar de la emoción. Su corazón latía con fuerza.

Michael Jackson estaba allí, en ese mismo edificio.

Hasna caminaba con la seguridad de alguien que pertenecía a ese mundo. No había dudas en su andar ni en su postura. Llegaron al último piso, donde solo unos cuantos tenían acceso. Pero cuando intentaron acercarse a la suite presidencial, dos guardaespaldas altos y corpulentos se interpusieron en su camino.

—Lo siento, señorita, pero nadie puede entrar sin autorización.

Karl sintió cómo la ilusión se le escapaba como arena entre los dedos.

Hasna, sin embargo, no parecía afectada. En lugar de retroceder, le dedicó a los guardaespaldas una sonrisa encantadora y sacó su teléfono móvil.

—Oh, claro, lo entiendo perfectamente. Pero… —hizo una pausa mientras deslizaba el dedo por la pantalla— tengo una reserva especial en este hotel.

Uno de los guardaespaldas cruzó los brazos, impasible.

—Eso no cambia nada, señorita. Las órdenes son claras.

Karl sintió que la frustración se acumulaba en su pecho. Estaban tan cerca… pero, aun así, tan lejos.

Hasna suspiró con dramatismo y le dio un suave codazo a Karl.

—Bueno, parece que tendremos que encontrar otra manera.

Karl apretó los dientes, sintiendo que su oportunidad se desvanecía. Pero si algo había aprendido en su vida, era que rendirse no era una opción.

—¿Y ahora qué? —murmuró en voz baja para que solo Hasna lo escuchara.

—Déjamelo a mí. — ella le guiñó un ojo.

Hasna intentó insistir, usando su carisma y hasta mencionando contactos importantes del hotel, pero los guardaespaldas no cedieron ni un centímetro. Karl ya estaba perdiendo la esperanza cuando, de repente, la puerta de la suite se entreabrió.

Una voz familiar, suave pero firme, se escuchó desde el umbral:

—¿Qué está pasando aquí?

Karl sintió cómo el tiempo se detenía. Su respiración se volvió errática, sus piernas temblaron y su visión se nubló por un instante. Allí, parado en la puerta, con su característico cabello rizado y sus ojos oscuros llenos de curiosidad, estaba él.

Michael Jackson.

Karl casi se desmayó.

Hasna, notando su reacción, le sostuvo discretamente el brazo para evitar que se desplomara en el suelo.

Michael miró a los guardaespaldas y luego a Karl y Hasna, esperando una respuesta.

Karl abrió la boca para hablar, pero no salieron palabras. Su ídolo estaba justo frente a él.

— Nada señor, solo son unos fans que quieren un autógrafo.—respondió uno de los guardaespaldas mientras echaba para atrás a Hasna y Karl*
— ¡Es él! ¡Hasna es él! — Karl al fin recupero el habla.

— Sí, es él. — Hasna trataba de no reírse ante el comportamiento de Karl.

— Oh, hola, mucho gusto— el cantante solo saludo como si nada, con una sonrisa y luego miro a sus guardaespaldas. — Por favor, no los maltraten.

—Señor Jackson, este es mi amigo Karl ha sido un gran admirador suyo desde pequeño, podría darle su autógrafo -lo codea- saca tu disco

—Y-yo… — Karl balbuceó nervioso, sintiendo cómo su rostro se calentaba de la emoción.

Hasna lo miró con una sonrisa divertida y le dio un leve empujón en el hombro. —¡Vamos, Karl! No todos los días tienes la oportunidad de conocer a tu ídolo. Saca el disco.

Con manos temblorosas, Karl rebuscó en su mochila hasta encontrar su copia de Thriller. La tenía tan bien cuidada que aún parecía nueva a pesar de los años. Se la extendió a Michael con un leve temblor en los dedos. —S-siempre he sido un gran admirador suyo… usted cambió mi vida.

Michael tomó el disco con cuidado y sonrió con calidez. —Eso es muy amable de tu parte. Me alegra saber que mi música significa tanto para ti. ¿Eres de aquí?

—No… bueno, sí, soy de Suiza, pero no de aquí exactamente. Vengo de Berna.

—Suiza es un país hermoso. Estuve aquí hace algunos años, es un lugar muy tranquilo.

—Sí, aunque a Karl no le gusta tanto la tranquilidad. Siempre ha querido ir a ., ¿verdad? — añadió Hasna.

Karl asintió tímidamente, aun asimilando el hecho de que estaba teniendo una conversación con su ídolo. —Sí… Siempre soñé con ir allá y ver sus conciertos en vivo… y

—Oh, ¿bailas? —preguntó con una sonrisa de curiosidad mientras le devolvía el disco firmado.

—Sí… bueno, lo intento. Desde niño he tratado de imitar sus pasos. Usted es mi mayor inspiración.

Michael lo miró con entusiasmo y dio un pequeño paso hacia atrás. —¿En serio? A ver, enséñame algo.

Karl sintió un vuelco en el corazón. ¿Michael Jackson le estaba pidiendo que bailara frente a él? Miró a Hasna, quien le hizo un gesto de "¡Vamos, no pierdas la oportunidad!"

Respiró hondo, cerró los ojos por un segundo y luego, con toda la emoción y nerviosismo del mundo, comenzó a moverse. Ejecutó un par de giros, deslizó los pies con precisión e incluso se atrevió a hacer el moonwalk.

Cuando terminó, Michael sonrió ampliamente y aplaudió. —¡Eso estuvo increíble! Tienes talento, Karl. ¡Sigue practicando! Por cierto, ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Karl, señor Jackson. —respondió con emoción, aún sin creer lo que estaba pasando.

—Karl… bonito nombre. ¿Y tú? —preguntó mirando a Hasna.

—Soy Hasna, un gusto conocerlo, señor Jackson. —respondió con una sonrisa coqueta. —Yo soy de Zúrich, pero vine a acompañar a este loco fan suyo. —dijo dándole un codazo a Karl con diversión.

—Eso es genial. Me encanta conocer a mis fans, especialmente a los que aman la música y el baile tanto como yo. - Michael miro a Karl- ¿Has pensado en dedicarte a ello profesionalmente?

Karl bajó un poco la mirada, pero antes de poder responder hablo uno de los guardaespaldas.

—Señor Jackson, debe de volver a la habitación, los paparazzi se están acercando.

—Muy bien, entonces que este amable joven entre conmigo, aún nos estamos conociendo

—¿Q-qué? — Karl preguntó sorprendido, mirando a Michael y luego a Hasna.

—¡Vamos, Karl! ¡No todos los días se recibe una invitación así! —dijo emocionada, empujándolo un poco.

—Quiero saber más sobre ti, Karl. Se nota que el baile es importante para ti.

—Déjenos comprobar si trae micrófonos. - pidieron los guardaespaldas.

—¿M-micrófonos? —preguntó confundido mientras uno de los guardaespaldas se le acercaba con expresión seria.

—Es solo una medida de seguridad, no te preocupes. —sonrió con calma, intentando relajar el ambiente.

Karl levantó los brazos con nerviosismo mientras el guardaespaldas le revisaba la ropa. No traía nada sospechoso, solo sus objetos personales y un bolígrafo barato que compró camino al hotel.

—Está limpio, señor Jackson.

Karl sentía que sus piernas temblaban, apenas podía creer lo que estaba pasando. Miró de reojo a Hasna, quien le lanzó un gesto de "¡Aprovecha la oportunidad!" antes de que la puerta se cerrara detrás de ellos.

—Gracias, ahora sí podemos hablar tranquilos. —miró a Karl con interés.

Karl suspiró, aun sintiendo la adrenalina en su cuerpo. Luego, miró a Michael con admiración, sintiendo que su oportunidad de hablar con su ídolo era un sueño hecho realidad.

—Señor Jackson, su música es increíble. Me ha acompañado desde niño… y también su baile. Siempre he querido ser como usted. —dijo con emoción y sinceridad haciendo una reverencia

—No, no hagas eso —lo ayuda a pararse. —No tienes que agradecerme, Karl. Soy solo un hombre que hace lo que ama, igual que tú. —sonríe cálidamente, notando la admiración genuina en los ojos de Karl.

Se acomoda en el sillón de la habitación, haciendo un gesto hacia el otro asiento cerca de él. —Pasa, siéntate. Siempre es bueno conocer a personas que realmente aprecian lo que uno hace. —dice mientras observa a Karl con curiosidad.

—No, señor, usted sigue siendo un ídolo para muchos, las acusaciones no cambian lo que significa para nosotros. —dice, mientras se reincorpora y se siente algo nervioso por la humildad de Michael. —Lo que usted ha hecho por la música y por muchas personas no tiene precio. Yo... yo solo quería conocerlo en persona, y ahora estoy aquí, con usted... Es más, de lo que jamás imaginé. —Pausa, mirando a Michael con admiración, tratando de reunir sus pensamientos. —Lo que más quiero en la vida... es... ser algo grande, pero no solo en el escenario, sino también como persona. Como un hombre capaz de darlo todo a las personas que ama, como lo hizo usted, pero sin perderse a sí mismo en el proceso.

Michael sonrió enternecido ante sus palabras. — Hace mucho que no escucho eso. —lo abraza. — Muchas gracias, significa mucho para mí.

Karl se sintió abrumado por el abrazo, no sabía qué hacer por un momento, pero lo recibió con gratitud y emoción. — De verdad, ha sido un honor... conocerlo así, señor Jackson. No soy nadie para usted, pero... siempre lo he admirado, no solo por su música, sino por lo que representa. La fuerza, la pasión, todo lo que pone en lo que hace... eso es lo que más quiero ser. —se alejó un poco, mirando a Michael con una mezcla de asombro y humildad. —Espero algún día poder hacer lo mismo por alguien. Darles algo que los haga sentir mejor, como usted lo hizo conmigo y con tantos otros. También he querido ser un artista como usted o por lo menos ser de su staff y trabajar para usted.

Michael sonríe con una mezcla de sorpresa y cariño. — Eso es muy halagador, Karl. Pero ser artista o parte de un equipo no siempre se trata de tener fama o dinero. Se trata de pasión, de darlo todo por lo que amas, y de tocar la vida de los demás con lo que haces. Si alguna vez decides seguir ese camino, recuerda siempre lo que te mueve desde adentro. Eso es lo que te llevará lejos. Te agradezco mucho que quieras estar cerca de mí, Karl. Creo que lo que haces, lo haces con el corazón. Y eso es lo más importante.

Poco a poco, la conversación se volvió más natural. Al principio, Karl aún tenía esa sensación de admiración, ese nerviosismo de estar hablando con su ídolo, pero con el tiempo, se dio cuenta de que Michael no era solo una estrella inalcanzable, sino una persona con sus propias historias, pensamientos y emociones.

Michael también notó el cambio. Al ver cómo Karl hablaba con tanta pasión sobre su vida y sus sueños, dejó de verlo solo como un fan y comenzó a verlo como alguien con quien realmente quería hablar.

—Entonces… ¿siempre quisiste ser bailarín? —preguntó Michael, apoyando los codos sobre la mesa.

Karl asintió con una sonrisa nostálgica. —Desde niño. No tenía mucho en casa, pero cuando lo veía en la televisión, todo desaparecía. Me hacía feliz solo verte bailar.

Michael sonrió, pero su mirada se tornó pensativa. —Es curioso… Siempre pensé que la gente solo veía el espectáculo, pero nunca imaginé cuánto podía significar para alguien.

—Más de lo que imagina —dijo Karl con sinceridad.

Hubo un breve silencio, pero no incómodo. Ambos parecían estar en un punto donde ya no importaba la diferencia entre estrella y fan. Solo eran dos personas compartiendo un momento, entendiendo al otro más allá de la imagen pública o las expectativas.

—Ya no tienes que llamarme "señor", como te dije, somos amigos ahora. Así que, ¿qué planes tienes después de esto? ¿Vamos por algo de comer?

—Tenía pensado volver a casa, pero no haría daño quedarme un poco más— pensó un poco —Me encantaría. Pero no quiero arruinar tu intento de pasar desapercibido. Debe ser agotador siempre tener que esconderte.

—Sí… no es tan fácil para mí simplemente salir a comer —dijo con un tono entre resignado y divertido. —Igual dime que te gustaría comer

— Puede que suene tonto, pero me gusta la comida sencilla, macarrones con queso y jugo de naranja.

Michael sonrió con calidez al escuchar la respuesta de Karl. —Eso no suena tonto en absoluto —dijo, apoyando los codos sobre la mesa—. A mí también me gusta la comida sencilla. A veces, solo quiero sentarme y comer unas papas fritas sin preocuparme por nada más.

Karl rio. —Entonces, estamos en la misma sintonía. No necesito un restaurante lujoso, solo algo que me haga sentir como en casa.

Michael asintió, pensativo. —Macarrones con queso y jugo de naranja… Creo que sé dónde podemos conseguirlos sin llamar mucho la atención.

—¿Ah, ¿sí? —Karl arqueó una ceja, intrigado.

Michael se inclinó hacia él y susurró como si estuviera revelando un secreto de estado. —La cocina del hotel.

Karl parpadeó, sorprendido, y luego soltó una carcajada. —¡Eres un genio! ¿Pero crees que nos dejen entrar?

Michael se encogió de hombros con una sonrisa traviesa. —Si no preguntamos, no pueden decir que no. ¿Vienes o qué?

Karl negó con la cabeza, aun sonriendo, y se puso de pie. —Definitivamente, esto será una historia para recordar.

Nunca en su vida imaginó que estaría en una situación así: entrando furtivamente a la cocina de un hotel de lujo con Michael Jackson a su lado, como si fueran un par de adolescentes en busca de comida a medianoche.

Ambos rieron, disfrutando del momento. Cerca de la entrada, Hasna los observaba con una leve sonrisa, negando con la cabeza. Karl todavía sentía algo de culpa por haberla hecho esperar, pero cuando ella le hizo un gesto con la mano para que siguiera divirtiéndose, supo que estaba bien.

Por primera vez en mucho tiempo, Karl se sentía libre, como si estuviera viviendo algo sacado de un sueño.

Cuando volvieron a la habitación después de comer, por orden de los guardaespaldas, Michael recordó que había olvidado formar el disco de Karl, así que le pidió su bolígrafo y lo firmo.

Karl observó con asombro y emoción cómo Michael deslizaba el bolígrafo sobre la carátula de su disco. Ya había sido increíble compartir ese día con él, pero tener su firma con una dedicatoria personal lo hacía aún más especial.

Cuando Michael terminó, le devolvió el disco con una sonrisa. —Ahí tienes. No podía dejar que te fueras sin esto.

Karl tomó el disco con cuidado, casi como si fuera un tesoro frágil. Sus ojos se detuvieron en la posdata y no pudo evitar sonreír.

—"Espero volvernos a ver y comer macarrones con queso" —leyó en voz alta—. ¿Eso significa que esta no será la última vez?

Michael inclinó la cabeza con un brillo travieso en la mirada. —Eso depende de ti.

Karl apretó el disco contra su pecho y asintió con determinación. —Entonces, cuenta con ello.

Los guardaespaldas hicieron un gesto, indicando que era momento de terminar la reunión. Karl suspiró, pero aceptó. Se giró hacia Michael una última vez.

—Gracias por todo, de verdad. Nunca olvidaré este día.

Michael le dio una palmada en el hombro. —Ni yo, Karl. Nos veremos pronto.

Con una última sonrisa, Karl salió de la habitación, todavía sintiendo la emoción vibrando en su pecho. Sabía que, pasara lo que pasara, ese día quedaría grabado en su memoria para siempre.

Estaba tan inmerso en su mundo que ni siquiera noto a Hasna, que caminaba a su lado, y lo miraba con diversión.

—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa—. ¿Valió la pena?

Karl apretó el disco contra su pecho y dejó escapar una risa incrédula.

—Ni siquiera sé si esto es real —admitió—. Me siento como si estuviera soñando.

Hasna soltó una ligera carcajada.

—Pues créelo, caballero —dijo con un guiño—. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a una leyenda.

Karl asintió, sintiendo que el peso del mundo había desaparecido, aunque fuera por un momento. Lo que había sucedido ese día quedaría grabado en su memoria para siempre.

Hasna lo observó por unos segundos y luego preguntó:

—¿Aún sigues pensando en irte?

Karl suspiró y se acomodó la correa de su mochila.

—Sí… ya pagué la salida del hotel y tengo mis cosas listas —respondió—. Pero igual no hace daño quedarse un poco más hoy. Regresaré a Berna en el último tren de la noche.

Hasna sonrió de lado, como si esa respuesta la complaciera.

—Entonces hagamos que este último día valga la pena —dijo con entusiasmo.

Y así lo hicieron.

Hasna insistió en que Karl debía conocer más de Zúrich antes de marcharse, por lo que pasó el resto del día mostrándole los rincones menos turísticos, pero igual de encantadores de la ciudad. Lo llevó a una cafetería tradicional, donde probaron un café suizo que, según ella, era "el mejor del mundo". Luego pasearon por calles menos concurridas, visitaron una pequeña galería de arte y terminaron la tarde sentados junto al río Limmat, contemplando el reflejo del sol en el agua mientras conversaban.

Para Karl, fue la primera vez en mucho tiempo que se sintió completamente en paz. Hasna era una compañía extrañamente agradable, y aunque solo la conocía desde hace unos días, había algo en ella que lo hacía sentir cómodo.

Pero el tiempo pasó más rápido de lo esperado, y cuando el sol comenzó a ocultarse tras los edificios, Karl supo que era momento de partir.

De pie en la entrada de la estación de tren, miró a Hasna con una sonrisa sincera.

—Gracias por todo, Hasna —dijo con gratitud—. Nunca olvidaré este viaje, y mucho menos lo que hiciste por mí.

Hasna inclinó la cabeza levemente, como si analizara sus palabras, pero no respondió de inmediato.

Karl estaba a punto de girarse para entrar a la estación cuando sintió un tirón en su brazo.

Antes de poder reaccionar, Hasna lo jaló con suavidad, pero con firmeza hacia ella.

Y entonces, sin previo aviso, sus labios se encontraron.

El beso fue fugaz, pero lo suficientemente intenso como para dejar a Karl completamente desconcertado. Los labios de Hasna eran cálidos, suaves, y por un breve instante, el mundo a su alrededor desapareció.

Cuando se separaron, Hasna le sonrió con una mirada traviesa.

—Para que nunca me olvides —susurró.

Karl, sin palabras, solo pudo mirarla, sintiendo su corazón latir con fuerza en su pecho.

Nunca había considerado la posibilidad de que Hasna pudiera verlo de esa manera, pero ahora, mientras la observaba bajo la tenue luz del atardecer, entendió que este viaje le había dejado más recuerdos de los que jamás imaginó.

Se aclaró la garganta y desvió la mirada, intentando ordenar sus pensamientos.

Pero Hasna no había terminado.

Con una sonrisa seductora, se acercó un poco más, dejando apenas unos centímetros entre ellos. Sus ojos dorados brillaban con picardía bajo la luz de la ciudad, reflejando una chispa de travesura.

—Dime, Karl… —susurró con voz aterciopelada—. ¿No quieres hacer tu último día en Zúrich aún más inolvidable?

Antes de que él pudiera reaccionar, se inclinó hacia su oído y le susurró algo con un tono tan sugerente que un escalofrío recorrió su espalda.

Karl se quedó helado por unos momentos, sin saber cómo responder. Su mente se quedó en blanco, su boca se entreabrió, pero ninguna palabra salió.

Hasna se apartó ligeramente, observando con diversión su expresión atónita.

—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa encantadora, esperando su respuesta.

Karl no supo exactamente cómo ocurrió.

Solo recordaba que, de alguna manera, terminó volviendo a aquel hotel lujoso, pero esta vez no para colarse en la suite de su ídolo, sino para entrar a la habitación de Hasna.

Todo se sintió como un sueño borroso, envuelto en la calidez de la noche y en la dulzura del perfume de Hasna. Recordaba que, en algún momento, ella le susurró su edad: 20 años. Apenas dos más que él.

Y después, solo quedaron sus labios, sus caricias, la suavidad de su piel bajo sus dedos, la manera en que su vestido casi transparente cayó al suelo sin esfuerzo.

Para Karl, era su primera vez.

Pero Hasna supo guiarlo con paciencia, con una sensualidad natural que lo envolvió por completo.

Y, aunque nunca había imaginado que algo así le ocurriría en este viaje, no se arrepintió. Al contrario, disfrutó cada momento, grabando en su memoria cada sensación, cada susurro, cada latido acelerado.

Cuando todo terminó y ambos quedaron tendidos en la cama, Karl solo pudo mirar al techo, aún sin creer lo que había sucedido.

Zúrich, sin duda, se había convertido en un lugar inolvidable.

A la mañana siguiente, Karl despertó lentamente, sintiendo el peso de la noche anterior aún en su cuerpo. Por un momento, creyó que Hasna estaría a su lado, pero al girar la cabeza solo encontró sábanas frías y vacías.

Frunció el ceño, incorporándose con cierta pesadez. Fue entonces cuando notó un pequeño papel sobre la almohada. Era una nota, arrancada de algún cuaderno o libreta, con una caligrafía elegante pero apresurada.

"Fue muy divertido. Hasta nunca. Con cariño, Hasna."

Abajo, una posdata que lo dejó helado:

"P.D.: Vete tranquilo, todo está pagado."

Karl apretó la nota entre los dedos. Se sintió... vacío. Usado. Como si no hubiera sido más que un objeto para la diversión de Hasna, un pasatiempo pasajero en su vida de lujos.

Había creído que, de alguna manera, ese encuentro significaba algo más, que tal vez ella también lo veía especial. Pero estaba claro que para Hasna no era así.

Suspiró, tratando de ahogar el amargo sentimiento en su pecho. Ya no podía reclamar nada.

Aunque igual escribió lo que paso en su libreta naranja, no lo de Michael Jackson, no quería arruinar ese bello recuerdo por como acabo el día, pero prefería pensar que fue el quien se aprovechó de Hasna y no al revés. Sin embargo, ni siquiera podía engañarse en ese escrito, si le dolió.

Sea como fueron las cosas, a pesar de todo lo negativo, como el vendaje en su hombro, fue un buen viaje.

Lo mejor era dejar Zúrich atrás, regresar a Berna y enfocarse en lo verdaderamente importante: prepararse para la universidad.

Karl nunca mencionó abiertamente en qué carrera se iba a especializar. Cuando le preguntaban, simplemente respondía que quería estudiar psicología, sin entrar en detalles.

La verdad era que quería enfocarse en la rama de la sexología. Siempre le había parecido un tema fascinante, pero también sabía lo tabú que era. Hablar de sexo ya resultaba vergonzoso para muchos, pero admitir que quería dedicarse a estudiarlo profesionalmente… eso era otra historia. Seguramente lo verían como un pervertido.

Por eso, prefirió guardarse esa parte de su plan. Lo importante ahora era volver a Berna y prepararse para la universidad.

Cuando faltaban dos semanas para que la universidad comenzara, Karl ya tenía todo listo. Había organizado sus cosas, repasado los horarios y tratado de mantener la mente enfocada en su nueva etapa. Sin embargo, una tarde, un sonido inesperado interrumpió su tranquilidad: alguien llamó a su puerta.

Extrañado, se levantó y fue a abrir. Lo que vio lo dejó sin palabras.

Frente a él había un hombre de apariencia mayor, con el porte elegante de alguien acostumbrado al poder y al dinero. Su traje estaba impecable, y su expresión era seria pero neutral. Sin embargo, lo que realmente sorprendió a Karl fue la persona que estaba detrás de él.

Hasna.

Nunca pensó que la volvería a ver después de aquella nota en el hotel. Pero ahí estaba, con la misma presencia enigmática, como si nunca hubiera desaparecido.

Hasna no tenía la misma actitud confiada y seductora de la última vez que la vio. Esta vez, tenía la mirada agachada, evitando el contacto visual con Karl, y su expresión reflejaba frustración. Algo en ella parecía apagado, como si estuviera atrapada en una situación en la que no quería estar.

Lo más inquietante era que no estaba ahí por voluntad propia. El hombre que la acompañaba la sujetaba firmemente del brazo, impidiéndole moverse. Hasna parecía querer irse, pero su agarre era firme, como si la estuviera reteniendo contra su voluntad.

Karl sintió una punzada de incomodidad en el pecho. No sabía qué estaba pasando, pero la escena frente a él le dejaba claro que no era nada bueno.

Karl sintió que el suelo se hundía bajo sus pies.

—Soy el padre de Hasna —dijo el hombre con voz firme, con un tono que no dejaba espacio para discusiones—. Y si estoy aquí, es porque hay algo muy serio que hablar contigo.

Karl sintió un escalofrío en la espalda. Miró a Hasna, pero ella seguía sin levantar la vista. Algo iba mal.

Para evitar un escándalo en la calle, les hizo un gesto para que entraran a su pequeña casa. Apenas cerró la puerta, el hombre fue directo al grano.

—Hasna está embarazada —soltó sin rodeos.

Karl sintió que el aire abandonaba sus pulmones.

—¿Q-qué?

—Así es —continuó el hombre—. Y según ella, tú fuiste el último hombre con el que estuvo en su paseo por Zúrich.

Karl miró a Hasna, buscando una confirmación, alguna reacción, pero ella seguía sin hablar.

—Así que te harás responsable y te casarás con mi hija —ordenó el hombre, su voz grave y llena de autoridad—. No es una petición, es una orden. No permitiré que mi familia pase por la vergüenza de que mi hija sea una madre soltera.

El mundo de Karl dio un vuelco. No podía creer lo que estaba escuchando.

Karl sintió que su mundo se desmoronaba. Sí, siempre había soñado con tener una familia, pero no así, no de esta manera. No con una mujer que apenas conocía, a quien nunca imaginó volver a ver después de aquella noche.

Lo más irónico de todo fue que esa fue la primera vez que sus padres realmente le prestaron atención. No para apoyarlo, no para aconsejarlo, sino para regañarlo.

—¡Eres un irresponsable! —le gritó su padre, con una furia que Karl nunca antes había visto en él—. ¿Cómo se te ocurre no usar protección?

Su madre, quien casi nunca opinaba sobre nada que tuviera que ver con él, esta vez también alzó la voz. —Si ya te crees lo suficientemente adulto para andar acostándote con mujeres, entonces también eres lo suficientemente adulto para afrontar las consecuencias.

Karl intentó explicarse, intentó decir que todo estaba pasando demasiado rápido, que él también estaba en shock, pero sus padres no querían escuchar excusas.

—Te casarás con esa chica —dictaminó su padre—. Y más te vale aprender a ser un hombre de familia, porque aquí ya no tienes casa.

Literalmente lo expulsaron de su hogar. En cuestión de minutos, su vida dio un giro drástico. Se quedó parado frente a la puerta cerrada de la que había sido su casa, con nada más que una maleta y la presencia intimidante del padre de Hasna a su lado.

No tenía otra opción.

Karl no solo terminó casándose con Hasna, sino que también tuvo que mudarse a Zúrich, dejando atrás su vida en Berna. Ahora vivía en la gran mansión de su suegro, un lugar majestuoso con lujos que jamás había imaginado. También terminó trabajando como su mano derecha en su empresa, una de las marcas de chocolate más importantes del país.

Para muchos, su vida parecía resuelta. Pasó de ser un joven sin dinero y sin apoyo familiar a tenerlo todo: una esposa, estabilidad financiera y un futuro asegurado. Se convirtió en parte de una de las familias más influyentes de Suiza, rodeado de comodidades y prestigio.

Pero nada podía estar más lejos de la verdad.

Para empezar, su matrimonio no marchaba bien desde el comienzo. Hasna siempre lo miraba con desagrado, como si la simple presencia de Karl le molestara. Apenas le dirigía la palabra y, cuando lo hacía, su tono era seco y cortante. Prefería evitarlo a toda costa, como si fueran dos extraños obligados a compartir un mismo techo.

Por más que en su libreta escribiera que quería ser un buen padre y esposo, lo último era un caso perdido desde el principio.

Hasna ni siquiera le comentaba cómo iba su embarazo. Karl solo sabía del estado de su hija porque tenía que preguntarle a la enfermera que su suegro había asignado para cuidarla. Esa mujer le daba los reportes médicos y le informaba si todo estaba en orden, pero Hasna no le decía nada por su cuenta. Era como si su papel en todo eso fuera irrelevante.

La idea de formar una familia había sido lo que más había anhelado en la vida. Sin embargo, la realidad que enfrentaba distaba mucho de aquel sueño.

Los meses pasaron rápido en medio de aquella tediosa rutina. Karl se concentró en aprender todo sobre el negocio familiar, esforzándose más de lo que cualquiera esperaba de él. Ya era suficiente que su suegro le hubiera dado un puesto tan alto sin merecerlo, ahora quería demostrarles a todos, pero sobre todo a sí mismo, que era digno de ese lugar.

Su dedicación agradó a su suegro, quien siempre había creído que los hombres debían ser los proveedores de la familia y enfocarse solo en el trabajo. "Los hijos son trabajo de la madre", le decía con tono firme cada vez que Karl intentaba preguntar sobre Hasna y el embarazo. Aquella mentalidad no le gustaba, pero no quería discutir con el hombre que le había dado todo… aunque en realidad nunca pidió nada.

Sin embargo, la verdadera gota que colmó el vaso fue cuando descubrió que Hasna había entrado en trabajo de parto y nadie se había molestado en avisarle.

Estaba en la oficina, revisando documentos importantes, cuando una de las empleadas mencionó casualmente que su esposa ya estaba en el hospital desde hacía horas. En ese instante, el trabajo, la empresa, la junta que tenía programada… todo dejó de importar.

Sin pensarlo dos veces, salió de ahí y subió a su auto, conduciendo lo más rápido que pudo hasta el hospital.

Cuando Karl llegó al hospital, Hasna ya se encontraba descansando en la cama. Pero en cuanto lo vio entrar a la habitación, giró el rostro con evidente desagrado, como si su sola presencia le resultara insoportable.

Segundos después, una enfermera apareció empujando una pequeña cuna donde descansaba la recién nacida. Karl apenas tuvo tiempo de verla cuando Hasna habló con frialdad:

—Ni siquiera se te ocurra acercar esa cosa a mí. No la quiero ver.

Karl sintió una punzada de molestia al escuchar aquellas palabras. ¿Cómo podía rechazar así a su propia hija? Quiso decir algo, reclamarle por su actitud, pero no quería pelear con ella en ese momento, no cuando todavía estaba débil tras el parto.

En su lugar, respiró hondo y miró a la enfermera.

—Por favor, llévela a la sala de maternidad.

La enfermera asintió y se llevó la cuna. Karl se quedó ahí de pie, viendo cómo su hija desaparecía por la puerta. Apenas había nacido y ya era rechazada por su propia madre.

Karl prefirió no discutir. Sabía que, si se quedaba ahí, terminaría peleando con Hasna, y eso no llevaría a nada bueno. Así que optó por regresar al trabajo.

Aunque quería ir a ver a su hija, el teléfono no dejaba de sonar. Cuando lo revisó, vio que su suegro lo estaba llamando insistentemente.

—¿Dónde demonios estás? —fue lo primero que escuchó cuando respondió la llamada—. Te necesito en la junta, no puedes desaparecer así.

Karl cerró los ojos con frustración. Su hija acababa de nacer, pero su suegro solo pensaba en el negocio. Apretó los dientes y asintió, diciendo que ya iba en camino.

Cuando volvió a la oficina, trató de enfocarse en la reunión, pero su mente estaba en otro lado. Apenas había tenido tiempo de procesar lo que había pasado. Quería saber cómo era su hija, ni siquiera pudo ver su carita antes de que la enfermera se la llevara. Y lo peor es que no tenía idea de cuándo podría hacerlo.

Otro apunte para su libreta, de seguro muchos de sus amigos pensarían que había arruinado su vida, tal vez algo, pero no le importaba, todo lo valía por su hija.

Dos días después, Hasna y su hija llegaron a casa. En cuanto cruzó la puerta, Hasna se fue directo a su habitación, sin siquiera mirar a la bebé, y les ordenó a las sirvientas que alistaran su baño. No parecía cansada ni emocionada por haber dado a luz, solo fastidiada, como si hubiera regresado de un viaje incómodo en lugar de un hospital.

La nana iba a llevarse a la bebé a su habitación, pero Karl no la dejó. Antes de que pudiera decir algo, él ya la había tomado en sus brazos. En ese momento, sintió algo que nunca antes había experimentado: una inmensa alegría que brotó desde el fondo de su corazón hasta todo su cuerpo.

Era tan pequeña, tan frágil… pero perfecta.

Karl no dejó de sonreír como un tonto mientras miraba a su hija. Sus pequeños dedos, su nariz diminuta, la forma en que se acurrucaba contra su pecho… No podía creer que esto fuera real.

Tenía que apuntarlo en su libreta, como el mejor día de su vida.

Como era de esperarse, Hasna ni siquiera había pensado en un nombre para la bebé. Su suegro, mucho menos. Para ellos, era solo una obligación cumplida, nada más.

Pero para Karl, ella era lo más hermoso que había visto en su vida.

Por eso, él le puso un nombre.

—Te llamarás Ymir —susurró, acariciando su mejilla con ternura.

Y en ese instante, juró que, sin importar qué pasara, su hija nunca crecería sintiéndose sola o no deseada.

Así fue como lo hizo.

Karl dejó de quedarse hasta tarde en el trabajo. Ahora, salía temprano, sin importar cuántas juntas o documentos tuviera pendientes. Lo primero que hacía al llegar a casa era ir a ver a Ymir.

Siempre quería ser él quien le diera el biberón, quien la arrullara hasta que se durmiera, quien le cambiara los pañales. No delegaba ninguna de esas tareas en la nana ni en las sirvientas. Si su hija lloraba en la madrugada, él era el primero en levantarse para calmarla.

Al principio, la nana y las sirvientas se extrañaron, pues nunca habían visto a un hombre hacerse cargo de un bebé con tanta dedicación. Pero quien más lo notó fue su suegro.

—Eso es trabajo de mujeres —le repetía constantemente, con el ceño fruncido.

Karl lo ignoraba. Para él, ser padre no era solo proveer dinero; era estar presente. Y lo más importante, su trabajo no se veía afectado en lo más mínimo. Cumplía con todas sus responsabilidades en la empresa y, al mismo tiempo, ejercía una paternidad responsable.

No iba a permitir que su hija creciera sintiéndose sola o desatendida. Si su suegro quería seguir con su mentalidad anticuada, era su problema.

A pesar de enterarse de la fama de Hasna, de los rumores sobre su vida promiscua y de las habladurías que corrían entre la alta sociedad, Karl nunca dudó que Ymir fuera su hija.

No tenía motivos para hacerlo. Literalmente era su copia en miniatura. Desde el tono de su piel hasta la forma de su rostro, todo en ella gritaba que era suya. Lo único que había heredado de Hasna eran aquellos ojos dorados, brillantes y profundos, que resaltaban aún más su belleza.

Para Karl, Ymir era la nueva razón de su vida. Todo valía la pena por ella. Sin importar lo que pensara su suegro, lo que hiciera Hasna o lo difícil que fuera su situación, su hija era lo único que realmente importaba.

Desde que Ymir era una recién nacida, Karl tenía un ritual especial para ayudarla a dormir. Cada noche, la acunaba en sus brazos y le cantaba suavementeSmilede Michael Jackson. No tenía la mejor voz, pero lo hacía con tanto amor que la pequeña se tranquilizaba al instante, cerrando sus ojitos dorados mientras él la arrullaba.

Esa canción se convirtió en un lazo entre padre e hija, un refugio en medio de su fría realidad. Para Karl, cantarle a Ymir era su manera de decirle cuánto la amaba, cuánto significaba para él, algo que sus propios padres nunca hicieron por él. Sin importar lo difícil que fuera su día, el estrés del trabajo o la indiferencia de Hasna, cada vez que veía a su hija quedarse dormida con una leve sonrisa en el rostro, sentía que todo valía la pena.

Para Karl, escuchar a su hija reír, verla dar sus primeros pasos, escuchar su primera palabra—que, obviamente, fue "papá"—, bañarla y vestirla con lindos atuendos hacían que su infeliz matrimonio y su monótona vida tuvieran sentido. Ymir era su mayor tesoro, su razón para seguir adelante, y aunque su relación con Hasna nunca fue amorosa, al menos su hija tendría una vida asegurada, sin preocupaciones económicas ni carencias.

Sin embargo, algo le preocupaba. Los niños tarde o temprano se dan cuenta de todo. No quería que Ymir creciera y comprendiera la fría realidad de su hogar. No quería que supiera que entre él y su madre nunca existió amor, ni siquiera atracción después de aquella única noche en Zúrich. Desde que se casaron, nunca volvieron a compartir la misma cama; de hecho, ni siquiera dormían en la misma habitación. Eran completos desconocidos viviendo bajo el mismo techo, unidos únicamente por el apellido que compartían y por la pequeña niña que, para Karl, significaba el mundo entero.
Karl llevaba tiempo reflexionando sobre su matrimonio y el impacto que podría tener en Ymir. A pesar de que su vida parecía resuelta a los ojos de los demás, sabía que su matrimonio con Hasna nunca había sido más que una farsa impuesta.

No quería que creciera en un ambiente frío, donde sus padres apenas se dirigían la palabra y el amor brillaba por su ausencia. Por eso, desde hace tiempo, había comenzado a considerar seriamente el divorcio y quedarse con la custodia de Ymir. Después de todo, era él quien siempre estaba ahí para ella, quien la cuidaba y la amaba incondicionalmente.

Para lograrlo, había estado ahorrando en secreto. Sabía que separarse de una familia tan poderosa no sería fácil, pero nunca se casó por interés ni por subir de posición social. Lo único que le importaba era que su hija no careciera de nada, ni materialmente ni emocionalmente. No quería repetir la historia de sus propios padres. Ymir merecía crecer rodeada de amor, y Karl estaba decidido a asegurarse de que así fuera, aunque tuviera que enfrentar a su suegro y a todo su entorno para lograrlo.

Como era de esperarse, su suegro se negó rotundamente al divorcio. Pero no lo hizo por Hasna ni por Ymir, sino por su propia reputación. Para él, la imagen de su familia estaba por encima de todo, y que un "simple pueblerino" como Karl fuera quien dejara a su hija sería la mayor vergüenza de su vida.

—Ni lo pienses —le dijo con frialdad—. ¿Tienes idea del escándalo que causaría? No permitiré que manchemos el apellido de esta familia por un capricho tuyo.

A veces, Karl odiaba el pensamiento de ese viejo. Para él, todo se reducía a apariencias, dinero y poder. Nunca le importó realmente su hija ni mucho menos su nieta. Solo le interesaba mantener intacta su imagen ante la alta sociedad.

Pero Karl no iba a rendirse. Si tenía que luchar por el bienestar de Ymir, lo haría. No dejaría que su suegro dictara el resto de su vida, mucho menos que Ymir creciera en un ambiente sin amor.

Por desgracia, su plan de divorciarse quedó solo en una idea. Su suegro siempre quería tener la última palabra y nunca permitiría que alguien como Karl decidiera algo tan importante sin su aprobación. Ante eso, Karl tomó la decisión de concentrarse en Ymir, en llenar sus días de alegría y asegurarse de que nunca se sintiera sola o no deseada.

Jugaba con ella, le preparaba deliciosas comidas siempre que tenía la oportunidad, le leía cuentos antes de dormir y trataba de estar presente en cada pequeño momento de su vida. Básicamente, hacía de todo para que su hija creciera con amor y felicidad.

Pero no podía tapar el sol con un dedo. Por más que intentara hacer de su mundo un lugar seguro y lleno de amor, la realidad terminó golpeándolo en la cara de la peor manera.

Un día, recibió una llamada de la escuela. La maestra, con un tono de voz tenso, le pidió que acudiera lo antes posible.

Cuando llegó, lo llevaron directo a la oficina de la directora. Sobre el escritorio había un dibujo hecho con crayones. En cuanto Karl lo vio, sintió que su corazón se detenía por un momento. Era una imagen de su madre en la cama con otro hombre.

Karl tragó saliva y miró a la maestra, quien lo observaba con una mezcla de incomodidad y preocupación.

—Señor Al-Fayez … ¿podría explicarnos esto? Ymir lo dibujó en clase y, cuando le preguntamos qué era, nos dijo que era lo que veía en casa.

Karl no sabía qué decir. Se quedó en silencio unos segundos, mirando el dibujo con una mezcla de incredulidad y furia contenida. No podía creer que Hasna hubiera sido tan descarada, no por la infidelidad en sí—porque, siendo honesto, era algo que siempre había sospechado—sino porque no le importó hacerlo frente a su propia hija.

Su mandíbula se tensó, y con un esfuerzo sobrehumano, logró responderle a la maestra con voz firme—Yo me encargaré de solucionar este asunto.

Tomó el dibujo y salió de la escuela sin decir nada más. En el camino de regreso a casa, trató de calmarse. No quería que Ymir lo viera así, no quería que sintiera miedo o que pensara que había hecho algo malo.

Al llegar, la mandó a su habitación a jugar, asegurándose de que estuviera distraída antes de enfrentar a Hasna.

—¡¿Qué demonios estabas pensando?! —espetó apenas la vio.

Hasna, quien estaba tranquilamente recostada en el sofá con una copa de vino en la mano, apenas le dedicó una mirada aburrida.

—¿Y ahora qué te pasa?

Karl apretó los puños y le arrojó el dibujo sobre la mesa.

—¡Nuestra hija dibujó esto en la escuela! ¡Tuvo que haberlo visto con sus propios ojos!

Hasna observó el papel con indiferencia y se encogió de hombros.

—¿Y?

Esa respuesta solo avivó más la rabia de Karl.

—¡¿Cómo que "y"?! ¡Es tu hija! ¡¿Cómo pudiste hacer algo así frente a ella?!

Hasna soltó una risa seca y dejó su copa en la mesa con fastidio.

—Karl, ya basta con esa farsa de familia feliz. Yo nunca quise casarme contigo, ¿ok? Nunca quise tener hijos. Lo hice porque mi padre me obligó. Me amenazó con desheredarme y no me dejó abortar cuando le dije que no quería ser madre.

Karl sintió como si un balde de agua fría le cayera encima.

—Así que… —murmuró con la voz temblorosa—. Para ti, Ymir solo es un error…

—Exactamente —respondió Hasna sin remordimiento—. Y tú también lo eres. Solo fuiste una aventura más, nada más.

Karl sintió que algo dentro de él se rompía al escuchar esas palabras.

—Yo nací para ser un espíritu libre, Karl —soltó Hasna con amargura, levantándose del sofá—. Para viajar por el mundo, acostarme con quien me dé la gana y vivir sin preocupaciones. Pero no… ¡Desde hace siete años vivo encadenada a esta maldita vida de esposa y madre! Todo por tu culpa.

Cada palabra era un puñal que se clavaba en su pecho, pero lo que realmente lo destrozó fue lo que vino después.

—Te odio, Karl. Te odio con todo mi ser.

Hasna comenzó a caminar por la mansión, con Karl siguiéndola de cerca, sintiendo cómo la rabia lo consumía.

— ¡Estoy harta! ¡Harta de esta vida de mierda a la que mi padre me condenó por estar embarazada! ¡Harta de ti! ¡Y sobre todo... —continuó Hasna, ahora entrando a la habitación de Ymir.

—¡¿Que estás haciendo?!- Karl se enojó al ver cómo trataba a su hija.

Antes de que pudiera reaccionar, Hasna se acercó a Ymir, quien jugaba en el suelo con su preciada muñeca de trapo. En un movimiento brusco, se la arrebató de las manos.

— ¡Estoy harta de Ymir y su estúpida muñeca! — sin piedad alguna lanzó la muñeca a la chimenea para que fuera consumida por las llamas de la leña.

—¡Nooo! ¡Mi bebé! —gritó Ymir, corriendo hacia la chimenea tratando de recuperarla, pero Karl la sujetó antes de que hiciera algo peligroso.

La niña se debatía en sus brazos, llorando con desesperación, tratando de liberarse para salvar a su querida muñeca. Karl la abrazó con fuerza, murmurándole palabras de consuelo, aunque él mismo sentía una furia indescriptible.

Levantó la mirada y enfrentó a Hasna con una mirada llena de odio, pero ella solo lo miró con frialdad antes de dar media vuelta y salir de la habitación, dejándolos solos en medio del llanto de Ymir y el crujir de la madera en la chimenea.

Karl pasó toda la noche al lado de Ymir, abrazándola mientras ella sollozaba contra su pecho. Su pequeño cuerpecito temblaba de tristeza, y cada lágrima que rodaba por sus mejillas era como una daga en su corazón.

—Shhh… todo estará bien, mi amor —susurró, acariciando su cabello con ternura—. Papá está aquí, no voy a dejar que nada malo te pase.

Ymir se aferró a él con fuerza, como si temiera que desapareciera también. Karl la sostuvo con la misma intensidad, como si con ese abrazo pudiera protegerla de toda la maldad del mundo, de todo el dolor que no merecía sentir a su corta edad.

Sabía que estaba mintiendo. Nada estaba bien, y probablemente nada lo estaría mientras siguieran atrapados en esa casa, en ese matrimonio sin amor, en esa pesadilla que solo parecía empeorar. Pero por el bienestar de su hija, diría cualquier cosa, haría cualquier cosa.

Durante horas, se dedicó a calmarla, a cantarle bajito la misma canción con la que siempre la arrullaba: Smile.

—Sonríe, aunque tu corazón esté doliendo…

Ymir, poco a poco, fue relajándose, hasta que finalmente se quedó dormida en sus brazos. Karl la contempló en silencio, su pecho apretado por la angustia.

—Perdóname, mi niña hermosa… —murmuró, besando su frente—. Ojalá pudiera hacer más por ti.

No sabía cómo, pero debía encontrar una manera de sacarla de ese ambiente antes de que fuera demasiado tarde.

Karl hizo todo lo posible por mantener la calma, pero cada vez que veía a Ymir llegar con los ojos llenos de lágrimas, con esa expresión de tristeza y confusión en su pequeño rostro, sentía cómo la rabia se acumulaba dentro de él como un volcán a punto de estallar.

Sabía que los niños podían ser crueles, pero lo que más le enfurecía era la actitud de los padres. Prohibirles a sus hijos juntarse con Ymir solo por algo que ni siquiera era su culpa… era algo que Karl no podía tolerar.

—Papá… ¿por qué todos me odian? —preguntó Ymir una noche, con la voz rota.

Karl sintió que el corazón se le hacía pedazos. Se arrodilló frente a ella, sosteniéndole las manitas con ternura.

—Nadie te odia, mi amor —dijo, aunque por dentro sabía que no era cierto—. Ellos no entienden nada… y a veces, cuando las personas no entienden algo, prefieren alejarse en vez de tratar de comprender. Pero eso no significa que haya algo malo en ti.

—Entonces… ¿por qué soy la única que siempre está sola y señalan?

Karl no supo qué responder. La impotencia lo carcomía. Por mucho que la abrazara, que la consolara, que le repitiera que era la niña más maravillosa del mundo, eso no cambiaba el hecho de que todos a su alrededor la trataban como una paria.

Era injusto.

Era cruel.

Y todo por culpa de Hasna.

Cuando Ymir le confesó que se sentía sola porque ya nadie quería hablarle, Karl sintió cómo su corazón se encogía.

Sabía que la fama podía ser un arma de doble filo, pero no imaginó que su propia hija, después de tanto esfuerzo, terminaría aislada.

Sin dudarlo, tomó su mano con firmeza y le dijo— Si nadie más quiere estar contigo, no importa. Yo siempre estaré aquí. No solo soy tu padre, también seré tu amigo, y nunca te dejaré sola.

Ymir lo miró con los ojos llenos de emoción y sonrió con tristeza.

—¿Lo prometes?

Karl asintió con seriedad y extendió su meñique.

—Lo prometo.

Sin dudarlo, Ymir entrelazó su dedo con el de su padre, sellando la promesa con la tradición más pura e inquebrantable de su infancia.

En ese momento, no importaba lo que dijeran los demás, ni el pasado, ni el futuro incierto. Lo único que importaba era que, sin importar lo que pasara, siempre se tendrían el uno al otro.

Karl apretó la mandíbula con furia. Ya había soportado suficiente. Por mucho que tratara de evitar los problemas, la realidad era que su hija estaba sufriendo, y no iba a quedarse de brazos cruzados mientras la destruían poco a poco.

Tenía que hacer algo. Y tenía que hacerlo ya.

Al parecer Dios escucho sus plegarias, o más bien dicho la Santa muerte.

Su suegro había fallecido de un infarto fulminante.

Cuando Karl recibió la noticia, no supo exactamente qué sentir. Aunque en parte no le extrañaba, ese hombre era un adicto al trabajo, no conocía el descanso. Mas no podía decir que estaba triste, porque la relación con su suegro nunca había sido cercana ni cálida. Tampoco podía decir que estaba feliz, porque, al final, era la muerte de un hombre. Lo único que tenía claro era que esto cambiaría todo.

El funeral fue un evento enorme, como era de esperarse. Asistieron empresarios, políticos, figuras importantes del mundo financiero. Karl observó todo en silencio, con Ymir a su lado, mientras Hasna, con un vestido negro elegante y expresión seria, recibía las condolencias de todos.

A Karl no le sorprendió que ella no mostrara ni una lágrima. Si ni siquiera podía sentir afecto por su propia hija, ¿por qué lo haría por su padre?

Escucho atentamente la lectura del testamento mientras mantenía una expresión neutral. No le sorprendió que su suegro le dejara todo a Hasna. Después de todo, era su única hija de sangre. Lo que sí le molestó fue el comentario final del abogado:

—El señor Al-Fayez también dejó una parte de la herencia para su nieta, Ymir Al-Fayez. Será suficiente para asegurar su bienestar hasta que alcance la edad adulta y consiga un marido que la mantenga.

Karl sintió que la rabia le subía por la garganta. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Acaso su suegro asumía que Ymir no sería capaz de valerse por sí misma? ¿Que su único futuro era depender de un hombre?

Apretó los puños, pero no dijo nada. No quería causar una escena en ese momento, pero aquello le dejó un sabor amargo en la boca.

Por otro lado, no se mostró afectado al no recibir nada de la herencia. Además, tenía sus ahorros y nunca se casó por dinero. De hecho, lo dejó muy claro desde el principio, cuando su suegro lo obligó a firmar un acuerdo prenupcial.

Ese acuerdo especificaba que, en caso de divorcio, Karl no recibiría ni un centavo. A él no le importó en lo más mínimo cuando lo firmó. Nunca estuvo en ese matrimonio por interés. Pero ahora, con el testamento sobre la mesa, quedaba aún más claro que, para su suegro, Karl siempre fue solo un intruso.

Karl no se sorprendió cuando Hasna ni siquiera esperó a que pasara el tiempo de luto. Apenas terminó la lectura del testamento, solicitó al abogado de la familia iniciar de inmediato los trámites para su divorcio. No solo eso, también pidió la venta de todas las acciones, la empresa, la casa y, lo peor de todo, ordenó que Ymir fuera enviada a un orfanato, "donde pertenecía", según sus propias palabras.

Karl sintió que la sangre se le helaba. Sabía que Hasna nunca quiso ser madre, pero esto… esto era demasiado.

—No. —Su voz sonó firme y cortante.

Hasna levantó una ceja con fastidio.

—¿Qué dijiste?

Karl se puso de pie, clavando su mirada en la de ella.

—Si algo voy a llevarme de este maldito matrimonio, será a mi hija. No pienso firmar nada si no me das la custodia completa.

Hasna soltó una risa sin emoción y se encogió de hombros.

—Haz lo que quieras. Me da igual.

Su respuesta fue indiferente, pero Karl notó un leve brillo de molestia en sus ojos cuando el abogado le informó que, al ceder la custodia, estaba obligada a pagar una pensión alimenticia hasta que Ymir cumpliera la mayoría de edad.

—Qué fastidio… —murmuró Hasna, rodando los ojos.

Karl no dijo nada más. No le importaba el dinero de Hasna. Lo único que le importaba era que su hija nunca tendría que volver a verla.

Lo único que alegró a Karl, además de obtener la custodia de Ymir, fue poder recuperar su apellido. Siempre odió haber tenido que adoptar el de su suegro, solo porque este decía que tenía más valor y prestigio. Para Karl, eso nunca significó nada. Siempre estuvo orgulloso de su propio apellido,Firzt, y por eso, desde el momento en que su hija nació, se aseguró de que su ficha de nacimiento llevara el nombreYmir Firzt.

Ahora, al menos, ambos podían dejar atrás ese pasado y empezar una nueva vida con su verdadera identidad.

Lo que sí le molestó profundamente a Karl fue la total falta de piedad de Hasna. Cuando todo estuvo vendido y aquella ostentosa mansión ya no les pertenecía, le preguntó por última vez si de verdad se iría sin siquiera pensar en su hija.

Hasna ni siquiera dudó antes de responder con frialdad:" Nunca debí de acostarme contigo."

Pero lo que realmente lo llenó de ira fue lo que ocurrió después. Ymir, desesperada, logró soltarse del agarre de Karl y corrió hacia su madre, con lágrimas en los ojos, rogándole que no se fuera.

Hasna ni siquiera titubeó.La empujó sin el menor remordimiento y le escupió las palabras más crueles que Karl había escuchado jamás: "Nunca debí haberte parido."

Karl sintió que la sangre le hervía. Si no fuera porque era mujer y porque Ymir estaba presente, la habría golpeado ahí mismo por decirle eso a su propia hija. Pero no lo hizo. En lugar de eso, abrazó a Ymir con fuerza, susurrándole que todo estaría bien, aunque en su interior supiera que esas palabras eran solo un consuelo vacío en ese momento.

Con sus ahorros y como administrador de la herencia de Ymir, Karl compró un auto y decidió dejar Zúrich atrás. Estaba harto de ese lugar, de su falsedad, de su superficialidad, de lo caro que era todo. No tenía nada más que lo atara allí.

Berna, en cambio, era su hogar. Tal vez no tenía el brillo ni la opulencia de Zúrich, pero era un lugar real, donde al menos sentía que podía empezar de nuevo. Además, ahí Ymir estaría mejor, rodeada de un ambiente más cálido y con personas que conocía.

Así que compró una pequeña cabaña en las afueras de la ciudad. Nada lujoso, pero suficiente para ellos dos. Un lugar tranquilo donde podrían reconstruir sus vidas lejos de todo lo que los había lastimado.

— ¿Fue un error que yo haya nacido?

Karl sintió un nudo en la garganta al escuchar esa pregunta. Ver a Ymir, tan pequeña, con los ojos llenos de duda y tristeza, le partió el alma. ¿Cómo podía su propia madre haberle dicho algo así?

Se arrodilló frente a ella, tomándola suavemente de las manitas.

—Ymir, mírame —dijo con la voz más cálida que pudo—. Tú no eres un error. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

Los ojos dorados de Ymir brillaron con un atisbo de esperanza.

—¿Entonces por qué mamá dijo eso? —susurró.

Karl suspiró, eligiendo sus palabras con cuidado.

—A veces, las personas dicen cosas feas cuando están enojadas o confundidas. Pero eso no significa que sean verdad. No importa lo que ella piense, yo sé lo que siento, y tú eres mi mayor tesoro.

Le acarició el cabello y la estrechó en sus brazos, sintiendo su pequeño cuerpo temblar levemente.

—Nunca dudes de eso, mi niña.

Ymir no respondió de inmediato, pero después de unos segundos, se aferró a su camisa con fuerza, como si temiera que él también desapareciera. Karl solo la abrazó más fuerte, asegurándole con cada caricia y cada susurro que siempre estaría ahí para ella.

Esa noche, la primera en su nueva casa y su nueva vida, Karl se quedó dormido junto a Ymir. No podía dejarla sola después de todo lo que había pasado. Era normal que se sintiera insegura en un lugar desconocido, lejos de la mansión en la que creció y de todo lo que alguna vez conoció.

Se aseguraron de que la cama estuviera bien abrigada, ya que la cabaña, aunque acogedora, era más fría que la casa anterior. Ymir se acurrucó a su lado, abrazando su camisa con sus manitas pequeñas, como si temiera que él desapareciera también. Karl le cantó en voz bajaSmile, como lo hacía desde que era un bebé, hasta que su respiración se volvió más tranquila.

Mientras la observaba dormir, Karl sintió una mezcla de emociones. Por un lado, la tristeza de ver lo rota que estaba su hija después del rechazo de su madre, y por otro, el alivio de saber que al fin eran libres. No tenían lujos, no tenían una vida de opulencia como antes, pero eso no importaba.

Lo único que importaba era que se tenían el uno al otro.

Karl logró encontrar trabajo rápidamente, gracias a sus conocidos que aún lo recordaban y a su impecable historial laboral. Haber trabajado en una de las empresas más importantes de Suiza le abrió muchas puertas, y no tardó en conseguir un empleo con una paga decente que le permitió mantener su nuevo hogar y cuidar de Ymir.

Sin embargo, la adaptación de su hija no fue tan fácil. En su primer día de clases, lo llamaron de la dirección porque Ymir había golpeado a uno de sus compañeros. Cuando le preguntaron la razón, ella no dijo nada. Ni siquiera cuando estuvieron a solas en casa quiso explicarle lo que había pasado.

Karl prefirió no presionarla. Era evidente que llevaba muchas emociones reprimidas después de todo lo ocurrido, y probablemente aquel incidente en la escuela era una forma de exteriorizarlas. Como no podía estar con ella todo el tiempo debido a su trabajo, decidió inscribirla en clases de karate, para que al menos pudiera desahogar su frustración de una manera más controlada.

Le hubiera gustado hacer más, pero ya no tenía las facilidades de antes. Aun así, haría lo posible por asegurarse de que su hija estuviera bien.

Lamentablemente, el tiempo pasó y todo siguió igual. A cada escuela nueva que iba Ymir, terminaba en peleas. Incluso la retiraron de las clases de karate con el pretexto de que era demasiado agresiva y no se medía. Karl extrañaba poder pasar más tiempo con ella; apenas podían hacerlo los fines de semana, cuando aprovechaba para enseñarle a hacer los quehaceres del hogar y también a reparar autos. No quería que su hija dependiera de nadie, sino que aprendiera a valerse por sí misma.

Pero todo empeoró el día en que recibió otra llamada de la escuela. Esta vez, Ymir había ido demasiado lejos con la agresión: había golpeado a los hijos de su amigo de la infancia, dejándolos con fracturas. Karl estaba impactado, pero en cuanto escuchó la razón, sintió una rabia incontrolable.

Aquellos niños habían apostado con su hija, la grabaron en un momento de intimidad y planeaban difundirlo por toda la escuela. Karl sintió deseos de matarlos. Sin embargo, lo peor fue cuando el padre de esos chicos, su supuesto amigo de la infancia, en lugar de condenar lo que hicieron sus hijos, los defendió. Dijo que sentía lástima por Karl, porque Ymir solo era un estorbo que le había impedido cumplir sus sueños y solo le causaba problemas. Según él, lo mejor hubiera sido dejarla en un orfanato.

Pero lo que más lo golpeó fue darse cuenta de que no era solo la opinión de su amigo. Todos en ese lugar pensaban lo mismo. Sus antiguos amigos y conocidos le habían contado a la nueva generación que Ymir no era más que un obstáculo en su vida.

Karl no lo soportó más. Golpeó a su supuesto amigo sin dudarlo y dejó claro que Ymir no era ningún estorbo, sino la razón de su vida.

Karl no podía creerlo. Gente a la que conocía de toda la vida había llenado con odio las almas de la nueva generación, convirtiendo a su hija en el blanco de su desprecio sin ninguna razón. Al final, no era un tema de clases sociales, sino de valores, y estaba claro que los valores en ese lugar eran una basura.

Lo mejor sería irse, empezar de nuevo en otro lugar donde Ymir no tuviera que cargar con el peso del desprecio de los demás. Pero por desgracia, ya no tenía ahorros ni nada que le permitiera mudarse. Su sueldo apenas les alcanzaba para vivir mes a mes.

Esa impotencia lo frustraba hasta el punto de sentir que iba a explotar. Y la única forma que encontró para calmarse fue bebiendo.

Siempre que Ymir se iba a dormir, Karl abría un armario que mantenía con llave y que tenía estrictamente prohibido a su hija tocar. De ahí sacaba una botella de licor y un vaso.

Pero esa noche no fue como las anteriores. Su rabia y frustración eran tan grandes que terminó bebiendo más de la cuenta. Su cabeza daba vueltas, y un pensamiento lo atormentaba sin cesar: todos sus esfuerzos por proteger a su hija habían sido en vano.

Había luchado tanto para darle un mejor futuro y, aun así, ni siquiera cambiando de ambiente había logrado que Ymir tuviera una vida feliz.

Al día siguiente, Karl despertó con un fuerte dolor de cabeza y un sabor amargo en la boca. Apenas abrió los ojos, la luz le molestó, haciéndolo fruncir el ceño.

Pero lo primero que vio no fue el desastre de la noche anterior ni la botella vacía en la mesa.

Estaba en su cama.

Y a su lado, abrazándolo como cuando era pequeña, estaba Ymir.

Por un momento, se quedó inmóvil, sintiendo su respiración tranquila y su calidez contra su cuerpo. No sabía en qué momento había llegado ahí ni cómo lo había llevado hasta la cama, pero verla así, tan pacífica, le removió el corazón.

¿Qué estaba haciendo con su vida? ¿En qué momento había llegado al punto de ahogar su frustración en alcohol mientras su hija, la única persona que de verdad lo necesitaba, seguía sufriendo?

Con cuidado, pasó una mano por el cabello de Ymir y dejó escapar un suspiro tembloroso. No podía seguir así. Tenía que hacer algo. Por ella.

Las sorpresas de esa mañana no terminaron ahí.

Mientras Karl se intentaba recomponer del malestar de la resaca, Ymir, aún abrazada a él, dijo de la nada:

—Oye pa… quiero ser bailarina profesional

Karl se quedó en silencio. Sus ojos se abrieron por completo, y por un momento, pensó que había escuchado mal.

—¿Qué dijiste? —preguntó, apartándose un poco para mirarla a la cara.

—Eso —repitió ella con más seguridad— En los televisores, de la tienda de segunda mano, estaban transmitiendo uno de los conciertos de Michael Jackson, me preguntaba cómo sería compartir el escenario con él y ser ovacionado por miles de personas.

Karl sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Ese… era su sueño. Uno que había enterrado hacía mucho tiempo, sin arrepentirse, porque su hija siempre había sido lo más importante para él. Pero ahora, escuchar esas palabras salir de la boca de Ymir le dejó sin aliento.

Lo que más le extrañaba era que ella nunca había mostrado interés por el baile. Siempre la había visto sumergida en sus libros, escribiendo en sus cuadernos con dedicación. Cada vez que podía, él trataba de juntar dinero para comprarle más libros, aunque fueran de segunda mano, con tal de que ella pudiera seguir disfrutando de la lectura y perfeccionando su escritura.

—¿Desde cuándo te interesa el baile? —preguntó con una mezcla de sorpresa y curiosidad.

Ymir se encogió de hombros.

—No lo sé… simplemente quiero hacerlo.

Karl la miró por un largo rato. No sabía si su hija lo decía en serio o si era un capricho pasajero, pero si era verdad… entonces tal vez, solo tal vez, podría hacer algo para ayudarla.

Así que, en su nueva escuela, Karl decidió inscribir a Ymir en clases de baile. Al principio, pensó que sería solo una actividad más para distraerla y mantenerla alejada de los problemas, pero pronto quedó claro que el talento corría por sus venas.

La maestra no tardó en darse cuenta de su potencial y la calificó de prodigio.

Karl se sintió aliviado. Por primera vez en mucho tiempo, creyó que las cosas podrían mejorar para Ymir. Si el baile la hacía feliz, entonces tal vez encontraría un camino lejos del rechazo y la soledad.

Pero lo que nunca esperó fue que su talento la llevaría tan lejos.

Un día, Ymir llegó a casa con una carta en la mano y un brillo especial en los ojos. Había conseguido una beca para estudiar en una prestigiosa escuela de baile en Nueva York.

Karl sintió un nudo en el estómago. Nueva York. Eso estaba al otro lado del mundo. Si aceptaba, significaba que tendría que separarse de ella por completo.

No quería hacerlo. No quería quedarse solo otra vez.

Pero luego lo pensó mejor.

Era la oportunidad que había estado esperando, la única que podría darle a Ymir un futuro libre de prejuicios, lejos de los fantasmas de su pasado.

Así que tomó la decisión de vender la casa de sus difuntos padres. Con ese dinero, creó una bolsa de viaje para Ymir, asegurándose de que no le faltara nada en su nueva vida.

No fue fácil dejarla ir, pero Karl sabía que era lo mejor.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que Ymir tenía la oportunidad de ser verdaderamente libre.

Karl sintió una punzada en el pecho mientras doblaba la última prenda y la colocaba en la maleta de Ymir. Todo iba bien hasta que notó que Frosty no estaba entre sus cosas.

Ese muñeco tejido con forma de hombre de nieve había sido su fiel compañero desde que era pequeña. Karl lo había hecho con sus propias manos porque sabía cuánto amaba el invierno. A Ymir siempre le entristecía ver cómo los muñecos de nieve se derretían en primavera, así que él le había hecho uno que nunca desaparecería.

—¿No vas a llevar a Frosty? —preguntó, intentando sonar casual.

Ymir, que estaba guardando sus libros, ni siquiera volteó a verlo.

—No lo necesito.

Karl frunció el ceño.

—Pero siempre dormías con él.

Fue entonces cuando ella se detuvo y suspiró.

—Pronto seré una adulta, papá. No necesito muñecos. Tengo que aprender a cuidar de mí misma.

Karl sintió que algo dentro de él se encogía.

Entendía de dónde venía ese pensamiento. Después de lo que pasó con los hermanos Galliard, Ymir había cambiado. No quería volver a ser vista como una niña de la que podían burlarse.

Aun así, no pudo evitar sentirse herido. Para él, Frosty era más que un simple muñeco. Era un símbolo de su amor, de los momentos felices que compartieron, de la infancia que poco a poco se le escapaba de las manos.

Pero no insistió.

Sonrió con tristeza y cerró la maleta.

Ymir estaba creciendo. Y por más que le doliera, sabía que no podía detener el tiempo.

Karl se quedó con Ymir hasta asegurarse de que todo estuviera en orden en su nuevo hogar. El departamento era pequeño, pero cómodo, y lo suficientemente cerca de la escuela para que no tuviera que preocuparse demasiado. Sin embargo, los precios en Nueva York eran casi tan ridículamente altos como en Suiza, pero no escatimó en nada. Quería que su hija tuviera una vida digna, incluso si eso significaba que tendría que trabajar el doble.

Pasaron el día juntos recorriendo la ciudad. Visitó con ella la escuela donde estudiaría, caminaron por las calles llenas de luces y ruido, y hasta se detuvieron en una cafetería donde compartieron un café y un chocolate caliente, como cuando era niña. Era un día especial, el último que pasarían juntos antes de separarse, pero intentaron hacerlo lo más normal posible.

Y luego, llegó el momento.

Karl la acompañó hasta la puerta del edificio. Ymir sostenía con fuerza la correa de su mochila, mirando el suelo. Karl metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, sin saber qué decir.

—Bueno… —carraspeó—. Este es tu gran comienzo.

Ymir asintió, pero no dijo nada.

Hubo un silencio incómodo entre los dos. Ninguno quería despedirse. Ninguno quería llorar. Pero ambos sabían que este era el final de una etapa.

Finalmente, Karl suspiró y levantó una mano para revolverle el cabello, como hacía cuando era pequeña.

—Estaré bien —dijo Ymir, aunque su voz sonó más temblorosa de lo que esperaba.

Karl sonrió, aunque su corazón se rompía.

—Lo sé —respondió—. Eres fuerte.

Ella alzó la vista, con los ojos vidriosos.

—Tú también.

Karl tragó en seco. No podía seguir ahí más tiempo, porque si lo hacía, tal vez no sería capaz de irse.

Así que, con un último gesto, le dio un beso en la frente y susurró:

—Llámame si necesitas algo, lo que sea.

Ymir asintió, y con una última mirada, se dio la vuelta y entró en el edificio.

Karl se quedó ahí, viendo cómo la puerta se cerraba detrás de ella.

Solo cuando estuvo completamente solo en la calle, cuando ya no había nadie que lo mirara, permitió que las lágrimas cayeran por su rostro.

Karl no pudo soportarlo. Apenas dio unos pasos lejos del edificio cuando sintió que el vacío en su pecho se hacía insoportable. Su hija, su pequeña Ymir, se había ido. Sabía que era por su bien, que era la mejor oportunidad que podía tener, pero eso no hacía que doliera menos.

Sin pensarlo demasiado, terminó en el primer bar que encontró. Se dejó caer en un asiento frente a la barra y pidió lo más fuerte que tuvieran.

Una copa. Dos. Tres. Perdió la cuenta en algún momento.

No importaba. Quería olvidar. Olvidar que ahora estaba solo, que su casa en Suiza sería demasiado grande y vacía sin Ymir. Que ya no habría risas ni discusiones sobre quién lavaba los platos. Que ya no volvería a verla dormirse en el sofá con un libro en las manos.

El alcohol quemaba su garganta, pero al menos ahogaba un poco la angustia.

—¿Problemas, amigo? —preguntó el bar tender, apoyándose en la barra.

Karl soltó una risa amarga.

—Sí… —musitó, tambaleándose ligeramente—. Perdí a mi hija.

El bar tender lo miró con una mezcla de compasión y cautela.

—¿Falleció?

Karl negó con la cabeza, apoyando la frente en la barra.

—No… Se fue. A cumplir su sueño.

El bar tender soltó una leve carcajada.

—Entonces no la perdiste.

Karl cerró los ojos.

—Así se siente.

Y siguió bebiendo, hasta que olvidó su nombre, hasta que el dolor se convirtió en un murmullo lejano. Hasta que el mundo dejó de doler, aunque fuera solo por unas horas.

Karl parpadeó varias veces, su cabeza palpitaba con un dolor insoportable. Sentía la boca seca y el cuerpo pesado, pero eso no fue lo que lo dejó sin aire.

Lo que realmente lo golpeó fue la mujer que dormía a su lado.

Kuchel Ackerman.

Su mente tardó en procesarlo. Su primer instinto fue pensar que estaba soñando. No puede ser… ¿Qué demonios pasó anoche?

Miró a su alrededor, la habitación era desconocida, con un leve olor a alcohol y tabaco en el aire. La ropa estaba tirada por el suelo, la suya incluida.

Karl, ¿qué hiciste?

El pánico comenzó a invadirlo. No recordaba nada. No sabía cuánto había bebido, qué había dicho, qué había hecho.

Pero lo peor era con quién lo había hecho.

Kuchel se movió a su lado, dejando escapar un pequeño suspiro antes de abrir los ojos lentamente. Por un segundo, solo un segundo, lo miró con la misma confusión que él sentía.

Y luego, Kuchel se encargó de contar con lujo de detalles lo que había pasado anoche.

Karl no podía creer lo que estaba escuchando.

El asco y la furia lo invadieron al mismo tiempo. Su cabeza aún daba vueltas por la resaca, pero eso no le impidió levantar la mano y darle una bofetada a Kuchel Ackerman, ya que llamo a Ymir escoria.

—No vuelvas a hablar de mi hija así… —gruñó con los dientes apretados, sintiendo su propio corazón latir con rabia en su pecho.

Kuchel se llevó una mano a la mejilla, sorprendida, pero luego sonrió con burla.

—Oh, Karl… No pensé que seguías tan obsesionado con ese error de la naturaleza.

Karl sintió la sangre hervirle. No entendía qué demonios hacía ahí con ella ni cómo había terminado en su cama, pero nada de eso importaba ahora. Tenía que salir de ahí antes de hacer algo de lo que realmente se arrepintiera.

Se levantó apresurado, ignorando la resaca, buscando su ropa entre el desastre del suelo. Mientras se vestía a toda velocidad, su mente intentaba recordar cómo había terminado ahí.

—¿Cómo sabes sobre Ymir? —preguntó sin mirarla, con la mandíbula tensa.

Kuchel rio, un sonido irritante, condescendiente.

—Por favor, cariño. Tu historia con esa cosa es más conocida de lo que crees. En esta ciudad, los secretos no duran mucho.

Karl terminó de ponerse la camisa, pero sus manos temblaban de pura rabia.

—Eres una maldita… —susurró, sintiendo que el aire le faltaba.

—¿Oh? —Kuchel se acercó con una sonrisa burlona—. ¿Y qué harás al respecto? ¿Golpearme otra vez? Anda, Karl, admítelo… Fue una gran noche. Y podemos tener muchas más.

Karl la miró con asco.

—Ni aunque fueras la última mujer sobre la Tierra.

En cuanto Karl terminó de abotonarse la camisa y se dirigió a la puerta, Kuchel entró en pánico.

—¡No! ¡No te vayas! —gritó, con una desesperación que a Karl solo le causó más repulsión.

Entonces, en un acto impulsivo, Kuchel saltó de la cama y se aferró con fuerza a una de sus piernas, abrazándola como si su vida dependiera de ello.

—¡Por favor, Karl! ¡No me dejes! ¡Te amo! ¡Te he amado desde siempre! ¡Eres mío! ¡Me perteneces!

Karl sintió un escalofrío de puro asco. Bajó la mirada y vio a Kuchel abrazada a su pierna, con lágrimas corriendo por su rostro, como si fuera una niña rogándole a su padre que no la abandonara.

Se soltó de su agarre con un movimiento brusco y la miró con un desprecio que nunca había mostrado por nadie.

—Me das asco.

Las palabras fueron frías, cortantes, como un cuchillo hundiéndose en el pecho de Kuchel.

Ella se quedó congelada, con los ojos muy abiertos, y en ese instante, Karl abrió la puerta y salió de la habitación sin mirar atrás.

Karl caminó por las calles de Nueva York con el estómago revuelto y el cuerpo temblando de pura repulsión. Cada paso se sentía pesado, como si su piel misma le pesara.

Apenas llegó al hotel donde se hospedaba, se metió al baño y abrió la ducha con el agua lo más caliente posible. Se arrancó la ropa con desesperación y entró bajo el chorro ardiente, frotándose la piel con una fuerza que casi le arrancó capas de ella.

No.

Eso no había sido ninguna noche de pasión.

Lo habían usado.

Aprovechó que estaba inconsciente, indefenso.

El solo pensamiento hizo que sintiera arcadas.

Se apoyó contra la pared de la ducha y cerró los ojos con fuerza, tratando de calmar su respiración.

Lo único que le daba algo de alivio era saber que, al menos, no existía el riesgo de un embarazo. Años atrás, cuando todavía estaba con Hasna, tomó la decisión de hacerse una vasectomía.

No porque no quisiera más hijos.

Sino porque, después de ver el desprecio con el que Hasna trataba a Ymir, supo que no podía arriesgarse a traer otro niño al mundo para sufrir lo mismo.

Él había querido ser un buen padre. Había dado todo por su hija. Pero había fracasado en muchas cosas.

Y ahora esto.

Se sentía sucio. Humillado.

Y lo peor era que nadie le creería.

Se golpeó la frente contra la pared y dejó que el agua caliente siguiera cayendo sobre él.

Tenía que salir de Nueva York cuanto antes.

No sin antes levantar una denuncia contra Kuchel por lo que le hizo.

Apretó los puños con rabia mientras escuchaba las risas contenidas de los oficiales. Uno incluso murmuró algo sobre que "debería sentirse afortunado".

—Vamos, amigo, ¿cómo va a violarte una mujer? —se burló uno de ellos, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Seguro que te la pasaste bien y ahora te arrepientes.

Karl sintió náuseas.

No era la primera vez que enfrentaba injusticias en su vida, pero esto… esto era diferente. Era asqueroso. Humillante.

Se levantó sin decir nada más. No valía la pena.

Salió de la estación con los nudillos blancos por la presión con la que apretaba sus manos.

Era ridículo. Si los roles hubieran sido al revés, si él hubiera sido el que aprovechó la ebriedad de una mujer para acostarse con ella, ya estaría tras las rejas. Pero como era hombre, entonces simplemente "disfrutó" de la experiencia.

El sexismo no solo afectaba a las mujeres. También a los hombres.

Tenía que volver a Suiza.

Karl tomó una decisión. No podía seguir así. No solo por él, sino por Ymir.

El alcohol no era la salida. Se prometió que no volvería a tocar una botella en su vida. Después de lo que pasó con Kuchel, tenía aún más razones para mantenerse sobrio.

Buscó un centro de rehabilitación y se inscribió de inmediato. No importaba cuánto tiempo le llevara, no quería que su hija lo viera como un borracho derrotado.

Cada día en rehabilitación fue una batalla, pero también una lección. Aprendió a enfrentar su dolor sin ahogarlo en el alcohol, a lidiar con la soledad sin buscar refugio en la bebida.

Cuando al fin terminó su tratamiento, solo tenía una cosa en mente: volver con Ymir.

Necesitaba verla. Asegurarse de que estaba bien.

No importaba cuánto tiempo pasara ni cuán lejos estuviera.

Él siempre volvería por ella.

Karl se alegró al ver que Ymir había encontrado una amiga, alguien que realmente la entendía. Historia Reiss era una chica dulce, aunque con una historia de vida difícil, muy parecida a la de su hija.

Cuando conoció a Uri Reiss, el tío de Historia, sintió una extraña conexión con él. A pesar de provenir de mundos diferentes, ambos compartían una profunda devoción por sus seres queridos. Uri le contó sobre su pasado como bailarín de ballet, y Karl se sintió sorprendido de lo mucho que su hija e Historia querían seguir sus pasos.

Con el tiempo, Karl y Uri se volvieron buenos amigos. Podían hablar con sinceridad sobre sus vidas, sus fracasos y sus esperanzas. Karl admiraba la sabiduría de Uri y su forma tranquila de ver la vida, algo que a él le costaba mucho hacer.

A pesar de todo lo que había pasado, ver a Ymir sonreír genuinamente junto a Historia le dio algo de paz. Al menos, por ahora, sabía que no estaba sola.

Karl escuchó atentamente las palabras de Uri. Aquel hombre hablaba con una calma y una sabiduría que lo hacían sentir comprendido.

—No niego que la vida puede ponernos pruebas muy difíciles —dijo Uri—. No todo el dinero del mundo sirve para enfrentarlas. A veces, es muy duro hacerles frente, pero al final, depende de nosotros: aceptar y avanzar, o quedarnos en un abismo oscuro.

Karl bajó la mirada, sintiendo un nudo en el pecho. Sabía bien lo que era ese abismo.

—Yo también estuve ahí —continuó Uri—. Pero me levanté porque alguien me necesitaba. Y saber que soy capaz de darle una vida alegre a alguien que no tuvo la culpa de nacer… eso es suficiente para hacerme feliz.

Karl apretó los puños. Aquellas palabras resonaron en lo más profundo de su ser. Ymir no tenía la culpa de nada. Nunca la tuvo. Pero el mundo la había tratado como si sí.

Levantó la vista y encontró los ojos de Uri, llenos de comprensión.

—Gracias… —fue lo único que pudo decir.

Tal vez aún no había salido completamente de su propio abismo, pero esas palabras le dieron un pequeño empujón para seguir adelante.

Karl escuchó en silencio mientras Uri continuaba hablando con su característico tono sereno.

—Nunca es malo pedir ayuda —dijo con una leve sonrisa—. Yo mismo estuve en terapia por mucho tiempo… De hecho, sigo yendo. Es bueno para encontrar paz con uno mismo.

Karl suspiró, cruzando los brazos. La idea de la terapia nunca le había convencido del todo, no porque creyera que era inútil, sino porque le costaba abrirse con otros. Sin embargo, después de todo lo que había pasado, ¿realmente tenía algo que perder?

—Si alguna vez necesitas ayuda, cuenta conmigo —añadió Uri con sinceridad—. Tampoco tengo muchos amigos. Ser incorruptible es difícil, pero prefiero ser justo.

Karl lo miró con una mezcla de sorpresa y gratitud. No estaba acostumbrado a que la gente ofreciera ayuda sin esperar nada a cambio.

—Gracias, Uri… Lo tendré en cuenta —dijo al final.

Tal vez, por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba completamente solo.

Así fue como Karl empezó a asistir a terapia. Al principio le costaba hablar de todo lo que había pasado, pero con el tiempo empezó a sentirse más cómodo. Recordó entonces un viejo deseo que había enterrado hace años: estudiar sexología. Siempre le había interesado entender mejor la naturaleza humana y las relaciones, pero nunca pudo darse el lujo de hacerlo.

Ahora tampoco podía. Ymir aún lo necesitaba, y él nunca la dejaría desamparada. No importaba cuánto sacrificara, ella siempre sería su prioridad.

Aun así, en sus tiempos libres, cuando no estaba trabajando o acompañando a su hija en sus ensayos, pasaba horas en la biblioteca. Leía de todo, pero especialmente sobre psicología, relaciones humanas y, por supuesto, sexología. No solo lo hacía por interés personal, sino también porque le ayudaba a entenderse mejor a sí mismo y a los demás.

Además, estar en la biblioteca le servía como excusa para no estar en casa. A veces, la soledad de su hogar era demasiado pesada, y el silencio le recordaba todo lo que había perdido. Por eso, prefería perderse entre libros y conocimientos antes que enfrentarse a esas cuatro paredes vacías.

Cuando pensó que su vida ya se estaba enderezando, llego otro golpe.

La muerte de Michael Jackson fue un golpe devastador para Karl. No solo había perdido a su ídolo, sino a la única figura que alguna vez lo inspiró como un verdadero padre y a quien logro llamar amigo. Pero cuando logró recuperar la razón después del impacto inicial, su primer pensamiento no fue para él mismo, sino para los hijos del cantante.

Esos niños solo lo tenían a él, y ahora estaban solos en el mundo. Su instinto paternal se activó de inmediato, y aunque sabía que no podía hacer nada directamente por ellos, no podía evitar preocuparse.

Entonces llamó a Ymir. Necesitaba saber cómo estaba.

—Volveré a Suiza, extraño mi tierra y te extraño a ti. —dijo su hija.

Karl sintió una mezcla de alivio y preocupación. Por un lado, si regresaba, al menos estaría a su lado. Pero por otro, había algo en su voz que no sonaba bien. Se notaba triste, pero antes de que él pudiera preguntar más, ella cortó la llamada.

No entendía qué estaba pasando. Últimamente, Ymir estaba actuando extraño, como si algo la estuviera carcomiendo por dentro.

Volvería a Suiza, sí… pero, ¿a qué costo?

Sin embargo, apenas una semana después de decirle que volvía a Suiza, Ymir lo llamaba para decirle que participaría en un concurso de baile en Los Ángeles.

—¿Qué? Pero si dijiste que—

—Lo sé, papá. Pero Pieck me convenció —respondió Ymir con una ligera risa nerviosa.

Pieck. Karl recordó a la chica de inmediato. La hija de uno de sus tantos conocidos, aunque él había dejado de hablar con casi todos ellos. Aun así, Pieck siempre le pareció una buena chica, y el hecho de que estuviera cerca de Ymir le daba cierto alivio. Tal vez al fin tenía una amiga de verdad de Berna.

Y no lo dudó.

Pidió un préstamo sin pensarlo dos veces y solicitó días de vacaciones en el trabajo. No iba a perderse la oportunidad de ver a su hija en ese escenario, sin importar lo difícil que fuera la competencia. Se trataba de bailarines de élite, pero Karl tenía algo que nunca le fallaba cuando se trataba de Ymir: fe absoluta en ella.

Karl observó con orgullo cómo Ymir se alzaba con el gran premio junto a su compañero de baile. Aunque no le gustaba ver a ese chico tocándola, al menos era profesional. Pero lo que realmente lo dejó sin palabras fue lo que ocurrió después.

Ymir, ahora una bailarina profesional y altamente solicitada por los cantantes más famosos del momento, le compró una enorme casa en Zúrich.

—Papá, ya no tienes que preocuparte por nada —dijo con una sonrisa.

Karl no se molestó. Al final, ya no tenía a nadie en Berna a quien considerar amigo. Ni siquiera se despidió de nadie cuando se fue. Aun así, decidió conservar la cabaña, como un recordatorio de todo lo que había pasado ahí.

Pero lo que lo golpeó de verdad fue lo que Ymir dijo después.

—Papá, quiero que pienses en ti, no sé, podrías hacer lo que quieras o conocer a alguien linda y casarte.…

Karl la miró fijamente. ¿Así era como lo veía? ¿Como si al fin se hubiera librado de ella? Sentía que su corazón se encogía. No, ella no entendía. No entendía cuánto la amaba, cuánto significaba para él.

Negó con la cabeza y respondió con suavidad:

—No, Ymir. Estoy bien así, pero me gustaría volver a estudiar, me gusta la idea de ser sexólogo. Por favor, estudia literatura. Sé que tu amor por las letras sigue ahí.

Quería que fuera feliz, pero también que nunca abandonara lo que realmente amaba.

Karl intentó darse una oportunidad en el amor. Era una nueva ciudad, un nuevo comienzo, y no veía nada de malo en intentar encontrar a alguien con quien compartir su vida. Quizá, incluso, darle a Ymir la madre que nunca tuvo.

Pero todas las mujeres con las que salía decían lo mismo: querían formar una familia, pero sin incluir a Ymir. No querían criar hijos de otra mujer.

Eso fue suficiente para que Karl las mandara educadamente al diablo.

Nunca pondría a una desconocida por encima de su hija.

Ymir era la mujer más importante en su vida, y nadie cambiaría eso.

A pesar de todo lo que estaba pasando, Karl no podía evitar sentir orgullo.

Los años de sacrificio y lucha no fueron en vano. Ymir había alcanzado el éxito por mérito propio, y también había logrado hacer algo que nunca imaginó: rendir homenaje a su ídolo.

Que Ymir fuera la elegida para recrear el holograma de Michael Jackson enSlave To The Rhythm era un honor inmenso. Significaba que su talento no solo era reconocido, sino que estaba a la altura de una leyenda.

Y él, aunque solo fuera en un videoclip y con una máscara, pudo seguir los pasos de su ídolo enBehind the Mask. No como Michael, pero sí como Karl, el niño que soñaba con bailar junto a él.

A pesar de todo el dolor, había razones para sonreír.

La vida de Karl siguió casi igual que en Berna: trabajo, estudio y soledad. La única diferencia era su casa, más grande, más elegante… y mucho más vacía.

De qué le servía un hogar espacioso si Ymir no estaba ahí para llenarlo de vida.

Incluso decoró su habitación exactamente como era en Berna, como si, de alguna forma, eso hiciera que se sintiera menos lejos.

Pero sabía que no podía obligar a su hija a dejar la vida que había construido solo para acompañarlo.

Lo bueno era que aún tenían su tradición: en los cumpleaños de cada uno, mandaban todo al diablo y se reunían para pasar el día juntos. No importaban los lujos ni los regalos caros. Solo eran ellos dos, una simple comida de macarrones con queso y jugo de naranja.

Y esos momentos, por más sencillos que fueran, valían más que cualquier cosa.

Karl había logrado lo que muchos creían imposible: terminar su carrera en sexología, obtener su título y maestría, y conseguir un buen trabajo en una clínica en Zúrich.

Pero, como en todo lugar, siempre había envidias.

Sus compañeros no soportaban que un "recién llegado" ascendiera tan rápido. Para ellos, no existía la vocación ni el esfuerzo; de seguro había conseguido todo por "contactos".

A Karl no le importaban los rumores sobre su carrera. Lo que realmente lo enfurecía era cuando hablaban de Ymir.

La llamaban "zorra promiscua", como si su éxito se debiera a algo más que su talento y esfuerzo.

Quería molerlos a golpes, pero sabía que no valía la pena.

Había luchado demasiado por llegar hasta ahí y no pensaba tirar su futuro a la basura por unos idiotas.

Hasta que un día, Karl no podía creer lo que veía.

Ahí estaba su hija, Ymir, parada frente a su puerta, vestida con un disfraz, dudando si tocar o no.

No lo pensó dos veces.

Corrió hacia ella y la abrazó con fuerza.

No le importaba por qué estaba ahí ni qué problemas pudiera tener. Solo le importaba que, después de tanto tiempo, tenía a su hija nuevamente en casa.

Volviendo al presente.

Karl suspiró profundamente, tratando de calmarse.

Ya se había desahogado, pero el problema seguía ahí.

No podía cambiar el pasado, pero sí podía decidir cómo actuar en el presente.

Ymir estaba embarazada. Un hijo no era un juego ni algo que se pudiera borrar con el tiempo.

Si ese tal Levi Ackerman era el padre, entonces tenía que hacerse responsable.

No había otra opción. Karl lo encontraría y hablaría con él, por el bien de su hija y su futuro nieto.

Final del undécimo capitulo

Hola

Yo de nuevo con este mismo fic.

Decir que estoy mejor a la última vez seria mentir, ando sin trabajo desde navidad.

Eso me entristece un poco.

Buscar trabajo toma su tiempo y el dinero se va como el agua.

Ojalá pronto encuentre uno.

Pasando al capítulo, sé que muchos dirán que esto es relleno, en parte sí.

Pero quería escribir sobre la vida de Karl, mi personaje OC favorito, él también está sufriendo por todo lo que está pasando y para saber algo más de su vida.

Es obvio que al haber vivido más tiene más para historia contar.

Como dije, estoy desanimada, así que necesite de la IA para hacer este capítulo.

También quiero decir que use la IA para crear imágenes y ponerlas en los capítulos anteriores además de videos, al menos en las plataformas que me permite hacerlo, sé que es tarde y debí hacerlo antes pero recién se me ocurrió.

En fin, eso es todo

Espero que el capítulo les haya gustado, si es así boten y comenten.

Nos vemos en este o en algún otro fic.

Nos vemos

Bye.