N/A: Acá ando de vuelta. Me estuve fijando en las analíticas y resulta que nadie me leyó el capítulo anterior :( Es una lástima que haya llegado tan tarde al fandom y que ahora esté tan muerto como la serie en sí. Conociendo a Disney, sacarán algún reboot o adaptación dentro de 30 años, cuando Dreamworks les pegue otra patada en las colgantes y tengan que revolver licencias viejas pa' ver qué sale.

Gracias a mi prometida (sí, dejó de ser novia el 16 de enero de este año) por ser mi primera lectora siempre, por corregirme y darme retroalimentación. Me gustaría decir lo mismo de ustedes, pero para eso tendría que volver al pasado, cuando el fandom seguía vivo TT^TT

No importa. Ya sea para algún trotamundos que lurkee mi fic, o para alguien que lo quiera leer en algún futuro, que disfrute:


Capítulo 5:


Perspectiva: Glossaryck

Han pasado seis meses desde que el reino Butterfly es una república. Incluso con el apoyo del pueblo, César continúa incentivando a su gente para que elijan a sus representantes. Ahora es un Edil quien se encarga de cuidar las calles y suministrar los alimentos, un Cuestor para llevar cuenta de los gastos y tesorería, un Pretor que funge de juez y salvaguarda los campos de maíz, y un Cónsul que encabeza la milicia de la nueva República. César, por su lado, se mantiene paradójicamente como rey por el cariño y devoción que se le tiene, aunque…

—¿Así está bien? —la propia Morgana se encarga de ponerle sales aromáticas a mi bañera en miniatura.

—El punto justo —exhalo tranquilo antes de sumergirme con todo y bata.

—No olvides que César reclamará la varita hoy.

En efecto, eso es lo que falta; César ha estudiado mi libro en este medio año para convertirse en el portador de la varita. Debería pensar en cómo restringir su uso, pero el estrés me saca arrugas y este baño antecede a mi rutina de skin care.


Perspectiva: Morgana

Tras atender a Glossy, me dirijo a la biblioteca del castillo e irrumpo en ella sin temor alguno. En el centro está César, que lleva desde anoche encerrado con el Libro de Hechizos.

—Habíamos dicho que no podías encerrarte más aquí —paso a su lado y acaricio su mentón— ¿Quieres que te afeite?

—Sí… —murmura sin siquiera mirarme, tan concentrado en ese manuscrito enorme y engorroso.

Cuesta bastante sacarlo de su madriguera, pero consigo llevarlo al baño y preparar su rostro para rasurar.

—¿Cómo se te ocurre? Desvelarte para un día tan importante —le reprocho a la par que saco algo de filo a la navaja.

—Esa varita es un dolor de cabeza —se quita la toalla húmeda para restregar un ungüento sobre su mentón—, aunque lamentablemente la necesito para comenzar la campaña.

Comienzo a pasar la navaja cuidadosamente por su piel pálida, idéntica a la de su finada madre.

—¿Noticias de Gerard?

—Dijo que hay novecientos soldados listos —respondo sin apartar la vista de mis movimientos en su cutis—. Obviamente no me lo dijo a mí; lo escuché de Tancrede.

Él suspira y contempla su reflejo en un espejo frente a él. En algunos minutos logro eliminar su barba incipiente, pero no puedo hacer nada por esas ojeras. César solía sonreír a veces, pero ahora es muy raro que exprese emoción alguna. Llevo mis uñas a la comisura de sus labios y lo fuerzo a darme una sonrisa frente al espejo:

—¿Qué haces? —vocaliza con dificultad.

—Pareces un muerto —bromeo con él—. Trata de que tus labios hagan así más a menudo.

Él asiente y mi gesto le hace sonreír con naturalidad. Se levanta y encara en soledad hacia la habitación de Soupina, que es donde Glossaryck pasa la mayor parte del tiempo.


Perspectiva: Willow

"Muévete, plebeya". El mariscal Belias me empuja con brusquedad para entrar en la sala del trono. Sigo barriendo el pasillo sin atreverme a protestar, pero me sorprende ver la silueta huesuda y alta del rey Lucitor al otro lado del zaguán:

—A Willow no le hables así —sentencia pétreo, para sorpresa de ambos.

Belias agacha la cabeza y me regala una reverencia en forma de disculpa. Ambos se encierran y comienzan a hablar del otro lado. Han sido cuatro meses muy duros por no saber nada de César ni de mi reina Soupina, pero Dominetórix me sigue tratando muy bien. Sé que no debo escuchar conversaciones ajenas, pero no aguanto la curiosidad y pego el oído aprovechando que no hay guardias.

—... Él dijo que quiere hablar con usted, señor.

—Mi decisión sigue firme —puedo escuchar la voz de Dom más grave de lo normal—; si él no dimite por su propia reflexión, seguirá encerrado.

Suspiro aliviada, dado que el príncipe Abbeas me daría muchos problemas si volviera a hacer de las suyas.

—Aún así… cuatro meses sin ver a mi hijo me revuelven el corazón, el único órgano que me queda —continúa él—. Tráelo, quiero estar a solas con él.

Vuelvo a mi tarea y Belias se retira, no sin antes murmurar algo a mi lado:

"Vienen tiempos difíciles, pequeña".


Perspectiva: César

Ingrata es mi sorpresa cuando me encuentro al divino exofilándose la cara.

—¿Te importa? —me reprueba molesto.

Apoyo mi espalda contra la pared y evito escrutarlo con la mirada.

—No te he visto habitar el Libro de Hechizos desde que mamá… —aclaro la garganta—... falleció.

—Bueno, eso es porque tú no necesitas un glosario.

—Es difícil hallarse con un libro desordenado —espeto—, pero tienes razón. Es más, he empezado a organizarlo por mi cuenta.

Pasan varios minutos hasta que por fin me atiende:

—¿Al fin vas a pasar a la práctica? —me sonríe con el cucharón de mamá alzado hacia mí.

Reclamo el artefacto en silencio: su magia es intensa y me impregna. Por mucho que parezca de madera, el material es más bien un metal resistente pero también ligero. Un fulgor comienza a brotar de todo el cucharón y siento un ardor inexplicable en todo mi cuerpo.

—Vaya, no esperaba que se convirtiera en… eso… —murmura Glossaryck con una expresión de preocupación que jamás había visto.

Contemplo mi mano, que ahora está oculta bajo este robusto guantelete plateado. Dos laureles arqueados se dibujan en detalles dorados por el dorso de la "varita", y brillan cuando una extraña comezón se apodera de mis mejillas.

—Se parecen mucho a las cruces de tu madre —me dice un Glossaryck melancólico.

Me tambaleo hasta dar con el espejo y analizo mis mejillas: son dos cruces rojas como las de mamá, pero en mi caso la línea horizontal está inclinada hacia la derecha. Siento la magia fluyendo en todo mi ser; un mundo de posibilidades se abre ante mí.

—Hay algo que debería aclararte —me sermonea—, y es que la varita solo se debe usar-

—Para defensa personal o por el bienestar del reino —completo su oración—. Lo leí en la quinceava página del Libro de Hechizos. Descuida, tengo bien presente las cláusulas.

Reverencio al divino y abandono la habitación. Sé que dejé un sabor agrio en él, lo que me satisface de sobremanera.


Perspectiva: Gerard

"¡UN DRUIDA!", nos alerta un soldado. Todos se acomodan en el adarve frontal y los dos bastiones que protegen la entrada a la ciudadela. El dichoso es un hombre pálido, del cabello más blanco que he visto en mi vida. Viste esa túnica igual de blanca que le llega hasta los tobillos, junto con unas zapatillas del mismo color. Es fácil distinguir a los druidas porque la gran mayoría se viste igual.

—¡¿Qué buscas, muchacho?! —alzo la voz para que me oiga desde mi altura.

—¡Le traigo un mensaje al rey César! —me responde con el mismo tono.

Los soldados me miran buscando respuestas. Suspiro resignado y ordeno que se abran los portones para él. Una vez ingresado, desciendo por los escalones internos de la muralla hasta dar con él en tierra firme.

—Los druidas somos pacifistas, señor —se cruza de brazos.

—No eran muy "pacifistas" hace diez años, cuando extinguieron a las brujas —respondo sin molestarme en esconder mi desconfianza.

Lo escolto castillo adentro y lo dejo esperando afuera de la sala del trono, donde César está sentado con ese guantelete nuevo en su mano derecha. Cualquier otro súbdito se arrodillaría ante su majestad, pero conozco a César desde que es un mocoso y no pienso regalarle ese lujo.

—César, un druida vino con un mensaje —me limito a cumplir mi trabajo y no preguntarle sobre la varita.

—Que pase —asiente, al fin mostrando algo de atención a la realidad.

Abro las puertas de madera y el muchacho con su larga cabellera blanca ingresa, reverencia a nuestro rey y comunica:

—Mi nombre es Draig Arcani, hijo del Mentor druida Athair Arcani, de quien tengo un mensaje para hacerle llegar.

César alza su mano diestra para indicarle su permiso a seguir. Escruto el guantelete en todo momento: «¿Será acaso la nueva forma de la varita?»

—Los druidas necesitamos que entregue a la fugitiva, "Morgana la Traidora", para enjuiciarla por hurtar nuestro manuscrito —sus palabras escapan con tanta ligereza de su boca, sin ningún temor a su posición, como si tuviera todo bajo control.

César deja salir una atenuada sonrisa y me indica que me acerque, a lo que obedezco:

"Tengo que hablar contigo después", susurra.

—Queremos recordarle a su majestad que la rea es extremadamente peligrosa, y-

—No digas más, amigo —vuelve a alzar su mano—, dejaste claras tus intenciones.

César se levanta y camina imperante hacia el joven druida; tienen la misma altura y probablemente coincidan en edad. Además, ambos llevan el cabello largo, aunque el de César no llega al largo de este chico.

—Dile a tu padre que Morgana cuenta con la protección de la República —sentencia con la misma facilidad que su escucha—. No reconoceremos ningún crimen del que no tengamos evidencia tácita, ni permitiremos un juicio hecho por… nómadas.

El druida parece querer discutir, pero se traga sus palabras y reverencia a César. Da media vuelta y se dispone a marcharse conmigo, pero se detiene ante otro llamado del rey:

—Una cosa más, y esto es para ti: cuídate de tu padre, porque él es la razón por la cual todo Mewni empezó a desconfiar de ustedes.

Veo los puños de este muchacho "Draig" apretarse con rabia, pero aún así se contiene y sigue caminando.

Una vez escoltado a la salida sano y salvo, me devuelvo a la sala del trono con el ocaso a mi espalda. César me espera sentado, con Morgana a su lado, sosteniendo un atlas frente a él.

—¿Qué necesitas, César? —me dirijo a él, de nuevo sin reverenciarlo.

—La visita del druida nos viene como anillo al dedo —se levanta y recorre en el mapa con el índice de su mano izquierda el camino desde el reino Butterfly hasta el territorio Johansen—. La expansión de la república debe comenzar de inmediato.

—Te pido que lo reconsideres —me atrevo a decirle a nuestro rey.

—Si queremos hacerle frente al reino Lucitor, necesitamos unificar toda la fuerza de la superficie. Si no cooperan con la república, serán parte de ella. —Un par de soldados ingresan con uno de esos escudos nuevos de César para mí—. Tú dirigirás la Primera Cohorte, doscientos cuarenta soldados sin contarte. Luego, dos cohortes de cientos sesenta soldados…

—Quinientos sesenta soldados no son suficientes —le cuestiono—; el reino Johansen tiene miles de guerreros, todos sus ciudadanos cumplen servicio militar.

—Ya lo teníamos en cuenta, grandote —me interrumpe Morgana—: te acompañarán cuatrocientos ochenta arqueros auxiliares.

—¿De dónde los sacaron?

Ambos se dedican una mirada de complicidad y César aclara:

—Expatriados, gente de pueblos clandestinos, algunos monstruos… todos quieren la ciudadanía, no aprovecharnos sería un desperdicio.

En estos momentos puedo agradecer que Soupina está muerta y no puede ver la clase de monstruo que parió.

—Partirás al amanecer. —César se acerca lo suficiente para alzar sus brazos y palmear mis hombros— Ahora, escucha…


Perspectiva: Abbeas

Me despierto adolorido por una patada en el vientre.

"Levántate", alcanzo a oír entre mis quejidos. Belias está frente a mí, serio, mirándome casi con asco.

—¿Qué quieres, maldito traidor? —escupo a sus pies.

—Pronto vas a poder pagar mis servicios —se atreve a decir esbozando una sonrisa.

Me abalanzo sobre él, pero el grillete en mi tobillo me tumba al suelo de roca volcánica. Contemplo esa silueta que me ve desde arriba:

—Eres patético. —Su mano cubierta por placas de acero captura mi cuello y me estampa contra la pared.

—¿Qué… haces aquí? —consigo decir con el aire que me queda.

Él me suelta y caigo de rodillas; toso en cuanto mis pulmones se liberan de su agarre. Belias desenfunda un puñal de un material extraño y lo pone frente a mí:

—Esta hoja fue tallada a partir de un cristal tramorfidiano. Me costó un ojo de la cara, tuve que endeudarme con los duendes por esta cosa.

Me encojo de hombros asumiendo que me presume el arma con la que ha de matarme, pero me da una bofetada que voltea mi rostro. Sus dedos capturan mis mejillas y me fuerza a verlo de nuevo:

—Esta es la única arma en todo Mewni que podría matar a tu papito; traspasará su peto hasta su corazón y anulará cualquier magia protectora en su camino. —Él junta mis manos y me hace sostener el arma— Es ahora o nunca, Abbeas; la situación en la superficie es insostenible, ese maldito mewmano al que le robaste su novia pone en peligro MI estilo de vida.

Tengo muchas preguntas, pero él me libera de mis cadenas y con prosa me lleva rumbo al salón del trono. Los soldados me ven con decepción y repudio, pero nadie se atreve a hacerme nada ante Belias.

—Ya sabes qué hacer, "rey Abbeas" —murmura frente al zaguán qué antecede al trono.

Soy ingresado bruscamente y me encierran con él, que está cabizbajo en ese gran asiento de obsidiana y rubíes.

—Aquí estoy, padre —me acerco y hago una reverencia, pero él no se mueve—. Asumo que me has llamado…

Pese a no tener la necesidad, padre suspira pesadamente.

—¿De qué quieres hablar? —le pregunto, pero solo el silencio me es devuelto.

Su esquelética forma se levanta y camina hasta una pequeña mesa; recoge un libro rojo y me lo enseña:

—Hace cuarenta y dos años, luché contra la reina Moe por el control de la superficie —vocaliza al fin—. En el calor de la batalla, logré reducirla y ponerle mi espada en su cuello, Abbeas, estaba totalmente desahuciada.

—¡¿Y por qué no la mataste?! —le reclamo exaltado.

—Porque su marido, que en ese entonces era el Mentor de los druidas, me mostró una visión… —él me entrega el libro abierto en una de las últimas páginas—: muerte, desolación, hambre… todos bajo un solo estandarte, todos muertos por el único rey. La profecía es real, hijo.

Le doy una rápida ojeada: básicamente, un "emperador" conquistaría todo el planeta y traería consigo la desolación más absoluta.

—Eso pudo haber sido una trampa de los Butterfly —cierro el libro con escepticismo—; los druidas son expertos en magia, no me sorprendería que haya sido una simple ilusión.

—No, hijo, no hay nada más honesto que la magia druídica. He intentado evitar este destino limitándome a exigir donaciones, pero después apareció esa novia tuya…

—Morgana y lo que hizo no tienen nada que ver —respondo enfadado—, yo fui quien perdió esta legión, no evadas la razón por la que me invocaste.

Mi padre acaricia mi cabeza con esas falanges que ya no tienen carne de ningún tipo.

—Hijo, la guerra es mala: te seduce la idea de doblegar el mundo a tu voluntad, pero mira las consecuencias… tan sólo te usó, se perdieron vidas en ambos bandos y lo peor de todo, una cultura entera se extinguió irremediablemente.

Él deja de acariciarme; estoy cabizbajo, pensando en qué decir. Puedo percibir que se da media vuelta y me da la espalda en resignación, por lo que decido abrirme, dado que de todas formas no ganaría nada guardándome:

—Cuando era niño, mi madre me dijo que un rey debe ser sensible con su pueblo y paciente con sus enemigos. —Alzo la cabeza para ver a mi padre devolver su camino hacia mí— La abofeteaste y me dijiste que el rey del inframundo debe someter a los suyos y arrancarle a la superficie todos sus tesoros. Me arrojaste al calabozo por dos días para "hacerme más fuerte"... ¿Lo recuerdas?

—Hijo…

—Tienes razón, no soy fuerte —rompo mi voz con mi última frase, pero consigo recomponerme y seguir—, aún así, tengo mis propias virtudes para ser el rey, padre… soy ambicioso, nunca es suficiente para mí; influyente, hago que mis súbditos trabajen a mi beneficio; inteligente, uso mi conocimiento para conseguir lo que me propongo…

Padre intenta darme un abrazo por primera vez en su vida, pero es tarde; doy un paso atrás y mis emociones vuelven a traicionarme.

—Yo solo quería complacer tus expectativas, padre —mi voz se quiebra definitivamente—. Siempre intenté cumplirte, pero no era digno de recibir un simple abrazo de ti… un solo "te quiero" era todo con lo que soñaba, pero jamás me lo diste… como si yo fuera un fracaso.

—Abbeas, no me digas eso —lágrimas emanan de sus cuencas oculares—. Tú no eres un fracaso; el único culpable soy yo, que fracasé como esposo y como padre.

Él se arrodilla y extiende sus brazos esqueléticos:

—Hijo, por favor, déjame abrazarte —se lamenta entre lágrimas.

Finalmente, por primera vez en mi vida, puedo tener este momento con él. Me acerco lentamente para cumplir este sueño que anhelé desde mi infancia y ahora se hizo realidad. Ambos dejamos que el llanto se apodere de nosotros cuando forjamos el abrazo… siento el calor de sus lágrimas contra mi pecho.

—Padre, si yo fuera el emperador de la profecía… —llevo mi mano hasta mi espalda para tomar el puñal—... haría que Mewni entera se postrara a tus pies.

Con un rápido movimiento, el afilado cristal tramorfidiano penetra la pechera y corazón de mi padre como si fuera una mera capa de tela. Su aliento acaricia mi rostro una última vez antes de caer inerte sobre mis brazos.


Perspectiva: Belias

Pasan los minutos y la sala del trono se oye en total silencio. Irrumpo con todo el atrevimiento y me encuentro al príncipe sollozando patéticamente sobre el cadáver de Dominetórix. Me pongo a su lado y golpeo su hombro en señal de empatía:

—Había que hacerlo, Abbeas.

Él no responde.

—Ahora viene la parte complicada —asevero—; después de esto, la mayoría de legiones no querrán obedecerte.

—¿Guerra civil? —alza su mirada deprimente hacia mí.

—Una bastante grande, sí.

Abbeas por fin se desprende del cadáver; escruto el cansado cuerpo sin vida ni magia que alguna vez fue el gran rey Dominetórix Lucitor.

—Con mi padre muerto, todas las levas de esqueletos acaban de desaparecer. ¿Cuántos guerreros de verdad tenemos?

—Gracias al programa de mestizaje que impuso tu padre, unos diez mil demonios. Claro que la mayoría no se atreverá a protestar cuando sepan que tienes mi apoyo.

Un tercer hombre nos interrumpe: el general Grosser, que siempre ha pretendido mi título de Mariscal, contempla la escena con horror:

—¡¿Pero qué hicieron?! —balbucea frente al cadáver del antiguo rey.

—Me temo que un asesino irrumpió en la sala del trono y asesinó al buen señor Dominetórix —explico sonriente, sin molestarme en fingir—. Pero bueno, tenemos al nuevo rey Abbeas.

—¡Son unos asesinos! —él amenaza con desenfundar su espada, pero se retracta cuando comprende su posición desfavorable—. Príncipe, esto no va a quedar así; ¡vas a pagar por esto!

—Los insubordinados serán destruidos. —Finalmente, Abbeas recupera su maquiavélica enmascarada de conjurador.

—Ya escuchaste al rey —me encojo de hombros.

Grosser aprieta sus puños con impotencia y se retira sin más. Abbeas, por su parte, explora su nuevo trono antes de sentarse.

—Consigue a todos los militares que puedas reunir para hoy, antes de que ese imbécil lo haga primero.

Reverencio a mi nuevo señor y parto camino a cumplir sus demandas.