Ginoza

Estuve dudando seriamente si maldecir a Kougami en voz alta o si simplemente mantener mi dignidad intacta. No podía decidirlo. Era una batalla interna entre el impulso de decir algo lo suficientemente cortante como para que entendiera que su interrupción no era bienvenida y la necesidad de no hacer un espectáculo frente a Alice. Me quedé callado, pero solo porque Alice habló primero.

—Deberíamos festejar —dijo, con su tono ligero de siempre, como si nada hubiera pasado—. Ya comienzan las vacaciones.

Eso era tan Alice. Desviar el tema, movernos hacia otro punto de interés, mantener las cosas en su propio ritmo, su propia dinámica, sin permitir que nadie tomara el control más que ella. Tal vez esa era la razón por la que, a pesar de mi frustración, no dije nada más y simplemente acepté que ahora teníamos que ir a algún lado. Preferiblemente sin Kougami.

Pero no podía echarlo.

No porque no quisiera. Porque claro que quería. No tenía ganas de verlo ahora, no después de que apareció en el peor momento posible, no después de que lo que estaba a punto de pasar entre Alice y yo quedó en un maldito limbo otra vez.

Nos dirigimos a un café sin demasiadas palabras entre los tres. Alice lideraba el paso, y Kougami y yo la seguimos, como si de alguna manera estuviera decidiendo por nosotros. No me molestaba que lo hiciera. Lo que me molestaba era que él también estaba ahí.

Cuando Alice me felicitó por el segundo lugar, lo hizo con un tono que tenía algo más detrás. Era genuino. No parecía un comentario casual. Lo dijo con esa manera suya de hablar que siempre parecía estar cargada de una intención oculta, como si, de alguna forma, realmente le importara mi resultado.

Pero cuando felicitó a Kougami por el primer lugar, no fue lo mismo.

No fue cálido, ni ligero.

Fue neutral.

Alice nunca había sido así con él. Nunca. Siempre había algo entre ellos, un fuego constante, una chispa que se mantenía viva sin importar el contexto. Pero esto… esto era diferente.

Y si ahora estaba manteniendo distancia, si estaba midiendo lo que decía, era porque lo que sea que haya pasado entre ellos fue tan movilizador que ahora se estaba cuidando.

Ese pensamiento me molestó más de lo que debería.

No los había visto interactuar directamente en días. No con la naturalidad de antes, no con la misma intensidad con la que lo hacían todo. Y eso solo podía significar una cosa.

Definitivamente lo que paso fue demasiado.

O al menos lo suficientemente complicado como para que ahora ambos estuvieran caminando sobre una línea invisible, pretendiendo que todo estaba bien cuando claramente no lo estaba.

Nos sentamos en un café sin mucho entusiasmo. Yo quería estar a solas con Alice, pero no podía sacarme de encima a Kougami.

Alice pidió un mocaccino con un red velvet, y todo pareció seguir su curso con normalidad hasta que Kougami decidió hacer lo que mejor sabía hacer: fijarse en los detalles que nadie más notaba.

—¿Por qué siempre pides lo mismo? —preguntó, mirándola con un tono que no era burla, pero sí con esa intensidad que siempre parecía dirigir hacia ella.

Alice levantó la vista y parpadeó.

—No siempre pido lo mismo.

Kougami soltó una risa baja, sin humor, sin apartar la mirada de ella.

—Ari, literalmente todas las veces que te vi en un café pediste lo mismo.

Alice se quedó en silencio un segundo más del necesario. Ese segundo fue suficiente para que yo entendiera que Kougami acababa de encontrar una grieta en ella.

Alice no es de las que se quedan sin respuesta. Siempre tiene algo que decir. Siempre tiene una salida, una forma de darle la vuelta a la conversación para que nadie la alcance del todo. Pero esta vez, la atrapó.

Y lo peor es que ella también lo supo.

—Eres demasiado observador —dijo finalmente, con un tono que parecía más molesto consigo misma que con él.

Y ahí estaba, la diferencia en el trato.

Kougami la miró con esa intensidad suya que nunca parecía disminuir, con esa seguridad de quien acababa de encontrar una hebra suelta en algo que Alice no quería que se desarmara.

Y yo me estaba quedando fuera de la ecuación otra vez. No lo demostraba, pero lo sentía.

Ese era el problema con Kougami. No se trata solo de que fuera mi rival en los exámenes, en la academia, en la vida. Se trataba de que él podía hacer que Alice se mostrara de maneras en las que yo todavía estaba tratando de alcanzarla.

Y yo no podía permitir que eso siguiera pasando.

Así que en lugar de quedarme como un espectador más de su juego silencioso, de la manera en que Kougami la empujaba sin siquiera tocarla, me incliné levemente hacia Alice y hablé antes de que ella pudiera recuperar el control de la conversación.

—¿Y qué se supone que deberíamos hacer en estas vacaciones?

Alice giró la cabeza hacia mí con una sonrisa ligera, la misma expresión despreocupada de siempre, esa que usaba cuando quería dejar claro que ella controlaba la situación, que nada de lo que pasaba la afectaba demasiado. Me miró, luego a Kougami, y volvió a remover la espuma de su mocaccino con la cucharilla, sin apresurarse en responder.

—Tengo que trabajar en el proyecto de danza —dijo finalmente—. Así que intentaré superar el bloqueo creativo… o algo así.

Fruncí el ceño, interesado por primera vez en la conversación.

—¿Bloqueo creativo? Pensé que ya habías superado eso.

Alice se encogió de hombros, llevándose la taza a los labios con la misma calma con la que lo hacía todo.

—Es diferente ahora. Encontré algo que me interesa, pero ahora no sé qué hacer con eso. Pensar en una coreografía me esta matando.

Kougami dejó su taza sobre el platillo con un sonido seco.

—Pensé que la música y la danza eran lo único en lo que no te contienes.

Alice lo miró por encima de su taza y, por un segundo, no dijo nada. Su mirada se sostuvo en la de él, como si estuviera evaluándolo, como si estuviera decidiendo si valía la pena ser completamente honesta.

—No es solo con eso —respondió, con una sonrisa ligera—. Pero mucha gente no está preparada para aceptar las otras cosas en las que no me contengo.

No sé si Kougami lo entendió de inmediato, pero yo sí. Lo dijo con intención. Lo dijo con algo más que simple sinceridad, con un dejo de desafío oculto detrás de su tono calmado.

Porque Alice siempre ha sido así. Nunca se ha reprimido, nunca ha fingido que es menos de lo que realmente es. Excepto cuando decide hacerlo.

Y ahora lo estaba diciendo en voz alta, frente a nosotros dos.

Kougami no respondió enseguida. Se quedó mirándola, con la mandíbula apretada, con esa intensidad suya que nunca parecía disminuir cuando se trataba de ella.

Y de nuevo, por un instante, sentí que estaba de más en esta conversación.

No lo iba a permitir.

—Entonces tal vez las vacaciones sean una buena oportunidad para que despejes la mente —dije, interrumpiendo el momento antes de que pudieran seguir hundiéndose en él.

Alice desvió la mirada hacia mí con un asentimiento ligero, como si mi comentario le recordara que yo también estaba ahí.

—Sí. Tal vez.

Pero no lo dijo con convicción.

Y por alguna razón, eso me molestó más de lo que debería.

Kougami

Tal vez tenía que aceptar que las cosas iban a seguir su curso, aunque no me gustara.

No porque quisiera, no porque estuviera de acuerdo con ello, sino porque esto es lo que elegí. Decidí esperar, y esperar significaba que tenía que verla pasar por esto, verla moverse por su vida sin mí, verla hablar con Ginoza sin restricciones, verla sonreír como si todo estuviera bien cuando sabía que no lo estaba.

Esperar significaba ser su amigo hasta que los tiempos fueran mejores o hacer algo al respecto.

Y hacer algo implicaba cruzar muchas, muchas líneas.

El problema era que no estaba seguro de poder soportarlo.

Alice seguía ahí, con su sonrisa tranquila, con su postura despreocupada, con sus palabras afiladas escondidas detrás de su tono ligero. Parecía que todo estaba bajo control. Pero yo sabía que, si miraba demasiado tiempo, si prestaba demasiada atención, iba a ver lo que realmente había detrás de esa calma.

Y no podía permitirme hacerlo.

Así que tomé mi decisión en el momento en que sentí que la tensión se asentaba en mi pecho, en el instante exacto en que me di cuenta de que esto no iba a cambiar a menos que yo lo cambiara.

Me recosté en la silla y exhalé con un aire de cansancio fingido.

—Me voy. Tengo que ocuparme de unas cosas.

Alice levantó la vista, con una expresión neutral, como si mi partida fuera esperada. Tal vez lo era.

—¿Tan rápido? —preguntó, con ese tono que podía significar cualquier cosa.

—Sí. Nos vemos después.

No le di tiempo de decir nada más. No le di tiempo de analizar por qué me iba. Me levanté, tomé mi abrigo y salí del café con la sensación de que, si me quedaba un segundo más, iba a hacer algo de lo que no podría volver atrás.

No la miré antes de irme.

Porque si lo hacía, sabía que iba a arrepentirme de haber tomado esta decisión.

Ginoza

Kougami se fue. No me sorprendió. Desde el momento en que entramos al café, desde el momento en que Alice habló con él con esa distancia medida, con ese tono neutro que nunca antes había usado con él, supe que no iba a quedarse demasiado. Tal vez porque estaba harto de pretender que todo estaba bien, o tal vez porque, como yo, sabía que, si se quedaba un poco más, algo iba a romperse.

Alice no lo detuvo. Lo miró con algo de curiosidad cuando dijo que tenía que irse, pero no insistió, no hizo preguntas, no intentó retenerlo. Solo dejó que se fuera. Como si su partida tampoco significara tanto.

Vi cómo Kougami desaparecía entre la gente del café, y cuando volví la vista a Alice, ella ya estaba revolviendo distraídamente la espuma de su mocaccino con la cucharilla, sin prestarme demasiada atención. Ahora estábamos solo los dos.

—Así que —dije, apoyando un codo en la mesa— parece que estamos solos.

Alice sonrió apenas, sin levantar la vista de su taza.

—Siempre lo estuvimos.

Había algo en su tono que me molestó y me gustó al mismo tiempo. Alice nunca dice cosas sin una razón. Nunca dice cosas que no tengan un significado detrás.

Decidí que no iba a desaprovechar la oportunidad.

—¿Quieres caminar un poco cuando terminemos?

Alice me miró, y por un momento pareció evaluar la propuesta. No lo rechazó de inmediato, lo que ya era suficiente.

—Claro.

Terminamos el café sin prisa, sin presiones. Era casi una cita, pero no era una cita, y eso estaba bien. No necesitaba que fuera algo definido, no necesitaba que tuviera una etiqueta. Solo necesitaba estar con ella sin nadie más alrededor.

Cuando salimos del café, la tarde estaba fresca, con una brisa ligera que hacía más agradable caminar sin rumbo. Alice no tenía prisa en ir a ningún lado, y yo tampoco. Caminamos sin decir mucho, dejando que el silencio se instalara de manera cómoda entre nosotros. A veces ella hablaba de cualquier cosa, de la gente en la calle, de un cartel publicitario que le parecía estéticamente incorrecto, de cómo la ciudad se veía diferente dependiendo de la hora del día. Y yo la escuchaba, porque me gustaba escucharla.

Nos detuvimos en una esquina donde el tráfico era más tranquilo. Alice se apoyó contra una baranda de metal, con los brazos cruzados, mirándome con esa expresión suya que podía significar muchas cosas.

—Hoy estabas muy callado —comentó, con su tono habitual, ese que siempre dejaba abierta la posibilidad de que estuviera bromeando o hablando en serio.

Me acerqué un poco, lo suficiente como para que la distancia entre nosotros se volviera insignificante.

—Tal vez es porque estoy pensando en algo.

Alice ladeó la cabeza.

—¿Y qué es eso que te tiene tan pensativo, Gino?

Solo la observé, con la certeza de que, si no la besaba ahora, me iba a arrepentir.

Así que lo hice.

Fue más intenso que la primera vez. Más urgente. No había vacilación, no había contención. No iba a cometer el mismo error de antes.

Alice respondió al instante, sin dudar, sin detenerse. Su boca se movió contra la mía con la misma energía con la que hacía todo, con esa entrega completa que me volvía loco. Sentí sus dedos aferrarse a mi camisa, sentí su cuerpo relajarse contra el mío, y eso lo hizo aún peor.

Porque me encantaba.

Y porque me sacaba de mis casillas.

La forma en que su aliento temblaba contra mis labios, la manera en que su cuerpo se acomodaba instintivamente al mío, como si hubiéramos hecho esto mil veces antes, como si esto fuera lo más natural del mundo, me frustraba más de lo que podía soportar.

Alice no se contenía, no estaba midiendo sus movimientos, no estaba esperando a ver qué haría yo. Me estaba besando con la misma intensidad con la que yo la besaba.

Y eso me hacía querer perder el control, pero no podía darme ese lujo.

Cuando me separé, lo hice con un poco más de brusquedad de la que quería. No porque quisiera alejarme, sino porque necesitaba un segundo para recordar cómo respirar.

Alice no dijo nada más al principio. Solo me miró, con los labios todavía entreabiertos, con la respiración todavía desordenada, como si estuviera esperando algo más. Como si estuviera esperando que yo hiciera algo más. Pero yo no lo hice. No porque no quisiera, sino porque esto ya era demasiado. Porque esto ya me estaba sacando de mis casillas.

No sé qué era lo que más me molestaba, si el hecho de que Alice me besara con la misma entrega con la que hacía todo o el hecho de que yo estaba sintiendo cosas que no sabía cómo manejar. Su forma de responderme sin dudas, sin miedo, sin titubeos, me hacía perder la cabeza. Me hacía querer más. Me hacía querer no detenerme.

Alice suspiró y apartó la mirada un segundo, antes de volver a centrarse en mí.

—Bueno, al menos avanzamos en algo. No vas a negarlo otra vez.

No era una pregunta. Era un hecho.

Apreté los dientes, todavía sintiendo el calor de su boca en la mía, todavía sintiendo su olor en mi piel, todavía con la maldita sensación de que Alice sabía exactamente lo que estaba haciendo conmigo.

—No lo haré.

Alice sonrió, pequeña, satisfecha, como si hubiera ganado algo en esta conversación sin siquiera intentarlo demasiado. Me dejó espacio para respirar, para recuperar el control que acababa de perder con ese beso, y eso me molestó aún más. No porque me diera una salida, sino porque yo no quería una.

—¿Y ahora qué, Gino? —preguntó con su tono ligero, el mismo que usaba cuando sabía que tenía la ventaja.

Mi mandíbula se tensó otra vez. No lo sabía. No sabía qué carajo hacer con esto. Con Alice, con lo que sentía, con la forma en que cada beso que le daba solo me hacía querer besarla más.

Lo peor de todo era que ella lo sabía.

No me molesté en responder de inmediato. No quería decir cualquier cosa. No quería darle una respuesta que pudiera usar en mi contra después. Alice me miró con paciencia, como si pudiera esperar todo el tiempo del mundo para escuchar lo que tenía que decir.

—No sé.

Fue lo más honesto que pude decir.

Alice ladeó la cabeza, como si realmente estuviera considerando mi respuesta.

—No suena muy convincente.

Mi respiración seguía siendo más pesada de lo normal, mi cuerpo todavía estaba tenso. Me pasé una mano por la nuca, intentando sacudirme la sensación de su piel contra la mía, de su cuerpo encajando con el mío, de la forma en que me hacía sentir que, si esto seguía, iba a perder el control de verdad.

—Alice…

—Ari.

Se corrigió a sí misma, con un tono suave, pero lo suficientemente firme como para hacerme entender que ese era el nombre que quería que usara.

Cerré los ojos un segundo. No tenía salida.

Me pasé la lengua por los labios, todavía sintiendo el sabor de ella, todavía sintiéndome al borde de algo que no estaba seguro de querer cruzar.

—Ari.

No fue solo un reconocimiento. Fue una aceptación.

Alice sonrió de verdad esta vez, como si eso significara algo más para ella de lo que estaba dispuesta a admitir.

Me recargué contra la baranda junto a ella, respirando hondo, intentando estabilizarme, intentando convencerme de que no estaba cayendo en su ritmo.

Alice me besó.

No me dio tiempo a pensar, no me dio espacio para analizarlo, no me dejó decidir si estaba listo o no. Simplemente lo hizo.

Y yo enloquecí.

No hubo contención, no hubo barreras esta vez. La tomé como si me perteneciera, como si ya no pudiera detenerme. La empujé contra la baranda, mis manos aferrándose a su cintura, mi cuerpo presionando el suyo sin pensar en nada más que en el hecho de que Alice me estaba besando de nuevo, y esta vez no iba a soltarla.

Su boca se abrió para mí con una facilidad que me destruyó por dentro. Me necesitaba tanto como yo a ella. Su aliento temblaba contra mis labios, su piel ardía bajo mis manos, y cada maldita reacción que tenía me hacía querer más, me hacía querer perder el control por completo.

—Nobuchika…

El sonido de mi nombre en su boca me golpeó como un disparo directo al pecho.

Era la primera vez que me llamaba así. Alice nunca me llamaba así. Nunca.

No era Gino, no era un mote casual, no era parte del juego. Era algo más profundo, más íntimo. Y eso fue suficiente para romper todo lo que aún intentaba contener.

Mi mano subió por su espalda, mis dedos enredándose en su cabello mientras la besaba con más hambre, con más desesperación, con más de lo que debería estar sintiendo en este momento.

Nos movimos sin darnos cuenta, sin pensarlo, sin importar dónde estábamos. En algún punto, terminamos en una calle más apartada, aún en público, aún con la posibilidad de que alguien nos viera. Pero no me importaba.

No podía pensar en nada más que en Alice, en la forma en que su cuerpo se pegaba al mío, en la manera en que sus labios se movían contra los míos, en cómo su respiración se cortaba cada vez que la tomaba con más firmeza.

Me estaba perdiendo en ella.

Y lo peor de todo era que ya no quería encontrar la salida.

Alice

Me encanta besarlo. Me encanta la forma en que su cuerpo primero se tensa, como si aún pudiera resistirse, y luego cede, como si en realidad nunca hubiera tenido otra opción. Me encanta la manera en que sus manos me sujetan, con firmeza, con una desesperación contenida que lo traiciona por completo. Me encanta verlo a través de esos lentes de mierda que insiste en usar, como si fueran una barrera que pudiera protegerlo de lo que realmente siente, de lo que está pasando entre nosotros. Pero no le sirven. Puedo ver sus ojos claramente, esos ojos verdes que brillan con una intensidad que no sabe ocultar. Y me gusta que no pueda hacerlo.

Cada beso es más intenso que el anterior, más desesperado, más imposible de detener. Lo quiero más cerca, quiero hundirme en él, quiero que me devore con esa necesidad que apenas se permite demostrar. Me aferro a su camisa, lo obligo a seguirme el ritmo, lo provoco sin necesidad de palabras porque sé que él quiere esto tanto como yo. Y lo mejor de todo es que ya no está fingiendo que no lo hace. Pero entonces se separa. Lo hace de golpe, como si su cerebro finalmente hubiera logrado abrirse paso a través del deseo, como si su cuerpo aún quisiera seguirme, pero su mente le estuviera gritando que es suficiente, que esto ya es demasiado.

Me mira con la respiración entrecortada, con las manos todavía en mi cintura, como si soltarme por completo fuera algo que todavía no se permite hacer. Lo observo, esperando que hable, esperando que diga algo que no sea una maldita excusa, esperando que no lo arruine con su tendencia a complicar todo. Y entonces lo hace.

—Es hora de volver a casa.

No me acompaña. No hace el intento de seguir caminando conmigo, ni siquiera de alargar el momento. No se ve culpable, pero tampoco parece dispuesto a quedarse. No está huyendo, no es el mismo rechazo que me lanzó la primera vez que lo besé. Es diferente. Y lo entiendo. Está tratando de procesarlo, está intentando ordenar su cabeza, está negándose a perder el control de la forma en que ya lo perdió hace un rato.

No me enojo con él. Podría hacerlo. Podría soltarle una frase venenosa, hacerle saber que, si va a detenerse ahora, más le vale asegurarse de que realmente quiere hacerlo. Pero sé que Ginoza no está huyendo de mí. Solo está intentando no hundirse del todo. Y tal vez eso sea suficiente por ahora.

Pero honestamente, quiero mucho más.

Kougami

El tema de las vacaciones estaba instalado en mi cabeza, pero no por el descanso en sí, sino por lo que significaba el tiempo libre, el espacio sin la rutina de la academia, el silencio inevitable en el que mi mente podía volver una y otra vez al mismo punto sin interrupciones. Alice.

Desde que terminó el semestre, desde que me fui del café antes de que las cosas se complicaran aún más, desde que la vi con Ginoza y supe que estaba perdiendo terreno sin poder hacer nada al respecto, no había dejado de pensar en ella. Y entonces Tomoyo, sin saberlo, puso otro problema en mi cabeza.

—Shinya, ¿por qué no traes a esa chica algún día? Me gustaría conocerla.

Mi madre no lo dijo con una intención profunda, ni con la intención de hacerme pensar demasiado en ello. Para ella, era algo natural. A Tomoyo le gustaba conocer a las personas que eran importantes en mi vida y Alice lo era.

Pero Alice no era mi novia. No era algo que pudiera explicarse con facilidad, no era una relación en términos simples. Lo que sea que éramos, lo que sea que habíamos sido antes de que todo se complicara, ya no existía de la misma forma.

Y, sin embargo, sabía que quería que Tomoyo la conozca.

Suspiré, apoyado contra la mesa del comedor, con la casa en silencio, con la televisión encendida solo para llenar el espacio vacío. Lo lógico sería esperar, dejar que las cosas se resolvieran, que tomaran su curso natural. Pero Alice nunca ha seguido lo lógico.

Con cualquier otra persona, conocer a la familia de alguien significaba algo. Implicaba un paso, una formalidad que colocaba una etiqueta sobre lo que fuera que existiera entre dos personas. Pero Alice no veía el mundo como los demás. Para ella, probablemente no sería gran cosa. Tal vez lo tomaría como una simple visita, algo sin peso. O tal vez sí lo tendría y yo simplemente no quería enfrentar lo que significaría.

Apreté la mandíbula. No podía seguir pensando en ella todo el maldito tiempo.

Y, sin embargo, lo hacía.

Porque Alice siempre estaba en mi cabeza.

Desde el momento en que la conocí, desde el momento en que me di cuenta de que ella se movía en el mundo con una facilidad que yo nunca tendría, desde el momento en que me besó y yo no supe qué hacer con lo que sentí.

Tomoyo estaría encantada de conocerla, y eso lo sabía bien. Mi madre nunca había sido de hacer preguntas invasivas, nunca me presionaba con respecto a nada. Solo quería ver con sus propios ojos a la persona de la que yo hablaba, a la persona que claramente tenía un peso en mi vida que yo mismo todavía no había terminado de entender.

Pero ¿qué pensaría Alice?

¿Se burlaría de mí? ¿Le parecería una idea absurda? ¿O, peor aún, lo rechazaría con esa ligereza con la que a veces trataba las cosas cuando no quería lidiar con ellas?

No quería presionarla ni hacer que se sintiera incómoda, pero tampoco podía ignorar la sensación de que Tomoyo la entendería de una forma en que pocas personas podían hacerlo.

Exhalé lentamente, cerrando los ojos un segundo, como si eso pudiera darme una respuesta clara.

—¿Qué hago, mamá?

Hablé en voz baja, casi en un susurro, como si ella pudiera escucharme desde la otra habitación. Como si pudiera darme una respuesta que en el fondo ya conocía.

Tomoyo probablemente se reiría y me diría que dejara de complicarme la vida.

Que simplemente la invitara.

Que, si Alice quería venir, vendría.

Y si no, siempre habría otras oportunidades.

Pero la imagen de Alice en casa, hablando con mi madre, riéndose con ella con la misma facilidad con la que lo hacía conmigo y con Ginoza, seguía apareciendo en mi mente.

Quizás era momento de arriesgarme.

Alice

Primer día de vacaciones. Volver a los viejos usos y costumbres. Volver a lo que conozco, a lo que nunca cambia, a lo que es constante en un mundo donde nada lo es. Volver a mí.

Me puse los auriculares, los in-ear que se ajustan perfectamente, aislándome de todo lo demás. Cerré los ojos y dejé que la música me poseyera, que se adueñara de cada músculo, de cada latido de mi corazón. Summer, de Vivaldi. La tensión de las cuerdas, el violín que grita, la locura creciente de las notas acelerándose, como si el mundo se fuera a desmoronar en el siguiente compás. Perfecto.

El patio estaba listo. Lo preparé la noche anterior, con la misma dedicación con la que alguien montaría un escenario para su gran presentación. Veinte drones terrestres. Pequeños, veloces, diseñados para desafiarme, programados para moverse de forma impredecible, sin patrón aparente, sin un orden lógico. Caos. Pero un caos perfectamente orquestado.

Cargué la Beretta con movimientos que no necesitaban pensamiento. El frío del arma en mis manos fue suficiente para hacerme sentir real otra vez, suficiente para acallar la revolución que me recorría el cuerpo desde hace días, suficiente para reemplazar la piel quemando bajo los labios de Ginoza con algo que sí podía controlar.

El violín rugió y yo me moví con él. Un disparo. Un dron cayó, sus luces parpadeando antes de apagarse. Me deslicé hacia un lado, disparé de nuevo. Otro más al suelo. La danza comenzó.

Los drones reaccionaron, acelerando, esquivándome, forzándome a seguirles el ritmo. Buena programación, Alice. No me lo iban a poner fácil. Me obligaban a anticiparme, a ver más allá de los movimientos erráticos, a sincronizarme con su locura y hacerla mía.

El violín se volvió más frenético y mis pies siguieron su ritmo. No era solo disparar. Era un arte, un ballet de destrucción, un diálogo entre la música, la precisión de mis manos y la programación que me desafiaba. La adrenalina subió, envolviéndome en una claridad imposible. Todo se volvió instinto.

Bang. Otro. Bang. Y otro más.

El impacto de los disparos resonaba en mi interior como un eco, un latido acompasado con el violín, con la aceleración de mi respiración, con la vibración de cada músculo de mi cuerpo. Me sentía viva.

El crescendo se acercaba, la cumbre de la pieza. Cuerpo y arma, mente y violencia.

Me impulsé hacia adelante, esquivé el camino de uno de los drones, giré con la gracia de una bailarina y disparé en el movimiento. Impacto limpio.

Los últimos cuatro intentaron escapar. No pueden. No los programé para ganarme, solo para hacerme más fuerte, solo para forzarme a ser mejor, a nunca ser complaciente.

Bang. Bang. Bang. Bang.

Cayeron al unísono, como si la música los hubiera dirigido al mismo tiempo que a mí. Final explosivo.

El patio quedó en silencio, solo mi respiración y el sonido lejano del violín en mi cabeza, aun vibrando en mi piel. Bajé la Beretta, observando los restos de los drones esparcidos a mi alrededor. Mi obra. Mi control absoluto sobre algo en un mundo donde todo lo demás era incierto.

Guardé el arma y me quité los auriculares, sintiendo el sudor en mi nuca, la electricidad aun recorriéndome la piel, el fuego interno que no se apagaba. No importa.

No importa que siga sintiendo los labios de Ginoza en mi boca cuando cierro los ojos. No importa que mi cuerpo aún tiemble por algo que no tiene nada que ver con la adrenalina de disparar. No importa que mi mente se desvíe sin control, que mi piel aún recuerde el roce de sus manos, que mi pecho aún arda con la intensidad con la que me sostuvo.

Esto es lo que soy.

Esto es lo que sé hacer.

Esto es lo que puedo controlar.

Primer día de vacaciones completado. ¿Y qué si no tengo un plan concreto? ¿Y qué si mi cabeza sigue atrapada en algo que no debería estar sintiendo? El caos orquestado es suficiente por ahora.

Bienvenida seas, rutina. Sálvame de todo lo demás.

Adam Carter

Alice se movía como una bailarina de la destrucción, ligera, precisa, completamente sincronizada con el caos que ella misma había diseñado. Sus disparos eran limpios, cada uno un acto de perfección, sin vacilación, sin dudas. Exactamente como debe ser. La observé en la pantalla con un placer frío, calculado, viendo cómo su cuerpo respondía con la misma precisión con la que siempre lo había hecho. Creación y destrucción. Música y violencia. Arte y matemática. Todo en perfecta armonía.

Apoyé el codo en el escritorio y giré levemente la pantalla, ampliando los detalles del monitoreo en tiempo real. Pulso estable. Respiración medida. Estado emocional… neutro. O tan neutro como alguien de su naturaleza podía estarlo en medio de una ejecución. Porque esto es lo que ella es. Esto es lo que fue creada para ser.

Deslicé la mirada hacia los estudios recientes. Psycho-Pass: fluctuaciones entre 0 y 9. Cada vez más cerca del blanco. El 0 absoluto, el número perfecto, la meta final de todo esto. A pesar de su maldita empatía. A pesar de que no sigue el modelo puro de los asintomáticos, de que se deja distraer por estupideces, por sentimentalismos absurdos, por personas que no deberían estar en su camino.

Presioné un botón en la consola y cambié de grabación.

Alice en la mansión, con ese muchacho, hace unas semanas.

Me incliné ligeramente hacia adelante, observando la escena con el mismo interés con el que se analiza un experimento en su fase más delicada. Kougami Shinya. Inteligente, disciplinado, ambicioso. Un chico con potencial. Uno que, con la debida orientación, sería un gran empleado en mi empresa. Uno que, bajo la dirección adecuada, podría convertirse en algo útil.

Pero no con Alice, nunca con Alice.

En la grabación, él la miraba con demasiada intensidad, con una conexión que no tenía derecho a existir. Ella le permitía demasiado. Su expresión, su postura, la forma en la que se inclinaba cuando hablaba con él, todo era demasiado cercano. Alice nunca ha sido buena ocultando lo que realmente siente, porque nunca ha necesitado hacerlo. Hasta ahora.

La conversación era irrelevante. Lo que importaba era el tono, la forma en que él intentaba abrirle los ojos a algo que no tenía derecho a cuestionar.

—Estás en una jaula de oro.

Idiota.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra mis nudillos, dejando escapar un suspiro bajo.

Casi podía imaginarlo, y me daba nauseas.

Alice, una esposa. Alice, una madre. Alice con una vida normal, una vida feliz.

No la crie para eso. No la diseñé para ser una más en la masa amorfa de mediocridad que es la sociedad. No la llevé hasta aquí para que desperdiciara su existencia en el sentimentalismo barato de los débiles. Ella no es como ellos. Ella no puede ser como ellos.

Ese chico tiene que desaparecer de su camino.

No de forma drástica, no de manera evidente. No quiero que Alice lo vea como un enemigo, no quiero que su maldita empatía la haga apegarse más a él. Solo hay que alejarlo, dirigirlo hacia otro rumbo. Darle un objetivo más grande, uno que lo consuma lo suficiente como para olvidar lo que siente por ella.

Deslicé mis dedos sobre la pantalla, navegando entre más grabaciones.

Y entonces encontré la verdadera joya.

Alice, días antes de ingresar a Nitto. Alice en plena alucinación.

Sonreí con satisfacción al verla en la pantalla, sentada en su habitación, con la mirada perdida, con sus labios murmurando palabras que no iban dirigidas a nadie en particular. Pero yo sabía a quién le hablaba.

El chico perfecto, el que creó en su mente.

El que la obsesionó por tanto tiempo, el que la mantuvo en el camino correcto, el que la moldeó sin que ella se diera cuenta. Su amor sin forma, sin límites, sin realidad.

Oh, Alice, esto es lo que realmente eres.

Este es tu propósito. No Kougami, no la academia, no los exámenes, no los profesores que creen que pueden hacerte encajar en su estructura patética. Eres esto. La que sueña con alguien que no existe, la que está más cómoda en la idea de un amor inalcanzable que en la mediocridad de las relaciones reales.

Así es como siempre debe ser.

Aunque Alice se esté desviando de lo planificado, aunque sus acciones parezcan demostrar una independencia que no estaba en el modelo inicial, en el fondo sigue siendo exactamente lo que yo quiero que sea.

Cada paso que da, cada decisión que toma, incluso cuando cree que se aleja, solo la acerca más a donde quiero que llegue.

Y su Psycho-Pass sigue bajando, cada vez más bajo.

Casi perfecto.

Solo unos cuantos médicos selectos y yo tenemos acceso a la información real. Takeda y Yamada, eminencias en sus campos, guardianes de mi proyecto. Para el resto del mundo, Alice Carter es una estudiante más con una estabilidad psicológica admirable. Para nosotros, es la prueba de que la perfección es posible.

Me incliné en mi silla, observando nuevamente la imagen de Alice en el patio, entre los drones destruidos, con la Beretta aún humeante en sus manos, con la música aún sonando en su mente.

Hermosa. Precisa. Inquebrantable.

Suspiré con satisfacción.

Liberarla a los dieciséis fue un paso necesario. No porque dudara de mi método, no porque creyera que la educación que le di entre los ocho y los quince años hubiera sido insuficiente, sino porque ella necesitaba esto. Alice tenía que salir al mundo, tenía que conocerlo, tenía que intentar ser parte de él para que pudiera entender, por sí misma, que nunca lo sería.

La moldeé durante siete años dentro del predio de la casa, dentro de un ecosistema perfecto donde todo lo que aprendió fue diseñado para hacerla excepcional. No era simplemente una niña inteligente, ni una adolescente con talento. Era algo más. La llevé más allá de los límites de lo que cualquier persona puede llegar sin romperse, sin quebrarse, sin perderse en la desesperación. Y, sin embargo, sigue intentando encajar.

Es patético, en cierta forma. Verla, a pesar de todo, desesperada por encajar en una sociedad que jamás le dará un lugar. Su maldita empatía, ese defecto con el que nació, la empuja a intentarlo, a actuar como si realmente pudiera ser parte de ellos, como si su sitio no estuviera ya definido desde antes de que ella misma tuviera la capacidad de entenderlo. Pero no se trata solo de su naturaleza, de su incapacidad para ser normal. El mundo no la dejará serlo.

Y eso es lo que quiero.

Alice tiene que sentir esa frustración, tiene que experimentarla en carne propia, tiene que encontrarse con la realidad de que no importa cuánto lo intente, no hay un sitio para ella entre la gente común. No puede simplemente elegir la soledad. Debe ser la sociedad la que la empuje a ella, la que la aísle, la que le niegue su lugar hasta que entienda que la única opción que le queda es la que yo preparé para ella.

Debe llegar a la soledad por sí misma.

Por eso la solté en el mundo, porque si va a regirlo, si va a ser la pieza perfecta en la estructura que hemos construido, lo mínimo que debe hacer es conocerlo.

Me incliné en mi silla, observando nuevamente las grabaciones, las imágenes de Alice en la mansión destruyendo drones como si estuviera danzando, la perfección de cada movimiento, la concentración absoluta en su mirada. No está enojada, no está frustrada, pero lo estará.

Lo interesante no es si explotará. Es cuándo.

Me pregunté cuánto demorará en darse cuenta de que no hay un sitio para ella en esa academia de niños promedio. Cuánto tardará en darse cuenta de que sus compañeros nunca la verán como una de ellos. Cuánto demorará en planear un crimen.

Lo hará, tarde o temprano.

Porque Alice puede amar el mundo, pero el mundo jamás la amará a ella.

Mi Psycho-Pass, siempre alto, siempre en niveles que para cualquier otro habrían significado una ejecución instantánea, se mantuvo sin cambios mientras analizaba todo esto con la misma calma con la que había planeado su existencia desde el principio. No me preocupa ser un criminal, no me preocupa que Sibyl me mantenga bajo vigilancia. Soy demasiado importante para que me eliminen.

Pero Alice… Alice aún debe decidir qué hará con lo que siente.

¿Realmente necesito alejarla de Kougami?

Tal vez dejar que abra su corazón y que se lo rompan es aún mejor.

Que intente amar. Que se deje llevar por los sentimientos que todavía cree que pueden salvarla. Que sufra.

Porque después de eso, ya no quedará nada que la retenga.

Los médicos ya estaban en la sala cuando llegué. Takeda y Yamada, junto con un par de jóvenes investigadores que estaban aprendiendo más de lo que jamás podrían entender por sí mismos. Todos sentados, esperando, como alumnos frente a un maestro. Eran ellos quienes querían ser iluminados, quienes necesitaban que Alice les diera las respuestas que durante tanto tiempo se les habían escapado. Porque ella es la clave.

Me acomodé en la cabecera de la mesa, con calma antes de hablar. Nada de esto era apresurado, todo debía tener su tiempo.

—¿Estado del proyecto?

Takeda, como siempre, fue el primero en responder. Un hombre eficiente, disciplinado, que entendía el valor de la información sin necesidad de adornarla.

—El último monitoreo muestra estabilidad completa. Su Psycho-Pass sigue dentro del rango esperado.

No necesitaba que me dijera eso, ya lo sabía. Los valores fluctuaban entre 0 y 9. Nunca pasaban a doble dígito. Nunca. Cada vez más cerca del 0 absoluto. El ideal.

—¿Algún cambio en su conducta?

Esta vez fue Yamada quien habló.

—Lo usual. Su sociabilidad sigue mejorando, aunque su percepción del aislamiento personal sigue marcando valores de frustración moderada.

Perfecto.

Alice aún quería encajar. Aún intentaba creer que podía pertenecer. Aún estaba luchando contra lo inevitable.

No respondí de inmediato. Dejé que las palabras se asentaran, disfrutando la idea de su pequeño conflicto interno, de su lucha contra algo que ya había sido decidido antes de que ella siquiera tuviera la capacidad de cuestionarlo. Dejarla salir al mundo, exponerla a la sociedad, era una prueba necesaria. Tenía que intentar adaptarse, tenía que sentir la incomodidad de estar en un espacio que no le correspondía. Solo cuando entendiera que el mundo no la quiere, podría aceptar lo que realmente es.

Miré a Takeda.

—El informe tiene que estar listo para enviarlo a Misako Togane antes del final de la semana.

El ambiente en la sala cambió apenas. Misako Togane, mi reflejo en otro espejo.

Casi solté una risa al pensarlo. Las dos cabezas de las empresas más importantes de Japón, trabajando sobre lo mismo, pero con enfoques tan distintos.

Yo, con Alice, asintomática natural, perfecta, la prueba de que el orden puede existir sin sacrificios innecesarios.

Misako, con su fracaso. Sakuya Togane.

No pude evitar sonreír, con una diversión oscura al recordar la ironía. Los datos de Alice le sirvieron a Misako en los últimos años. Intentaron usarla como referencia para arreglar lo que hicieron con Sakuya. Pero no hay forma de arreglar lo irreparable.

Veintisiete años. Un hombre con el Psycho-Pass más alto registrado en la historia. Negro absoluto. La prueba de que su método no funcionaba, de que lo artificial nunca podrá superar lo natural.

Dos caras de la misma moneda.

Alice, blanca. Sakuya, negro.

Moldeados en distintos momentos, con el mismo propósito. Pero el mío resultó.

Ajusté mi corbata con calma, observando la pantalla frente a mí. La imagen de Alice, en la mansión, destruyendo drones con precisión quirúrgica. Hermosa.

—¿Cuánto tiempo creen que tardará en romperse?

Takeda me miró con una ligera vacilación, pero fue Yamada quien habló.

—Es difícil de predecir. Aún no ha mostrado signos de colapso emocional.

Por ahora, Alice sigue jugando a encajar, sigue creyendo que tiene un lugar entre ellos, sigue aferrándose a la ilusión de que puede ser una más. Pero sé que no tardará mucho en darse cuenta de la verdad. Lo veo en cada análisis, en cada medición, en cada pequeño detalle que los médicos consideran insignificante pero que para mí es crucial. Su frustración es palpable, su decepción se filtra en cada gesto, en cada conversación que sostiene con sus compañeros en Nitto. Ella siente la presión de no pertenecer, aunque aún no lo admita en voz alta. Pero lo hará.

Me pregunté cuánto tiempo más tardaría en frustrarse lo suficiente como para planear un crimen. Para entender que la sociedad no la quiere y que nunca la querrá. No importa cuánto se esfuerce, cuánto intente moldearse a lo que esperan de ella. No pueden aceptar lo que es porque simplemente no tienen la capacidad de comprenderla. No hay un espacio en la estructura social para alguien como Alice, porque ella no es parte del sistema. Ella está por encima de él.

Eso es lo que espero de ella. No es una posibilidad. Es un destino.

Misako Togane intentó hacer lo mismo a su manera. Pero ella no es como yo.

Ella creyó que podía fabricar lo que yo cultivé de manera natural. Se obsesionó con su pequeño experimento, con la idea absurda de que podía crear un asintomático artificial, con que podía tomar un ser humano ordinario y moldearlo en algo puro. Pero falló.

Antes de dejarlo todo, antes de desaparecer completamente en el sistema, se obsesionó con aquel caso estúpido de los niños del aeroplano.

Reviviendo a uno de ellos, usando los órganos de los demás. Una amalgama de cuerpos, un monstruo hecho de fragmentos.

Y aun así, la llaman científica.

Puedo admirar su intelecto, pero no su enfoque. No puedes tomar lo roto y pretender que funcione de nuevo solo porque tienes la voluntad de hacerlo. Alice es la prueba de que no es necesario experimentar con desechos cuando puedes construir desde el principio algo verdaderamente excepcional.

No sé cómo alguien puede llegar a tales niveles de frialdad. No sé cómo puede ser tan monstruosa.

Solté un suspiro.

Bueno, después de todo, Misako es asintomática.

No se puede esperar otra cosa.

Kougami
La noche estaba tranquila cuando marqué su número. No tenía una razón específica para llamarla, o al menos eso quería creer. Tal vez solo necesitaba escuchar su voz, tal vez era una forma de comprobar que todavía estaba ahí, que las cosas entre nosotros seguían en ese extraño equilibrio que habíamos construido con tanto esfuerzo. Habían pasado un par de días desde el café, desde que me fui para que se quedara con Ginoza, desde que sentí que lo único que podía hacer era aceptar que esperar significaba exactamente eso: esperar y verla seguir adelante.

El tono sonó un par de veces antes de que Alice atendiera.

—¿Shinya?

Sonaba sorprendida, como si no esperara mi llamada. No supe si eso era bueno o malo.

—¿Esperabas a alguien más?

—Quién sabe, tal vez —respondió con una risa ligera—. ¿A qué debo el honor?

Me dejé caer en el sofá, pasando una mano por mi nuca, intentando sacudirme la sensación de que esto era más complicado de lo que debía ser.

—Nada en especial. Solo quería saber qué estuviste haciendo.

Hubo una pausa, pequeña, como si estuviera calculando su respuesta.

—Trabajando en mi proyecto de danza, un poco de música, nada emocionante —respondió con un tono ligero, pero con esa pizca de evasión que no podía ignorar.

No insistí. Alice siempre tiene cosas que no dice.

—¿Qué tipo de música?

—Un poco de clásico, Czardas, algo de Ghibli. Ya sabes, lo mío.

Pude imaginármela perfectamente, con el violín entre sus manos, con los ojos entrecerrados, completamente perdida en la música, en su propio mundo, en un lugar donde nadie más podía alcanzarla. Y yo estaba aquí, aún atrapado en este.

No estaba llamando solo por esto. Había algo en mi cabeza desde hacía días que no podía ignorar.

—Hoy estuve hablando con Tomoyo.

Alice no respondió enseguida, pero cuando lo hizo, sonó realmente interesada.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo está?

—Bien. En realidad, quería que te dijera algo.

—¿A mí?

—Sí. Quiere conocerte.

El silencio al otro lado de la línea se alargó más de lo necesario. Pude imaginármela, con los ojos entrecerrados, con esa expresión suya de quien está decidiendo cómo reaccionar.

—¿Conocerme?

—Sí. Le hablé de ti y dijo que le gustaría que vinieras a casa durante las vacaciones.

Alice tardó en responder. No porque no supiera qué decir, sino porque lo estaba procesando.

—¿A tu casa?

—Sí. Solo para hablar, pasar el rato. Nada importante.

Otro segundo de silencio. Luego, una risa baja.

—Shinya, explícame algo.

—¿Qué?

—¿Cómo es que planeas esperar a los veinte para que Sibyl decida si podemos estar juntos, pero ya me quieres presentar a tu mamá como si no significara nada?

Me quedé en silencio. Alice no estaba enojada, no lo dijo con resentimiento ni con intención de empujarme a una esquina. Lo dijo porque realmente no lo entendía. Y porque yo tampoco lo entendía del todo.

Me pasé una mano por la cara, soltando un suspiro.

—No es lo mismo.

Alice soltó una risa baja, burlona.

—Claro. Si tú lo dices.

No sabía si estaba bromeando o si realmente pensaba seguir con esto, pero la conversación ya no me pertenecía.

—Entonces, ¿vas a venir o no?

—Supongo que sí —respondió con calma—. No es que tenga algo mejor que hacer.

Sentí un alivio que no quería admitir.

—Perfecto.

—¿Tengo que llevarle algo a tu mamá? ¿Un regalo? ¿Flores? ¿Un contrato prematrimonial?

Rodé los ojos, pero no pude evitar la sonrisa.

—No tienes que traer nada.

—¿Nada? ¿De verdad? Shinya, si me presentas a tu madre sin que yo llegue con un mínimo de formalidad, va a pensar que soy una extranjera maleducada.

—Alice, eres una extranjera maleducada.

Escuché su risa en el otro lado de la línea.

—Está bien, pero al menos déjame llevar algo simbólico. Tal vez una caja de dulces. Tal vez un contrato en el que nos comprometamos a esperar hasta los veinte, como los ciudadanos ejemplares que somos.

—Claro, porque eso no sonaría extraño en absoluto.

—No lo es. Sería un contrato por mutuo acuerdo. "Las partes involucradas aceptan que no se tocarán hasta que el sistema se los permita". Algo serio, con testigos y firma de sangre.

—Dime que no lo estás escribiendo de verdad.

—Tal vez.

No pude evitar reírme, aunque intenté disimularlo. Alice tiene esta capacidad irritante de hacer que las cosas sean ridículas en el momento exacto en que empiezo a tomarlas demasiado en serio.

—Nos vemos entonces, Ari.

—Nos vemos, Kou.

Colgué antes de que pudiera decir algo más.

Me quedé con el teléfono en la mano, mirándolo por un segundo más de lo necesario. No sabía si esto era un error o no. No sabía qué significaba que Alice aceptara con tanta facilidad, no sabía qué esperaba yo al invitarla, no sabía si esto iba a acercarnos o a alejarme aún más de lo que ya estaba.

Pero lo que sí sabía, lo único que realmente entendía en todo esto, era que no podía soportar la idea de no tenerla cerca. Aunque fuera solo por ahora.