Advertencia: En este capítulo hay interacción sexual entre menores de edad. Esta claramente marcada con la etiqueta NSFW, por si aleguien quiere saltearse esa parte.

Kougami

La tarde era cálida cuando salí de casa para ir a buscar a Alice. La ciudad se movía en su ritmo habitual, con el bullicio de las calles llenando el aire, pero mi mente estaba en otra parte. En ella.

Desde el momento en que aceptó venir, supe que esto no iba a ser algo simple. Alice nunca hace que nada sea simple. Y yo tampoco podía verla con simpleza.

Mientras caminaba hacia la mansión Carter, pensé en la última vez que estuve ahí, cuando Alice dejo de venir a Nitto por una semana. La casa me había parecido imponente, fría, un espacio diseñado para impresionar, no para ser vivido. Alice encajaba en ese lugar y al mismo tiempo no lo hacía en absoluto. Todo lo que representaba esa mansión—el poder, la soledad, el control absoluto—era una contradicción con la persona que yo conocía. Con la Alice que reía, que provocaba, que besaba como si el mundo se fuera a acabar.

Al llegar a la entrada, toqué el timbre. No hubo respuesta inmediata. El eco del sonido se perdió en el interior de la casa, y por un momento, la sensación de vacío que rodeaba a Alice se hizo tangible. Esta era su jaula de oro, y aunque ella no lo decía en voz alta, lo sabía tan bien como yo.

Entonces la puerta se abrió, y ahí estaba.

No vestía su uniforme, ni ropa deportiva, ni su ropa casual de siempre. Alice había elegido qué ponerse.

El vestido que llevaba era lila, delicado, pero no demasiado formal, cayendo sobre su cuerpo de una manera que parecía intencionalmente natural. Era una provocación sin necesidad de palabras. Su cabello suelto en ondas suaves, sus labios apenas curvados en una sonrisa ligera. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía que me estaba obligando a mirarla.

—Hola, Shinya.

Su voz sonó con una dulzura calculada, y lo supe de inmediato: me estaba poniendo a prueba.

Apreté la mandíbula un segundo, antes de responder, obligándome a mantener la compostura.

—Hola, Ari.

Ella sonrió como si hubiera ganado algo. Tal vez lo había hecho.

Cerró la puerta detrás de ella y caminó hacia mí con la misma seguridad con la que hacía todo. No había nadie más en la casa. No había mayordomos, no había empleados, no había nadie despidiéndola. Alice Carter, la heredera de una de las familias más influyentes del país, salía de su casa como si no tuviera a nadie que la viera partir.

—¿Lista? —pregunté, intentando no parecer afectado.

Alice inclinó la cabeza levemente.

—Por supuesto.

No sé qué esperaba, pero su tono me irritó y me gustó al mismo tiempo.

El trayecto hacia mi casa se sintió demasiado largo. Alice miraba por la ventana del autobús, su perfil reflejado en el cristal, y yo no podía evitar desviar la vista hacia ella cada tanto. Esto no era normal. Alice no era normal. No en mi vida. No en nada.

—¿Por qué me miras así, Kou? —preguntó sin apartar la vista de la ventana.

—No te estoy mirando.

Alice giró la cabeza y me sonrió con una burla evidente.

—Eres un pésimo mentiroso.

Tenía razón.

No respondí, no le iba a dar la satisfacción de reconocerlo. Pero ella ya lo sabía. Lo sabía porque lo estaba haciendo a propósito.

Cuando llegamos a casa, Tomoyo ya estaba esperándonos en la puerta. Mi madre llevaba su delantal de siempre y una sonrisa cálida que hacía que cualquier visitante se sintiera bienvenido.

—¡Bienvenida, Alice! —exclamó con el entusiasmo natural de alguien que genuinamente se alegraba de recibir a una nueva persona.

Alice vaciló un instante, apenas una fracción de segundo en la que su postura cambió, como si no supiera qué hacer. Pero luego, con una facilidad impresionante, se adaptó.

Se acercó a Tomoyo y, para mi sorpresa, aceptó el abrazo que mi madre le ofreció sin incomodidad aparente. No era algo que Alice hacía a menudo.

—Gracias por invitarme, señora Kougami —dijo con una cortesía impecable.

Tomoyo se apartó un poco y sonrió con amabilidad.

—Llámame Tomoyo, por favor. Estoy muy contenta de que estés aquí. Vamos, entren. Preparé algo para que podamos comer juntos.

Alice asintió y cruzó el umbral de la casa como si hubiera estado aquí antes, como si estuviera probando un nuevo escenario y decidiendo qué tanto podía hacer suyo este lugar. La observé mirar a su alrededor, con curiosidad, pero sin asombro. Esta casa no era nada en comparación con la suya. Pero aquí, a diferencia de la mansión Carter, había algo que la suya no tenía: calidez.

Nos sentamos a la mesa, y mientras mi madre servía el té y los bocadillos que había preparado, Alice se relajó poco a poco, como si la rigidez con la que cargaba en su casa se fuera disipando con cada minuto. Vi cómo se reía de algo que Tomoyo dijo, cómo sus hombros parecían menos tensos, cómo sus gestos se volvían más naturales.

Entonces, en un momento en el que Tomoyo se fue a la cocina, Alice me miró directamente.

—Shinya, si no querías que me pusiera nerviosa conociendo a tu madre, ¿por qué me miras tanto?

No iba a caer en su juego.

—No te estoy mirando tanto.

—Sí, lo estás. ¿Me ves rara vestida así?

—No.

Alice sonrió, pero había algo más detrás de su expresión. Algo más peligroso.

—Entonces supongo que te gusta.

La tensión subió de inmediato. No tenía vergüenza. No la necesitaba.

Antes de que pudiera responder, Tomoyo volvió a la sala donde estábamos.

—Alice, ¿quieres más té?

Alice la miró y asintió con una sonrisa inocente, como si la conversación de hace unos segundos nunca hubiera pasado.

Me pasé una mano por la nuca, sintiendo que esto iba a ser más complicado de lo que pensaba. Alice estaba en modo de provocación, de empujarme hasta donde pudiera sin hacerlo obvio.

Y lo peor de todo es que, después de todo lo que había pasado entre nosotros, después de todo lo que había sentido en la sala de música, en el café, en cada jodido segundo en el que la veía con Ginoza, me estaba resultando imposible resistirme.

Alice estaba sentada con la misma elegancia despreocupada con la que hacía todo, como si no tuviera que pensar demasiado en cada uno de sus movimientos, pero yo la conocía lo suficiente como para saber que sí lo hacía. Que calculaba hasta el más mínimo detalle, incluso ahora, en la mesa con mi madre, en un lugar que no era suyo, pero donde, de alguna forma, se estaba insertando como si hubiera existido aquí desde siempre.

Tomoyo, con su amabilidad natural, hizo que cualquier incomodidad inicial desapareciera antes de que pudiera asentarse. Ella siempre tenía esa habilidad.

—Espero que te guste el té —dijo mi madre mientras servía las tazas con la misma calma con la que hacía todo—. Shinya lo trajo de una tienda especial cerca de la academia.

Alice sonrió, con una cortesía perfecta, pero sin caer en la formalidad excesiva.

—Gracias, Tomoyo. Huele delicioso.

Yo me acomodé en la silla, observándola. No podía evitarlo. Alice no era alguien que se viera en un contexto como este. La conocía desafiando a los profesores en clase, burlándose de Ginoza con una facilidad irritante, jugando con mi paciencia solo porque sabía que podía. Pero aquí, en la mesa de mi casa, con mi madre, se veía… diferente.

Tomoyo empezó a hablar de cosas simples, el clima, las plantas del balcón, lo orgullosa que estaba de que hubiera mantenido el primer lugar en los exámenes. Cosas que solían ser normales. Alice, sin embargo, las escuchaba con más atención de lo que cualquiera podría haber esperado de ella. Parecía estar absorbiendo cada palabra, como si intentara entender lo que era este tipo de conversación, este tipo de vida.

—Tu casa es muy acogedora —dijo Alice en un momento, mirando a su alrededor.

—Gracias, querida. No es tan grande como la tuya, claro, pero siempre he pensado que lo importante es que se sienta como un hogar.

Alice asintió, pero su expresión cambió apenas. Sus ojos se oscurecieron por un instante.

No dijo nada, pero lo entendí.

Para ella, una casa no significaba un hogar.

—¿Y qué tal estuvo tu día, Alice? —pregunté, queriendo desviar la conversación antes de que esa sombra en su mirada se instalara por demasiado tiempo.

—Tranquilo —respondió con una sonrisa ligera, volviendo a su tono habitual—. Practiqué música por la mañana y, bueno… me preparé para venir aquí.

Sabía que "prepararse" en su caso significaba que había pensado en esto más de lo que quería admitir. Posiblemente con un plan de acción incluido. Y quizás el borrador del contrato prematrimonial.

—¿Practicaste algo nuevo?

—Un poco. Estuve tocando una pieza de Chopin que me encanta, pero creo que todavía necesito mejorar.

—Chopin, ¿eh? —comentó Tomoyo, interesada—. Siempre me ha gustado el piano. Shinya intentó aprender cuando era pequeño, pero creo que tenía más pasión por otras cosas.

—Como las artes marciales —dije con una sonrisa, intentando restarle importancia.

Alice se rió suavemente, y la risa alivió el ambiente. Siempre lo hace.

—Lo imagino. Aunque creo que te iría bien con el piano también, si quisieras.

Pasamos el resto de la tarde en una conversación relajada, con Alice abriéndose cada vez más. Se veía cómoda. Más de lo que esperaba. Había momentos en los que parecía olvidar la mansión vacía que había dejado atrás, como si este espacio, con su calidez y su vida, la envolviera poco a poco.

Cuando Tomoyo se levantó para recoger las tazas, Alice se ofreció a ayudar, pero mi madre negó con una sonrisa amable.

—Eres nuestra invitada, Alice. Deja que me encargue.

Alice asintió y, mientras mi madre desaparecía en la cocina, nos quedamos solos en la sala.

El silencio entre nosotros era cómodo, pero yo no podía dejar de mirarla.

Alice también miraba algo, pero no era a mí.

Su mirada se había detenido en una fotografía en la pared. Una imagen de mi madre y yo cuando era más pequeño.

—¿Siempre ha sido así contigo?

Su voz tenía una suavidad que no le había escuchado antes hoy.

—¿Así cómo?

Alice no apartó la vista de la foto.

—Cálida. Presente. Como si siempre supiera qué decir.

Me quedé en silencio por un momento antes de responder.

—Sí, siempre. Aunque a veces siento que soy yo quien debería cuidarla más. Pero, de alguna manera, ella siempre está ahí, haciendo que todo parezca más fácil de lo que es.

Alice asintió, y por un momento, su rostro mostró una expresión que no le había visto antes.

—Es agradable. Muy agradable —murmuró, mirando nuevamente hacia la foto.

No quería preguntarlo, pero lo hice de todas formas.

—Algún día podrías tener algo así también, ¿sabes?

Alice me miró, sorprendida por mis palabras, pero luego sonrió.

—Tal vez.

Su respuesta fue suave, pero en su tono no había certeza.

Tomoyo regresó, trayendo más bocadillos y devolviendo la conversación a algo más ligero. Pero yo no dejé de pensar en lo que Alice había dicho.

La tarde transcurrió entre conversaciones ligeras y el sonido ocasional de la risa de Alice, que resonaba de manera extrañamente natural en la casa. Tomoyo, con su calidez característica, había logrado lo que pocos podían: hacer que Alice se sintiera cómoda en un entorno que no le pertenecía. Era casi extraño verla así, relajada, sin la postura de quien siempre tiene que estar lista para defenderse de algo que aún no ha sucedido.

Cuando terminamos de comer, mi madre se levantó para hacer algo en la cocina, dejándonos solos en la sala. Alice se recostó ligeramente en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo y la vista perdida en el techo, como si por primera vez en mucho tiempo pudiera bajar la guardia sin preocuparse por lo que vendría después.

—Tu mamá es increíble, Shinya.

Su voz rompió el silencio con una suavidad que no le escuchaba a menudo. No era la Alice desafiante, ni la sarcástica, ni la Alice que encontraba la manera de provocarme solo para ver cuánto podía empujarme. Era otra.

Me apoyé contra el marco de la ventana, observándola.

—Lo sé. Es todo para mí.

Alice giró la cabeza para mirarme, sus ojos reflejaban algo que no podía descifrar del todo. Algo que ella tampoco parecía dispuesta a verbalizar.

—Debe ser agradable, tener a alguien así. Alguien que siempre está contigo, sin importar qué.

Había una tristeza soterrada en sus palabras, una resignación que me golpeó con más fuerza de la que esperaba. Alice no estaba acostumbrada a eso. A alguien que siempre estuviera ahí, a alguien que no desapareciera en la madrugada con la excusa de un negocio, a alguien que no la dejara en una casa llena de lujos, pero vacía de cualquier otra cosa.

—¿Nunca te visita nadie?

Ella negó con la cabeza con un gesto simple, casi automático.

—No. Mi padre siempre está ocupado, y mi madre… bueno, no está.

Su voz se quebró levemente en esa última palabra, apenas un instante, apenas un fragmento de lo que realmente sentía, pero lo disfrazó con una risa baja que no le llegó a los ojos.

Me acerqué y me senté a su lado en el sofá sin pensarlo demasiado.

—Debe ser duro.

Alice se encogió de hombros, con la expresión de quien ya ha aceptado un destino inevitable.

—Lo es, pero supongo que uno se acostumbra.

Su tono era ligero, pero no porque realmente lo creyera, sino porque no quería admitir lo contrario.

—Alice, no tienes que acostumbrarte a estar sola.

Ella levantó la mirada, genuinamente sorprendida por mis palabras. Por un momento, pareció procesarlas, como si no se le hubiera ocurrido antes que podría existir otra opción.

—¿Crees que no?

Su voz fue apenas un susurro.

—No. Siempre hay alguien dispuesto a estar contigo. Solo tienes que dejar que esa persona entre.

Un silencio cargado se instaló entre nosotros. Alice bajó la vista, y por primera vez en toda la tarde, no supe qué estaba pensando. Era como si dentro de ella estuviera librando una batalla silenciosa, una lucha entre aceptar lo que decía o seguir con lo que siempre había conocido.

—Gracias, Shinya —dijo finalmente, con una sonrisa que esta vez parecía más real—. Por traerme aquí. Por mostrarme esto.

—¿Esto?

Ella miró hacia la foto de mi madre y yo en la pared.

—Un hogar. Uno real.

Sus palabras me tocaron más de lo que esperaba. En ese momento, me di cuenta de que había algo en Alice que quería proteger, algo que quería ayudar a sanar, aunque ella nunca admitiría que necesitaba sanar de algo.

Tomoyo regresó a la sala en ese instante, con su energía inquebrantable, y nos miró con una sonrisa que parecía adivinar lo que acababa de pasar.

—Bueno, ¿quieren ayudarme a preparar algo para la cena? Creo que sería divertido cocinar juntos.

Alice y yo nos miramos, como si la burbuja de intimidad en la que nos habíamos sumergido se rompiera de golpe.

—Claro, ¿qué necesitas? —preguntó Alice, sonando más animada.

—Nada complicado. Solo un par de manos extra para cortar algunas cosas —dijo Tomoyo, guiándonos hacia la pequeña cocina.

El resto de la tarde se llenó de risas mientras Alice intentaba seguir las instrucciones de mi madre, fallando de manera casi encantadora en algunos intentos. Fue un momento tan simple, pero tan lleno de vida, que por un instante me olvidé de todo lo demás.

Y por primera vez, me di cuenta de cuánto deseaba que Alice se sintiera así siempre: en casa, rodeada de gente que realmente se preocupa por ella.

La noche había caído cuando salimos de casa. Alice caminaba a mi lado con una tranquilidad irritante, como si todo estuviera perfectamente bajo control, como si no estuviera planeando nada, como si no supiera exactamente lo que estaba haciendo. La cena con Tomoyo había transcurrido sin incidentes, al menos en la superficie, pero yo no podía sacudirme la sensación de que Alice había estado disfrutando demasiado empujar mis límites sin siquiera tocarme.

Mientras caminábamos por las calles de regreso a la mansión Carter, vi su silueta iluminada por las luces de la ciudad. Seguía con el vestido lila, la tela balanceándose suavemente con su paso, su cabello cayendo en ondas sobre su espalda. Había algo en ella que me hacía sentir que esto no era una simple visita.

Cuando llegamos, Alice abrió la puerta con un movimiento casual, dejando que la oscuridad y el eco del vacío nos envolvieran al entrar. La mansión Carter era lo mismo de siempre: imponente, silenciosa, tan grande que se sentía desierta. No era solo un hogar sin habitantes. Era una prisión sin necesidad de barrotes.

Alice dejó su bolso en una mesa cercana y se giró hacia mí con una expresión que intentaba ser despreocupada, pero no lo era del todo.

—Oye, Shinya…

Su tono era ligero, pero algo en la forma en que sus dedos jugaban con el dobladillo de su vestido me hizo tensar la mandíbula antes de que continuara.

—¿Te gustaría quedarte esta noche?

Me quedé en silencio. No porque no supiera qué responder, sino porque sabía que cualquier respuesta iba a ser un problema.

—¿Quedarme?

Alice asintió, sin apartar la vista de mí.

—Sí. No es como si alguien estuviera esperando aquí. Podemos ver alguna película, comer algo… —hizo una pausa, midiendo mis reacciones, antes de agregar con una sonrisa ligera—. No te preocupes, no estoy planeando nada peligroso.

La miré, intentando evaluar sus intenciones, pero Alice siempre es difícil de leer cuando quiere serlo.

Quedarme significaba estar solo con ella en una casa completamente aislada del resto del mundo. Completamente solos. Literalmente podría pasar cualquier cosa entre nosotros y nadie se enteraría.

Si me iba ahora, quedaba como un idiota. Si me quedaba, quedaba como un idiota por otras razones.

—Está bien —dije finalmente, porque sabía que decirle no sin una buena excusa solo iba a generar distancia entre nosotros.

Alice sonrió de una forma que no me gustó.

—Sabía que aceptarías.

Me limité a observarla mientras se dirigía a la cocina como si esto fuera lo más normal del mundo. Como si no acabara de hacerme tomar una de las peores decisiones de mi vida.

—Voy a hacer palomitas de maíz —anunció, sin siquiera preguntar si quería.

La seguí hasta la cocina y me apoyé en el marco de la puerta, observándola mientras intentaba descifrar las instrucciones del paquete como si estuviera leyendo un texto en otro idioma.

—¿En serio no sabes hacer palomitas?

—No es que lo haga seguido —respondió con una sonrisa divertida—. Normalmente el robot de cocina se encarga de la comida, ¿sabes?

—No parece tan complicado.

—Si crees que puedes hacerlo mejor, adelante —dijo, extendiéndome la bolsa.

No mordí el anzuelo. No iba a dejar que convirtiera esto en otra provocación.

Después de dos intentos fallidos y un pequeño susto cuando casi quema la bolsa, Alice finalmente logró hacer palomitas comestibles.

—¡Lo logré! —exclamó, levantando el tazón como si fuera un trofeo.

—Felicidades —dije con una sonrisa de lado.

Nos acomodamos en la sala, la luz tenue iluminando la enorme habitación con un ambiente demasiado íntimo para mi gusto. Alice estaba demasiado cómoda. Demasiado en su elemento.

—¿Qué vas a poner? —pregunté cuando sacó el control remoto.

—Voy a hacer que veas una de mis favoritas.

—Si es algo demasiado infantil, me voy a dormir.

Alice me miró con una expresión de falsa ofensa.

—Por favor, Shinya. Tengo buen gusto.

Se giró hacia la pantalla y buscó en su colección hasta seleccionar una película. "El Viaje de Chihiro".

—¿En serio? —arqueé una ceja.

—Es un clásico —respondió con seguridad—. Además, nunca la viste, ¿verdad?

—No.

—Entonces hoy es el día.

No discutí. Sabía que de todos modos no tenía opción.

Nos acomodamos en el sofá, el tazón de palomitas entre nosotros, aunque Alice parecía más interesada en la película que en comer. Sus ojos se iluminaron con cada escena, como si estuviera viéndola por primera vez. Era un lado de Alice que pocas veces veía.

No el de la chica provocadora, ni la que manejaba cada conversación con una mezcla de cinismo y control absoluto. Esta Alice estaba realmente en otro mundo.

Y por primera vez en toda la noche, yo también me permití relajarme.

Cuando la película terminó y los créditos comenzaron a rodar, Alice se giró hacia mí con una sonrisa satisfecha.

—¿Qué te pareció?

—Espectacular. Entiendo por qué te gusta tanto. Tiene algo especial… como tú.

Alice no reaccionó de inmediato. Por primera vez en la noche, fue ella quien se quedó sin palabras.

—Eso fue cursi incluso para ti, Shinya —murmuró después de un segundo, pero su tono era más suave, su voz no tenía el filo de siempre.

—Tal vez —dije, mirándola de reojo.

El silencio entre nosotros era cómodo, pero había algo en el aire, algo que no terminaba de disiparse.

Alice se recostó en el sofá, cerrando los ojos por un momento.

Los créditos de El Viaje de Chihiro terminaron de rodar y la sala quedó en silencio. La luz tenue iluminaba apenas el espacio, proyectando sombras suaves sobre los muebles. Alice se movió ligeramente, enderezándose en el sofá y girándose hacia mí con una expresión que tenía algo de cansancio, algo de satisfacción y, por encima de todo, algo de expectativa.

—¿Otra película? —preguntó, su voz más suave de lo normal.

Me acomodé en el asiento, sintiendo la calidez de su cuerpo aún demasiado cerca del mío.

—Si quieres.

Alice esbozó una sonrisa y se estiró, como si el movimiento fuera casual, pero yo sabía que no lo era. No con ella.

—Sorpréndeme.

Me levanté para revisar su colección, agradeciendo el respiro que me daba el movimiento. Mi cuerpo todavía estaba tenso, mi cabeza todavía atrapada en el hecho de que estaba en este lugar, a solas con ella.

Deslicé los dedos por las carátulas, buscando algo que no hiciera esto aún más complicado.

—Esta —dije, mostrando Mi Vecino Totoro.

Alice inclinó la cabeza, observando la elección con una expresión que parecía mezcla de emoción y diversión.

—Qué tierno, Shinya. No sabía que te gustaban las películas infantiles.

—No las odio —respondí, volviendo a la sala.

Cuando me senté de nuevo, Alice apareció con una manta gruesa y sin decir nada, la extendió sobre ambos. La proximidad fue instantánea. Su cuerpo pegado al mío, su calor filtrándose a través de la tela, el perfume de su piel invadiendo cada espacio de mi cabeza.

Al principio, fue sutil. Su brazo rozando el mío, su pierna acomodándose junto a la mía con la excusa de encontrar una posición más cómoda. Pero pronto, su cabeza descansaba ligeramente en mi hombro, su respiración cálida y tranquila, como si todo esto fuera normal, como si no supiera exactamente lo que estaba haciendo. Pero Alice siempre sabe lo que está haciendo.

Mi atención en la película se volvió inexistente. No podía concentrarme en la historia, en las imágenes en la pantalla. Solo en ella. En la forma en que su cuerpo se amoldaba al mío, en la manera en que su respiración se volvía más lenta, en la forma en que el silencio entre nosotros se volvía cada vez más denso, más pesado.

Cuando miré hacia abajo, la encontré observándome.

Sus ojos brillaban en la penumbra de la sala, su expresión expectante, con un destello de algo que no necesitaba ser explicado. Alice quería que la besara.

El aire se hizo espeso. Mi pulso se aceleró antes de que pudiera detenerlo.

No había nada en su rostro que mostrara impaciencia, ninguna presión, solo la certeza absoluta de que lo que estaba por pasar iba a pasar.

No pensé. No lo dudé.

Me incliné y la besé.

={NSFW}=


Alice respondió al instante, con la misma intensidad con la que hacía todo. No hubo exploración tímida, no hubo vacilación. Solo nosotros dos, perdiéndonos el uno en el otro sin restricciones.

La forma en que me besaba, cómo se aferraba a mi camisa con los dedos, cómo su respiración se volvía errática contra mi boca, me sacó de mi propio control.

Esto era demasiado.

Cuando me di cuenta, Alice ya estaba sobre mí, a horcajadas, su cuerpo caliente contra el mío, su vestido levantándose apenas con el movimiento. Una provocación absoluta.

—Me gusta verte así, Shinya —murmuró contra mi piel, con una sonrisa en los labios.

Me aferré a su cintura con más fuerza de la que pretendía. Sentía cada parte de su cuerpo contra el mío, la curva de su espalda bajo mis manos, el temblor de su respiración cuando mis dedos se deslizaron apenas por la tela de su vestido.

La quería tanto que dolía.

Mi mente me decía que debía detenerme, que, si seguíamos así, no habría vuelta atrás. Pero mi cuerpo no quería escuchar.

Mis manos subieron por sus muslos, sintiendo la suavidad de su piel. Quería arrancarle ese vestido. Quería verla por completo, quería sentir su piel sin barreras, quería perderme en ella hasta que no quedara nada más.

Pero me contuve.

Me aferré a lo poco que quedaba de mi autocontrol y respiré hondo, con mi frente apoyada contra la suya, mis manos todavía en su cintura, mi cuerpo aun quemándose por dentro.

Mi respiración era un desastre, y Alice lo sabía. Podía sentirlo. Lo veía en la forma en que mis dedos se aferraban a su cintura con más fuerza de la necesaria, en cómo mis manos temblaban apenas cuando se deslizaban por la curva de sus caderas. Estaba perdiendo la batalla.

Alice no se apartó. No se movió ni un centímetro para darme espacio, para ayudarme a recuperar el control que se me escapaba entre los dedos. Porque no quería que me contuviera.

—Shinya… —su voz fue apenas un susurro, y el sonido me recorrió como un incendio.

Mis manos subieron más, recorriendo la tela de su vestido, sintiendo el calor de su piel traspasando la barrera delgada de la tela. Era demasiado. Ella era demasiado.

No podía seguir con esto. No podía permitir que llegáramos hasta el punto de no retorno, porque sabía que, si lo hacíamos, no iba a poder detenerme.

Pero Alice ya me tenía donde quería.

Se movió sobre mí con lentitud, como si estuviera saboreando mi desesperación, como si estuviera memorizando cada maldita reacción que tenía a su tacto. Y yo ya no podía respirar.

Mi mano subió hasta su espalda, hasta la cremallera de su vestido, y la bajé apenas un par de centímetros, lo suficiente como para que sintiera que estaba a punto de rendirme.

Alice soltó un pequeño jadeo cuando mis labios bajaron por su cuello, cuando la sujeté más fuerte, cuando mi cuerpo la reclamó con más urgencia de la que pretendía. No estaba jugando. No ahora.

Pero tampoco podía detenerme.

Sus uñas se clavaron en mis hombros cuando besé su clavícula, cuando mis dedos empujaron la tela de su vestido para tocar más piel, cuando mi respiración se volvió más errática. Alice no me estaba deteniendo. Me estaba pidiendo más.

Y yo estaba demasiado perdido en ella como para negárselo.

Alice era fuego contra mi piel, cada respiración suya me consumía, cada roce de su cuerpo contra el mío destruía lo poco que quedaba de mi autocontrol. Su vestido cedía lentamente bajo mis manos, su piel era más suave de lo que me permití imaginar, y el sonido entrecortado de su respiración contra mi oído me estaba llevando a un punto del que no sabía si podía volver. Pero Alice nunca deja que me contenga.

Se movió otra vez sobre mí, lentamente, como si supiera exactamente lo que me estaba haciendo, como si estuviera midiendo cuánto más podía empujarme antes de que me rompiera por completo. Y estaba funcionando. Mi boca se cerró contra la curva de su cuello, mi lengua trazó un camino ardiente sobre su piel, y el temblor que recorrió su cuerpo me dijo todo lo que necesitaba saber. Me quería tanto como yo la quería a ella.

—Alice… —su nombre escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo, un ruego, una advertencia, una súplica.

Ella rió suavemente, con esa arrogancia suya que me volvía loco, pero cuando sus dedos se enredaron en mi cabello y tiraron ligeramente, su risa se quebró. La tenía exactamente donde quería.

Mis manos se deslizaron por su espalda desnuda, sintiendo su piel bajo mis dedos, sintiendo cómo su respiración se volvía más errática, cómo su cuerpo se relajaba y se tensaba al mismo tiempo contra el mío. Quería más. Quería todo.

No me di cuenta en qué momento la cremallera de su vestido había bajado aún más, en qué momento mis labios habían descendido por su hombro, en qué momento mis manos la habían sujetado con la única intención de hacerla mía.

Pero Alice sí.

Y cuando bajó la cabeza para mirarme con esos ojos oscuros llenos de algo que me hizo perder la razón, supe que ya no podía detenerme.

Sus labios atraparon los míos con más urgencia esta vez, sin el juego de antes, sin la provocación. Solo hambre. Solo desesperación. Solo la certeza de que habíamos llegado a un punto donde no había vuelta atrás.

Mis manos se movieron antes de que mi mente pudiera detenerme, recorriendo la suave curva de su espalda, deslizándose con facilidad sobre la tela del vestido que ya había cedido bajo mis dedos. Alice jadeó contra mi boca cuando mis manos lo empujaron por sus hombros, cuando lo sentí deslizarse por su piel como si no hubiera sido más que un obstáculo insignificante. No había vuelta atrás.

El vestido cayó hasta su cintura, y Alice quedó sobre mí, con su respiración entrecortada, con su piel expuesta al aire frío de la habitación, pero ardiente bajo mis manos. No lo había notado, pero Alice no llevaba un sujetador puesto. Verla tan expuesta me encendió aún más.

—Shinya… —su voz era un susurro, quebrada por la sensación de mis labios en su clavícula, por la forma en que mis manos recorrieron lentamente su cintura desnuda.

Y en ese momento, supe que los sonidos que hacía ahora eran más hermosos que en mi sueño.

Nada en mi mente pudo haber imaginado lo que realmente era tenerla así, con su piel temblando bajo mis caricias, con su pecho subiendo y bajando con la respiración agitada, con el calor que emanaba de su cuerpo mezclándose con el mío. Nada de lo que soñé se comparaba con esto.

—Dime que pare —susurré contra su piel, mi voz ronca, sin aliento.

Alice se inclinó más cerca, con sus manos en mi rostro, con sus labios apenas rozando los míos cuando respondió con esa seguridad peligrosa que siempre tenía cuando realmente quería algo.

—No quiero que pares.

Mis dedos apretaron su cintura con más fuerza de la que pretendía, mi boca se cerró sobre su pecho con una reverencia silenciosa, me estaba permitiendo probar algo que nadie más había tenido. Su cuerpo se arqueó contra el mío cuando mis labios rozaron su piel, cuando mi lengua tocó el punto sensible, cuando sus gemidos se hicieron más audibles, más reales, más jodidamente perfectos.

Nada en este mundo era más hermoso que el sonido de Alice rindiéndose a lo que sentía. Nada era mas hermoso que ser quien generaba ese sonido.

Pero incluso en ese momento, incluso cuando estaba tan cerca de lo inevitable, supe que no podía seguir.

No porque no la quisiera, no porque no deseara perderme en ella por completo. Sino porque si lo hacía, no habría marcha atrás.

Y si cruzábamos ese límite, no la dejaría ir nunca.

Respiré hondo y dejé que mi frente cayera sobre su hombro, mi cuerpo aun temblando, mi deseo aun quemando cada fibra de mí, pero con lo poco que me quedaba de control obligándome a detenerme.

Alice no insistió. No intentó empujarme más allá del punto en el que ya estaba al borde, no buscó romper lo poco que me quedaba de contención. Pero tampoco se vistió.

Se quedó sobre mí por unos segundos más, con su respiración cálida contra mi piel, con su pecho aun rozando el mío, con la evidencia de lo que acabábamos de hacer aun vibrando en el aire entre nosotros. Sus manos subieron hasta mi rostro, sosteniéndome con una delicadeza que contrastaba con todo lo que había pasado antes.

Y entonces me besó.

No fue un beso apresurado, ni desesperado, ni hambriento como los anteriores. Fue profundo, lento, como si quisiera asegurarse de que cada segundo de esto quedara marcado en mi piel, en mi memoria, en cada maldito rincón de mi mente. No era un adiós, ni una despedida. Era algo más peligroso, algo que no entendí de inmediato, algo que no me permitió comprender hasta que sus labios se separaron de los míos y me miró con esa calma suya que siempre esconde algo más.

—Puedes elegir si dormir en la habitación conmigo o en la sala de estar.

Me lo dijo con la misma naturalidad con la que había hecho todo esto, con la misma facilidad con la que había decidido entregarse, con la misma ausencia de miedo que siempre tenía cuando se trataba de mí. No estaba jugando, no me estaba provocando más de lo que ya lo había hecho. Me estaba dejando elegir.

Y entonces, simplemente se levantó de mi regazo con la misma gracia con la que se movía siempre. Caminó tranquilamente hacia su habitación sin molestarse en recoger su vestido, sin siquiera mirar atrás para ver cuál sería mi decisión.

Me quedé sentado ahí, todavía sintiendo el calor de su cuerpo en mis manos, todavía con la cabeza baja, con los ojos clavados en la tela del vestido lila que seguía en el suelo. Era una prueba. No de fuerza, no de resistencia. Era una elección real.

Me quedé ahí, con la respiración todavía pesada, el cuerpo aún tenso, los labios aun ardiendo con la sensación del último beso que Alice me había dado. No podía moverme. No podía pensar con claridad.

No me había provocado más de lo necesario. No había intentado empujarme a elegir, pero lo había hecho de todos modos.

La elección era mía. Pero Alice sabía exactamente lo que estaba haciendo.

El vestido seguía ahí, una prueba irrefutable de que esto había pasado, de que había llegado al punto de no retorno y de que, por algún milagro, había logrado contenerme. Pero contenerme no significaba que estuviera bien. No significaba que mi cuerpo no siguiera ardiendo, que mi cabeza no siguiera dándole vueltas a lo que acababa de pasar.

Podía quedarme en la sala de estar, dormir en el sofá como si todo esto no me estuviera consumiendo desde adentro. Podía quedarme allí, solo, intentando respirar en un espacio donde todavía podía olerla en el aire, donde el eco de su voz aún resonaba en mi mente.

O podía ir a la habitación.

Alice no me había pedido nada. Me había dejado la elección en bandeja, con su vestido en el suelo, con su piel aún caliente contra la mía, con su aliento aún fantasma en mi boca.

Me pasé una mano por la cara, intentando calmarme, intentando encontrar alguna respuesta dentro del caos que ella acababa de sembrar en mí. Pero no había ninguna.

Me puse de pie lentamente, sin apartar la vista del vestido. Sabía que lo correcto era alejarme, que no tenía sentido seguir cruzando líneas que no podía deshacer. Pero mis pies no se movieron hacia la sala de estar. Mis pasos fueron hacia la habitación.

No toqué la puerta, no lo pensé dos veces.

Simplemente entré.

Alice estaba ahí, sentada en el borde de la cama, con la espalda descubierta, con su cabello cayendo sobre sus hombros, con la luz tenue de la habitación iluminando su piel desnuda.

Ella no se giró de inmediato cuando entré. No necesitaba hacerlo. Sabía que estaba ahí, sabía que había tomado la decisión, sabía que no había podido quedarme en la sala de estar fingiendo que nada de esto me afectaba.

Se quedó sentada en el borde de la cama, con la espalda desnuda bajo la luz tenue de la habitación, su cabello cayendo sobre sus hombros como un velo oscuro. Era hermosa. Más de lo que me permitía pensar en voz alta. Más de lo que debería admitir.

Cerré la puerta detrás de mí con lentitud, sintiendo la tensión en mi cuerpo, la maldita presión en mi pecho, la certeza de que con cada paso que daba hacia ella, me acercaba a algo de lo que no iba a poder volver atrás.

Alice finalmente habló, sin moverse, sin girarse, su voz baja, tranquila, pero con esa intensidad suya que nunca desaparece.

—¿Decidiste quedarte?

Tragué saliva, sin responder de inmediato. Decidir implica pensar. Yo ya no estaba pensando.

Me acerqué a ella, parándome justo detrás, con las manos cerradas en puños a mis costados, con la respiración todavía pesada por todo lo que habíamos hecho antes.

—No me diste muchas opciones.

Alice rió suavemente, su espalda temblando apenas con el sonido, y fue en ese momento que me di cuenta de que estaba en la misma situación que en la sala de estar.

Mi garganta se secó. No era un juego.

No se había puesto otra prenda para cubrirse, pero no estaba esperándome con provocación. Solo estaba ahí.

—Siempre tienes opciones, Shinya —murmuró, y su voz fue un golpe directo a mi autocontrol.

Mis manos se movieron por instinto, subiendo por su espalda con una lentitud que no reconocí en mí mismo, tocando su piel como si todavía tuviera la oportunidad de detenerme. Pero no la tenía. No realmente.

Alice se estremeció bajo mi toque, y el sonido que escapó de su boca fue suficiente para hacerme perder la cabeza. Era mejor que en mi sueño.

Más real, más crudo. Más Alice.

Me incliné, dejando que mis labios se deslizaran por la curva de su hombro, que mi lengua probara la suavidad de su piel, que mi cuerpo reclamara lo que había estado conteniendo durante demasiado tiempo.

Y Alice se inclinó hacia atrás, cediendo, rindiéndose a lo que ya no podíamos fingir que no queríamos.

Mis labios recorrieron su piel con una devoción que me aterrorizaba. No había planeado esto. No había querido llegar hasta aquí, no había querido permitirme cruzar este límite, pero Alice nunca me dejó una salida. Desde el momento en que dejó su vestido en el suelo, desde el instante en que me besó con esa certeza suya, desde que me dio la opción y sabía perfectamente que solo había una respuesta posible. Siempre supo que yo iba a seguirla.

Su cuerpo se inclinó hacia atrás, su piel tembló bajo mis manos, y cuando exhaló mi nombre en un susurro entrecortado, sentí que el mundo entero desaparecía.

Mis dedos recorrieron su espalda desnuda, memorizando cada línea de su cuerpo, cada estremecimiento bajo mi tacto. No era suficiente. Nunca iba a ser suficiente. Alice Carter se sentía como una droga de la que no podía desintoxicarme, algo que había probado y ahora no sabía cómo soltar. Algo que no quería soltar.

Se giró apenas, sus labios buscando los míos, y cuando la besé, fue con todo lo que había estado conteniendo. Con todo lo que me había prohibido sentir.

Alice jadeó contra mi boca cuando la tumbé sobre la cama, cuando mi cuerpo la cubrió por completo, cuando mis manos exploraron más de lo que me había permitido antes. No había vuelta atrás. No cuando su piel ardía contra la mía, no cuando sus uñas se aferraban a mis hombros, no cuando su respiración se rompía en cada beso.

Mis dedos descendieron por su cintura, mis labios bajaron por su cuello, por su clavícula, por la curva perfecta de su cuerpo. Alice se arqueó debajo de mí, y cuando dejó escapar un sonido entre el placer y la rendición, supe que estaba completamente perdido. Nada en este mundo podría compararse a esto.

Nada podría compararse a Alice entregándose a mí sin reservas.

Sentí la mano de Alice deslizarse por mi espalda, sus dedos enredándose en mi cabello con una ternura que me desgarró.

—Shinya…

—No quiero que esto sea solo por esta noche.

Mis manos estaban sobre su piel desnuda, mis labios aún sentían la humedad de los suyos, mi cuerpo aún quemaba con la intensidad de lo que acabábamos de hacer. Alice estaba debajo de mí, con la respiración entrecortada, con sus dedos aferrándose a mi nuca, con su mirada fija en la mía esperando que hiciera lo que los dos sabíamos que iba a hacer.

Me incliné sobre ella, atrapando su boca en un beso más profundo, más desesperado. No había contención esta vez. No había duda, no había barreras, no había el más mínimo resquicio de resistencia en mí. Alice lo había destruido todo.

Deslicé mis manos por su cintura, por sus caderas, por la piel suave y ardiente que temblaba bajo mis dedos. No podía detenerme. No ahora. No cuando su cuerpo se amoldaba al mío como si estuviera hecho para encajar conmigo, no cuando su respiración se rompía cada vez que la tocaba, no cuando sus gemidos eran más hermosos que en cualquier sueño que hubiera tenido.

—Alice… —murmuré contra su cuello, y ella arqueó su espalda, entregándose completamente, sin miedo, sin reservas.

Alice deslizó sus manos por mi espalda, sus uñas marcando mi piel, su boca atrapando la mía con la misma intensidad con la que mi cuerpo la reclamaba. No había vuelta atrás. Nunca la hubo.

Me deshice del último obstáculo entre nosotros, mis labios recorriendo cada parte de su piel, memorizando cada reacción, cada sonido, cada estremecimiento. La quería por completo.

Mis manos recorrían su piel sin restricciones, sin reservas, sin el más mínimo rastro de la contención que había intentado mantener hasta ahora. Alice era todo lo que había querido. Su cuerpo, su voz, la forma en que se movía contra mí, cómo su piel ardía bajo mis dedos, cómo su aliento se rompía cada vez que la tocaba. Todo en ella me llamaba a seguir, a perderme por completo, a olvidar todo lo demás. Y lo estaba haciendo.

Cada beso, cada jadeo, cada roce de su cuerpo contra el mío me estaba empujando más allá de lo que creía posible. No había más límites. No había más razones para detenerme, no había nada que me hiciera dudar. Solo ella. Solo Alice, debajo de mí, mirándome como si este fuera el único lugar en el que quería estar.

Pero entonces, en el instante en que estaba a punto de cruzar el último límite, algo en mi cabeza me detuvo.

No era culpa. No era arrepentimiento.

Era Alice.

Alice, que se entregaba sin miedo, sin dudas, sin segundas intenciones. Alice, que me dejaba verla así, vulnerable, real. Alice, que no pedía nada más que yo.

Y eso era lo que me destruyó.

Porque yo no podía arriesgarme a tomarla si no podía prometerle que esto era para siempre.

Porque si lo hacía ahora, si la tenía completamente, si le permitía darme todo lo que estaba dispuesta a darme, ya no iba a poder dejarla ir.

Y Alice no era alguien que pudiera retenerse.

Mi respiración era errática cuando levanté la cabeza, cuando mi frente cayó contra su hombro, cuando mis manos todavía la sostenían con la misma fuerza con la que la deseaba. Alice se quedó quieta, esperando, su pecho subiendo y bajando con cada respiro agitado, su cuerpo aún pegado al mío.

No preguntó por qué me detuve. No tuvo que hacerlo.

Porque Alice siempre entiende.

Mi mano subió hasta su mejilla, mis labios rozaron los suyos una vez más, sin urgencia esta vez, sin la desesperación de antes. Solo un roce, solo una confirmación de que esto era real, pero que no podía seguir.

Alice me miró, con esos ojos que parecían ver demasiado, con esa maldita forma de leerme incluso cuando no decía nada. Y entonces, sin palabras, solo deslizó sus dedos por mi mandíbula y sonrió.

Una sonrisa pequeña.

Una sonrisa que me dijo que esto no había terminado.

Alice no dijo nada más. No necesitaba hacerlo.

Todavía podía sentir su aliento contra mi piel, la calidez de su cuerpo pegado al mío, la forma en que su respiración se iba volviendo más pausada a medida que el deseo se convertía en algo más denso, más peligroso. Podría haberme apartado, podría haber tomado la salida que me había forzado a darme a mí mismo. Pero no lo hice.

Porque no quería alejarme de ella.

Alice se deslizó sobre la cama con una facilidad que me volvió a empujar al límite, acomodándose a mi lado como si esto fuera lo más normal del mundo, como si no estuviera completamente desnuda bajo las sábanas, como si su piel todavía no ardiera contra la mía. Como si no supiera lo que me estaba haciendo.

No volvió a vestirse. Ni siquiera lo intentó.

Se acomodó, apoyando la cabeza sobre mi pecho, y suspiró con la satisfacción de quien ha conseguido exactamente lo que quería. Porque Alice nunca pierde.

Mi mano subió a su espalda, recorriéndola con lentitud, aun sintiéndome al borde de la locura. No había nada entre nosotros excepto la sábana fina que apenas cubría su cuerpo, y la única razón por la que no la aparté de un movimiento fue porque sabía que, si lo hacía, no iba a detenerme esta vez.

—¿Así duermes siempre? —murmuré, mi voz más áspera de lo que esperaba.

Alice rió suavemente, su aliento cálido contra mi clavícula.

—No siempre. Pero esta noche sí.

La forma en que lo dijo, con la misma naturalidad con la que hablaba de cualquier otra cosa, solo hizo que mi autocontrol se tambaleara más. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía que esto no era solo dormir. Sabía que su piel desnuda contra la mía, que su respiración pausada, que su cuerpo pegado al mío de esta manera, no era algo que pudiera ignorar.

Pero me obligué a cerrar los ojos, a respirar hondo.

Me obligué a quedarme.

Porque no podía irme, no después de esto. Pero si me quedaba, ella ganaba.

Y aunque el fuego seguía ardiendo en mis venas, aunque la sensación de su piel contra la mía me hacía doler cada músculo de la forma más insoportable posible, aunque cada parte de mi cuerpo me gritaba que la tomara, no lo hice.

Alice Carter se quedó dormida, completamente desnuda entre mis brazos.