El criador hablaba con profesionalismo ensayado, con ese tono que los adultos usan cuando creen que un niño no puede entender la magnitud de una decisión. Pero yo ya lo había decidido. No importaban sus explicaciones sobre genética, ni la importancia del linaje, ni los cuidados especiales que requería un husky siberiano en un país donde los perros no eran comunes. Había leído lo suficiente, había estudiado cada punto sobre su crianza y temperamento. No iba a cometer errores. No iba a permitir que este perro fuera otra variable fuera de control en mi vida.
El recinto era estéril, con un olor a desinfectante que hacía difícil imaginar que allí se criaban animales. Las jaulas no eran de barrotes, sino compartimentos acristalados, diseñados para evitar contacto innecesario. Japón no era un país con calles llenas de perros, ni con refugios rebosantes de animales esperando adopción. Aquí, tener un perro era un lujo, casi un símbolo de estatus, y los criaderos se aseguraban de que cada ejemplar estuviera diseñado para cumplir con los estándares de perfección.
Pasé la vista por los cachorros en exhibición, alineados en pequeños espacios individuales, cada uno con pelajes simétricos y ojos de un azul cristalino o ámbar intenso. Eran casi idénticos entre sí, copias perfectas de lo que se esperaba de su raza. La mayoría no prestaba atención a quienes pasaban frente a ellos, demasiado acostumbrados a las miradas evaluadoras. No buscaban elegir a nadie. Esperaban ser elegidos.
Excepto uno.
Había un cachorro en la esquina de su recinto, ligeramente apartado de los demás, con la cabeza inclinada y las orejas erguidas, mirándome de una manera que ninguno de los otros hacía. Un ojo era gris azulado, el otro marrón miel. Su mirada no tenía la pasividad de sus hermanos. No estaba esperando. Estaba observando.
Sentí una punzada de reconocimiento, aunque no supe por qué. No se parecía a los demás. No era simétrico, no era perfecto. En cualquier otro contexto, alguien diría que era un defecto, que la heterocromía rompía la armonía visual. Pero para mí, era la única señal de individualidad entre un grupo de clones.
Me acerqué sin apartar la vista de él. El cachorro tampoco desvió la mirada. Cuando el criador notó mi interés, carraspeó ligeramente antes de hablar.
—Ese es un cachorro especial —dijo con un tono que sugería más imperfección que rareza—. Su heterocromía lo hace único, pero algunos compradores prefieren uniformidad en la pigmentación ocular.
No respondí de inmediato. Ya había tomado mi decisión.
—Quiero este —dije finalmente.
El criador me miró, luego dirigió la vista a mi abuela, como si ella pudiera hacerme cambiar de opinión. Mi abuela no dijo nada, pero su expresión permaneció inmutable. Sabía que cuando tomaba una decisión, no la cambiaba fácilmente.
—Este cachorro requiere un dueño con disciplina —insistió el hombre—. Los huskies no son fáciles de entrenar. Son perros inteligentes, pero tienen un carácter fuerte. Necesitan estructura y liderazgo.
Asentí sin vacilar. Eso no iba a ser un problema.
El trayecto de regreso fue silencioso. Mi abuela miraba por la ventana del tren con su calma habitual, sin hacer preguntas innecesarias. No me dijo si creía que era una buena o mala idea. Ella confiaba en que, si yo había decidido algo, ya había pensado en todas las implicaciones.
En la transportadora a mis pies, el cachorro no se movió demasiado. No gimió ni intentó arañar la puerta. Solo me observó desde los barrotes con la misma intensidad con la que lo había hecho en el criadero.
Cuando llegamos al departamento, dejé la transportadora en el suelo y abrí la puerta. El cachorro salió con pasos calculados, oliendo el aire con la cautela de quien explora un territorio nuevo, pero sin mostrarse asustado. Lo observé en silencio, esperando a ver cuál sería su primera reacción. Se paseó por la habitación, inspeccionando los bordes del sofá, la mesa baja, los estantes organizados con precisión. Cuando terminó su recorrido, se giró y caminó directamente hacia mí.
Se sentó frente a mis pies, levantó la cabeza y me miró. No había duda en su expresión. Me había elegido.
Respiré hondo y me arrodillé frente a él. No podía seguir llamándolo "él". Necesitaba un nombre.
Fue entonces cuando recordé la moneda.
Mi abuelo había sido numismático. Antes de morir, me había enseñado sobre la historia de las monedas, sobre su valor más allá del dinero, sobre cómo cada una tenía una historia que contar. Mi primera pieza de colección había sido una moneda de diez centavos de dólar, que aún conservaba entre mis cosas.
Miré al cachorro y lo supe.
—Dime.
El husky ladeó la cabeza ante el sonido, pero no apartó la mirada. El nombre le pertenecía desde el primer momento en que lo pronuncié.
Los días siguientes fueron una batalla. Sabía que los huskies eran perros obstinados, pero no estaba preparado para la personificación del desafío que era Dime.
Intentar acostumbrarlo a la correa fue un desastre. Desde el momento en que la enganché a su collar, se dejó caer como si hubiera sido fulminado en el acto.
—Dime, camina —ordené con calma.
Dime se quedó inmóvil, su cuerpo completamente relajado contra el suelo, como si sus patas hubieran perdido toda funcionalidad.
—Dime, vamos.
Sus orejas se movieron apenas, pero su postura no cambió. Suspiré. Era una prueba de voluntades.
Lo solté y me alejé unos pasos, fingiendo ignorarlo. El cachorro levantó la cabeza con curiosidad. Me alejé un poco más.
Esperó. Evaluó. Y entonces se levantó con toda la naturalidad del mundo y trotó hacia mí, como si nunca hubiera sido incapaz de moverse.
Había ganado la primera ronda.
El siguiente obstáculo fue la hora de dormir. Decidí que tendría su propio espacio en una cama especial junto a la mía. No permitiría que creara hábitos problemáticos desde el inicio.
Dime no estuvo de acuerdo.
Cada noche, cuando apagaba la luz, esperaba en silencio. Me aseguraba de que se acomodara en su rincón, de que no intentara moverse. Y cada noche, en algún momento de la madrugada, despertaba con el peso tibio de su cuerpo contra el mío.
La primera noche lo bajé tres veces.
La segunda noche, cinco.
La tercera noche, me desperté y ya estaba ahí, con su hocico apoyado en mi brazo, respirando con absoluta tranquilidad.
Lo miré en la penumbra. Él me miró de vuelta.
—No voy a acostumbrarme a esto —murmuré, dándole la espalda.
A la mañana siguiente, seguía en el mismo lugar.
Para cuando cumplió seis meses, ya habíamos establecido un equilibrio. No me obedecía ciegamente, pero entendía que yo era su referencia. Mi voz tenía significado para él.
Fue entonces cuando encontré la moneda.
Estaba organizando mis cosas cuando vi brillar el pequeño círculo de metal. La moneda de diez centavos de dólar, la que mi abuelo me había dado cuando era niño. Mi primera colección.
La sostuve entre mis dedos por un momento, sintiendo su peso. Sin pensarlo demasiado, tomé un hilo negro, la até con cuidado y la coloqué alrededor del cuello de Dime.
Él se sacudió levemente, pero no intentó quitársela.
Esa noche, cuando me acosté, Dime no intentó trepar a mi futón.
Cuando desperté al amanecer, lo encontré dormido a mi lado, la moneda brillando sobre su pecho, como si siempre hubiera estado allí.
No dije nada. Solo apoyé una mano sobre su pelaje y cerré los ojos de nuevo.
Después de todo, nunca tuve opción.
Dime me eligió primero.
