Cuando su mamá le avisó que abajo estaba un señor preguntando por la doctora Pinzón, a Betty se le ablandaron las piernas como fideos. Parada frente a la pequeña mesita de maquillaje, se echó una última mirada contorsionándose de un lado a otro, buscando tal vez alguna falla irremediable que le diera la excusa perfecta para quedarse. Frunció el ceño. El conjunto que doña Catalina le había hecho llegar de emergencia era impecable.
Aunque no se lo iban a sacar ni metida en la caja del confesionario, la verdad era que luego de la llamada con el doctor, el pánico la había hecho marcar el número de la publicista antes de que tuviera conciencia de qué estaba haciendo.
La conversación había sido breve. La mujer más qué escuchar, casi había tenido que divinar de entre una maraña de balbuceos nerviosos y medias explicaciones, que Beatriz tendría una reunión con ese hombre y necesitaba de su asesoría.
Por algunos minutos, habían batallado tratando de armar algún conjunto de las prendas que Betty iba desenterrando de su desactualizado armario, hasta que finalmente admitiendo que los poderes mágicos de la mujer no se manifestaban con la misma eficacia de forma remota, doña Catalina había insistido en hacerle llegar un traje.
Después de algo de lucha, Betty no había tenido más opción que aceptar su oferta. La mujer tenía un sobrenatural talento para disparar sus palabras justo al centro de todas sus sensibilidades.
«De la misma forma que el habito no hace al monje, Betty, tampoco se va a misa sin cotona. O a una guerra sin escudo. Vea, usted tiene que empezar a ver su apariencia de forma más estratégica ¿me entiende, Betty?»
Y como Betty entendió eso íntimamente, si desde que había nacido le había tocado estar al filo de esa amenaza. Beatriz Pinzón Solano, víctima perpetua de la instrumentalización de la belleza.
—¡Mamita, baje que se le hace tarde!
Betty se enderezó y echó los hombros hacia atrás. Vió su reflejo críticamente y luego volvió la vista a la diminuta bolsa de regalo que doña Catalina había mandado con una nota.
«El traje es estratégico. Pero esto de aquí es su ventaja»
Betty sacó el labial y a prisas, no fuera que la indecisión la secuestrara de nuevo, se lo aplicó esta vez sin atreverse a ojear el espejo. Cuando bajó finalmente por las escaleras, con las mejillas coloradas por su audacia, tuvo que repetirse a sí misma que no era por vanidad. Al menos, no del todo.
Daniel escuchó el timbre del elevador llegando a su piso y por reflejo levantó la vista al reloj en la pared. Las manecillas marcaban las siete en punto. Girando a los amplios ventanales de la sala, notó por primera vez las luces del centro de Bogotá centellando en el oscurecido paisaje. Los cerros ya hace rato completamente ocultos en el horizonte. De un momento a otro, le había cogido la noche.
Tomó la chaqueta del traje en el perchero y pasando de organizar los documentos sobre el escritorio, salió al recibidor. Beatriz, acompañada de su chofer, lo esperaba inquieta en la puerta.
—M-muy buenas noches, doctor. —saludó atropelladamente la mujer. Era evidente que tenía los nervios de punta, y Daniel, que había pasado horas marinando las incómodas confesiones de su hermana, realmente no tenía intenciones de hacerla sentir más cómoda.
Pensó en atormentarla, pensó en las premeditadas frases que planeó usar como cebo para arrancarle alguna que otra confesión, en la poca clemencia que iba a tener ante sus excusas y justificaciones. Pensó en hacer las mil y una cosas que había estado queriendo desquitar toda la tarde
Eso hasta que los ojos se enfocaron en ella, y dejó de pensar más.
Estaba sorprendentemente bien arreglada. Llevaba encima un traje ejecutivo austero, blazer manga larga y falda ajustada de corte recto. Muy común, excepto que la tela oscura, de un profundo azul marino, estaba tramada con motivos flores en hilos color champagne, borgoña y verde bosque. Era el sello personal de Beatriz, la cantidad justa de anti-convencionalidad, y un detalle que rompía con gusto la severidad del conjunto.
Irremediablemente Daniel sintió su atención deslizar por su figura, por el fino detalle de botones enchapados como rosas, el sobrio remate en solido borgoña en los puños de las mangas, el entalle ajustado de su falda corta que caía a poco menos que sus rodillas, hasta llegar muy abajo, a la esbeltez de sus piernas escondidas por las negras medias.
Beatriz balanceó su peso, de un pie al otro, sin duda agitada por el silencioso escrutinio, y Daniel tuvo que obligarse a elevar su vista al rostro de la mujer. Aún si lo que había querido era seguir el movimiento de sus piernas.
—Buenas noches, doctora. Le agradezco que haya aceptado reunirse conmigo. —saludó todavía no del todo compuesto. Beatriz aceptó la mano que Daniel extendió con el saludo y torció la boca inclinando un poco la cabeza.
El gesto hizo que Daniel reparara en las mejillas enrojecidas, escondidas tras un par de mechones rebeldes, y luego, como por predestinación, en el tono de labial que llevaba encima.
Raisin Rage, de Revlon.
Daniel, con agitación, reconoció un toque de algo que no había estado ahí antes, en ninguna otra de las configuraciones con las que Beatriz se había mostrado.
Intención.
Supo con certeza que frente a él estaba una mujer que se había vestido para ser vista, para lucirse.
«Conmigo en mente»
Por un instante, el deleite del descubrimiento le cosquilleó en la punta de los dedos. Y luego, en el siguiente, se sintió terriblemente contrariado. Sin saberlo, la doctora había desmantelado sus reservas. Con un inconsecuente intercambió de saludos, la animosidad de Daniel había llegado y partido.
Sacudió la cabeza fastidiado, pero tanto como lo atormentó la frivolidad de sus sensibilidades, no podía ignorar lo mucho que verla así, satisfacía su ego.
—¿Doctor?
Daniel le quitó la vista a Beatriz para ver al hombre que lo esperaba, incómodo, a unos cuantos pasos de la puerta del elevador sacudiendo las llaves. Aunque disimulaba muy bien, tenía la cara de alguien mortalmente hastiado con lo que estaba viendo. Daniel se aclaró la garganta antes de dirigirse a él.
—Espérenos abajo. Si lo necesito, llamo. —dijo sin más reparo y el hombre asintió en silencio, saliendo de su vista. Beatriz, al ver que el hombre desaparecía con el elevador dejándola sola con Daniel, de repente se apresuró a intervenir con agitación.
—Doctor, yo no creo que-
Todavía confundido por su abrupta recapitulación, Daniel ignoró su protesta y se volteó encaminándola dentro del apartamento.
—Beatriz, siga, por favor.
Con los reservados pasos de la mujer siguiéndolo a distancia, se dirigió directamente al estudio. No estaba nervioso, ni tampoco incómodo, pero sintió la necesidad de un trago para encontrar su equilibrio. Se acercó a la consola de licores y sacó dos copas. Beatriz, a sus espaldas, inspeccionaba de arriba a bajo toda la estancia. Por el reflejo en los ventanales, Daniel la vió arrugar la nariz al toparse con una reproducción de Kandisky que colgaba en una de las paredes. Inesperadamente, se encontró reprimiendo un resoplido entretenido. El cuadro era uno de sus favoritos, pero sabía que el abstraccionismo era un gusto adquirido.
—¿Tinto o Blanco? —le preguntó girándose de nuevo a ella. La mujer había tomado dos pasos más cerca a la extraña pintura, pero al escucharlo retrocedió negando con vehemencia. Tenía lo postura tan engarrotada por la incomodidad, que Daniel pensó que corría peligro de desmayarse si seguía conteniendo tanto el aliento. Con ánimos de fastidiarla, enmarcó las cejas afectando sorpresa—Ah, no me diga que prefiere el whiskey doctora. ¿Vodka? ¿Tequila? Es una mujer de gustos fuertes, usted.
Daniel la vió palidecer un segundo y en el siguiente, colorarse hasta las orejas. Con prisa, salió de la esquina donde se había atrincherado, acortando la distancia entre los dos, visiblemente consternada por el malentendido.
—¡No, no, no! Cómo cree. Yo no tomo, doctor.
Esta vez, Daniel se permitió sonreír mientras rellenaba una de las copas con agua, y en la otra, vaciaba lo último de la botella que Marcela había dejado. Todo el rato, Beatriz no dejó de observarlo con seriedad, aparentemente aún con algo por decir.
—No vaya a creer que es por indisponerlo. La verdad es que no acostumbro a tomar. —explicó, cogiendo la copa que Daniel ofrecía.
Él se recostó en el aparador, cruzando los tobillos y tomando un breve trago de vino.
—¿Nunca toma? ¿O será más bien un problema de compañía?
Daniel se llevó nuevamente la copa a la boca dándole tiempo para responder, aunque siguió observándola por encima del borde. Ella inclinó un poco la cabeza en consideración y giró la vista hacia los ventanales. La pausa duró algunos segundos, hasta que regresó como por compulsión a revisar el reloj que llevaba en la muñeca. Con algo parecido a la derrota, se aclaró la garganta antes de responder.
—Es más bien un problema de ocasión. —dijo con un tono de finalidad que hizo enderezar a Daniel de su postura—No acostumbro a mezclar negocios y placer. Así que le pido doctor, que si en verdad me citó para hablar de trabajo, empecemos de una vez.
Daniel partió los labios con un revés en la punta de la lengua, pero al final terminó por cerrar la boca.
Beatríz había hecho mucho más que solo mezclar negocios con placer, le había descarrilado la vida a mucha gente, enrredándose con su jefe. Y sin embargo, al verla nerviosamente tambaleando de un lado a otro frente a él, no se animó a dar voz a ninguna de las crueldades con las que hubiera podido responder.
Si, parte de la incomodidad entre ambos, era indudablemente la desagradable historia de insultos, humillaciones, y luego estaba el embargo, por supuesto. Nunca habían sido exactamente amigables y Daniel se imaginó que probablemente nunca serían íntimos, así que no era de extrañarse que la mujer tuviera toda la apariencia de querer tirarse por una de las ventanas, unos segundos más que otros. Pero había algo en Beatriz, en el poco reparo que tenía para sutilezas o artificios, que hacían creer a Daniel, que su agitación era sencillamente la manifestación de su inexperiencia.
Daniel no se jactaba de ser un consumado conocedor de faldas como lo era Mendoza, pero era evidente que la asertividad que Beatriz tenía para las finanzas, no se extendía al romance.
Incluso ahora, en su versión mejorada.
Daniel no se imaginaba que la antigua Beatríz hubiera sido muy distinta. Era impensable considerarlo, cuando había sido un poco más que un computador de gafas gigantes que penaba por los pasillos de Ecomoda.
Y siendo así, tenía más sentido pensar que el perpetrador de aquel funesto romance, fuera el mismísimo Mendoza. Inevitable que un libertino como Armando, no recurriera a sus más confiados trucos y mañas al sentirse con un pie fuera del acantilado.
Daniel no tenía dudas que había intentado preservar su presidencia de la misma forma que la había conseguido.
«Conmoviendo damas»
Seducir a su tímida pero brillante asistente tuvo que haber sido juego de niños para tremendo crápula. Después de todo, la mujer no había sido sino obsequiosa para con él.
«Y que donde lo hubiera tratado de seducir la antigua Beatriz, no la terminaba echando, la hubiera metido en el más oscuro calabozo por atreverse a tanto»
Eso también explicaba la junta. Lo confiado que Armando había aparecido, sin conocer las intenciones de su asistente, sin siquiera sospechar de la capacidad de Beatriz para devolver con creces cada embate en su dirección.
Daniel sonrió al darse cuenta, que la mujer que ambos conocían bien pudieran ser dos desconocidas habitando el mismo cuerpo, porque si Mendoza hubiera experimentado en carne propia, la abrumadora habilidad que tenía Beatriz para sobreponerse de forma tan implacable sin perder el control, jamás se le hubiera pasado por la cabeza hacerse el listo con ella.
Tremendo disparo en el pie que se había dado.
«Tremendo flechazo descarrilado, ese romance»
Daniel exhaló con humor. No era del todo insensible a la forma en la que Marcela se había visto afectada por todo aquello, pero tampoco podía negar que no se sentía reivindicado por cómo habían terminado las cosas.
Armando desenmascarado y Marcela libre de ese bendito compromiso. Incluso si seguían juntos, el tema del matrimonio había quedado irrevocablemente fuera de la mesa.
Daniel agradecía las pequeñas victorias.
Pero en realidad, nada de eso importaba ahora. Ni los lamentos, ni los reclamos. Solo importaba la fortuna perdida de los Valencia, y Beatriz ya había aceptado a ayudarlo con eso.
—Tiene razón, Beatriz. La cité para discutir su propuesta. —Daniel se dirigió al escritorio y desabotonándose la chaqueta le indico a Beatriz que tomara asiento en la silla opuesta. —Bien, ¿le parece si empezamos de una vez?
—¡Claro, doctor!
Beatriz se sentó con ojos expectantes, y mientras Daniel empezó a compartir sus consideraciones, distraídamente notó que por primera vez en la noche parecía completamente cómoda en su compañía.
La revisión de la propuesta de Beatriz puso a Daniel de estupendo humor. Escuchar de primera mano las estimaciones de la mujer, lo dejaron respirando tranquilo como nunca antes en la semana. Las proyecciones de retorno del nuevo proyecto no eran nada por las que les fueran a dar una portada en el Financial Times, pero Daniel tenía que reconocer que la expertise con la que Beatriz había adaptado las estrategias de inversión del fondo inicial a la nueva propuesta, no era otra cosa sino reconfortante.
En el camino de un inversionista siempre habían un sin número de trampas a las que se les tenía que prestar mucho cuidado, pero sin duda la más mortífera era dejarse llevar por el optimismo y el entusiasmo, esas arenas movedizas en las que cualquiera empezaba a confundir riesgo por azar. Mientras Daniel escuchaba la forma tan cautelosa con la que Beatriz analizaba las tendencias del mercado, tuvo la sensación que por razón de la naturaleza propia de su carácter, a la mujer las inversiones le caían como anillo al dedo.
Pasándose una mano por la boca, Daniel trató de ocultar lo mucho que lo entretuvo su propia conclusión sobre la mujer. Beatriz, con la atención completamente enfocada en los papeles sobre el escritorio, no reparó en el gesto.
—En todo caso, doctor, yo sí creo que el plan de inversión de su socio es muy desafiante. Tomando en cuenta nuestro clima económico, es poco probable que tengan un buen rendimiento. A lo mejor, se estará sirviendo de información privilegiada o no me imagino qué, pero las cosas a cómo están en el país, es mejor no confiarse mucho.
Daniel le dió la razón con un cabeceo y la mujer continuó distraídamente. Más que conversar con Daniel, parecía estar hablando para sí misma, mientras volvía a repasar las gráficas.
—Hasta los gabinetes del gobierno están en la silla caliente, bueno, me imagino que usted sabrá doctor, que la tasa de desempleo ha barrido en casa grande y en casa chica. Suerte la suya, que no le toca preocuparse por esos por menores.
Lo inesperado de su perorata vacía dando en el clavo, hizo que Daniel soltara una carcajada de genuino humor. Beatriz, sorprendida y regresando rápidamente a su estado natural de nervios, se enderezó en la silla, reacomodándose los lentes más de una vez.
—Suerte la mía, Beatriz. Y que suerte. Yo mismo caí en paro, no hace mucho. Me tocó ser víctima de una de esas barridas a cómo usted dice. —Daniel se recostó en la silla con la admisión, descansando las manos entrecruzadas sobre el abdomen—La desgracia de Ecomoda, fue larga y extensa.
—Doctor…
Frunciendo el ceño por la inesperada muestra de simpatía, Daniel la interrumpió levantando una mano.
—La lista de mis penurias es muy larga como para que me ponga a pedir condolencias. Evíteme sus pésames, doctora.
Aún sopesando algún otro comentario, Daniel la vió inclinarse sobre la mesa para coger un vaso de agua y aprovechó el momento para tomar su mano, efectivamente distrayéndola del tema de su despido.
—Escuche, Beatriz. —dijo, buscando su mirada con firmeza. Los castaños ojos de Beatriz, revolotearon inquietos entre su rostro y la mano que Daniel tenía secuestrada, pero se asentaron detrás del vidrio en el instante que Daniel continuó con insistencia—No crea que le confesé tal cosa para que me tenga lástima, o para mortificarla, o para echarle en cara alguna cosa. —Beatriz negó con la cabeza varias veces—Si se lo digo, es porque es necesario que usted entienda lo grave de mi panorama. Eso, pero sobre todo, se lo digo, para que entienda el tipo de confianza que estoy necesitando darle a usted.
Daniel mantuvo el contacto hasta que el semblante de Beatriz cambió de consternado a resoluto. Y luego, con una exhalación de alivio, se levantó y se quitó la chaqueta del traje, tirándola en el espaldar del sillón.
Despreocupado de la atención de Beatriz sobre él, se acercó a uno de los gabinetes en una de las esquinas del estudio, e introdujo la combinación para abrir su caja fuerte. Del compartimento sacó el único sobre de documentos, y regresó al escritorio ofreciéndoselos a la mujer.
—Usted me preguntó de dónde iba a sacar el dinero para invertir, con todos mis ahorros echados por la borda, pues aquí tiene la respuesta.
Beatriz abrió el sobre, rápidamente pasando de una página a medida que hacía cuentas del contenido. Cuando volvió la vista a Daniel, que estaba otra vez rellenando su vino frente al gabinete de los licores, tenía el semblante trabado en una mueca extraña que Daniel no descifró si era fastidio o preocupación.
—Doctor, esto de aquí, no me diga que está pensando en vender todo esto.
Con la copa en mano, Daniel caminó hacia el extremo de los ventanales, y contempló la ciudad unos segundos. Tenía una mano metida en el pantalón, y con la otra agitaba el vino. Era una decisión que ya tomada, el curso más lógico, la última y única movida posible en su tablero. Aún con todo eso, las palabras no le salieron sino hasta después del primer trago.
—Es lo único que me queda, Beatriz. La casa de mis papás. El inventario de obras de arte que todavía conservamos y una pequeña colección de vinos de importación.
Beatriz no dijo nada y Daniel se permitió unos minutos más repasando Bogotá. Únicamente cuando estuvo seguro de haber regresado a su estado pragmático, regresó a Beatriz completamente en control.
—No es lo suficiente como para pagar la penalización del fondo de inversión, pero creo que trescientos cincuenta mil dólares es un capital de inversión considerable como para empezar nuestro proyecto, ¿no cree doctora?
—Doctor, usted no puede hacer eso.
Daniel sonrió apretadamente.
—No es su ocupación decirme que puedo o que no puedo hacer, doctora Pinzón. —no pudo evitar responder Daniel, de forma tan brusca que Beatriz se estremeció a causa de su hostilidad.
Cuando la vió empezar a estrujarse las manos en el regazo, tuvo el impulso de disculparse, pero al final prefirió en cambio ignorar su falta de compostura.
—Fuera de esa suma, aún hay un capital externo con el que podemos contar. —dijo en un tono más modulado, cruzándose de piernas y tamborileando los dedos sobre el reposabrazos del sillón—Unos noventa mil dolares si no me fallan los cálculos. Aunque tómelo con un grano de arena, doctora, pueda ser que un poco menos si es que Armando no ha terminado de estrellar el carro con el que se la pasa conduciendo ebrio, de aqui para allá.
Beatriz, que en algún momento había perdido la mirada viendo al suelo, levantó la cabeza de un tirón.
—¿Perdón?
—Ah, casi olvido que usted ya había desertado la junta para cuando Mendoza hizo su ilustre declaración —Daniel, ansioso de saber que pensaba la mujer, escudriñó a detalle cada minúscula reacción—Prometió poner a disposición su patrimonio. Bueno, las migajas que le quedan. Su apartamento, su carro, las acciones en el club, todo para subsanar la deuda de Ecomoda, o para cualquier accionista que se sienta con derecho a una indemnización.
Beatriz se llevó ambas manos a la boca cómo alguien a quien le han dado la noticia de pésame. La punta de sus dedos, frunciendo la carnosidad de sus labios, con lo mucho que trataba de evitar que el más mínimo sonido se le escapara. O tal vez, el más terrible de los chillidos.
Daniel, viéndola tragar con dificultad cuando finalmente bajó las manos temblorosas, inexplicablemente se sintió molesto.
—¿Y-y usted planea tomar su patrimonio?
—Claro, por qué no. ¿Es que acaso le parece muy injusto Beatriz? ¿Qué mientras yo estoy a punto de vender la casa de mis papás, sus últimas pertenencias, ese tipo ande por ahí de juerga todos los días? ¿Le parece que estoy siendo muy mezquino, es eso?
Ella rehuyó su vista y con aparente mortificación cerró ligeramente los ojos.
—No, doctor, no me parece injusto. Pero tampoco me parece que sea lo mejor—anticipando la reacción de Daniel, Beatriz levantó una mano para evitar su interrupción—Y mucho menos, puedo dejar a buena consciencia, que usted venda la casa de sus papás.
—¿Entonces que me sugiere que haga? Créame doctora, que a estas alturas, un pacto con el mismísimo diablo, suena como ganancia para mí.
Ella sonrió un un poco con la ocurrencia y luego se puso de pie, como presa de una energía nerviosa. Daniel la siguió saliendo del escritorio, y por uno minutos se dedicó a ver a la mujer dar pequeños circuitos a lo largo y ancho del estudio. Casi podía ver los engranajes dando vueltas en la cabeza de Beatriz. Intrigado, Daniel la dejó estar.
Cuando finalmente se detuvo, lo hizo nuevamente frente a la pintura que le había llamado la atención y ocultando el rostro de la vista de Daniel.
—Doctor, aquella historia que le conté, cuando lo advertí acerca de sus socios, esa historia de que me había enterado por un conocido y por las habladurías en Cartagena. Esa historia no es cierta. —Daniel levantó ambas cejas sorprendido y se apoyó sobre la mesa de brazos cruzados. Beatriz continuó aún inspeccionando la pintura, o fingiendo hacerlo—Al menos no del todo. Lo que le quiero decir es, que yo conocía a uno de esos tipos, desde hace tiempo. Desde que estaba en Ecomoda.
Cuando finalmente se giró hacia él, la única respuesta de Daniel fue un gesto impaciente para que continuara y ella así lo hizo.
—La verdad es, que en uno de los negocios que don Armando intentó hacer para abaratar los costos de producción, fue estafado por un contrabandista, un disque importador de telas mejor dicho. Un tal señor que le presentaron a don Mario, que después de todo resulto ser un fraude.
Él rápidamente hizo cálculos de las fechas, recordando lo inusual que había sido el negocio de los proveedores para el lanzamiento de la segunda colección.
—El famoso negocio de Nueva York, ¿cierto? El que nos dijo que había cancelado porque los proveedores habían mal inventariado las muestras en existencia.
Beatriz asintió.
—El negocio lo hizo en Panamá, más bien. El doctor dijo que había viajado a Nueva York, para que nadie sospechara de lo qué estaba haciendo.
Con la información en mente de los reportes que Olarte le había mandado sobre Wallace y Pachecho, Daniel pudo imaginarse que Beatriz se refería a los mismos tipos.
La mujer cogió su bolso y sacó una carpeta verde que colocó con solemnidad sobre la mesa de café entre ambos. Daniel, estupefacto más con la ofrenda de Beatriz que con el contenido misma de la carpeta, no pudo hacer ni decir nada durante unos segundos.
—Lo que estoy tratando de decirle, doctor, es que ya que usted tuvo la suerte de dar con esos tipos, en vez de vender el patrimonio de sus papás, o el de alguien más, puede recuperar el dinero que esos mafiosos estafaron de Ecomoda.
Beatriz regresó a su lugar frente a la pintura, y Daniel, que no alcanzaba de creer lo que la mujer estaba diciendo, con dificultad regresó a sentarse tras el escritorio. Encima de la mesa aún estaban los documentos de su herencia. Daniel los miró y luego volvió la vista a la carpeta verde.
—Lo que estafaron. ¿Cuánto dinero es?
—Dos millones de dólares.
Daniel se rió a secas.
«Esto es una locura»
Eventualmente, la doctora regresó junto con la carpeta a tomar asiento frente a él. Aunque no había regresado la comodidad que había mostrado cuando revisaban la propuesta, estaba considerablemente más tranquila.
—¿Qué es exactamente lo que hay en esa carpeta?
—Don Armando…—Beatriz se aclaró la garganta y empezó de nuevo—El doctor Mendoza me dijo que me deshiciera de las facturas y los contratos, de los recibos de aduana, de los teléfonos de Panamá, en fin, de todo. Le aterraba que alguien terminara vinculando a Ecomoda en aquel escándalo, así que me hizo prometer que iba a tomar todo rastro de aquel negocio y desaparecerlo para que nadie se diera cuenta—Beatriz puso una mano sobre la carpeta y la deslizó hacia Daniel—Eso es lo que hay ahí, doctor.
Él ni siquiera entretuvo los documentos por un segundo, de repente, la desobediencia de Beatriz con respecto al asunto le pareció críticamente intrigante.
—¿Por qué no los tiró? ¿Por qué no siguió las ordenes de Armando si se lo había prometido? —la interrogación de Daniel hizo que la doctora se removiera incómoda acomodándose las gafas.
—No sé. Realmente…—Beatriz se interrumpió con una exhalación frustrada—Creo que tenía la esperanza que don Armando explicará la situación de la empresa a la junta directiva. Doctor, a estas alturas, Ecomoda ya estaba en un punto crítico de endeudamiento. Yo intenté aconsejarlo que lo más viable era hablar con los socios, y pues en esas circunstancias, iba a ser necesario que lo del negocio de las telas se tomara en cuenta y se investigara a profundidad.
Ella hizo una pausa como para organizar sus ideas, y cuando volvió la vista a él, Daniel se sorprendió con la sinceridad que había en sus ojos.
—El doctor Armando, como presidente de Ecomoda, realmente estaba maniatado si su prioridad era mantener a la empresa fuera del escrutinio público. Pero yo pensé que al menos teníamos una pequeña posibilidad de recuperar ese dinero, si le explicábamos a la junta lo que había pasado, y si usted doctor, decidía hacerse cargo de ese asunto.
Él sacudió la cabeza por su ingenuidad, porque sabía muy bien que el primer orden del día para Daniel luego de recibir esa carpeta, no habría sido otra cosa sino la destitución de Armando.
—Hubiera sido como entregarme la cabeza de Mendoza en bandeja de plata.
Beatriz sonrió tristemente.
—Pero no la de Ecomoda, doctor. La empresa se hubiera salvado.
Daniel calló, pasmado con la revelación, con la terrible noción de reconocer su propia culpa, en el trágico destino que tuvo la empresa. Ultimadamente, no sólo el ego de Armando y sus funestas decisiones financieras, habían terminado hundiendo sus patrimonios. La eterna rivalidad entre él y Mendoza, no solo había polarizado a la junta directiva diseccionando a las familias en facciones, sino que también había socavado cualquier indicio de unidad empresarial.
Era una verdad de la que no se podía esconder. Daniel la sintió hasta los huesos. Supo que si Beatriz lo hubiese buscado con esa misma carpeta en el pasado, no habría volcado sus esfuerzos en encontrar a los estafadores, simplemente hubiese aterrorizado a Mendoza hasta la infinidad de los tiempos.
Daniel, se masajeó las sienes con ambas manos sintiendo el inicio de una terrible migraña. Y Beatriz, no hacía más que mirarlo con una expresión que a Daniel le recordó a la escultura de la piedad de Toledo.
—Dígame, ¿cuál es su condición para darme esta carpeta? ¿qué espera a cambio?
—¿Aún desconfía de mí?
Daniel negó, y suspiró frustrado, nuevamente tragándose una disculpa. La brusquedad no era desconfianza, no. Era más bien una extraña sensación de vergüenza que Daniel no se podía sacar de encima.
Beatriz estudió su rostro con minuciosidad, y llegando a algún tipo de conclusión, pareció satisfecha con su respuesta. Cuando se volvió a dirigir a Daniel, lo hizo de forma lenta y cautelosa.
—No hay ninguna condición, esa carpeta ahora es suya, su responsabilidad. Usted puede hacer con esos documentos lo que crea mas conveniente. Sin embargo, doctor Valencia, en lo que a este nuevo proyecto suyo se refiere, si me gustaría que llegaramos a un acuerdo.
Daniel concordó con la idea. Desde que había ido a solicitar la ayuda de la doctora a su misma casa, se había preparado para hacer las concesiones que fueran necesarias para asegurar la colaboración de la mujer.
—¿Qué acuerdo propone?
Beatriz contestó resoluta.
—Quiero ser su socia.
—¿Perdón?
Enderezándose de hombros, Daniel escuchó a Beatriz elegir cuidadosamente sus palabras.
—No quiero ser su asistente, ni su secretaria, o su trabajadora, tampoco quiero ser su representante, o gerente, o consultora externa. Quiero ser su socia. Quiero que en el acta constituyente de este nuevo proyecto, figure mi nombre junto al suyo doctor.
Por un delirante momento, Daniel pensó que la forma en la que se sentía tan escandalizado por la propuesta de Beatriz, no debía de ser muy diferente a la forma en la que se escandalizaban las mujeres cuando algún lunático les proponía matrimonio en la primera cita.
Tenía una risa atravesada por lo absurdo de la situación, pero incluso Daniel, con su nulo tacto, sintió que no era el mejor momento al ver como los ojos de Beatriz chispeaban con su intrepidez.
—Me ha puesto en un dilema doctora. La verdad no puedo decirle que entiendo bajo qué argumentos usted considera que es una propuesta legítima—Daniel colocó dos dedos sobre la carpeta—Si es porque me ha traído esto, déjeme recordarle que después de todo, este dinero es de Ecomoda y no-
—No, doctor. Ya le dije que esos documentos se los entrego sin ninguna condición. Decida lo que decida, lo uno no tiene que ver con lo otro.
Daniel no pudo evitar sentir un poco de reconocimiento y respeto al escuchar sus palabras. Sin embargo, como la mujer bien había dicho, lo uno no tenía que ver con lo otro.
—Muy bien. Perfecto. Dejando fuera esa plata, cuénteme, cual sería su aporte a esta sociedad. ¿Tiene activos ocultos que no ha declarado, o acaso piensa hacer uso del dinero de Ecomoda para-
Beatriz volvió a interrumpirlo.
—El dinero de Ecomoda, es de Ecomoda, doctor.
—¿Entonces, doctora?
—Yo. Soy yo, doctor.—Beatriz se levantó, nuevamente empezando el circuito ansioso por el estudio de Daniel, a medida que explicaba su caso—El mayor aporte que esta sociedad necesita, y por lo que usted fue a buscarme en un primer lugar, es porque sabe que no sólo iba a necesitar a un buen financista, o a alguien que no saliera corriendo después que le contara en los negocios turbios que lo metió su amigo—Daniel chasqueó la lengua con el recuerdo amargo, y la doctora se detuvo con una mano en los ventanales—Usted necesitaba a alguien de buena reputación en los negocios, de buena relación con los bancos, alguien de alguna forma ya conocido en ciertos cócteles, por cierta gente, y que sin embargo, que no fuera del todo de su medio. Que no comiera y bebiera con los amigos de sus amigos. Que fuera imperturbable a los embates sociales a los que su ex asociado sin duda lo va a someter cuando empiece a ejecutar su plan. A un perfecto conocido, desconocido.
Culminando su discursó, lo encaró con ambos brazos extendidos y la mirada limpia.
—Usted me necesita a mí, a Beatriz Pinzón Solano. Y más que por mi trabajo, es por mi imagen ¿no es cierto?
Daniel la observó, invocando cada onza de su auto control para no traicionar con ningún gesto, la abrumadora reacción que habían provocado sus palabras. La inusitada confianza de Beatriz y la agudeza con la que diseccionó sus intenciones y motivos, lo embriagaron de una terrible agitación que lo hizo cruzar de piernas bajo la cubierta del escritorio.
«¿Qué demonios me está pasando?»
Cuando abrió la boca para decir alguna cosa, no pudo contener la risa. Era genuino humor brotando a borbollones. La mujer le había puesto un cuchillo en la yugular y lo único que Daniel quería hacer era aplaudirle sus felicitaciones. Entre otras cosas.
Sacudió la cabeza, no entendiendo del todo su reacción tan juvenil, pero tampoco insatisfecho por el rumbo que había tomado la situación. Beatriz, que había quedado perdida en medio de las reacciones contradictorias de Daniel, lo miraba con un poco de zozobra desde su posición. Él abatió una mano en el aire, para apaciguarla.
—Le confieso, Beatriz, que nunca había conocido a nadie que pudiera dejarme sin palabras, de la forma que usted lo hace.
Daniel se colocó nuevamente la chaqueta del traje, con la delicadeza de ocultar su indiscreción antes los ojos de Beatriz, y saliendo de la silla, volvió a rellenar ambas copas con vino. Cuando se encaminó en dirección a la doctora, no se le escapó la forma en la que la mujer evaluó las bebidas con cierta desaprobación.
—Aunque estoy empezando a admirar ese talento que usted tiene para sacarme el piso cuando menos me lo espero—Daniel admitió, ofreciéndole una copa, anticipando su negativa, hasta que lo escuchó terminar—Prométame que no voy a seguir siendo su única víctima, no, doctora. Al menos no ahora que seremos socios.
Daniel pudo captar el instante preciso en que las frases penetraron en Beatriz, porque el rubor de satisfacción sobre sus mejillas fue instantáneo, y el graznido exótico de su risa tampoco se hizo esperar. No podía recordar la última vez que la alegría de una mujer le hubiese provocado la más mínima pizca de ternura. Y ahora, ahí estaba él, sonriendo junto con Beatriz.
«Por Dios, Valencia, estás de clínica»
—¿Brindamos?—soltó de repente, impaciente por salir de aquel momento tan desconcertante.
Aunque la sonrisa de Beatriz menguó, la satisfacción rebosaba de sus ojos castaños. Ella levantó su copa y Daniel se acercó haciendo tintinear el cristal.
—Por una exitosa sociedad. —dijo Beatriz y olvidándose de sus reservas, dió un generoso trago.
Daniel se acercó un poco más, distraído por el agraciado arco de su cuello inclinado, y aparentemente abandonado del filtro entre palabra y pensamiento, propuso su propio brindis.
—Por usted y por mí.
La vergüenza casi fue inmediata cuando cayó en cuenta de lo que había dicho. Sin embargo, antes que pudiera recapitular, Beatriz lo interceptó, nuevamente estrellando su copa junto a la de él.
—Por usted y por mí. —repitió y sin más reparo, volvió a inclinar su bebida.
Daniel no tuvo dudas que Beatriz, embriagada por la efusividad del momento, no le dio más significado a aquellas palabras, y sin embargo, Daniel no pudo evitar deleitarse más con la promesa del brindis que con el vino mismo.
