63. Apaga la luz
ADVERTENCIA: Capítulo con contenido delicado. Se recomienda discreción al leer, y si hay alguien que lo lea y se encuentre en la situación de Elsa, que busque ayuda, porque siempre hay quien quiere y puede prestarla, aunque a veces no lo parezca.
También me gustaría mencionar en qué artista me he inspirado para imaginar las últimas obras que realiza Elsa. Su nombre artístico es Agnes Cecile y su arte es brutal.
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Elsa tranqueó los cuadros que había derribado; uno de sus desnudos pies se tropezó con un lienzo y la botella de Aquavit que viajaba en su mano derramó un chorro por el suelo. Alguna maldición escapó de su boca y cuando llegó al baño, se despojó de esa ropa infantil que tanto detestaba. Con un preocupante temblor instalado en sus dedos deshizo las dos trenzas y se esponjó el cabello, dejándolo bastante desgreñado. Con la mirada ebria se posicionó delante del espejo y observó su cuerpo completamente desnudo; el cabello cayéndole por delante del rostro y los pechos; las caderas marcadas con los moratones dejados por el feroz agarre de Hypnos cuando, horas atrás, la había forzado por la espalda. Sin dejar de mirarse recuperó la botella y bebió varios tragos que ni muestra de quemazón dejaron en su expresión, vacía y apagada.
Por inercia abandonó el baño y se dirigió hacia la zona del dormitorio; su andar se detuvo delante de la toalla que Hypnos había dejado tirada por el suelo y su anestesiada mirada se paseó por la maleta del artista abierta sobre la cama de par en par, llegó al bote de perfume dejado sobre la mesita y desembocó en la decapitada promesa de vivir una velada inolvidable entre maestros de las bellas artes.
La rabia acudió de nuevo a sus ojos, pero esta vez no lloró. Cambió tristeza por determinación, y anduvo hacia su mesita de luz para abrir el cajón de las braguitas y rescatar su invitación, personal e intransferible.
─Tú vas a ir... pero yo también, Hyppolitos. Yo también...
Eligió un vestido de color aguamarina oscuro, de tela satinada. Los tirantes eran muy finos y el escote amplio. Los pezones se insinuaban con descaro bajo la ligereza de esa tejido tan delator y Elsa no hizo nada para evitarlo. Decidió prescindir de sujetador y se cubrió su sexo con un tanga mínimo del mismo color que el vestido. Los pies se calzaron en unos zapatos negros con tacón de vértigo y el cabello se lo volvió a peinar, esta vez decantándose por una sola trenza, floja y predispuesta a ir liberando hebras y mechones con el simple movimiento del cuerpo al andar. Cuando regresó al baño para apreciar la imagen que iba a ofrecer, reparó en su neceser de maquillaje. No era una práctica de la que gustase en exceso, pero algo tenía en la recámara de las ocasiones especiales. Y esa lo era.
Tal vez la más especial que nunca.
Asió un pintalabios aún por estrenar, color carmín intenso, y se coloreó la boca con fruición. Los ojos los delineó con trazos negros, toscos y discordantes con la finura del vestido que cubría su esbelto cuerpo, acrecentando aún más esa sensación de desajuste al difuminar las sombras, tanto en los párpados como en las pestañas inferiores. Cuello y cabello lo roció con el perfume que meses atrás le había regalado Hypnos y, antes de salir, apuró el contenido de la botella de Aquavit.
Hypnos estaba al fondo de la primera sala, conversando animadamente con personas que Elsa ni se fijó. A su derecha había una mesa larga repleta de dulces y canapés; un poco más al fondo se encontraba la zona de bebidas, aunque varios camareros iban deambulando con bandejas donde ofrecían un pequeño cóctel dulzón. Los cuadros que adornaban las paredes la transportaron directamente al día en que vio a Hyppolitos por primera vez, cuando era ella la que exponía uno de sus trabajos y él el que la elegía como la artista ganadora de su mecenazgo. A su alrededor descubrió jóvenes promesas acompañadas de familiares y amigos, orgullosas de poder exponer sus trabajos primerizos en una convención presidida por Hyppolitos Sifakis, y Elsa sintió envidia. Codició esa felicidad inocente, esas ganas de agradar, de captar la atención y, sobre todo, de tenerla. Los dedos que sujetaban el bolso tipo clutch, de color verde oscuro, se clavaron en la brillante piel con fuerza. Pasar saliva le costó y estiró los labios en una leve sonrisa cuando alguien la saludó. Otro par de conocidos se acercaron a darle la bienvenida a la fiesta y Elsa fingió gratitud, cortesía y discreción.
Hasta que una bandeja con varios combinados sin dueño pasó por delante suyo.
Hasta que su mano tomó una copa y su boca la apuró de golpe.
En ese momento la oscura mirada, profundizada por el descuidado maquillaje, se fijó en Hypnos y sus gestos elegantes. En su repugnante capacidad de atracción. En su cuerpo erguido e imponente. Y en el embeleso que despertaba en todas las personas que se adentraban en su magnética área de influencia.
Elsa sintió celos. De él. Del brillo que habitaba en los ojos de una muchachita como había sido ella tiempo atrás. De la estúpida charla que seguramente mantenían sobre lo magnífico que era el talento que él había vislumbrado en su pintura. De la atención que Hyppolitos parecía profesarle. De la posibilidad de ser sustituida por ella...
No se lo pensó más.
Inspiró hondo y echó a andar, contoneando su trasero con cada paso; haciendo bailar los libres senos bajo su vestido satinado hasta alcanzar el brazo de Hypnos a traición, colgándose de él con una de sus mejores sonrisas.
─Siento llegar tarde, mi vida...─dijo, mirándole directamente a los ojos mientras alzaba la mano para tomarle de la quijada y besarle los labios con descaro.
Hypnos quiso resistirse, pero su exposición pública no se lo permitió. El beso apenas lo correspondió y se sumió en una penosa vergüenza cuando Elsa le limpió los restos de pintalabios con su mano temblorosa.
─¿Qué coño haces aquí? ─masculló entre dientes, observándola con furia al tiempo que intentaba configurar una falsa sonrisa.
─Elsa Dou Garbellen─ dijo ella, ignorándolo mientras tendía la mano a la muchachita que había estado hablando con él.
La chica le estrechó la mano y únicamente atinó a prodigarle piropos y alabanzas.
─Sé quién es usted, señorita, y admiro mucho su talento y su obra...
─Pronto inauguraré exposición. Aquí mismo ─los ojos de Elsa recorrieron la sala, abiertos con exageración al tiempo que se agarraba con más fuerza al brazo del desquiciado Hypnos─. Se titulará «Sentimientos» y es la más intimista que he hecho hasta el momento. ¿Verdad, Hyppolitos?
─Todavía no hay nada cerrado ─la voz de Hypnos sonó dura. Tajante.─ Y no tienes nada terminado.
Elsa se río. De una manera chillona y desvergonzada.
─Pero sabes que estoy trabajando muy duro en ello, mi amor...
Hypnos ya no sabía cómo morderse la rabia que le estaba rasguñando por dentro. Selló sus labios y miró hacia otro lado, haciendo una discreta fuerza para librarse de un agarre que lo tenía bien asegurado.
─Ha sido un placer conversar con ustedes y, sobre todo, conocer tu obra ─dijo Hypnos, dirigiéndose a la joven artista sin poder tenderle la mano, puesto que Elsa seguía sujeta a su brazo con voluntad férrea─. Ahora, si nos disculpan...
El artista esgrimió una semi reverencia y se dio media vuelta con la joven noruega todavía asida de su brazo. Avanzó con paso firme, esbozando una de sus mejores sonrisas para salvar los saludos que tuvo que ofrecer antes de alcanzar uno de los despachos destinados al cierre de tratos privados.
Y entonces sí.
Entonces cerró la puerta a sus espaldas, pasó el cerrojo y se sacudió el agarre de Elsa en cuestión de milésimas de segundo.
─¿Qué narices haces aquí? Te he dicho que no vinieras ─le recordó, masticando las palabras como si a la muchacha le costara comprenderlas.
─Tú me has dicho que no viniera, pero, ¡oh casualidad!, yo tenía una invitación con mi nombre... así que... ¿por qué no iba a poder acudir a la fiesta?
Elsa apoyó el cuerpo contra el austero escritorio que había a sus espaldas, agarrándose al borde con la mano que no sujetaba el clutch.
Hypnos se movió nervioso por el pequeño espacio que se extendía entre su pupila y la puerta. Que estuviera presente en la velada no entraba en sus planes, y menos la obligación de tener que aguantarle las ñoñerías y las salidas de tono con las que había tenido el atrevimiento de introducirse.
─¿Te has visto? ─preguntó al detenerse frente a ella, observándola con desprecio ─. Pareces una puta de barrio. Vas maquillada como un payaso. Tu aliento apesta a alcohol, y ni siquiera sabes lucir los vestidos con dignidad, que se te ven las tetas por la sisa─ con los dedos como pinzas le subió uno de los tirantes, caído sobre el brazo, y le asió uno de los mechones escurridos de la trenza con la única intención de examinarlo y sentenciarlo con el mismo asco que impregnaba todos sus gestos─. No has tenido ni la decencia le lavarte el cabello... ¿Cómo pretendes que te quiera a mi lado? Mírate... ─dijo señalando el cristal de la ventana, convertido en espejo gracias a la oscuridad del exterior y la luz interna─. ¡Mírate y dime que no pareces una maldita furcia!
Hypnos la agarró de un hombro y la empujó hacia la ventana, quedándose plantado detrás de ella mientras Elsa se asumía deplorable en su propio reflejo. Las lágrimas volvieron a copar sus ojos, fijos en su imagen, pero el último resquicio de orgullo que le quedaba selló sus labios. Lo hizo con tanto tesón que el dolor comenzó a convulsionar dentro de su pecho, pero Elsa mantuvo la cabeza en alto.
A pesar de las lágrimas que se deslizaban negras por su mejilla.
A pesar de las greñas grasientas que caían por los costados de su rostro apagado.
A pesar de la certeza que ya hacía días que regaba de alcohol sus sueños.
─Me has aborrecido, Hyppolitos...─musitó─ ¿por qué? He...he hecho todo lo que me has pedido...─continuó, desviando la mirada de su reflejo al de Hypnos, con faz furiosa a sus espaldas─ te he complacido todos tus caprichos... todas tus fantasías... Creí que me amabas...
─Amaba tu arte cuando te conocí ─respondió él, con el cuerpo erguido y la soberbia en alza─. Eras buena, Elsa... Una de las mejores artistas que he visto hasta el momento, pero como todas, has acabado siendo una decepción... una burda copia de ti misma...
─El arte evoluciona... mis cuadros también lo hacen, y siguen siendo buenos... ─quiso defenderse ella con la voz a punto de lloro, frunciendo el ceño con impotencia.
─¡Tus cuadros son una porquería repleta de oscuridad! ─gritó él de repente, dejándose llevar por la impaciencia ─¡Han perdido ese relieve que los hacía únicos para transformarse en algo licuado, gris, alicaído, sin sello ni gracia! ¡Igual que tú! ¡¿qué te crees?! ¡¿Que eras especial?! ¡¿Y que eras única en la cama?! ─Hypnos volvió a tomarla del hombro para obligarla a girarse con más aspereza de la admisible ─No tienes nada de especial... Nada...
Elsa aguantó el chaparrón y se limitó a observarle a través de las nubes que ahogaban sus ojos, viajando intermitentemente de una pupila a otra. Descubriendo un infierno muy profundo detrás de ese ámbar que años atrás le había abierto el cielo y robado el alma.
─Yo te amo, Hyppolitos... sólo necesito que estés conmigo...─rogó, entregada a la desesperación de verse abandonada ─ Que volvamos al inicio... y que des una oportunidad a mi nuevo arte...
Hypnos la miró sin decir nada. Sin sentir nada. Nada más que la quemazón de estar perdiendo el tiempo.
─No vamos a volver. Ni me voy a quedar a Noruega por más tiempo. Ni voy a ser tu mecenas nunca más. Si quieres seguir adelante con tu «nuevo arte», búscate quien quiera ser tu marchante.
─¿Me cambias por esa chiquilla con la que hablabas? Es eso, ¿no?...─le interpeló de improviso─. Te gustamos cuando no estamos usadas, para que tú puedas mancharnos a tu antojo, con tus filias y tus asquerosos fetichismos ¿verdad? ─Elsa desembuchó sus pensamientos sin siquiera darles tiempo de filtro, hasta que una sonora bofetada se cruzó en su rostro, ladeándolo hacia el encogido hombro.
─¡Ni te atrevas a juzgarme, puta de mierda! ─escupió Hypnos después de agarrarle la trenza y enroscar su mano entre ella con rabia, zarandeándole la cabeza ─¡Agradecida debes estar! ¡Yo te hice brillar y tú sola te has apagado! ¡Tú solita has jodido tu luz! ¡Has sido una enorme decepción!
Al soltarla del cabello se le deshizo lo poco que quedaba de trenzado, y la sacudida que recibió su cuerpo le volvió a deslizar el tirante hacia el brazo. El vestido se descolocó tanto que su pecho izquierdo quedó al descubierto, pero Elsa sólo atinó a abrazarse sin levantar el rostro, vencido sobre su hombro diestro.
Hypnos se apartó dos pasos, la observó largamente sin mostrar ni un ápice de compasión y se atusó la americana con esa altanería tan suya.
─Si no es esa muchachita... ¿por quién me dejas?... ─logró preguntar, con la voz rota y las ilusiones hechas trizas.
─Se llama Violet, vive en Grecia y te da mil vueltas.
Elsa llegó al loft descalza. Los zapatos de tacón pendían de su mano y el clutch lo llevaba colgado del hombro, cruzado sobre su pecho gracia a la fina cadenita que se podía esconder dentro. En la otra mano viajaba un bulto con forma de botella envuelto en papel marrón. La mirada la mecía por el suelo, perdida y sin foco, y el rostro lucía unos dantescos regueros negros de lágrimas secas. El cabello, largo, lacio y grasiento, caía sobre su espalda y hombros completamente suelto y los labios habían perdido toda elegancia.
Con gestos automáticos dejó las llaves sobre la mesada de la cocina americana y anduvo en busca del teléfono fijo. Tenía un par de números en mente a los que podía ejecutar una llamada. Charlar un rato. Sentirse acompañada. Saberse amada y apreciada. El primero en el que pensó fue el de casa de sus padres. Ese lo conocía de memoria, pero sus ojos vacíos se alzaron hacia el reloj de pared que presidía la zona de la cocina y vio que marcaba las cuatro y treinta y tres de la madrugada. Si llamaba, sus padres se asustarían. Pensarían que habría pasado algo malo y se subirían a un carísimo taxi para acudir en rescate de lo que fuese que sus miedos imaginasen. A sus padres podría llamarlos otro día... tal vez mañana...
Su hermano Lewis vivía con la novia. Eso era lo último que sabía de él. Y que se había diplomado en Enfermería con matrícula de honor. O primero se había sacado la carrera y luego se había ido a vivir con Ingrid... ya no lo recordaba bien. Podía llamarle a él, porque a sus amigas hacía más de un año que les había perdido la pista. Sí...Lewis tal vez aún no estaría dormido... o si lo estaba, era su hermano pequeño, se lo debía después de haber sido él el que le diera la lata cuando eran chiquillos. Pero su número no lo sabía, por lo que tuvo que andar a trompicones hasta la agenda donde anotaba los pocos teléfonos de las personas conocidas que le quedaban. El alcohol que había seguido ingiriendo le estaba revolviendo el estómago, pero ya se había acostumbrado. Sentiría sólo náuseas y aguantaría la oleada de malestar sin necesidad de visitar el lavabo. El teléfono de Lewis era el primero que tenía anotado y, después de agudizar la nublada mirada e intentar marcarlo bien tres veces, consiguió hacer línea.
El llamado marcó dos tonos, y Elsa colgó.
Lo había pensado mejor. Tampoco era necesario despertarle, o joderle una noche de sexo y alegría con su bonita novia.
Elsa se olvidó de la idea de llamar y fue en búsqueda de una copa de vino. Al fin y al cabo, su última adquisición en una tienda abierta las veinticuatro horas lo merecía. Descorchó la botella a duras penas y se sirvió hasta la mitad de la copa. Puso en marcha el Cd que había dentro de su reproductor y cogió la copa. La llevó derramando gotas hasta el cuarto de baño hasta poder dejarla en la repisa del costado de la bañera. Porque darse un baño le apetecía. Ya se lo había dicho Hyppolitos. Daba asco. Y no podía irse a ningún lado dando asco. Porque ella era una joven hermosa, con talento y buen corazón, aunque ese desgraciado que le había robado tres años de vida no fuese capaz de verlo. Con gestos torpes y desacertados, al fin consiguió prender varias velas aromáticas que también estaban esparcidas por la repisa de la bañera, la cual fue llenado de agua caliente mientras las lágrimas le cegaban los ojos y el llanto le oprimía el pecho. Sus pasos erráticos la condujeron hacia sus últimos cuadros y una risa histérica la atacó sin tregua. Las lágrimas se mezclaban con el sudor. El sabor del vino con el de la bilis. Las ilusiones con la desesperación.
Elsa se quedó plantada frente al cuadro manchado de vino por la rabia de Hypnos, donde ella y su hermano sonreían felices, y entonces lo supo con claridad: ese cuadro era una despedida, un adiós, un «fue bonito mientras duró». Porque su vida había sido bonita. Y plena y satisfactoria. Y su hermano había sido partícipe de ello. Y Elsa estaba inmensamente agradecida de haber conocido esa suerte. De haberle dado la mano a semejante alma que ahora sufría por ella. No había sido agradable el último encuentro que habían compartido juntos, pero si de algo estaba segura, era de que le amaba. Y que él a ella también. Pasara lo que pasara.
En un doloroso instante de lucidez, Elsa detuvo la risa histérica, el llanto y el dolor, y tomó un papel y un bolígrafo para escribir unas palabras que dobló y dejó a los pies de su imagen. Y de la de Lewis. De los dos juntos, alegres y sonrientes. Con una sonrisa dibujada en sus labios se besó los dedos y depositó el ósculo sobre la mejilla del joven Lewis, acariciándola con infinito amor. Porque el alma de Elsa ya lo sabía: eso era una desesperada despedida.
El ruido del agua rebosando por la bañera aún tardó unos instantes en salvarla de esa especie de ensimismamiento etéreo, y no fue hasta que el agua alcanzó sus pies que Elsa regresó de allí donde se hubiese refugiado su desesperanza.
«Tal vez sea una buena noche para apagar la luz» pensó en voz alta, con la mirada evadida y las lágrimas erosionándole la piel. Los pies viraron sobre su eje y tomaron el camino que la condujo hacia el baño, pisando el charco de agua que se iba extendiendo por toda la casa. Con lentitud cerró el grifo e, inspirando hondo, dejó caer el vestido sobre sus pies encharcados. Luego se despojó del tanga de encaje que conjuntaba con ese oscuro color verde y se introdujo en la bañera, ocasionando que una importante ola desbordada ensanchara aún más el naufragio de sus anhelos.
El agua estaba caliente. Agradable.
El vino sabía mejor que nunca.
Las velas olían de maravilla.
Sumergirse enteramente fue un acto liberador que llevó a cabo hasta que la respiración luchó por sobrevivir, pero al emerger sus ojos se clavaron en eso que liberaría su alma de tanto vacío sin solución: con una seguridad que no había sentido desde hacía semanas, su mano cogió la maquinilla de afeitar con la que se acicalaba las piernas y el pubis, y la desmontó. Dentro había tres cuchillas bien afiladas, puesto que estaban recién estrenadas, y sólo le bastó hacerse con una. Olvidar las otras. Empezar por la muñeca diestra, puesto que con lucidez y sobriedad mental podría dominar mejor la torpeza de sus dedos zurdos, y seccionó la piel unos tres centímetros, a lo longitudinal, porque así se aseguraba que el camino de regreso se dificultaba mucho más, o eso le había comentado Lewis alguna vez cuando hablaban de cómo acabar con todo de manera rápida y eficaz.
El agua se tiñó de rojo en cuestión de segundos. El olor ferroso le arrancó una intensa náusea, pero el aroma de las velas era suficientemente potente para imponerse a la sangre. Un nuevo trago de vino contribuyó a suavizar esa sensación de angustia que cerraba su garganta, y, con los dedos de su mano derecha débiles y temblorosos, tomó la cuchilla para hacer hizo lo mismo en su muñeca izquierda.
El Cd de música seguía reproduciendo las melodías que la habían acompañado los últimos días. El agua había alcanzado los pies del sofá, apostado en medio del loft, y la marea roja iba llegando con calma.
Sin prisas, pero sin pausa.
Un ruido de cristal al estallar en mil pedazos fue lo último que se escuchó antes que el Cd llegara a su fin y se detuviera la música, dejando paso a un silencio sepulcral.
Un silencio que únicamente se rompía con el intermitente goteo de sangre sobre el suelo encharcado, contaminándose el ambiente de su intenso aroma una vez se hubo consumido la última de las velas.
Apagando con ella su luz.
Apagando lentamente su corazón.
