67. Hay que sacar el polvo
ADVERTENCIA: Contenido delicado. Puede herir sensibilidades. Recomiendo discreción al leer.
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Domingo por la mañana, domicilio de Balrog
─¿Quieres más zumo de naranja, Oskar?
─No. Pero sí que me pillo otro Koulouri*.
─Deja alguno para tu hermana ─sugirió Ingrid con tono quedo.
─¡Y un mierda! ¡Que se levante pronto, como hacemos todos!
─¡Esa boca! ─exclamó Lune con la rabia restallando en sus ojos. Desde que se había sentado alrededor de la mesa no había alzado la mirada de su taza de café hasta justamente ese momento. El mismo en que la mano de Ingrid cayó sobre su antebrazo, presionándolo para impedir una reprimenda innecesaria─. Habla bien, por favor... ─rectificó─. Ya tenemos bastante con que sea Emma la que siempre esté enfadada con el mundo...
Oskar le miró, y lo hizo de frente, masticando el mordisco que había mutilado el roscón. Ingrid retiró la mano y removió el café con leche que tenía delante por pura inercia. No lo había probado y ni lo iba a hacer. A su lado, Balrog expulsó un golpe de respiración y se limitó a enzarzarse en un estúpido pulso de egos que le hizo achicar la mirada y sostener la de su hijo.
─Nadie está contento con el mundo en esta casa, papá.
─Oskar, va... no sigas...─pidió Ingrid, sin ganas de batalla.
─¿Por qué? ─el jovenzuelo miró a su madre, quien suspiró con hastío, evitando prestarle atención─ Tú estás mal porque la abuela ya no va a salir de esta; Emma está gilipollas porque está gilipollas como todas sus amigas y papá...
─Papá ¿qué? ─inquirió Balrog ante el repentino silencio que había sesgado la explicación de su hijo ─Va, di. ¿Papá qué?
El chico dudó, pero se sirvió de una rápida inspiración para envalentonarse un poco.
─Estás raro, joder...
─Oskar...
─Déjalo, Ingrid ─ordenó Lune, cuyos mechones de cabello blanquecino caían libres enmarcando su enjuta expresión ─Deja que se explique...
El chaval se hundió en la silla y dejó la rosca convertida en C sobre la mesa. Sus ojos se aguaron ante la impotencia de no saber si responder o disculparse. Apartó la mirada hacia cualquier otro lugar que no fuera el duro rostro de su padre, pero lo cierto era que seguía sintiendo el furor de su mirada clavado sobre él.
─Ya te lo dije, papá... ─musitó al fin─. No me gustas desde que dejaste de trabajar de enfermero. No me gustas desde que te vistes con traje. Decís todos de Emma..., pero tú hace semanas que apenas nos hablas más que para regañarnos o prohibirnos cosas; no vienes a mis partidos, ni pasas a buscarme acabados los entrenamientos; no juegas conmigo a la Play; estás siempre cabreado con mamá... Si os vais a divorciar me lo podéis decir ¿vale?
─No, Oskar...No nos vamos a divorciar. ¿De dónde sacas esta idea? ─se apresuró a tranquilizarle Ingrid, que se levantó para rodear la mesa y poder darle un abrazo.
El chico estaba al borde de las lágrimas y su asustada mirada no se desprendía de la imagen que presentaba su padre: ojeroso, delgado, con los nudillos de las manos sembrados de heridas y con una expresión tan glacial como lo era el trato que despachaba hacia todos ellos.
─¿Es verdad, papá? ─preguntó con la voz pequeña, aceptando el abrazo con que su madre le rodeaba cuello y hombros con la intención de mantenerlo cerca de su pecho y protección materna.
─Oskar, tu madre y yo no nos vamos a separar. Nos amamos un montón.
─¿Pues por qué parece que de repente nos odies a todos?
─Porque le gusta más defender a un cabrón hijo de puta que estar con nosotros.
La afirmación que Emma emitió desde el pie de las escaleras sembró un tenso silencio sobre todos ellos. Ingrid la fulminó con la mirada y la chavala simplemente se encogió de hombros y le respondió arqueando las cejas, como si la veracidad de sus palabras no admitiera reprobación alguna. Lune ni la miró. Le bastó con escuchar su voz ronca por haber dormido poco y tal vez haber fumado algo, e inspiró hondo. Contando hasta diez. Y luego hasta veinte, mientras arrastraba la silla hacia atrás y se alzaba para desaparecer de escena.
Los pasos lo condujeron hacia el cuartito de limpieza que residía a continuación de la larga cocina. Si se quedaba entre los fogones corría el riesgo de seguir escuchando el arsenal de reproches que sus hijos parecían haber guardado para la ocasión y él acabaría estallando, además, de mala manera. Adentrarse al garito de la lavadora fue un impulso inconsciente, tanto como el que le invitó a revolver los cestos de ropa para escoger las prendas oscuras y cargar un lavado sin previa revisión de manchas.
─Se lo voy a contar, Lewis ─la voz de Ingrid a sus espaldas no sonó amenazante, pero sí segura ─. Necesitan saber...
─No. No lo necesitan ─él siguió cargando el tambor hasta no poder embuchar más ropa. Ingrid desaprobó el exceso de volumen, pero no dijo nada al respecto─. Lo acordamos así desde siempre.
─Tú lo acordaste así. Pero yo tampoco puedo más, Lewis... Quiero poder hablar de ella si me apetece. Recordar los buenos momentos. Ver sus fotos, sus cuadros... Llorar si me sale hacerlo... ─ahí la voz de Ingrid se fisuró, y Lewis bajó el rostro con la vana pretensión de impedir que ese fastidioso nudo en su garganta le hiciera subir las lágrimas de nuevo─. Tus hijos necesitan entender por qué estás así. Es de justicia que sepan que, durante unos años de tu vida, tú también tuviste una hermana a la que amabas ─Lune se arrodilló por completo y rompió a llorar por enésima vez, aunque en las últimas oleadas de pena el llanto se presentaba más ligero, más sutil. Ingrid se acercó a él para agacharse a su lado y abrazarlo por los hombros─ Yo también me he culpado muchísimo... Por haberme quedado paralizada como una estúpida, por no haberte sabido ayudar, ni esa madrugada ni después. Pero la verdad es que... hicimos por ella lo que buenamente pudimos, Lewis... Éramos muy jóvenes y nos encontramos con un escenario que nos sobrepasó...
─Eso no es excusa ─sollozó él, amarrándose al brazo de su esposa.
─Sí lo es. El miedo nos comandó. Y luego el dolor. Tú decidiste borrar cualquier rastro de ella, no le entregaste ni el duelo que toda pérdida se merece...Tal vez creíste que forzándote el olvido se aliviaría el dolor, pero yo creo que el dolor dejará de ser tan agudo a partir del momento en que te permitas honrar su recuerdo. Y compartirlo...
Lune luchó para aplacar las ganas que tenía de seguir llorando, pero se quedó arrodillado al lado de Ingrid, medio abrazados los dos, en silencio. En medio de la cocina, Oskar detuvo su aproximación hacia el lavadero, con el corazón en la boca y el miedo a la incertidumbre reptando por su espinazo.
─Me estáis asustando... ─atinó a decir a media voz, sintiéndose extrañamente desamparado.
Al escuchar su voz Ingrid besó la mejilla de Lune, le acarició la otra con infinita ternura y se alzó para acercarse a su hijo y rodearle los hombros con el mismo amor.
─Vamos al salón, que quiero hablar contigo y con Emma...─dijo, secándose las lágrimas con un par de restregones de sus dedos.
─Pero ¿qué pasa, mamá? ─preguntó con lágrimas en los ojos─ ¿Tienes cáncer o algo malo? ¿O es papá el que está enfermo? ¿O la abuela ya ha muerto y no nos lo queréis decir?
─No, no, hijo... no sufras tanto. Tu padre y yo estamos bien, y la abuela está estable dentro de su condición grave de por sí...
─¿Entonces?
─Vamos al sofá ─propuso, sacándolo de la cocina para evitarle a Lune el mal trago─. Os voy a hablar de Elsa...
─¿Quién es Elsa?
─Pues Elsa era una chica guapísima que...¡Emma, ven! Vamos a sentarnos los tres al sofá, que necesito contaros una historia...
...
...
*Koulouri: Pan circular con semillas de sésamo. En Atenas se comercializa en pequeñas paraditas callejeras y es muy consumido, tanto por los lugareños como por los turistas.
Internado de Davleia
La noche anterior Afrodita no había encomendado una botella de vino, sino dos. La interesada generosidad del viejo cura se merecía dicha deferencia, además de enganchar una borrachera épica, una de esas que te dejan ko hasta las vespertinas del día siguiente. El joven periodista se acordó de su propia madre cuando tuvo que arrastrar al párroco a su habitación y despojarlo de la sotana para meterlo en la cama mientras éste se explayaba rememorando sus noches de confesionario, cuando fornicaba de escondidas con las novicias del monasterio en el que él comenzaba a oficiar misa. Al parecer había sido un mozo de bonita cara y lengua zalamera, un joven sin escrúpulos a la hora de satisfacer el hervor de sus hormonas con cada una de esas muchachas atrapadas en la Iglesia, ya fuese por decreto familiar o por condena de unos rostros cuya belleza estaba en entredicho, aunque no el ardor que anidaba entre sus piernas dispuestas a abrirse sin reparos. Afrodita esbozaba mohines de asco sólo con escenificar en su mente los relatos eróticos del viejo pícaro quien, según sus recuerdos con lengua arrastrada, había pasado sus primeros años de cura entregando a los feligreses la ostia de la comunión con el aroma de mujer aún impregnando sus traviesos dedos. Al tumbarlo en la cama y darle las buenas noches, el cura atinó a pedirle que le llamara por su nombre y no por su título, aunque se olvidó de confiarle tal información antes de dejarse cazar por los ineludibles brazos de la cogorza del año.
Una vez con Dimitri fuera de combate ─así había decidido llamarle el sueco─, cogió el manojo de llaves y se dirigió al sucio pasillo por donde desfilaban las puertas de los dormitorios del internado. La primera que abrió le ofreció una habitación con dos camas las cuales no tenían colchón; la segunda presentaba también dos camas, pero los agudos chillidos de algún roedor le invitaron a seguir buscando; la tercera tenía el cristal de la ventana roto y, aunque sí había colchones, estos estaban plagados de cagarrutas de pájaros. Afrodita suspiró y se armó de paciencia, aunque cada puerta que abría le entrañaba alguna desagradable sorpresa. No fue hasta llegar a la última, la cual estaba más separada de las demás, que se abrió paso a una estancia digna: como característica distintiva había una única cama y el espacio dedicado al escritorio era mucho más amplio. La ventana estaba cerrada, no se escuchaban chillidos de ratas y tampoco se avistaban cagaditas delatoras; lo único que molestaba era la gran cantidad de polvo acumulado, pero Afrodita hizo de tripas corazón y sacó de cuajo el cubrecama, descubriendo debajo de ese escudo antipolvo circunstancial un juego de sábanas limpio.
─Esto lleva así más años que Matusalén...─dijo en voz alta, rozando la tela de algodón acartonado por el tiempo, jaspeado de motas amarillentas.
La almohada la tiró al suelo; en su lugar puso el anorak y desistió de quitarse nada de ropa, a riesgos de estar tentando el despertar de alguna horda de chinches inadvertidos.
No pudo decir que le costara dormir. El cansancio que llevaba acumulado se encargó de arrebatarle bien pronto cualquier atisbo de remilgo y cuando despertó lo hizo con las primeras luces del alba, fresco como una rosa. Con sigilo se acercó a los aposentos del recién bautizado Dimitri y escuchó sus hondos ronquidos desde medio pasillo. Volver sobre sus pasos fue un acto reflejo. Entró en esa habitación que se le antojaba la suite del internado y revolvió en su ligero equipaje hasta dar con su neceser. Pegarse una ducha tal vez le suavizara un poco el dolor de cabeza que también le había dejado la ingesta de vino, la cual todavía se había mezclado un poco con el vodka que seguía en sus venas y que había viajado con él desde Oslo. Su andar grácil lo condujo hacia la zona de los aseos, muy convencido de dar con las comodidades que se precian en cualquier hospedaje catalogado de digno, pero la presencia de esa gruesa puerta en el rellano de la escalera volvió a llamarle la atención. Dejó el neceser apoyado sobre un lavamanos cuyo esmalte se hallaba fisurado con regueros de óxido y se plantó delante de la puerta.
La volvió a empujar, pero nada cedió.
Tomó el candado en su mano y ponderó su peso, como si estuviera examinando los atributos colgantes de su último amante. Intentó girarlo, pero al estar el movimiento limitado por el pasador, se tuvo que medio agachar para examinar el hueco de la llave. Obviamente, y tal y como ya le había advertido Dimitri, no había llave en el manojo que calzara en ese hueco, pero el candado iba a ceder. Porque a él no se le resistía nada de lo que se propusiese, y ese puñetero candado no iba a ser más que nadie.
Por sus cojones que no.
Se fue al claustro.
Serpenteó entre la maleza.
Maldijo. Refunfuñó y tropezó.
Alguna de todas esas altas hierbas en mal lugar se enredó en su ondulada cabellera y su boquita de piñón soltó más improperios que nunca, pero Afrodita acabó reapareciendo al espacio abierto con una barra de hierro apoyada en el hombro derecho y un pedrusco considerable, presumiblemente alguna parte vital de alguna gárgola desprendida, bajo el brazo izquierdo.
Intentar arrancar el armazón de acero haciendo palanca fue la primera opción, descartada casi de inmediato. Eso parecía que no iba a moverse ni por obra divina, por lo que pasar al plan basto fue la segunda y última opción. Afrodita cogió el pedrusco con ambas manos y comenzó a golpearlo contra el candado.
Una vez.
Dos.
Tres.
A la cuarta la piedra se partió en dos, pero uno de los pasadores comenzó a ceder.
Cinco.
Seis.
Ya casi estaba. Se olvidó de las piedras y recuperó la barra de acero. Ahora sí pudo pasar el extremo inferior por la separación que había podido abrir. Apuntaló un pie sobre la pared y se colgó del extremo superior. Los anclajes de la pared fueron saliendo poco a poco, arrancando con trozos de ladrillos y mortero maltrecho por la humedad.
─Venga, querido, que ya lo tienes... ─se animó a sí mismo, apretando los dientes y colgándose de la barra otra vez.
El anclaje de la pared salió de golpe dejando un buen socavón en la superficie y la puerta se movió un pequeño ápice. Suficiente para que Afrodita dejara caer la barra al suelo, se resoplara los mechones sudados por el esfuerzo y adornados de restos de maleza y se reacomodara sobre la cadera los ajustadísimos pantalones.
─Vamos a ver qué demonios escondes... ─pronunció, empujándola para abrirla totalmente.
La primera bofetada que le propinó el ambiente le gestó una náusea.
La segunda le advirtió que allí abajo le iba a costar respirar.
Apenas había tiempo de encontrar un mísero rellano que una escalera estrecha y de peldaños altos comenzaba a descender hacia una espesa oscuridad que no admitía ni una sola brecha de luz. Palpó la pared de ladrillo sin revestir buscando algún interruptor, y cuando dio con él se le aguó la esperanza. Afrodita resopló otra vez los caracoles de cabello que entorpecían su visión y un extraño temblor conquistó su mano cuando esta decidió accionar la linterna del móvil.
─Vamos, tío...no te pongas nervioso... Es sólo un sótano...
No quiso iluminar más allá que los peldaños que sus pies iban bajando. Eran altos. Incómodos. Con la huella tan corta que apenas cabía la planta del pie entera. Le pareció ver ráfagas de movimiento deslizándose a gran velocidad por el suelo, pero en ese momento del descenso Afrodita ya no sabía si lo que percibía era realidad o sugestión de su mente abrumada. Los nuevos chillidos de ratón que escucharon sus oídos se le antojaron reales, detalle al que se agarró para justificar el movimiento de sombras. El corazón le latía con violencia. Quiso inspirar hondo, pero se quedó a medio intento; la mezcla de humedad y polvo comenzaba a provocarle un extraño escozor en la garganta que le impulsaba a toser, pero se aguantó. Carraspeó un par de veces, tragó saliva con esfuerzo y sintió cómo el escozor le subía a los ojos, licuándolos a traición. Afrodita alcanzó el último peldaño con el sonido de su corazón desbocado martilleándole los sentidos, pero no podía seguir iluminando el suelo polvoriento que pisaban sus pies.
Simplemente debía girar la muñeca, enfocar la luz al frente.
─No es tan difícil, joder...
Prisión de Korydallos
Hypnos había elegido la mesa más alejada de la concurrencia y, a la vez, la más cercana a uno de los guardias del comedor. Un joven que parecía brindarle protección o, simplemente, una presencia que a él se le antojaba más amable que las demás.
Nadie elegía ese sitio para sentarse a comer; ahí estaban apostados los oídos de la autoridad, razón por la que poder hablar de apuestas, trapicheos, intercambios o negocios, por muchos códigos que tuvieran a mano, no era un buen lugar. Pero para él sí lo era, al menos desde que lo habían trasladado a esa zona supuestamente más segura.
En la bandeja que tenía ante sí había un poco de puré de patata, un par de medallones de pollo y una gelatina de postre. Con el tenedor no paraba de revolver el puré de patata, aunque la mirada parecía tenerla muy lejos de allí.
─Come ─le dijo el guardia, que estaba cruzado de brazos a un par de metros de él─. Si caliente es malo, frío no hay quien lo trague.
─Sí, lo sé...
Hypnos se forzó a sonreír y el joven medio esbozó una sonrisa inofensiva cuando le vio llevarse un poco a la boca.
─¡¿Qué?! ¡¿No pasa bien el puré?! ─exclamó uno de los matones a sus espaldas, agachándose para hablar hasta salpicarle la cara con su saliva─. ¿O es que le falta un poco de nata, quizás? ─añadió, riéndose a carcajadas mientras hacía el ademán de masturbarse a través del pantalón de chándal.
─¡A este lo que le va es el jugo de coñito tierno! ─un par de dedos gordos se colaron entre sus cabellos, rozándole la nuca antes de agarrarse a un mechón todavía más rubio que canoso y tirar de él─ Lástima que aquí no tengamos de eso...pero pollones con ganas de romperte el culo y la garganta sí tenemos unos cuantos...─una lengua ancha y pastosa ensalivó su oreja aprovechando que el agarre le mantenía la cabeza echada hacia atrás.
─¡Vosotros! ¡A otra mesa! ─ordenó el funcionario, posicionado a un metro de la escena, con la mano en la empuñadura de la porra.
─Así que este es tu putita ahora...─se rio el cabecilla del grupo, plantándose a un palmo del guardia, mirándolo con altivez al sacar provecho de la altura con la que lo sobrepasaba.
─A otra mesa.
─¡Sí, señorita!─dijeron todos, haciéndole una burlona reverencia.
El grupo se fue alejando bandejas en mano, hacia una de las mesas libres, relativamente cercana a la posición de Hyppolitos.
El artista no articuló palabra. Se limitó a limpiarse la pegajosa saliva que habían dejado en su oreja con un par de restregones contra la ropa del hombro e intentó continuar comiendo algo.
Tú sabes que eres especial, ¿verdad?
Te dejarás el cabello largo...es precioso...tan rubio, tan luminoso...
Tu rostro es angelical, tus actos son puros...no los temas...con ellos salvas la oscuridad de las personas...Con ellos salvas a tu hermano, podrido de maldad, podrido de sombras...
¡Hyppolitos es una niña! ¡Hyppolitos es una niña!
Todo lo que haces es por amor...
Aquí sólo hay amor...
«Hypnos»...qué bello nombre para un dios de ensueño como tú...
A partir de ahora serás Hypnos para nosotros...
Te amamos... todo lo que hacemos contigo es por amor...Amor hacia ti, amor hacia el prójimo...
...
Vello en el rostro...
La pubertad naciendo...
Rasúrate...
¡Rasúrate! ¡El vello es sucio! ¡El vello es impío!
...
Una nueva caja con nuevos regalos...ropa interior...accesorios de depilación...zapatos de charol...
Nueva visita...
Nuevo «exorcismo» en nombre del amor y la salvación...
«Hypnos...lo hacemos bien...esto es lo correcto...Son los otros que no saben hacerlo mejor...».
...
...
─Hice lo correcto...─musitó Hyppolitos, con el tenedor alzado y el puré frío.
─¿Cómo dices?─Inquirió el joven funcionario que le velaba el ágape.
─Hice lo correcto. Nunca desobedecí...─repitió, mirándole como si no lo reconociera.
─Lo sé. Tu comportamiento como interno siempre es correcto.
─Siempre. Pero no lo ven... Nadie lo ve...
