Monasterio de Dafni, Atenas

Los gemidos lastimeros de Dimitri no tenían fin. Afrodita permanecía sentado a su lado, sobre el murete que circundaba el viejo monasterio bizantino. El rumor de los coches que circulaban por la carretera cercana se asemejaba a un zumbido incapaz de penetrar en esa burbuja de paz, vegetación y silencio que conformaba el terreno que acogía el monasterio.

─A ver Dimitri... si era mayor que usted, podría haberse hecho a la idea que hubiese fallecido...

El cura se sonó con ese pañuelo que ya comenzaba a dar grima y Afrodita resopló sin disimulo. Doroteo había muerto unos cinco meses atrás, de viejo. Las monjas que habían cuidado de él hasta el último de sus días no habían percibido nunca ningún comportamiento extraño, ni escuchado comentarios sospechosos de nada. Doroteo había sido un cura discreto y servicial, entregado a su causa y sin más ambición que la de ofrecer su vida a Dios.

─Nos ordenamos juntos, hijo. ¿Sabe usted lo que esto significa? ─Dimitri le miró con los ojos pequeños, rojos y anegados.

─Supongo que ese es un momento de orgullo y satisfacción, y si es compartido con un colega que se aprecia, pues será mejor.

─¡No! ─lloró Dimitri otra vez ─No lo entiende...

─Vale, pues no. No lo entiendo...

Afrodita entrecruzó los dedos, giró las palmas de sus manos unidas hacia afuera y estiró los brazos todo lo que pudo, haciendo crujir todos los huesos. Otro bufido se estancó por unos momentos en sus mejillas, hinchándolas como las de un hámster, antes de salir con impaciencia. El cruce de manos pasó a la nuca, y ahí el periodista apoyó la poca paciencia que le quedaba.

─Voy a morir pronto, hijo...Voy a morir pronto...

─Dios lo acogerá en su seno, no se preocupe ─soltó Afrodita, mirándoselo de reojo antes de bajar los brazos y pasar uno de ellos alrededor de los huesudos hombros del párroco─, ha sido un buen hombre.

Dimitri fue sosegándose poco a poco. El llanto dejó paso al silencio. El silencio ofreció espacio a la reflexión, y la reflexión se fue alargando tanto que Afrodita saltó del murete, se acomodó los ajustados jeans y miró al horizonte de sus pretensiones, con ambas manos en la cadera y el ego periodístico deshinchándose como un globo.

─Quizás deberíamos dejarlo aquí, Dimitri ─propuso, por primera vez en tiempo, sintiéndose cansado y triste─. Tal vez mi idea ha sido demasiado ambiciosa. Es probable que todas las personas que hubiesen participado en lo que imaginamos que pasó estén muertas.

El viejo revolvía el pañuelo húmedo entre sus dedos, con la mirada gacha, el gorro de lana cubriéndole las ideas y los pies colgando y balanceándose como los de un chiquillo. No añadió nada a la cavilación de Afrodita, quien insertó la punta de las manos en los bolsillos traseros de su jean blanco y sucio, inspiró hondo y miró al cielo despejado.

─¿Nos vamos, entonces? ─preguntó con un hilillo de voz.

─Pues sí. Podemos comer algo por aquí y le llevo de regreso a Davleia. Por la noche estará en casa. Luego, con el sótano... no sé. Haga lo que crea. Llame a la policía o ciérrelo y déjelo como estaba. Total, no hay denuncias, no hay nada... ─Afrodita agachó el rostro y dejó que los despeinados bucles lo ocultasen un poco. Suspiró como un chiquillo, barrió el suelo de tierra con la punta del pie y miró al cura a través del ángulo decaído de su faz─. Además... ¿quién coño soy yo para pretender hacer justicia? No soy nadie.

─¿Cómo que nadie? Usted es un joven intrépido ─le espetó Dimitri, con un tono que pareció ofendido─. ¡Usted es un caradura! ─lo señaló con la mano que sujetaba el pañuelo─ ¡Un muchacho con mucho ímpetu y ganas de trabajar! Ha sido capaz de ponerme la vida patas arriba en un solo fin de semana. ¿Le parece poco?

─Sí, pero... ─volvió a bajar el rostro─ A mí...a mí me ponía cachondo el periodismo fácil, ¿sabe? ─una extraña fuerza empujó al sueco a explicarse, buscando confesor en el viejo─. Me gustaba hurgar en la mierda de los protagonistas de mis artículos, sacar a relucir toda la cochambre que esconden, crear morbo, habladurías y vender, sobre todo vender, o lo que se lleva ahora, tener más «likes», visitas y comentarios que mis otros colegas periodistas. Éxito rápido. Pim pam ─un encogimiento de hombros con líneas de derrota─. Llevo tres días sin publicar. Muero por escribir mis ideas sobre toda esta mierda, pero no puedo. No puedo por un puto contrato que firmé y que...que...¡arrrrg, mierda! ─Afrodita volvió a sentarse al lado de Dimitri, con los codos en las rodillas y la cabeza entre sus manos─. Me he gastado todos mis ahorros en la última semana ─dijo, bajando los brazos al tiempo que erguía su cuerpo lo justo para cruzar sus manos entre las piernas abiertas─. No me queda nada más que lo que llevo en metálico en la billetera, y todo por querer jugar a ser un periodista de investigación. Como si pudiera serlo solo con jodido chasquido de dedos, ¿me entiende? ─dijo abriendo bien los ojos para evitar que se nublaran─. Y... ¿y qué tengo en realidad? Nada. Nada más que mi puta cuenta bancaria vacía, mil hipótesis en mi cabeza y nada sólido que pruebe ninguna de ellas.

─Ah, no ─Dimitri bajó del murete de un saltito─. No no no... Usted no se rinde, ni hablar. Usted no me ha cerrado la iglesia porque sí, hijo. Tiene un propósito ─dijo, agarrándolo de los hombros con gesto paternal─. Míreme y recuerde por qué acudió a Davleia, qué lo trajo ahí.

Afrodita sonrió con ternura, totalmente abatido.

─Es un buen hombre, Dimitri, pero hoy me he quedado sin fuerzas.

─Hoy. Pero lo podemos arreglar, hijo. Vayamos a comer, le invito yo. Compartamos una botella de vino y recuperemos el buen humor ¿qué le parece?

─Que es muy generoso, pero...

─Disculpen...

Ambos amigos viraron su atención hacia el flanco por donde surgió esa apocada voz.

─Hermana Catalina ─dijo Dimitri, curiosamente recordando el nombre de una de las dos monjas que los habían atendido a su llegada.

─Si no es mucha molestia, me gustaría decirles algo antes de que se vayan...─susurró, ojeando con miedo la entrada a la zona residencial destinada a las mojas del lugar─. Enseñarles algo, mejor dicho...

La mujer, que estaba entre los 50 y 60, puesto que era difícil afinar debido a su carencia absoluta de cuidado facial, mantenía las manos escondidas entre las anchas mangas del hábito, como si escondiera un bulto importante entre ellas.

Afrodita se miró a Dimitri y carraspeó al tiempo que se erguía y recuperaba destellos de su suficiencia natural.

─Hay una cafetería aquí al lado ─señaló, con la mirada prendida de un nuevo brillo ─, el padre Dimitri puede invitarnos a comer si quiere.

─Gracias señor, pero yo ya he comido. Aunque...un café sí me conviene aceptarlo. O les conviene a ustedes, creo...

El viejo Dimitri fue el encargado de excusar la pequeña salida de la monja ante la madre superiora, comunicándole que, dada la ingrata sorpresa de conocer la muerte de su antiguo amigo, deseaba tener una charla conmemorativa con la hermana que había cuidado de él hasta el día de su fallecimiento.

El bar señalado por Afrodita no era muy acogedor; estaba repleto de transportistas cuyos camiones esperaban aparcados en la esplanada contigua y el jaleo que armaban era considerable. Al parecer era un bar de paso de gente trabajadora y ellos tres eligieron la mesa más apartada de todas. La superficie estaba grasienta, los cristales hacía siglos que no se habían limpiado, ni por dentro ni por fuera, y el olor a aceite requemado invitaba a declinar la comida y sustituirla por una bolsa de patatas chips y alguna bebida embotellada. El periodista había elegido una Coca-Cola, Dimitri sí que se había atrevido con un café descafeinado y la hermana Catalina había preferido un refresco de limón sin gas.

─Usted dirá, somos todo oídos ─dijo Afrodita después de un par de sorbos, dejando la lata sobre la mesa puesto que había obviado usar el vaso.

La monja tragó saliva, miró la mesa sin verla y se aclaró la voz al levantar la mirada.

─Cuando se vació la habitación del padre Doroteo encontré algo que, no sé, me pareció extraño ─ con cautela depositó sobre la mesa la caja de zapatos que había estado guardando por debajo del ancho hábito─. La encontré en el armario, pero estaba metida dentro de otra caja de tamaño mayor donde el padre guardaba diversos objetos personales, tales como algún reloj de bolsillo, rosarios, fotografías de su juventud y familia, recuerdos de los más común, vaya. Pero esto... ─abrió la caja y las cabezas de Afrodita y Dimitri, como si fuesen de una tortuga, se estiraron para ver el interior─ esto hizo que mi corazón diera un vuelco. Algo me dijo que no era bueno...─la mujer cogió una máscara parecida a las utilizadas en los carnavales de Venecia, aunque era toda negra y sin demasiada ornamenta.

─La puta madre ¿qué es esto? ─preguntó Afrodita, más como exclamación que como interrogativa. La hermana Catalina se la tendió y el sueco no dudó en agarrarla para examinarla del derecho y del revés.

Dimitri no perdía ojo de nada, pero tampoco hablaba. Su tez, de por sí pálida, parecía haber perdido un tono más de color. Esa máscara encajaba en el supuesto escenario que Afrodita había descubierto en el sótano del internado; el corazón comenzó a repicarle aún más deprisa cuando la monja sacó una argolla de hierro con dos llaves gruesas pendiendo de ella.

─No tengo ni idea de qué podían abrir estas llaves ─explicó la monja─, porque aquí no hay cerrojo ni candado que acoja semejante envergadura de llave, y es algo que tampoco me gusta. Me da aquí dentro ─se señaló el pecho con los dedos de la mano juntados en punta─ que esto abre cosas malas.

─Creo que yo podría saber lo que abre, hermana Catalina...─murmuró Dimitri con voz temblorosa al tiempo que se quitaba el gorro de lana y lo estrujaba con su huesuda mano.

La monja los observó a ambos. Nadie sonreía. Nadie frivolizaba con un mínimo comentario fuero de contexto. Nadie en esa mesa parecía estar conectado con el atronador barullo del lugar. La atención de los tres estaba completamente focalizada en el contenido que iba surgiendo de esa vieja caja de zapatos; un contenido que no sugería buenas hipótesis se mirara por el ángulo que se mirara.

─Hay más, ¿verdad? ─intervino Afrodita, viendo que la monja mantenía las manos apoyadas de manera liviana sobre el borde de la caja.

─Hay lo más confuso de todo ─Inspiró fuerte antes de sacar el último objeto, como si así se llenara de valor. Una cinta de vídeo VHS fue lo que salió, y en el lomo había rotulado a mano «Misas del verano 79»─. Hay dos más, ponen «misas del 74 y 75».

─¿La ha visto? ─preguntó Afrodita, fijándose que la cinta estaba rebobinada al principio. La monja negó con la cabeza, mordiéndose los labios─ ¿nada de nada? ¿ni un trocito?

─Me gusta el cine negro y de acción, ¿sabe? ─susurró, casi con la voz rota─ He visto algunas películas donde aparecen cintas de este tipo. Nunca esconden nada bueno.

─¿Alguien más sabe que usted guarda todo esto? ─inquirió Afrodita al cruzar los brazos sobre la mesa para acercarse un poco más a la monja, que volvió a negar, con los ojos cada vez más acuosos─. ¿Sabe alguien que usted encontró este material? ─cambió la pregunta.

─No. No se lo dije a nadie ─acompañándose de una fea mueca, Catalina se enjuagó las lágrimas con un dedo antes que rodasen por su mejilla ─. Tuve miedo. Y sigo teniéndolo ahora., porque... ¿quién graba misas y las guarda?

─¿Miedo de qué, hermana? ─Dimitri luchaba para sobreponerse al torrente de pensamientos que acudían a ensuciar la memoria de su viejo conocido aunque se sobrepuso a ellos, alargando la mano para posar su temblor sobre el antebrazo de la monja ─Puede confiar en mí.

─¿Quién graba misas? ¿Y por qué se guardan misas de tantos años atrás grabadas en vídeo? ¿Usted guarda grabaciones de misas que haya oficiado? Es como si un panadero guardara vídeos de cada hornada de pan que hace, no tiene sentido...

─¿Qué le sugiere el instinto? ─Intervino Afrodita.

La monja se encogió de hombros y alma. Replegó las manos sobre su regazo y miró a los dos hombres que tenía frente a sí de manera intermitente, sopesando hasta qué nivel de confianza podían llegar sus temores.

─Niños ─dijo al fin, apenas sin voz─. Tengo miedo que salgan niños.

Estudio de Afrodita, Atenas

─Siéntese donde pueda.

Afrodita fue directo a la ventana y subió la persiana para ahuyentar las penumbras. La pequeña maleta que había viajado con él a Noruega estaba sobre la cama, abierta y revuelta, aún sin vaciar. El olor de la estancia se percibía viciado por la nula ventilación de los últimos días, pero nada de eso importaba. A falta de sofá, Dimitri se sentó al borde de la cama y ojeó con curiosidad el abarrotamiento del espacio: frente a él había una mesa escritorio que ocupaba la pared entera y tres pantallas planas de ordenador, una al lado de la otra. Cables había para aburrir y cajas con cintas, dvds, libretas, carpetas de anillas y material de oficina, otro tanto. La barra de cocina americana, peligrosamente cerca de la cama, estaba repleta de tazas de café sucias; el fregadero no podía albergar más platos esperando su turno de lavado y lo poco que se avistaba del baño, siendo la única parte del estudio con puerta, era que sus dimensiones no sobrepasaban las mínimas decretadas por ley.

El sueco se había subido a una silla para llegar a la parte alta del único armario empotrado que había en su vivienda y, después de caérsele por encima una manta y dos o tres libretas, sacó lo que parecía un electrodoméstico rectangular.

─Rece a su dios para que esto funcione ─dijo, pegando un salto de la silla y plantándose delante del expectante Dimitri con una zancada y media.

─¿Qué es?

─Un reproductor de cintas VHS. Era de mis padres. La última vez que lo probé, hará unos diez años, funcionaba.

Más cables se unieron al festín que ya estaba esparcido por el suelo y por detrás del escritorio. Afrodita se movía a gatas hacia aquí y hacia allá y, al fin, una de las tres pantallas se puso de color azul.

─¡Algo funciona! ─gritó Dimitri, excitado de emoción.

Afrodita sacó la cabeza de debajo del escritorio y ojeó el resultado.

─Vale... se ha conectado al menos. Ahora a ver si engancha bien la cinta.

Su trasero, el cual dejaba ver la hendidura donde muere la espalda, descansó sobre sus talones. Por inercia abrió la boca del reproductor de vídeo y sopló para sacar el polvo acumulado. Alzándose con gran agilidad, sin hacer uso de ningún apoyo de sus manos, el periodista dejó el aparato sobre un trecho libre del escritorio y se giró hacia el viejo.

─La cinta ─demandó, estirando la mano abierta.

El corazón de ambos iba a mil por hora. Las manos de Afrodita incluso temblaban de la emoción de estar ante las puertas de algo gordo y cuando el dispositivo se tragó la cinta y se escucharon los engranajes internos poniéndose en marcha, los latidos ya los tenían en la garganta.

─No sé si estoy listo para ver lo que sea que haya...─murmuró Dimitri, ahora preso de un repentino temor.

─Estamos juntos en esto ─dijo Afrodita.

El dedo índice apretó el «play» y una imagen rasgada acudió a la pantalla. En efecto se veía lo que podía parecer una misa oficiada durante los lejanos años setenta: la vestimenta de las personas, el color sepia de la estampa, el sonido sucio... Demasiado sucio para ser una grabación única.

─Es una misa, hijo...─gimoteó Dimitri, más sosegado.

Afrodita se sentó a su lado, hundiendo un poco más el colchón y alargó el brazo hasta el reproductor, apretando el avance rápido.

─Pues vayamos más adelante...─ Misa. Misa y más misa. Dimitri más sosegado, secándose el sudor que había empapado su frente. Afrodita, cabreado y frustrado─. No puede ser... Me niego que sólo haya una puta misa de mierda.

─Bueno... tampoco es malo grabar misas...

El sueco siguió apretando el avance rápido hasta que la pantalla se puso con el lienzo chispeante de blanco y negro y luego...

Una estancia oscura.

Velas.

Un sillón de terciopelo.

Figuras con túnicas negras.

Máscaras venecianas.

Al fondo, una cama con dosel, bien iluminada.

Dimitri pálido, al borde de un colapso repentino. Afrodita con el corazón a mil y las pupilas dilatas de la emoción de sí, joder, sí, al fin algo gordo detrás de todo.

─El sótano, hijo...

─El sótano, Dimitri.