Domicilio de Hypnos, 3 de febrero de 2016
Cuando el taxi que lo trasladaba desde el centro penitenciario de Korydallos dobló la esquina, Hypnos vio una numerosa congregación de periodistas custodiando la entrada de su mansión. Al parecer el pago de la fianza que se había realizado esa misma mañana había traspasado las fronteras de la discreción a la velocidad de la luz, y no eran pocos los medios que habían decidido hacer guardia en su domicilio esperando su inevitable llegada a casa.
Siguiendo un impulso totalmente instintivo, Hypnos se tumbó sobre los asientos para no ser visto y ordenó al taxista pasar de largo e intentar el apeo por la parte trasera de la mansión; con un poco de suerte los periodistas no conocerían el acceso que durante el siglo XX había utilizado el servicio que mantenía el caserón en orden. Un acceso que ahora se hallaba cubierto de enredaderas y que camuflaba con el resto del muro gracias al denso follaje.
Por esa zona de momento no había nadie. Hyppolitos pagó en metálico con más billetes de los necesarios, recibió un rancio mohín como toda respuesta de gratitud, asió la maleta de mano con sus pertenecías y abandonó el vehículo con presteza. No había pensado en prepararse las llaves con antelación; si demoraba en exceso buscándolas corría el riesgo de ser descubierto por alguna hiena informativa desperdigada del grupo, y verse de nuevo acorralado por flashes y preguntas era algo que no le apetecía en absoluto. Ya había tenido suficiente con el asalto mediático recibido al abandonar Korydallos, razón por la que ni se lo pensó: lanzó la maleta por encima de los más de dos de altura del muro, buscó la oculta reja de hierro bajo la tupida hiedra y escaló con la agilidad que nace de la desesperación. El dolor que aún latía en algunas partes de su cuerpo cesó de existir y se dejó caer sobre el asilvestrado césped sin importarle cómo. Avanzó con la valija agarrada por el asa y el cuerpo inclinado hacia adelante, a grandes zancadas. La tranquilidad que aparentemente reinaba en la parte trasera de la mansión no se le antojaba de fiar. Sólo quería entrar y aislase en un lugar conocido y seguro, pero las llaves se le resistieron. El manojo le cayó al suelo, lo recuperó al segundo intento, trató de sacudirse el temblor que le inutilizaba los dedos y, cuando dio con la correcta, el llavero le volvió a caer. En la calle nació un vocerío incómodo y el alboroto fue cercando el perímetro de la propiedad hasta que una voz le apuñaló la espalda gritándole «¡Asesino!». Un huevo se estrelló contra la fachada, otro dio de lleno a su cabeza y a partir de ese instante el tiempo pareció acelerarse.
«¡Pederasta! ¡Hijo de puta! ¡Asesino! ¡Enfermo!»
Hypnos entró como arrojado de sopetón, cerró la puerta con desesperación y se apoyó con la espalda contra ella. La clara del huevo le resbaló por el cabello, dejándoselo sucio y pegajoso, y la americana comenzó a asfixiarle tanto que casi se la arrancó del cuerpo. La maleta con sus pertenencias había quedado olvidada entre la maleza y los impactos de más huevos contra la puerta y la fachada se iban multiplicando con la misma celeridad que los insultos. El corazón parecía que iba a reventarle el pecho y cuando se atrevió a mirar por la ventana cercana a la puerta vio a la muchedumbre encaramada sobre el muro, disparando huevos e injurias a discreción.
De un arrebato bajó la persiana de esa ventana. Y las de todas las que se habían quedado medio subidas. Del piso inferior y también del superior, dónde llegó comiéndose los escalones de dos en dos. Hyppolitos quiso tapiar a base de persianas y cortinas todas las aperturas de las cuatro fachadas de su caserón y, cuando llegó a la última, vio cómo dos encapuchados con medio rostro cubierto por un pañuelo saltaban dentro de su terreno y corrían hacia los muros con espráis en la mano. Los vítores a dicha invasión se volvieron ensordecedores y fue entonces cuando Hypnos comenzó a sentir seria dificultad para respirar. Un sudor frío le perló la frente y la elegante corbata con la que se había ceñido el cuello se le antojó más asfixiante que una soga. Con gestos nerviosos se aflojó el nudo y se arrancó el lazo, el cual tiró al suelo sin miramientos; la visión periférica empezó a oscurecerse y antes que lo venciera el mareo atinó a desabrocharse tres botones de la camisa y alcanzar la puerta del baño. Con dos pasos torpes llegó al wc y ahí se sentó sobre la tapa, con una mano asiéndose al borde del mármol del lavabo y la otra posada plana sobre el agitado pecho, sujetándose una respiración rápida y corta, acompasada con el frenético latir de su corazón.
Las sirenas de dos coches policiales acercándose con rapidez lo devolvieron a la realidad. Hypnos abrió los ojos poco a poco, aturdido y desorientado. Su cuerpo se hallaba sentado en el suelo del baño y sentía la camisa y el cabello empapados de sudor. El bullicio de la calle se intensificó cuando las sirenas cesaron de sonar, pero las voces graves de algunos hombres con autoridad comenzaron a dispersar la congregación de periodistas, vecinos y curiosos. Al cabo de unos instantes, tres golpes fuertes sobre la puerta principal y el sonido del timbre repetidas veces hicieron que Hypnos se presionara las sienes y los oídos con los puños, notando su cabeza a punto de estallar.
«¡Policía de Atenas! ¡Abra, señor Sifakis! ¡Estamos aquí para ayudarle!¡Le recomendamos que nos escuche! ¡Señor Sifakis! ¡Abra la puerta!»
Hypnos inspiró hondo, bajó las manos hasta el suelo y apoyó la cabeza contra el alicatado del baño. La garganta le dolía de tan seca que la sentía y pasar saliva era inútil. Los reclamos de la policía seguían martilleándole el cerebro y, haciendo un gran acopio de fuerzas, se asió al borde del wc para alzarse del suelo. El maléfico timbre se intercalaba con los golpes contra la puerta y al fin logró bajar las escaleras, con los pies descalzos y la mano asiéndose a la baranda como si el equilibrio de su vida dependiera de ese simple agarre; cada paso se convertía en un lento arrastre de su ego herido y la figura que iba acercándose al piso inferior se asemejaba a una copia barata del apuesto y altivo hombre que vivía allí.
Hypnos llegó a la puerta luciendo la camisa mal adecentada y el cabello completamente despeinado y apelotonado. El policía seguía insistiendo, pero el artista no abrió. Simplemente apoyó su frente contra la puerta, posó su mano sobre la manija y apretó la mandíbula con fuerza al tiempo que sellaba los ojos y sentía cómo otra gota de sudor se deslizaba cuello abajo.
─No me siento muy bien, agente... No voy a abrir... ─atinó a balbucear.
«Está bien, mire, le seré claro», ─ dijo la voz del policía─. «La concurrencia que tenía delante de su domicilio está despejada. Estaremos velando su intimidad durante unos días para mantener cierto orden cívico en la calle. Así mismo le sugiero que efectúe un lavado de fachada, dado que está repleta de pintadas y grafitis de naturaleza bastante peyorativa. También hay muchos impactos de huevos y...─ el policía calló un segundo─ excrementos».
─De acuerdo...
«También le recomiendo que desconecte el teléfono fijo en caso que tenga; es otra vía de acoso que se puede evitar fácilmente y, si tiene posibilidad de acudir a una segunda residencia, hágalo. Nuestra protección no durará eternamente».
Entendido, agente...
Con el paso de las horas la calle fue recuperando un poco la normalidad. Todavía quedaban algunas personas con ganas de hacer guardia y escupir injurias cada vez que veían movimiento detrás de alguna ventana, pero debían hacerlo desde la moderada distancia que decretaba el cordón policial establecido alrededor de la propiedad.
Hypnos hizo caso de todas las recomendaciones: desconectó todas las líneas telefónicas y una vez se supo con el ánimo más sosegado, fue a tomarse la primera ducha íntima y segura desde que había sido detenido. La soledad de su baño le resultó anímicamente reparadora, pero el vacía que había comenzado a sentir al poner los pies en su casa se incrementó de nuevo cuando abrió la nevera para procurarse algo de cena. Todos los alimentos que había ahí estaban en mal estado: un brick de leche abierto, agrio; algunas verduras con moho, otras secas y arrugadas; lo mismo ocurría con alguna fruta y la única bandeja con carne que le quedaba por abrir, caducada de días y presentando un color peligrosamente marrón. Hypnos sintió cómo la decepción le subía por la garganta y agarró una bolsa de basura con nervio desmedido. En ella vació toda la nevera, sin molestarse siquiera en sacar los alimentos pasados de sus envases y sin importarle que la rabia que comandaba sus gestos desparramara algunos desechos por el suelo. Cuando abrió la alacena no tuvo mejor suerte y la cerró de sopetón, estremeciendo todo el mueble con el golpe. Si quedaba algo intacto debía encontrarse en la bodega y no tardó ni dos minutos en elegir la botella de vino más exquisita y abrirla para la celebrar la compra de su libertad condicional.
Se llenó una copa hasta la mitad, meció el vino con suavidad, se lo acercó a la nariz y lo olió, deleitándose con ese aroma afrutado que de inmediato cató en su paladar. Una larga inspiración le llenó los pulmones de esa ansiada paz que había perdido los últimos días, dejó la copa sobre la mesada de la cocina y se ajustó el cinturón del batín de seda que cubría su total desnudez. Encima de la mesada había dejado el fajo de cartas que el policía había recuperado de su buzón y las esparció para echarles una rápida revisión. La mayoría de ellas eran facturas relativas al mantenimiento de su casa, algunas eran propagandas de diferentes exposiciones nacionales, había un par de revistas de arte en las que mantenía suscripción y, debajo de todas ellas, una carta procedente del Ministerio de Cultura de Grecia.
Hypnos dejó la copa a un costado y agarró esa carta con cierta tensión encorsetando de nuevo su cuerpo. Se fijó en la fecha de expedición y correspondía al veintinueve de enero, tan sólo cinco días atrás. Le dio la vuelta para observar bien ambas caras y volvió a dejarla sobre la mesa, como si de repente el grueso papel del sobre hubiese quemando las yemas de sus dedos. Inspiró hondo otra vez y, sosteniendo el aire, cogió un cuchillo y abrió la carta rasgándola por el costado.
Dentro había un solo papel, eso sí, de excelente calidad. Un encabezado cordial, aunque escueto y frío, y un párrafo extremadamente resumido:
"Señor Hyppolitos Sifakis,
Debido a los acontecimientos judiciales recientes que conciernen sobre su persona y la preocupante naturaleza de los delitos por los que está siendo procesado, el Ministerio de Cultura de Grecia ha decidido cesar su actividad como Rector de la Facultad de Bellas Artes de Atenas a partir de la fecha 1 de febrero de 2016.
Le deseamos la mejor de las resoluciones y le agradecemos los excelentes años de dirección y servicio a la Facultad de Bellas Artes Ateniense.
Atentamente,
Ministro de Cultura de Grecia."
Hypnos leyó la misiva tres veces, cada una más veloz que la anterior, y a la cuarta la arrugó en una bola que estampó contra la pared. La furia comenzó a abrasarle por dentro y se agarró con ambas manos en el borde del mármol, con la mirada fija a ninguna parte, los dientes apretados y la respiración cada vez más acelerada.
Si en algún momento había sentido hambre, esta acababa de desaparecer por completo. Miró la copa de vino y le arremetieron unas terribles ganas de barrerla y estamparla contra el suelo, pero se contuvo. Se llevó una mano a la boca para contrarrestar el ímpetu y se mordió los nudillos con rabia.
─Hijos de puta ─masculló─. Les ha faltado tiempo...
Sin saber por qué los pasos lo acercaron a una de las ventanas y apartó la cortina para echar un vistazo al exterior. Ese sencillo gestó desató una nueva oleada de griterío e insultos por parte de cuatro rezagados que se resistían a abandonar el lugar.
─Hijos de la grandísima puta... ¿quién os creéis que sois, ¡eh!? ¡¿Qué os creéis?! ¡No sois más que escoria! ─gritó desde detrás del vidrio sin darse cuenta que una de sus manos se agarraba de la cortina como si quisiera arrancarla─. ¡No tenéis ni idea de con quién os metéis! ¡Ni idea!
Un avispado burló el cordón policial y saltó el muro que circundaba la casa. La espesura de la noche fue su cómplice y la policía reaccionó demasiado tarde. Cuando arremetieron contra el hombre y lo tumbaron al suelo un puñado de excrementos se deslizaba por el cristal de la ventana.
Ático de Saga y Shaka
─¿Seguro que no te importa? Me sabe mal, Saga...
─Noooo... En serio, vete ya.
─Le puedo decir que lo dejemos para el viernes, pero es que ha insistido mucho y me está preocupando; lleva varios días muy raro y no sé qué le pasa.
Shaka iba siguiendo los pasos de Saga buscando la enésima reiteración del día y el fiscal ya no sabía qué decirle para que desapareciera de su vista. Al final se detuvo de golpe, ocasionando que el forense chocara de bruces contra su pícara decisión.
─¡Que te vayas de una vez, Shaka! ─exclamó, dándose media vuelta para agarrarlo de los hombros─. Que no pasa nada, que me apetece quedarme solo, que si a Mu le ha dado por salir a cenar contigo un miércoles, pues que sea miércoles, ¡¿qué más da?!
─¡Pues que me siento culpable, Saga! ─Shaka se agarró a los brazos del fiscal y los bajó─. No quiero que pienses que no me apetece estar contigo...
─Por favor, Shaka ─dijo Saga, frotándose la nariz con ambas manos─. Ese tiempo ya pasó, ¿vale? Soy consciente que tú y Mu sois amigos desde que os conocisteis en la universidad y, además, compañeros de trabajo. Entiendo que de tanto en tanto queráis salir por ahí como el par de colegas que sois. Estos días también han sido duros para vosotros.
─De acuerdo, entonces... ─Shaka se acercó a Saga lo suficiente para pasarle una mano por la nuca y atraerlo hacia sí─ no me esperes despierto ─un suave beso tanteó las ganas del fiscal, que pareció quedarse esperando más.
─Así que llegarás tarde...
Saga quiso atraparle los labios de nuevo, pero Shaka se apartó relamiéndose los suyos.
─Es posible. No lo sé. Depende.
Una sonrisa cruzó por el rostro de Shaka, quien finalmente fue a por su chaqueta y la mochila bandolera que siempre le acompañaba.
─Muchas conjeturas, ¿no te parece? ─dijo divertido, apoyando el trasero en el reposabrazos del sofá.
─Si quieres ─ronroneó Shaka al acercarse a Saga y encaramarse en una de sus piernas ─te despierto cuando llegue y...bueno... no sé ─la mirada al techo y una mano frotándose el mentón antes de verse reflejado de nuevo en los ojos de Saga ─se me ocurren otras conjeturas que guardan varias posibilidades interesantes...─ sus labios atraparon los del fiscal y compartieron un beso más íntimo de lo recomendable en ese momento.
─Eres malvado... muy malvado... ─susurró Saga sobre los labios del forense, llevando sus manos hasta los glúteos para sobarlos con ganas.
─Saaaaga...
─Tú has empezado.
─Se me está haciendo...
─Tarde ─un brusco tirón pegó la pelvis de Shaka contra el cuerpo de Saga, quien aprovechó la traición para estrechar más el cerco de sus brazos─. Pues que espere.
─Saga, va... por favor...
Shaka apuntaló sus manos sobre los hombros del fiscal e hizo fuerza para separarse, pero no pudo. Saga le acariciaba la espalda por debajo de la camisa y con suma malicia dejó que sus dedos se colaran por debajo del pantalón, volviendo a ejercer la presión justa para contrarrestar el rechazo de Shaka, cada vez más debilitado.
─Será rápido...─musitó Saga sobre los más que dispuestos labios del forense.
Sus bocas volvieron a encontrarse y Shaka ya se dio por perdido. Se despojó de la bandolera y la chaqueta sin apenas despegarse de Saga y, cuando quiso tumbarlo de espaldas sobre el sofá, fue él el que se halló burlado y preso bajo el cuerpo del fiscal.
─Te estás vengando...─ dedujo Shaka al darse cuenta de cómo Saga se regocijaba con la escena.
─Tú me hiciste llegar tarde a una rueda de prensa...
Saga se quitó la camiseta de manga larga y la tiró al suelo para, seguidamente, desabrocharse cinturón, botón y cremallera de los jeans con dolorosa lentitud. Las pupilas de Shaka se dilataron de deseo y no pudo evitar morderse los labios mientras alzaba la cadera y hacía visible el abultado estado de su entrepierna. Sus manos acariciaron el vientre de Saga y poco a poco fueron bajándole los calzoncillos.
─Haz que mi disculpa merezca la pena.
