Comisaría de policía

─Buenos días, soy el inspector jefe Camus Lestrange, de la división de Atenas. Se acaba de presentar ante mí una denuncia que incumbe su demarcación territorial, más concretamente la iglesia y el viejo internado de Davleia, actualmente sin la presencia in situ del párroco que custodia dichas propiedades. Solicito, inmediatamente y con carácter urgente, el levantamiento de un cordón policial en todo el perímetro. ¿Me han entendido? ... Sobre todo: que no pase nadie, y los medios de comunicación, menos. ... Perfecto. En unas horas estaré ahí.

Camus colgó el teléfono y miró a Dimitri y Afrodita por debajo de su ceño fruncido.

─Esto se debería haber denunciado hace días ─les regañó─. Ahora debo movilizar a medio mundo a contrarreloj, sólo porque al periodista se le ha antojado ser el centro de atención ─agregó, acuchillando a Afrodita con la mirada.

─No es un antojo, inspector. Es una estrategia para dar al caso la relevancia que necesita. Y para que no caiga en el olvido a la primera de cambio, como acostumbra a pasar en otros casos... ─matizó al cruzarse de piernas y elevar el mentón, haciéndose el interesante.

Camus todavía lo atizó con la mirada unos segundos más en los que trazó con prisas el plan a seguir.

─Ustedes dos me acompañarán a Davleia.

─¿Vuelvo a casa? ─preguntó Dimitri, a quien apenas se le veía, escondido bajo el gorro de lana, la sotana y el viejo maletín tieso sobre sus muslos a modo de parapeto.

─Si quiere verlo así... pues sí, vuelve a casa, padre ─el inspector sacó el teléfono móvil personal de los bolsillos de sus jeans y ejecutó una llamada a uno de sus contactos preferentes. Se sucedió un breve lapso de espera y antes que saltara el contestador escuchó la recelosa voz del fiscal─. Saga, al habla el inspector Camus: tenemos trabajo ─dijo sin introducción─. Sí, yo también lamento molestarte en tus días personales, pero debemos acudir a Davleia lo antes posible... Sí, sí, por el tema de Hyppolitos Sifakis y el reportaje que acaba de salir. Tengo conmigo al periodista y al párroco de Davleia, que según dicen son ellos quienes han destapado todo esto...─ Camus se pinzó el puente de la nariz y acabó frotándose el entrecejo mientras mantenía la vista clavada sobre la mesa─. ¿Ya está en la televisión? ...Merde... ─el inspector irguió la espalda y sacó pecho, inspirando hondo antes de soltar un resignado bufido. Su mano se deslizó hacia la nuca y se quedó ahí, a modo de puntal para un inconsciente estiramiento de cuello─. Yo salgo hacia allí ahora mismo, aviso al juez y me voy con ellos dos, a ver con qué percal nos encontramos al llegar ... ¿que cuánto se tarda? ─repitió, lanzando una mirada interrogativa a Afrodita, quien respondió haciendo una señal de dos con los dedos al tiempo que movía los labios para remarcarlo─. Un par de horas, más o menos... Sí. Estupendo, entonces... Nos vemos allí ─Camus colgó, los miró a ambos de manera intermitente y se levantó con un arrebato que lo llevó frente al colgador de la americana─. Andando que es gerundio.

Alrededores de Syntagma

El café se le había enfriado; el koulori ni lo había probado y las hambrientas palomas no cesaban de rondarlo al creerse que estaba abandonado sobre el banco de piedra. Las hojas de la revista se estremecían entre sus manos y el lastre de un pasado tan denso como opaco temblaba sobre sus muslos, enfundados en unas exquisitas medias de encaje negro.

Phansy estaba leyendo el artículo por segunda vez. La primera lo había hecho con prisas, medio en diagonal y sin querer absorber demasiados detalles que de buenas a primeras le habían parecido incluso insultantes. Ahora lo estaba haciendo con más lentitud, con la banda sonora de su corazón latiendo a un ritmo elevadísimo y unas extrañas nubes empañando la claridad de su bella mirada.

No...

No podía ser cierto.

Nada de lo que se había inventado ese periodista toca narices debía serlo.

Para ella, Hypnos casi siempre había sido un monstruo. O al menos se había convertido en éso desde que su compañía había comenzado a ensuciarse con la práctica de lo que él definía como «su secreto».

Phansy cerró la revista y tapó la portada con ambas manos, una encima de la otra, como si no pudiera soportar ver la fotografía con la que el pasado de Hypnos se presentaba a toda Grecia. Las nubes que habían ensombrecido sus ojos se estaban diluyendo y la joven se comió sus propios labios antes de partirlos y exhalar un entrecortado suspiro.

«Yo jamás pretendí hacerte daño, Phansy...Yo solo quería demostrarte mi amor...»

«Todo lo que he hecho contigo es porque te amo, Phansy...Lo que teníamos era especial, único...»

Fragmentos de la última conversación que ambos habían mantenido en la prisión acudieron a su mente. Fragmentos de motivos que ahora cambiaban de ángulo y color. Razones que tal vez podían comenzar a encontrar trazas de justificación. Entre líneas se colaban los recuerdos en los que ella tomaba un pincel a su lado, los momentos en los que él le alababa las pequeñas obras de arte y le hacía creer que en un futuro expondrían juntos alrededor del mundo.

Poco a poco Phansy separó las manos y observó la fotografía de Hypnos en plena portada. Una estampa sobria... Elegante... Hermosa, como hermosas siempre habían sido las líneas que dibujaban las facciones de su padre.

Aún en la podredumbre de su alma.

Aún en la ignominia de sus actos.

─Te rompieron... ─susurró, deslizando los dedos por encima de la lágrima caída sobre el rostro de Hypnos─. Te rompieron en mil pedazos y te reconstruiste solo... Te cicatrizaste las piezas como pudiste...

Mansión de Hypnos, alrededor del mediodía

El pincel hizo otro trazo en la pared y la llama de la vela pareció cobrar vida entre toda la negrura que se observaba alrededor. De fondo, las voces de la televisión iban ofertando productos de lavandería infalibles, coches casi espaciales y pan industrial publicitado como el más sano y casero del mundo. De tanto en tanto, entre las interminables tandas de anuncios, se escuchaban tertulias sobre la actualidad en algún programa matinal. O de media tarde. O tal vez de algún late night.

Para Hyppolitos hacía días que éstos carecían de horas. Las ventanas de su espacioso taller estaban cerradas a cal y canto. La luz del sol no hallaba ningún resquicio por donde poder filtrarse e Hypnos llevaba trabajando en su nuevo mural desde que se había visto obligado a confinarse en casa, olvidándose de rutinas tan básicas como alimentarse o asearse.

Sí, su actual trabajo se trataba de un mural, pintado directamente sobre la pared más larga de su estudio. Los lienzos limpios sobre los que poder trabajar se encontraban en el almacén de la Facultad de Bellas Artes; los que tenía en casa estaban todos con algún boceto a carbón o con ideas pictóricas a medio nacer, y adquirir material tan sencillo como ese le estaba resultando imposible. Todos los proveedores de material plástico con los que había trabajado a lo largo de su vida se estaban negando a servirle y salir a la calle era, simple y llanamente, una acción de riesgo incalculable. La policía seguía haciendo rondas alrededor de su propiedad y, algunos individuos sin nada más que hacer que insultarle, seguían esperando avistar cualquier movimiento de su parte para volver a escupirle agravios y denuestos varios.

Hypnos mojó otra vez el pincel en la mezcla de color amarillo pálido y encendió la segunda vela de un pedestal que se asemejaba a un candelabro ortodoxo. Al otro extremo del mural se apreciaban unas líneas oscuras que daban la sensación de un dosel de terciopelo color sangre y en el centro se intuían tres siluetas altas, colocadas en semicírculo, con largas sotanas y las facciones ocultas bajo los bocetos de objetos similares a las máscaras venecianas. En el centro del extenso mural aún existía un vacío en blanco que no parecía importar demasiado a Hyppolitos, quien seguía sumido en el maravilloso trance de prender todas y cada una de las velas del único punto de luz de toda la obra.

Una gota de sudor resbaló por su sien y se perdió entre la sombra de una barba que llevaba creciendo impune desde su puesta en libertad. Los pies pisaban el sucio suelo completamente desnudos; las piernas las vestía un pantalón liviano de color oscuro y el torso lucía una camisa blanca en origen, ahora repleta de manchas y salpicaduras de pintura. Los botones que llevaba abrochados eran los tres inferiores y el pecho le quedaba casi descubierto, también moteado de pintura. En realidad, ninguna parte de su cuerpo se libraba del ataque pictórico al que parecía ser inmune y los cabellos le caían al costado del rostro, sudados y apelotonados en mechones desprovistos de cualquier tipo de aseo y cuidado.

El pincel fue lanzado en un gran bote con mezcla de agua y aguarrás y cogió otro cuyos restos de pintura ya se habían enjuagado. Con un trapo húmedo y manchado acabó de repasar las cerdas y se retiró un paso para poder divisar todas las mezclas de colores que aguardaban a sus pies. El elegido fue un tono oscuro, resultado de haber mezclado el negro con rojo y azul, y el pincel recién untado fue directo a la más esquinada de las máscaras. A lo lejos, la televisión seguía hablando ajena a su trajín hasta que su nombre serpenteó malévolo por sus oídos.

«Según relata el artículo central de la revista Koinonía de esta semana, el artista y recién procesado Hyppolitos Sifakis habría sido víctima de abusos sexuales durante su infancia y adolescencia. Dichos abusos se habrían producido en el internado de Davleia por parte de varios religiosos ostentando cargos importantes dentro de la comunidad. El periodista autor de la crónica, Christian Eriksson, más conocido como Afrodita, y el párroco de Davleia, el padre Porfirio, afirman ser los descubridores de un dantesco escenario que se esconde en las entrañas del internado el cual, durante años, albergó a cientos de infantes y jóvenes para forjar su educación escolar y religiosa»

Una angustiante opresión le estrujó el pecho y respirar comenzó a resultarle costoso. Su cerebro no daba crédito a toda la retahíla de sandeces y mamarrachadas que salían de la televisión, pero sus pies se acercaron al salón guiados por voluntad propia. En la pantalla salía un viejo vestido de cura, rodeado de decenas de micrófonos, afirmando y reafirmando que él no sabía nada de lo que había oculto debajo de su parroquia hasta que un joven reportero llamó a su puerta y comenzó a investigar por su cuenta. La actitud que mostraba el periodista autor de la crónica era otra: a gusto entre los micrófonos y flashes, no ahorraba aspavientos a la hora de apartarse los azulados bucles de la frente para alzar el mentón y coronarse como el orgulloso culpable de toda la hecatombe mediática que estaba inundando Davleia y parte de Grecia.

El pincel que hasta el momento sufría entre la creciente tensión de su mano se estampó de repente contra la pantalla. El rabioso impacto dio casi en el centro y ocasionó una fisura que de inmediato dejó la imagen en negro, aunque la voz seguía intacta. La locutora que conducía el programa volvió a tomar la palabra y se dedicó a desgranar el polémico reportaje de Afrodita párrafo a párrafo. Los contertulianos comenzaron a regalar sus opiniones sin filtro e Hyppolitos se halló agarrando la televisión por ambos lados para acabar estrellándola contra el suelo.

─Hijos de puta... ¡Hijos de puta todos! ¡Meteros en vuestra vida, cabrones! ¡Malnacidos! ─exclamó al patear los restos de la televisión, cortándose el pie sin darse cuenta─. ¡No entendéis nada! ¡Nada!

Otra patada insertó el pie dentro de la pantalla fracturada y se abrió una brecha en todo el empeine. El zarpazo de dolor hizo que el artista bajara la vista y descubriera su pie teñido de rojo, pisando un mar de cristales que parecían haber emergido de la nada. Con la respiración audible y pesada, Hyppolitos ranqueó hasta el baño, dejando un grotesco rastro de sangre a cada paso, maldiciendo para sus adentros cuando en el botiquín no había otra cosa que paracetamol. Cogió el cajetín de las pastillas, lo estrujó en su nerviosa mano y lo estampó contra el inodoro. Sin pensárselo demasiado se armó de fuerzas para acercarse a la cocina, donde abrió uno de los armarios de la despensa: una botella de ouzo le saludó desde primera fila y no dudó en destaparla y derramarla sobre la herida abierta. El escozor que sintió le hizo hervir hasta las entrañas y se mordió un gutural gruñido con tanta fuerza que sintió los dientes a punto de romperse. La respiración cada vez la sentía más desbocada y, cuando pasó el primer latigazo de dolor, volvió a echar otro chorro de licor sobre el pie ensangrentado.

─Hijos de puta... ─balbuceó, con los ojos emborronados, fijándose en el charco de alcohol y sangre que se iba formando en el suelo. Otro chorro aclaró un poco más la herida, y otro más le regó la garganta. Un tercio de botella fue consumido con cuatro copiosos tragos y al observar de nuevo la lesión lo hizo entre lágrimas─. No saben de qué hablan... no van a entenderlo nunca...

«Papá...»

La dulzura de una voz conocida le llegó de lejos, a pesar que Phansy estaba congelada apenas a dos metros de él.

«Papá...estás herido...», creyó escuchar, y sus ojos dorados y enrojecidos se alzaron hacia dónde percibía el origen de esa voz tan cercana. «Déjame que te ayude...»

«Déjame ver...»

Phansy se aguantó la respiración cuando decidió extinguir la distancia que le separaba del monstruo al que casi siempre había conocido con piel de lobo. Hypnos tardó unos largos segundos en ser consciente que quien se arrodillaba frente a él y le sujetaba el pie era su hija Phantasos.

─Tienes esquirlas dentro... Hay que limpiarlo bien. Y tal vez necesites puntos de sutura...

─Pha...Phansy... ¿cómo has entrado? ─preguntó con la extrañeza de quien acaba de escapar de una ensoñación.

─Por la puerta trasera. He esperado a que no me viera nadie. Aún tengo las llaves ─respondió ella, esforzándose en despachar un tono frío y calculador.

─Hace tres días que estoy en casa...─la mente de Hypnos se aclaró poco a poco y la silueta de Phansy se fue definiendo más nítida─. No me has hecho ni una llamada... ¿qué haces aquí ahora?

Phansy le sujetó el pie a ras de suelo con ambas manos, se retuvo un intento de caricia que no sabía ni de dónde le nacía e inclinó el rostro hacia arriba, conectando su mirada con los dorados ojos de su padre.

─No supe verlo antes... Debí haberlo imaginado...─susurró con la voz a punto de quiebre─ Todo en ti eran señales, y no las supe leer...─añadió, encogiéndose levemente de hombros, como si se disculpara por algo.

─No sé de qué hablas.

─Un monstruo... No siempre lo fuiste. Te convirtieron en él...