Unos días después
Una nueva víctima del infierno de Davleia ofrecía su confesión en la televisión. Como todas las que habían aparecido hasta el momento, lo hacía con la voz distorsionada y cubierta de sombras que imposibilitaban cualquier tipo de identificación. La primera en atreverse a confesar lo había hecho con una llamada durante el programa donde Afrodita y Dimitri relataban sus peripecias detectivescas. Había entrado en directo y su testimonio había helado la sangre de todos los presentes y parte de la audiencia que seguía la entrevista.
La figura anónima que ahora relataba su experiencia seguía en la línea de las demás confesiones. Se le apagaba la voz cuando detallaba los actos en los que había participado y se le rompía al reconocer cuán difícil le había resultado de adulto desarrollar una vida íntima satisfactoria y "normal". Confesaba años de tratamiento psicológico y enfatizaba la impagable compañía de una esposa comprensiva.
El surgimiento de varias víctimas seguía atizando el fuego del escándalo, pero el testimonio que todos los canales de televisión buscaban para su programa estrella semanal era uno: Hyppolitos Sifakis, Hypnos.
El morbo de la gente necesitaba ser satisfecho con el plato fuerte de un menú no apto para menores. Los vídeos no se habían filtrado, pero la red ya estaba llena de montajes donde se apreciaban caricaturas de Hyppolitos siendo vejado de mil maneras distintas. Algunos de los memes que proliferaban y se compartían más mostraban escenas de alto contenido pornográfico con la cara del artista insertada en ellas; las republicaciones se multiplicaban con más rapidez que los virus y ya no había nadie que no tuviera en el móvil alguna imagen escabrosa de Hypnos disfrutando de cualquier tipo de práctica sexual dónde la degradación humana fuese la protagonista.
En cuestión de días Hyppolitos Sifakis había dejado de ser considerado un asesino en libertad para convertirse en un hombre adicto al sexo puesto al servicio del escarnio público. Incluso sus obras de arte más reconocidas circulaban por todas las redes sociales, manipuladas con maldad; su famoso cuadro "El valle de la virtud" aparecía con una nueva estampa de los Campos Elíseos del Inframundo, donde una dantesca orgía eclesiástica se esparcía por todo el escenario. Algunas de sus obras más tempraneras tampoco se libraban de la reinterpretación, ni siquiera el famoso mural de Davleia, donde todos los niños se veían desnudos y varios curas mostraban sus atributos enhiestos listos para la acción.
Hypnos vivía completamente recluido en su mansión. No había pisado la calle desde su llegada a casa y se alimentaba de la comida que cada día le llevaba Phansy. No habían vuelto a hablar; ella dejaba los víveres a la puerta y él los recogía una vez la joven desaparecía de sus dominios.
El relato de la última víctima seguía avivando la hoguera del morbo e Hyppolitos no pudo soportarlo más: apagó el móvil y bebió otro trago de ouzo directamente de la botella. Hacía ya un rato que Phansy había tocado el timbre para avisar que había dejado comida en la puerta. Él apenas había apartado el cortinaje del ventanal de piso superior para espiar sus movimientos; había visto cómo se agachaba para dejar en el suelo una bolsa de papel grueso; se había fijado en cómo sus pequeñas manos se reconfortaban entre ellas mientras sus ojos dorados se alzaban hacia arriba y parecían encontrar el hilo que los conectaba con los suyos; había sentido una pequeña punzada de gratitud que se había apresurado a ahogar con un copioso trago y se había apartado del ventanal a riesgos de bajar y aceptar la compañía de la única alma que se empeñaba en quererlo ayudar.
En vez de hacerse con la bolsa que seguía esperándolo fuera, Hypnos bajó a su taller botella en mano. Se detuvo frente al mural casi terminado y se quedó estudiándolo con el ánimo revuelto. A la izquierda habían nacido las siluetas de tres mujeres hermosas, la cuales eran testigos de la escena central a través de las bailarinas sombras que proyectaban las velas de los candelabros prendidos. Una de ellas lucía una larga trenza de cabello de color negro reposando sobre su hombro, cayendo sobre el pecho; el delgado cuerpo lo cubría un exquisito vestido de tirantes color aguamarina oscuro, los ojos eran esclavos de una mirada triste y el maquillaje negro se difuminaba a su alrededor, como si estuviese húmedo y gastado; las muñecas presentaban dos hendiduras longitudinales y la sangre que brotaba de ellas alimentaba el pincel que sujetaba con la diestra. A su lado, sentada en un sillón de terciopelo bermellón, una mujer con medio cuerpo quemado observaba el punto central de la obra luciendo una expresión en la que era imposible discernir la repugnancia de la compasión; en su regazo, una cabecita infantil se apoyaba sobre sus delgados brazos plegados. La niña poseía largos cabellos negros, mejillas rosadas y una mirada inocente y violeta. En el extremo opuesto, una pequeña Phantasos, sentada en el suelo con las piernas abrazadas contra su pecho, dejaba que los gruesos bucles rubios cubriesen sus asustados ojos dorados.
Hypnos dejó la botella en el suelo y agarró uno de sus pinceles. Lo enjuagó en agua turbia y lo secó con un trapo de algodón antes de mojarlo en una mezcla de un intenso color sangre. El charco que apareció bajo los pies desnudos de Elsa parecía moverse en pequeñas ondas que colisionaban con las ondas cuyo epicentro se encontraba en la figura central.
—Todas fuisteis las elegidas, como un buen día lo fui yo... —el pincel volvió a mojarse en pintura, esta vez eligiendo un tono blanco, y trazó unos finos arcos que enfatizaban el movimiento de las ondas de sangre—. Todas lo fuisteis y ninguna de vosotras fue capaz de apreciar esta suprema distinción... Me traicionasteis... Tú —articuló entre dientes con la furibunda mirada fija en Elsa— ¡tú, maldita zorra, tú osaste ser mejor que yo! ¡Quisiste salirte del camino! ¡Te empeñaste en no escuchar mis enseñanzas! ¡Hiciste lo que te dio la gana con el dinero de mi mecenazgo! ¡Mordiste la mano que te dio de comer y te aborrecí por ello!... Yo...yo llegué a amarte, ¿sabes?... —dijo, con la voz deformada por algo parecido a la emoción— Yo te amé, y tú me avergonzaste. —Las pupilas doradas bailaban al son de la rabia y se deslizaron hacia la siguiente figura; la mano que sostenía el pincel cayó a su costado y alzó la otra, lo justo para hacer el amago de rozar la pintura fresca que quemaba el bello rostro de Violet—. A ti también te amé... Lo dejé todo por ti... y tú también me traicionaste. Lo elegiste a él, a sus sombras, a su alma oscura y espesa cuando todo lo que yo te ofrecía era luz y color... —una lágrima que no notó corrió por su mejilla y se perdió entre el vello de la barba de días; sus ambarinos ojos enfocaron la infantil niña que le miraba con ternura desde el regazo de su madre y utilizó el mismo pincel para abrillantar una dulce mirada que parecía burlarse de su soledad—. Tú, mi pequeña...tú lo tuviste todo a mi lado y... ¿y cómo me lo pagaste?... ¿eh? dime, mi niña...¿cómo te atreviste a agradecerme todos los años que te dediqué? ¡Alejándote de mí para arrimarte a él! ¡A él! ¡Siempre a él!
Hypnos era víctima de una respiración furiosa. Sus ojos, sembrados de venas que los enrojecían, parecían querer salirse de sus órbitas. La mano que sujetaba el pincel lo hacía con tanta fuerza que éste se estremecía entre sus dedos y el par de pasos que retrocedió hicieron caer la botella con la que había estado embriagando su alma y sus sentidos. Poco le importó que Phansy siguiera observándolo desde el rincón, con la mirada apenas asomando detrás del muro que conformaban sus rodillas. Él la miró de reojo; inspiró rabia con los labios apretados, dibujando un desagradable arco descendente; conectó su mirada con la de la pequeña y avanzó hacia ella, como si de un momento a otro los hermosos bucles dorados pudieran ser movidos por los azotes de su respiración agitada y fuera capaz de enredar sus dedos para tironear de ellos y arrancarla de esa estampa de desesperación y desconsuelo.
—Phansy, mi niña... mi más hermoso error... —susurró, transformando la mueca de sus labios en una especie de sonrisa dolida de compasión— Me recuerdas tanto a mí... Tú sabes que todo lo que hemos compartido ha sido por amor... —con lentitud alzó la mano y dejó que las yemas de sus dedos delinearan el contorno de sus frágiles brazos desnudos—, al contrario que tú, yo nunca he pretendido hacerte daño...
Hypnos se desplazó hacia su izquierda y se detuvo en el centro del mural. Dejó caer el pincel a sus pies y alargó la mano para acariciar la curvatura de una espalda vencida, la suciedad de unos pies cuyos dedos estaban encogidos sobre sí mismos, las nalgas desnudas y amoratadas, los dedos abrazados al costillar, la cabeza apoyada contra el suelo, los dorados mechones mojándose con la sangre que se esparcía por todo el suelo, sangre cuyo aroma podía sentir a través del olor a pintura y resinas.
—Yo fui su elegido...—susurró apenas—. Era sólo un niño cuando fui su elegido... Y yo no les traicioné... Jamás... Porque ellos me amaban por encima del bien y del mal... Me amaban como nunca nadie más me ha sabido amar...
Los ojos le ardían.
El estómago lo sentía constreñido y la respiración se transformaba en jadeos al traspasar por su pecho oprimido. Los recuerdos vividos en ese sótano colisionaban entre ellos en la interna pugna que sufrían para florecer a la realidad, pero la convicción de que todo ello había sido fruto de un santificado y selecto amor seguía acallando la urgencia de rechazar lo que, durante demasiados años, había sido vivido en contra de toda humana dignidad.
Ignoraba cuátos días habían transcurrido desde su último aseo. El agua que se escurría de su cuerpo creaba un charco jabonoso y sucio antes de desaparecer por el sumidero, y la pintura que estaba adherida en sus dedos no se eliminaría sin la ayuda de disolventes más potentes que el simple gel de baño. El cabello iba a precisar dos lavados o más para poder eliminar la grasa de días sin cuidado y el afeitado de la barba seguramente le irritaría la piel de un rostro que había palidecido y adelgazado.
Cuando pasó una toalla por el espejo empañado vio su figura a través de irregulares marcas acuosas; las costillas se podían contar aún con más claridad y los huesos de su pelvis se insinuaban a ambos lados de un vientre hundido.
Para cubrir la preocupante delgadez de su cuerpo eligió unos pantalones de lino como los que siempre usaba para pintar y una camisa del mismo tejido. Los pies los dejó desnudos, como desnudos los había lucido desde su llegada a casa, una semana antes. O cuatro días antes. O una semana y media, no lo recordaba bien... Se peinó el cabello hacia atrás y se aplicó sobre su rostro un agradable after shave con el que arrastró un aroma dulzón hacia su dormitorio.
Hypnos apenas pensaba en sus acciones; las ejecutaba como guiado por una consciencia ajena a su cuerpo y embargado por una tranquilidad anímica que contrastaba abruptamente con la desazón que había sentido al dar las últimas pinceladas a su última obra. Abrió el armario y apartó a ambos lados la gran colección de trajes y camisas con las que había acostumbrado a vestirse antes que la prisión se interpusiera en su rutina. Presionó una esquina y se desbloqueó una tabla que corrió hacia uno de los costados, quedando expuesto el contorno de una caja fuerte. Con destreza mecánica introdujo los cuatro dígitos de la contraseña y cuando se desbloqueó el mecanismo de seguridad abrió la puerta de par en par. Entre sobres, fajos de dinero en metálico y cajitas de joyería se avistaba una caja de cartón. Una caja gastada por el tiempo y la humedad que había conocido en otros lugares y cuyo interior reveló un papel sulfito que décadas atrás podría haber sido blanco: bajo su protección, un hermoso vestido de algodón con cenefas de flores bordadas en el extremo despidió un fuerte olor a cerrado, a pesar de la naftalina con la que había sido guardado.
Hyppolitos dejó la caja sobre el tocador, agarró los tirantes del vestido con ambas manos y lo extrajo muy lentamente, como si al alzarlo se fuesen desplegando todos los recuerdos que habían yacido sellados por la densidad del tiempo.
Manchas rosadas delataban que alguna vez la sangre que había impregnado las fibras no se había podido eliminar bien, y las motas de óxido narraban que ese enlosado silencio llevaba demasiadas décadas pudriéndose entre las esquinas del olvido.
Hypnos cerró las manos en los hombros del vestido y los ojos ante la evidencia de su injustificado castigo. Los apretó con fuerza para evitar que el dolor y la repugnancia que se había convencido olvidar regresaran a cerrar su garganta. Los apretó tanto que incluso los dientes le dolían por la tensión que agarrotaba su mandíbula y se ahogó un hipido de desesperación cuando, de un arrebato, su impotencia rasgó el vestido por la mitad.
Y luego por otra mitad.
Y por otra.
Y otra...
Hasta desmenuzarlo entero.
Hasta poder hacer trizas de un pasado que comenzaba a transpirar por las brechas de un férreo olvido al fin fracturado.
