El cese del ruido del taladro indicó que la perforación ya estaba hecha. Introducir el taco y atornillar el clavo debía ser mucho más sencillo que agujerear la pared sin torcerse en el intento. Lewis lo consiguió con más facilidad de la que se había imaginado y después de comprobar la resistencia del clavo dio un par de pasos atrás. Al parecer había quedado bien centrado y listo para sostener el cuadro que a partir de entonces iba a presidir el recibidor de su hogar. El marco que había elegido era sencillo, de líneas clásicas y minimalistas como las que le gustaban a Elsa, y las motas de humedad que el tiempo y la reclusión habían estampado por las esquinas apenas se apreciaban desde la distancia.

Lewis alzó el cuadro agarrándolo de los costados, tanteó la ubicación del tornillo a base de intuición y cuando notó que el gancho encajaba lo fue soltando con cautela. Seguidamente lo aniveló como pudo y, manteniendo la vista lejos de la estampa, retrocedió hasta que su espalda topó con la puerta. Fue entonces cuando respiró un par de veces a consciencia y se armó de valor para enfocar su mirada al centro, descubriéndose joven y sonriente al lado de su hermana. La mancha de celos que años atrás había dejado el impacto de una copa de vino se había suavizado con el tiempo; ahora, esa sombra rosácea realzaba más la belleza de unos trazos que parecían querer escapar del lienzo.

Lewis contempló su imagen.

Y la de Elsa.

Y, de repente, recordó.

Lewis recordó el día en que se habían tomado la fotografía que seguramente había inspirado el cuadro. Recordó los picnics primaverales en el Palace Park, las tardes de cine de domingo, las estúpidas riñas adolescentes, algunos abrazos y muchas conversaciones, sobre todo esas que sucedían de madrugada, a media voz y apenas alumbradas. Le pareció escuchar de lejos el sonido de su risa floja...

El sonido de su voz...

¿Realmente había sido así su voz?

Lewis había cerrado los ojos sin darse cuenta, entregándose con el alma desnuda al torrente de imágenes y sensaciones que ahora fluían con fuerza desde el rincón más censurado de sus memorias. Vio cómo Elsa le sonreía desde detrás de una hamburguesa que había dejado kétchup y mostaza en la comisura de sus labios. La última cena compartida en un local de comida rápida.

La última cena con ella.

¿No te parece todo demasiado rápido? Apenas le conoces. Apenas te conoce...

Parece que no te alegres, Lewis. ¿Por qué no puede enamorarse de mí?

¡Claro que puede! Pero no hace ni tres semanas que ganaste su mecenazgo y ya estás hablando de él como si fuera tu novio, ya has decidido irte a vivir en su loft...

La ilusión de su mirada transformándose en enfado. En distancia. En rechazo...

No lo entiendes...

Explícamelo.

El nacimiento de una sonrisa pequeña. Boba.

Es atento conmigo. Me trata como si fuera una princesa. Me consiente con detalles. Me escucha sin juzgar. Comprende la soledad que a veces sentimos los artistas... Estamos en la misma sintonía, Lewis... Y me ama. Lo sé. Lo siento. Y yo le amo a él.

Lewis recordó sus llamadas correspondidas con evasivas, las excusas para no verle, las justificaciones absurdas...

La última discusión en un agujero lleno de abandono.

El olor a sangre.

Sus ojos en blanco.

La ayuda llegando demasiado tarde...

El repentino sonido del timbre lo sobresaltó. Todos los recuerdos que se habían quedado suspendidos a su alrededor se evaporaron al instante y Lewis se descubrió restregándose el dorso de la mano por la nariz y las mejillas. Había empezado a llorar sin darse cuenta, abstraído en su propio mundo interno. A través del cuadro Elsa le sonreía feliz, e, irónicamente, a él le parecía estar atrapado en una atmósfera espesa y antigua.

El timbre volvió a sonar, esta vez con más insistencia, consiguiendo que al fin Lewis fue capaz de girarse hacia la puerta, descubriendo la sombra de una silueta alta y masculina a través del panel lateral de cristal glaseado.

Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando puso la mano en la manija y la giró.

Un estremecimiento que acabó bajando por sus piernas y derramándose por el suelo cuando abrió la puerta y descubrió a Thane al otro lado.

—Thane...

—Hola Garby.

Thane sostenía la gorra de visera entre sus manos, mostrándose a rostro descubierto. Lewis le miró a los ojos, completamente desconcertado.

—¿Cómo has sabido dónde...

—¿Importa?

Lewis se estremeció y sintió la necesidad de cortar el contacto visual con el médium. Deslizó su mirada hacia el suelo, carraspeando tontamente ante la estúpida falta de palabras.

—Creí que no nos volveríamos a ver —dijo después de inspirar hondo y buscarle los ojos.

Thane le sonrió y asintió levemente, dirigiendo su atención hacia el cuadro que adornaba la pared detrás de Lewis, quien volvió a estremecerse y se frotó los brazos con ahínco antes de cruzarlos sobre su pecho.

—Está feliz —susurró Thane, con su mirada concentrada en la imagen de Elsa—. Feliz de que finalmente puedas aceptar.

Lewis soltó un suspiro entrecortado.

—No, Thane... por favor... —la voz de Lewis surgió agrietada—, no estoy listo todavía...

—Sólo quiere que lo sepas, Garby.

Lewis cerró los ojos y tragó saliva para aflojar el nudo de su garganta. El vello de su nuca seguía erizado y sintió una brisa fría atravesándole las mejillas. Inspiró una vez y soltó el aire lentamente. Inspiró otra vez y ahora se forzó a erguir el rostro y observar a Thane, quien permanecía paciente y sereno a una distancia de respeto.

—Lamento la muerte de tu hermano—Thane le observó sin decir nada, pero hubo un cambio en el fondo de su mirada—. En cómo murió —agregó—. Detrás de cada suicidio hay un mundo de silencio. Un mundo con demasiadas preguntas sin respuesta. Preguntas que atormentan. Posibles respuestas que aterran... —Lewis se encogió de hombros y siguió conectado a la mirada de Thane—. Siempre hay la duda de si podría haber sido distinto...

—Debemos vivir con ello —dijo Thane— pero no he venido a hablar de Hyppolitos.

—¿Entonces? —preguntó, haciendo evidente su incomprensión.

—Necesito tu ayuda, Garby. Otra vez.

Dohko jamás se había imaginado que pudiese acumular tantas cosas durante los años que había ejercido de juez. En un rincón del despacho ya había tres grandes cajas de cartón repletas de libros y libretas con apuntes de varios casos, y ahora se estaba dedicando a vaciar el último de los cajones, donde al parecer había ido almacenando los objetos más personales: utensilios de escritura, una grapadora rota, una cajita con clips, un perforador de papeles, unos auriculares de diadema no demasiado lujosos, un walkman sin pilas con un cassette titulado «varios» todavía dentro, una cajita con sobres de té caducado, un paquete de tabaco a medio consumir con un mechero guardado dentro, una agenda con teléfonos anotados a mano, algunas fotografías polaroid, un DNI caducado, un candado sin llave... Dohko iba desahuciando el cajón con la misma ilusión de un crío en busca de un tesoro, y lo iba dejando todo sobre el que había sido su escritorio oficial durante años.

Los toques a la puerta lo sorprendieron arrodillado en el suelo, aunque apenas les hizo caso. Su atención estaba totalmente vertida sobre su último hallazgo: un calendario del año 1998 en el cual cada mes presentaba la fotografía de algunos integrantes de los juzgados de esa época.

—Madre mía, qué jóvenes éramos todos...

Los toques volvieron a sucederse, en esta ocasión acompañados por la voz del alguacil anunciando visita.

¡Adelante! —exclamó, con la mirada puesta en la fotografía que encabezaba el mes de junio.

Kanon entró seguido de Saga y ambos se detuvieron en medio de un despacho desnudo y desalmado. Dohko dejó el calendario sobre la mesa y se sostuvo en ella para levantarse del suelo, acompañando el acto con varios quejidos y lamentos. Ya no había rastro de la toga por ninguna parte y el juez se acomodó los pantalones de chándal a una altura un poco excesiva.

—Samaras segundo, vienes pronto... —indicó sin prestarle demasiada atención.

—No puedo esperar más, juez Dohko.

Kanon habló con voz impaciente. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que lo sentía reverberando por todo el cuerpo.

—Si no es mucha molestia —dijo Saga, fijándose en cómo Dohko iba agarrando objetos para meterlos en la caja que tenía sobre la mesa—, nos gustaría conocer su resolución lo antes posible.

El juez no los miró. Simplemente se dedicó a seguir guardando su particular colección de pertenencias obsoletas.

Kanon soltó un soplido. Barrió el suelo con el pie y se enfundó las manos en los bolsillos de los jeans con brusquedad. Se mordió los labios para evitar soltar alguna barbaridad de las suyas y negó con la cabeza ante la total indiferencia que les estaba despachando el juez.

Saga también se estaba molestando y fue él quien al final dio un paso al frente para desencallar la situación.

—Dohko, por favor, no es un momento fácil para nosotros.

Dohko detuvo sus movimientos y le escrutó sin disimulo.

—Que yo recuerde no me he citado contigo, Saga, sino con tu hermano.

—Soy consciente, pero me gustaría estar presente.

—Kanon, siéntate donde puedas —dijo Dohko, indicándole una silla milagrosamente libre de trastos—. Querido fiscal —agregó, mirándose a Saga—, te agradezco que esperes fuera.

—Pero...

—Lo que aquí nos reúne a Kanon y a mí no te incumbe —insistió, rodeando la mesa hasta llegar a Saga, agarrarlo del brazo y tirar de él hacia la puerta.

—Sí me incumbe —se enfadó Saga, zafándose del agarre de un tirón.

—No. No te incumbe. Y ahora... —Dohko abrió la puerta, asomó la cabeza y llamó a un alguacil echando voces—. Controla que el Fiscal Samaras no se entrometa en mi reunión —ordenó cuando el funcionario se personó a la puerta.

De un empujón algo cómico se deshizo de Saga, y cerró la puerta a sus espaldas con un buen golpe, asegurándose intimidad con una vuelta de llave.

—A veces llega a ser un poco pesado tu hermano. Tiene que meter las narices en todo... —refunfuñó Dohko, acercándose de nuevo al escritorio con pasos cortos y veloces.

Kanon se había sentado en la silla, pero su culo estaba haciendo equilibrios en el canto del abismo, sus piernas botaban entregadas a un buen ritmo y las manos las tenía estrujadas en un nudo para evitar destrozarse unas uñas que ya estaban medio encarnadas.

—¿Cuándo ingreso en prisión? —le interpeló Kanon, pálido, sudado y al borde de un colapso nervioso.

Dohko acercó su sillón al escritorio y se dejó caer sobre él sin hacer ni caso al abogado. Sus manos volvieron al cometido de ir encestando trastos y Kanon se agarró a la silla para avanzar con ella hasta poder clavar sus codos sobre la mesa.

—¡Juez Dohko! ¡Suéltelo ya!

El cassette titulado «varios» apareció ante la irritada mirada de Kanon y, detrás de la cinta, despuntó la pícara sonrisa de Dohko.

—Miedo me da descubrir qué hay aquí dentro... —Kanon arrugó el ceño e hizo una mueca de exasperación, pero el juez siguió con su nuevo entretenimiento— ¿Tienes reproductor de cintas?

—No... eh... Rada quizás... —pensó Kanon en voz alta— ¡Yo qué sé!

—¡Ah! Y mira este calendario. Qué gracia me ha hecho encontrarlo —Dohko le ofreció el almanaque abierto por la mitad—. Hay que reconocer que tu padre tenía muy buena planta —Kanon lo agarró sin saber por qué lo hacía, y descubrió una foto de su padre rigiendo el mes de junio—. Yo salgo en octubre —rio—, cada uno en el mes de su cumpleaños. Ahora me viene a la memoria que lo hicimos para venderlo entre los trabajadores del juzgado y recabar fondos para alguna causa benéfica, vete a saber cuál. Si no recuerdo mal, Aspros cumplía años el mismo día en número que yo.

—El veinte... —murmuró Kanon, con el calendario temblando entre sus manos y la atención puesta sobre la imagen de su padre. Por un momento le pareció que Aspros le correspondía la mirada y fue entonces cuando lo devolvió al juez, como si esa foto le quemara los dedos del alma.

—No, no, quédatelo. Te lo regalo.

Kanon retrajo el brazo y acabó tirando el calendario sobre la mesa sin reprimir un fuerte gruñido de disgusto.

Ya no podía más.

La incertidumbre lo estaba devastando por dentro y la pachorra del juez amenazaba en hacerlo por fuera. El dedo gordo del pie le zumbaba de dolor dentro del calzado, los dedos de las manos apenas presentaban uñas y la garganta la tenía irritada de tanta nicotina camino abajo, camino arriba.

—¡No me haga sufrir más, joder! —le espetó, desesperado.

—De acuerdo, de acuerdo... —una mano revoleó al aire, despreocupada— Hablé con el alcaide de Korydallos —dijo al fin, agarrando la grapadora para comprobar si aún funcionaba.

—¡¿Y?!

—Tiene todas las plazas cubiertas.

—¡¿Cómo que «tiene todas las plazas cubiertas»?! ¡¿Así qué?! ¡¿Dónde ingreso?!

Dohko le miró con un íntimo divertimento dibujándose en sus ojos.

—¿Ingresar? ¡No, querido Samaras Júnior! —una repentina carcajada desconcertó todavía más al angustiado Kanon—. No ingresarás a ningún lado, dormirás en tu casa todos los días. O casi todos. Depende de los horarios.

Kanon se dio cuenta que se estaba mordiendo los nudillos de su puño derecho cuando este empezó a dolerle y sin pensarlo siquiera se halló arrebatándole de las manos una caja de tarjetitas de contacto que acabó volando por los aires.

—¡Me cago en la puta! ¡Deje de trastear y explíquese! —la agitada respiración de Kanon se leía en todo su cuerpo; los codos clavados en la mesa, las manos juntas a modo de rezo, pegadas a su nariz, y los ojos llorosos por fin consiguieron que Dohko inspirara calma y le dedicara una mirada tierna, casi paternal—. Mi vida está en juego, joder... —gimoteó con la voz agrietada—. Puede que a usted le importe una puta mierda, pero a mí sí que me afecta. A mí sí...

—Todo tu sufrimiento se debe a un accidente que tuviste con dos menores de edad.

Dohko barrió con la mano las tarjetas de contacto que habían caído sobre el escritorio y abrió un cajón que únicamente contenía un dossier.

—Ya se lo conté, señor juez... No me obligue a repetirlo.

—No, Kanon, no hace falta. Sólo resumo lo que, efectivamente, he leído en el dossier de tu caso. Como ves, pude recuperarlo —explicó, abriéndolo al azar para dejar pasar las páginas con rapidez.

—Y su resolución es...

Una lágrima cayó de sus ojos anegados. El violento latir de su corazón apenas permitía escuchar su propia voz.

—Niños por niños —decretó Dohko con una serenidad pasmosa—. El próximo lunes empezarás a ofrecer servicios sociales al hospital pediátrico de Atenas. Tu servicio durará seis meses y tu nueva "jornada laboral" será de unas seis horas diarias —en la mirada de Kanon el miedo comenzó a transformarse en algo más sosegado, más transparente—. ¿Tareas? —planteó Dohko, arqueando las cejas— Pues desde trasladarlos en silla de ruedas o en camilla donde haga falta, entregarles los ágapes, recogerlos, echar una mano en las cocinas... En resumen, cosas que no impliquen conocimientos médicos ni formación sanitaria. Pero eso ya te lo detallarán ahí mismo el lunes cuando empieces. Te esperan a las ocho en punto. Ah, y... —viendo el cajetín de tabaco pasado y rancio que había encontrado en su cajón lo agarró y lo alzó a la altura del rostro de Kanon— de ésto, olvídate. Al menos durante las horas que estés allí. No podrás ausentarte cada vez que te den ganas de fumar. Te tendrás que aguantar. ¿Alguna duda?

Kanon soltó un suspiro de liberación, se sorbió los mocos y se restregó las manos por la cara.

—No... Bueno, sí. Muchas dudas, pero da igual... Lo haré, Dohko. Lo haré —repitió, asintiendo para sí mismo, como si estuviera frente al inicio de un prometedor logro personal.

—No espero menos de ti, Samaras Don Incordio. Lo que sí te pido —Dohko agarró el dossier e hizo rodar su silla hacia un costado del escritorio, lugar donde toqueteó algo que Kanon no alcanzó a ver— es que te comportes, que ya nos conocemos. Que hables con corrección. Estarás con niños ¡Niños! Recuérdalo —insistió con el énfasis puesto en su dedo índice acusador—. Y que sigas las directrices de todas las personas que te rodeen. Ellos son profesionales del terreno y tú no. Además...— Dohko le miró de reojo, haciéndose el interesante mientras la máquina trituradora de papel comenzaba a desmenuzar el dossier con un masticado bastante delator—, creo que ahí encontrarás a alguien que conoces. ¿Quién sabe? Igual hasta os nace una bonita amistad. Cosas más raras se han visto.

Dohko se levantó de la silla y quiso rodear la mesa para seguir guardando sus pequeños recuerdos, pero antes que pudiera darse cuenta se encontró preso entre los brazos de Kanon.

—Gracias, su señoría —murmuró contra su hombro, estrechándolo con tanta fuerza que Dohko casi perdió la toma a tierra—. No sé si algún día podré compensarle lo que acaba de hacer por mí.

Dohko sonrió sin apenas poder respirar y le palmoteó la espalda para lograr que Kanon aflojara un poco ese inesperado abrazo.

—Sí podrás —gimió, sin aire—. Sólo...—con un discreto empujón consiguió que Kanon se separara de él y pudo mirarlo a los ojos, sintiéndose como un padre protector— Sólo debes prometer, y cumplir —señaló— que no volverás a cultivar marihuana en tu balcón. Este es el delito por el cual harás estos trabajos sociales que con tantas ganas esperas.

A Kanon se le escapó una risa infantil mezclada con alguna que otra lágrima de liberación.

—¿Puedo preguntar por qué está siendo tan bueno conmigo, Juez Dohko?

—Dohko. Nada de juez. Tramité la pena por tu delito de tenencia de hierba ayer. Hoy ya he amanecido jubilado —un par de palmaditas cariñosas cayeron sobre el hombro de Kanon—. ¿Por qué, preguntas? Pues porque en el fondo no eres un mal chico, Kanon. Digamos que sólo has estado un poco perdido y que eres muy toca pelotas, pero... a parte de esto... tienes buen corazón. Así que cuida el de tu hermano, que también es bueno, pero a él ya le ha dado un buen susto y no queremos que sean dos.

Lewis caminaba a un ritmo lento, cómodo para los dos. Thane se había vuelto a cubrir la cabeza con su inseparable gorra de visera y avanzaba al lado del que una vez había llegado a considerar amigo. El paseo que delineaba ese barrio de casas unifamiliares por uno de sus flancos albergaba varios árboles de hoja caduca, ahora desnudos, bancos de madera cada cierto espacio y un parque infantil al fondo. El vaho de sus respiraciones acompañaba sus pasos y el silencio compartido no se apreciaba embarazoso.

Thane avanzaba con las manos enfundadas en los bolsillos de sus vaqueros viejos. Lewis lo hacía con las suyas protegidas por la felpa de su chaqueta de chándal. Las luces del paseo comenzaban a prenderse para mitigar la oscuridad que estaba dejando el descenso del sol y Lewis saludó cortésmente a un hombre que pasó trotando en dirección contraria.

—¿Todavía sales a correr? —Thane ladeó mínimamente el rostro y vio cómo Lewis se cerraba la cremallera de la chaqueta hacia arriba del todo.

—Siempre que puedo —Lewis se encogió de hombros como un chiquillo. —. Me gusta. Me mantiene en forma. Me evado de los quebraderos de cabeza...

Sus pasos se detuvieron delante de un banco vacío y tomó asiento en él. Thane se permitió uno segundos de contemplación durante los cuales Lewis le rehuyó la mirada y finalmente se sentó a su lado.

—No necesito que me respondas ahora, Garby —Thane habló con calma, con su mirada puesta en el paseo y en los pocos transeúntes que pasaban por delante de ellos.

Lewis inspiró hondo y exhaló un largo suspiro.

—Hace poco que he empezado a trabajar en un hospital. Un hospital oncológico infantil. La enfermería siempre ha sido mi vocación.

—Y no pretendo que lo dejes. Únicamente necesito que alguien represente a ese chaval. Alguien sólido. Y estoy dispuesto a pagarte los honorarios que propongas. Sé que eres tan buen abogado como enfermero.

Lewis giró su cabeza hacia Thane y le miró, severo.

—Ni se te ocurra pensar en pagarme.

—El trabajo debe ser remunerado.

Ambos se sostuvieron la mirada. Thane trató de sonreír a través de esa tristeza suscrita a su alma y Lewis sintió cómo un cosquilleo de compasión le recorría el espinazo.

—Dices que el chico se asume culpable de homicidio en primer grado, que rechaza la representación de cualquier abogado. No hay mucho que pueda hacer por él, Thane... No puedo ayudar a quien no se deja. Ya lo intenté una vez, y fracasé.

—No pretendo que lo defiendas para eximirle de su delito, pero sé que puedes suavizarle la condena, conseguirle permisos por buena conducta, rebajarle algunos años... —la voz de Thane perdió la intensidad de su tono grave y su mirada brilló con un destello semejante a la esperanza—. A este muchacho no le queda nada más en la vida que su propia vida, y no se merece pasarla entre rejas hasta que sea anciano.

Lewis le observó desde la sensibilidad de sus respectivas almas, desde la pureza de su antigua y peculiar amistad.

—Tú amas a este muchacho... ¿me equivoco?

—Como si fuera mi hijo.

Lewis volvió a inspirar hondo y dirigió la vista hacia la luz de la farola frente a sí. Una ráfaga de viento le revolvió los cabellos y se llevó una mano la cabeza para sujetarlos junto a sus pensamientos.

—Esta semana trabajo de noche. Libro viernes, sábado y domingo y lunes comienzo en turno de mañana —expuso—. No voy a dejar mi trabajo en el hospital, así que deberemos hacer malabares para combinarnos —aclaró, regresando su atención a Thane.

—Lo que haga falta.

—¿Puedes concertar una visita para mañana a primera hora de la tarde?

—Sin problema —convino el médium—. Únicamente necesito saber el nombre del abogado que se entrevistará con Kagaho Bennu.

A Lewis se le escapó una sonrisa que tuvo la virtud de cruzarse por el sufrido rostro de Thane.

—El abogado será un novato en el terreno y su nombre es Lewis Dou Garbellen.