El Mini Coupé se estacionó justo delante del número facilitado por Dimitri. Afrodita subió el freno de mano y paró el motor sin decir nada, fijándose en la frágil figura del cura, hundida a su lado. Dimitri no se había quitado el abrigo y había viajado todo el rato con una vieja bolsa de cuero cuarteado sobre el regazo, la bufanda de cuadros enroscada en su cuello y la gorra bajada hasta las cejas.
Dimitri no hablaba.
No había dicho nada desde que horas atrás habían abandonado Davleia y ahora se asemejaba peligrosamente a un muñeco de cera a punto de quebrarse. Afrodita le miró largamente y sólo le pareció ver cómo un débil suspiro empequeñecía aún más sus hombros vencidos.
—Hemos llegado... —dijo con voz suave, impacientándose un poco ante la inmovilidad del párroco—. Dimitri, ¿me oye? —su joven mano se posó sobre el hombro del viejo, presionando más capas de telas que carne y hueso—. Es aquí... Vamos, que le acompaño dentro.
Afrodita hizo el ademán de abrir la puerta pero, de repente, la agrietada voz de Dimitri lo sostuvo.
—Toda mi vida sirviendo a Dios. Toda mi vida, hijo... —se lamentó, bordeando el llanto. El sueco abortó su intención de bajar y se conectó con la mirada vidriosa de Dimitri, ahora dirigida hacia él—. Siempre trabajando para el prójimo, haciendo lo correcto...
—Ha hecho lo correcto.
—"Queda liberado de las obligaciones y funciones vinculadas a la ordenación" dice la misiva. ¡"Liberado"! ¡¿Cómo se atreven a usar esta palabra?! —Dimitri rompió su cascarón de parafina únicamente para restregarse un pañuelo arrugado por la nariz—. No han tenido ni el valor de decirme que me excomulgan...
Dimitri se sonó con rabia y Afrodita lo observó desde un sentimiento de compasión totalmente nuevo para él.
—Lo siento —dijo con sincero pesar, sentándose de medio lado sobre una pierna flexionada debajo de su culo—. Es mi culpa. Si yo no hubiese venido a meter las narices, aún tendría oficio y casa.
—No —negó Dimitri, también con la cabeza—. No lo sientas. Lo único que yo lamento es que no hubieses venido antes. Tú o alguien como tú. Cuando yo aún tenía fuerzas, porque te juro por el Dios que ahora me da la espalda —dijo, alzando un dedo tembloroso—, te juro que hubiera arrancado las pelotas a toda esa congregación de malnacidos —los pequeños ojos desaparecieron detrás de la acumulación de lágrimas— ¡Cerdos! ¡Malvados! —lloró, entregado igual que un niño pequeño.
Todo su cuerpo convulsionaba y Afrodita se encontró vacilando entre el remilgo que le ocasionaba la ranciedad de Dimitri y la necesidad de consolar esa alma desvalijada. El sueco hizo el ademán de abrazarle y el viejo párroco se agarró a sus brazos como si fuesen el único salvavidas que le quedara a mano.
Poco a poco el llanto fue desapareciendo para dejar espacio a una especie de vacío en el que ya no quedaban palabras ni gestos que lo pudieran llenar. Finalmente Afrodita consiguió separare de la desolación del viejo y bajarse del coche. Un golpe de frío le hizo estremecer el cuerpo y se atusó la ropa como si necesitara sacudirse las partículas de senectud que Dimitri había dejado prendidas en su jersey Bendorff rosa. Pensó en ponerse el abrigo pero descartó la idea para ganar tiempo, apresurándose a rodear el coche para abrir la puerta del copiloto.
—Vamos, Dimitri. No lo alarguemos más.
No hubo más tiempo para quejas ni lamentos. El sueco aferró la bolsa que había viajado sobre su regazo y le tendió la mano para ayudarle a salir. Después de que Dimitri lograra tocar tierra con ambos pies, hicieron falta tres balanceos y un aguante de respiración para conseguir alzarse del asiento. El brazo de Afrodita se convirtió en un buen punto de agarre al que sujetarse y los dos avanzaron como si sus pies arrastraran el peso de una derrota inmerecida. Ascender los seis peldaños que los separaban de la entrada fue toda una prueba de voluntad para Dimitri, quien exhaló un largo suspiro de abandono cuando consiguió coronar la cima. Afrodita le miró de reojo con pena, golpeándole cariñosamente las garras que se clavaban en su brazo antes de presionar el timbre con un toque largo.
La puerta se abrió casi de inmediato, presentándoles un agradable aroma a puchero, un hombre casi tan antiguo como Dimitri y dos mujeres de edad madura y corte eclesiástico.
—Padre Porfirio —dijo el hombre, extendiendo las manos para tomar las del viejo cura—, le estábamos esperando.
Dimitri no sabía muy bien qué decir. Una de sus manos seguía agarrada al brazo de Afrodita como si de soltarlo fuera a caerse en un abismo sin final, mientras que la otra era sostenida por otro par de manos casi tan vividas como las suyas.
—Yo soy el padre Tobías, y ellas son la hermana Ágata y la hermana Margarita.
Las monjas, vestidas con faltas oscuras y rectas hasta media pierna, jerséis de lana con cuello de pico y blusas blancas, le sonrieron desde la distancia de respeto que todavía marcaba ese primer encuentro. Ambas mujeres lucían el cabello corto y canoso, sus rostros se presentaban serenos y limpios y sobre sus pechos pendían unas sencillas cruces presumiblemente de madera. Dimitri observó a esas tres personas a través de la cachaza que le otorgaban los años y finalmente asintió, exhalando un largo suspiro que pareció insuflarle algo de movimiento y voluntad.
—Gracias por acogerme —la voz surgió débil, pero sincera.
—Faltaría más, padre —Tobías sostuvo la mano de Dimitri unos segundos más durante los cuales ambos se reconocieron camaradas —. Y usted debe ser el diablillo que ha puesto la Iglesia como un gato panza arriba — el cura miró a Afrodita con una mezcla de curiosidad y ternura—. Es un honor para nosotros poder conocerle en persona —agregó, tendiéndole la mano.
Afrodita sintió cómo un inesperado rubor acudía a sus mejillas.
—Hice lo que mi deber como periodista me dicta —remarcó.
—Y yo se lo agradezco —Tobías le sonrió complacido y se giró hacia las monjas, pacientes a sus espaldas— Por favor, hermanas, acompañen al padre Porfirio a su dormitorio y ayúdenlo a instalarse. Muéstrenle todas las dependencias comunes, yo en seguida me reúno con ustedes.
El padre Tobías entregó la bolsa de mano a las hermanas y Dimitri avanzó un par de pasos, deteniéndose en seco para girarse y mirar a Afrodita, todavía apostado al otro lado de la puerta. El sueco asintió y le instó a que siguiera a esas monjas sin hábito hacia lo que a partir de ese momento sería su nueva casa.
Afrodita inspiró hondo e intentó insertar sus manos en los bolsillos de sus ajustadísimos jeans blancos.
—Lo único que lamento es que el padre Dimi..., digo, Porfirio —rectificó—, se encuentre en esta tesitura de rechazo y abandono por parte de la Comunidad a la que siempre ha prestado servicio.
El viejo arqueó las cejas y asintió cerrando los ojos con una parsimonia muy parecida a la de Dimitri.
—Ay, no se preocupe, joven... Aquí estará bien. Pero, por favor...pase... —el cura se hizo a un lado y Afrodita dudó—. Le invito a que se quede a comer con nosotros. Así será testigo directo de la labor que hacemos en el comedor social del barrio y, quién sabe, tal vez le inspiremos un nuevo reportaje.
El periodista le miró de frente, sin barreras ni filtros. El anciano seguía sonriéndole, aguantando la puerta abierta, y Afrodita se fijó en la sencillez de atuendo, muy similar al de las mojas: pantalones de pana oscura, jersey de lana con cuello de pico y debajo una camisa de franela con el cuello gastado y estampado de cuadros.
—Me sabe mal robarles tiempo —se excusó, sintiéndose un poco atrapado.
—Insisto. Me gustaría que alguien como usted pudiera darnos visibilidad.
Afrodita suspiró, valorando la nueva idea de reportaje que se estaba dibujando delante de él.
—De acuerdo —aceptó al fin, adentrándose un paso.
—Como bien podrá comprobar, aquí todos cojeamos de algún pie: los que no hemos sido echados por la Iglesia la hemos dejado por voluntad propia. Aun así, seguimos unidos en la labor de cuidar al prójimo y acoger en nuestro seno todo aquél que necesite cobijo, ayuda y consuelo.
—¿Todos ustedes son parias de la Iglesia? —se sorprendió Afrodita gratamente y sin disimulo alguno.
El hombre se rio, y lo hizo con ganas mientras se daba media vuelta y empezaba a caminar, dando por seguro que ese joven vivaracho e intrépido le seguiría los pasos.
—Si lo quiere ver así...
Una pícara sonrisa flotó por el rostro de Afrodita. No podía negarlo: ese hombre le gustaba.
Ese lugar le gustaba.
Los pasos de Tobías los condujeron directamente al comedor, el cual era mucho más amplio de lo que se podía imaginar desde la calle. La cocina estaba ubicada en un lateral y, entre humos y ajetreos, se podía distinguir un buen equipo de personas, mayormente mujeres, al mando de lo que se auguraba un caliente ágape de invierno.
El viejo cura se detuvo y se volvió hacia el sueco para encararlo como si necesitara examinarlo, con sus manos todavía sujetas en la espalda y la curiosidad achicando su mirada.
—¿Afrodita se llama? He visto que firma así sus crónicas, y en la tele también usan este nombre de diosa griega cuando lo entrevistan o hablan de usted...
Una espontánea risa iluminó el rostro de Afrodita, quien de inmediato adoptó una pose coqueta y engreída.
—En realidad mi nombre es Christian, pero siento que es demasiado común para mí —alzó el mentón y sacudió la cabeza con gracia, haciendo bailar sus abundantes bucles de cabello azulado—. Soy una persona que ama la belleza, el gusto, la elegancia —se pavoneó, medio en broma medio en serio— y, no nos engañemos padre... —su voz bajó hasta convertirse en una confesión— amo crear controversia ahí donde voy, así que... ¿qué mejor que apodarme con un nombre tan hermoso y potente? Para bien o para mal, no deja a nadie indiferente.
—A usted lo que le gusta es que lo adulen, ¿verdad, pillín?
—Adulación es lo que yo y mis reportajes merecemos, padre... —una media sonrisa acompañó esa exagerada manifestación de vanidad.
Tobías asintió, satisfecho. Permaneció observando a Afrodita unos instantes más, hasta que una sombra de seriedad y preocupación oscureció su mirada.
—Tenga cuidado, joven —advirtió—. Ha cabreado mucho a la Iglesia y es muy probable que intenten apagar su luz.
—Soy consciente, padre —susurró Afrodita dejando de lado la guasa.
Tobías asintió después de asegurarse que ese joven descarado entendía en qué boca se acababa de meter e inspiró hondo, dándose media vuelta para adentrarse entre las hileras de mesas y bancos, ya listos para acoger la comida principal del día.
—Amigo Afrodita, para que en su nuevo artículo quede todo claro... —Tobías elevó la voz y comenzó a gesticular con una mano mientras la otra la mantenía apoyada sobre su riñonada—, aquí puede ver una muestra de la solidaridad de la gente del barrio. En las cocinas trabajan varias hermanas que también viven en nuestra comunidad; los platos los sirven voluntarios del barrio y de las tareas de limpieza nos encargamos entre todos. Incluso a veces, los usuarios, también nos echan una mano. Aquí todos somos iguales, no existen diferencias de ningún tipo, y toda persona que lo necesite es bienvenida. Si mira hacia la izquierda, verá que al otro lado del comedor también disponemos de una zona de aseo, con algunas duchas y un par de lavadoras para la ropa. Todo es financiado gracias los aportes económicos de algunos particulares y por la ONG que nos ampara. Los menús son elaborados con alimentos donados por supermercados, tiendas de comida fresca y algunos restaurantes solidarizados con la causa. Ahora... ¿quiere participar también en el servicio?
Afrodita había estado tan absorto siguiendo los pasos de Tobías y escuchando sus explicaciones que no se había dado cuenta del camino recorrido. Sin saber cómo se encontró con un gorro desechable entre sus manos, un delantal bien plegado sobre la mesada metálica y un par de guantes de nitrilo azules bailando delante de sus ojos.
—¡¿Qué?! ¡¿Yo?! —sus labios se deformaron de terror al examinar el gorro e imaginarse con eso en la cabeza.
—No hay nada mejor que experimentar para poder transmitir, amigo Afrodita... —le picó Tobías, divertido—. Además, así acompañará un par de horas más al padre Porfirio, estará feliz...
Afrodita lo miró fijamente, se resopló uno de los bucles que caían por su frente y se colocó el gorro con toda la poca gracia de la que fue capaz, dejándoselo torcido y con media melena fuera.
—Apuesto a que lo echaron de la Iglesia por manipulador.
Tobías torció el labio y fingió valorar el envite de Afrodita mientras intentaba colocarle el gorro bien.
—A la una se abren las puertas. Usted se encargará de ello. Luego, a servir puchero. Y no sufra, que todas estas almas caritativas lo ayudarán. ¡Ah! Y guárdenos lugar al padre Porfirio y a mí en una de estas mesas. Voy a ver si necesita algo más y venimos a comer.
Un guiño de ojo fue todo lo que Afrodita consiguió antes de ver cómo el viejo deshacía el camino que lo había conducido hasta allí.
—Será cabrón el tío...—se quejó el sueco, cogiendo el delantal para sacudirlo y desdoblarlo.
A través de las ventanas comenzaba a verse movimiento en la calle y a su lado, un par de chicos algo más mayores que él, debidamente vestidos para la ocasión, colocaron la primera bandeja de comida en la barra de servicio. En los brazos de uno se distinguían moratones y pinchazos; el otro se vislumbraba fuerte y sano. Ambos lucían unos rasgos que los definían hermanos. Afrodita tragó saliva y sintió cómo un extraño estremecimiento de emoción le recorría el espinazo.
Aquí todos somos iguales...
—Tobías me ha dicho que debo abrir la puerta y servir, pero no me ha explicado nada más...— con gestos más acertados de lo esperado se ató el delantal a la espalda— Me ha dejado un poco... ¿cómo decirlo?... Colgado —se aventuró acercándose a los chicos, haciendo un gran esfuerzo para no clavar su vista en los brazos del que parecía menor.
—Eres nuevo, ¿no? —preguntó el más corpulento, sonriente. Afrodita asintió, colocándose las manos en jarra, dispuesto a participar del zafarrancho—. El padre Tobías siempre hace lo mismo, ¿sabes? Es como una especie de novatada, porque sabe que la primera apertura de puertas siempre deja huella.
—Me gustan las huellas. Sobre todo las que quedan —fanfarroneó Afrodita.
—Entonces estás en el lugar adecuado, amigo.
Un apretón en el hombro no le tranquilizó en absoluto, pero sí lo hizo sentir acompañado y supo que ese era un buen lugar.
El mejor lugar donde Dimitri podía estar.
