Rhadamanthys entreabrió los ojos con fastidio y gruñó de mala gana, maldiciendo la costumbre que tenía Kanon de no bajar nunca la persiana del todo; el sol, insolente y juguetón, se filtraba a través de la separación de las lamas y apuntaba directamente al cabezal de la cama. Rhadamanthys bufó, dio media vuelta y tiró del edredón con tanta brusquedad que destapó sus pies; se encogió para volver a esconderlos y se cubrió la cabeza, pero tampoco estaba cómodo. Volvió a girarse y fue entonces cuando reparó en que lo que realmente le jodía era la urgente necesidad de acudir al baño. Apartó el edredón a disgusto, se levantó refunfuñando en su lengua natal y al rodear la cama se dio cuenta de que estaba solo, detalle al que no le dio mayor importancia.

Al salir del baño regresó a la habitación y revisó el móvil que tenía enchufado en su mesita de noche: eran pasadas las doce del mediodía, la temperatura exterior rozaba unos agradables catorce grados centígrados para estar todavía en invierno y el cielo se auguraba despejado de nubes. No había llamadas perdidas ni whatsapps pendientes. Todo estaba siendo fiel a un perfecto decálogo dominical y Rhadamanthys cambió el modo no molestar por el de vibración sin tono. Un largo bostezo lo halló todavía perezoso y el estiramiento de brazos por detrás de su cabeza le hizo crujir un hombro. El móvil fue lanzado sobre la cama y optó por vestirse, eligiendo unos pantalones de chándal y unas pantuflas bastante gastadas. Al acercarse a la balconera con la intención de abrirla y subir la persiana corroboró lo que ya sospechaba: el sol regía imponente en lo que parecía una mañana de domingo casi primaveral.

En el salón todavía vivían las sombras y tampoco había rastro de Kanon por ningún lado. Repitió la misma acción que en el dormitorio y cedió al impulso de salir al balcón para dejarse acariciar por el sol. La brisa que jugaba con sus cabellos revueltos era agradable. En el edificio de enfrente una señora barría la terraza; en un piso más abajo se veía cómo un par de niños jugaban en el suelo del salón, y en alguno más arriba un gato se paseaba orgulloso por la estrecha barandilla, desafiando todas las leyes del equilibrio y la gravedad. A lo lejos escuchó el sonido de una ambulancia y se asustó cuando una paloma cruzó veloz por delante de su rostro adormilado. Otro bostezo consiguió oxigenar un poco más su mente y cuando se cruzó de brazos sobre la barandilla, dispuesto a seguir observando el sencillo transcurso de la vida, vio cómo Kanon aparecía por la esquina con la bolsa de deporte colgada del hombro.

No se movió cuando escuchó el sonido de las llaves en la puerta. El gato vecino lo mantenía entre temeroso y fascinado y cuando Kanon se personó a su lado simplemente lo miró de soslayo. El abogado lucía el cabello medio mojado, masticaba una banana y ofreció la mitad que le quedaba a Rhadamanthys, quien no lo defraudó al declinar la oferta.

—¿A qué hora te has ido? —preguntó el inglés, obviando cualquier tipo de saludo.

—Debían ser sobre las siete. Un poco antes quizás.

Kanon engulló el resto de banana y tiró la piel sobre la mesita redonda de mármol.

—Entonces apenas has dormido.

Un encogimiento de hombros pretendió restar importancia al hecho de haber descansado únicamente un par de horas.

—Tenía ganas de ir a nadar.

—En domingo —concluyó el inglés—, después de la paliza que nos metimos en el pub.

—Sí. En domingo, Wyvern. A mí me la suda el día y la hora, ya lo sabes. Cuando tengo ganas, voy.

—Y cuando algo te preocupa, también.

Rhadamanthys se giró hacia Kanon, sosteniéndose de medio lado con el codo que tenía apoyado en la barandilla. Kanon se pasó la lengua por los dientes y volvió a encogerse de hombros; sacó el maltratado cajetín de tabaco que guardaba en el bolsillo delantero de sus jeans y cogió uno de los últimos cigarrillos

—¿Es por mañana? ¿Te preocupa cómo puede irte en el hospital? —tanteó.

La primera bocanada de humo los envolvió a los dos y Kanon aspiró una segunda calada con más ahínco del deseable. Haciendo oídos sordos al interés de Rhadamanthys deslizó sus manos por la barandilla a ambos lados de su cuerpo y descargó el peso de su cuerpo en los brazos tensos. El cigarrillo humeaba entre los dedos de su diestra y su verde mirada halló un blanco donde concentrarse.

—Puto gato... ¿lo has visto, Wyvern? Durmiendo en la barandilla con la cola colgando, tan pancho el bicho...

—Kanon...

—Si se cae se revienta...

—No lo creo. Es un gato.

—¿Ahora te las das de experto en gatos? —la pregunta pegó irónica y Kanon ojeó al inglés con desconfianza antes de aspirar una nueva calada y recuperar al felino.

—Te he preguntado algo, Kanon... —insistió Rhadamanthys, sintiéndose al límite de su paciencia.

—Son cuatro pisos... —murmuró, contando los balcones—. Fijo que se revienta.

—¡Kanon!

—¡¿Qué?! —exclamó girado hacia el inglés, quien se mordió los labios y se agarró del cabello mirando al cielo —¡¿Qué quieres que te diga?!

Rhadamanthys se frotó el rostro y trató de inspirar con calma. Observó a Kanon detenidamente durante unos segundos y frente a los indicios de un bucle infinito, decidió rendirse.

—Nada. No me digas nada —los dedos tamborilearon la barandilla y zanjaron el momento con una palmadita sobre el metal—. Me voy a preparar un café.

El Wyvern entró al salón y Kanon se volteó hacia su escapada, mordiéndose los labios antes gesticular con impotencia.

— ¡Claro que estoy nervioso, joder! —gritó desde el otro lado del cristal.

Nada. Rhadamanthys había desaparecido y Kanon únicamente se halló acompañado de la confesión de algo fácilmente asumible por todos. Cuando quiso regresar a las andaduras del felino este seguía dormido y, al cabo de un par de minutos de distracción callejera, notó cómo algo se movía en el salón. Con desidia ladeó el rostro por encima del hombro y descubrió que Rhadamanthys se sentaba en el sofá y fijaba su atención en el móvil. En la pequeña mesa había dejado una taza humeante y en su mano libre se apreciaba algún tipo de bollo medio mordido.

El abogado aspiró la última calada hasta quemarse los labios y expulsó todo el humo tragado por la nariz. Enterró la boquilla en el cenicero que tenía sobre la mesita del balcón y sintió asco de sí mismo al descubrirlo completamente desbordado de colillas y cenizas apelmazadas y malolientes. El gato se había puesto en pie y arqueaba toda su espina dorsal únicamente para avanzar un par de palmos, darse una media vuelta milimétrica y volver a acostarse sobre la barandilla.

Cuando entró en el salón Rhadamanthys ni le miró. El inglés permaneció sumido en un estúpido scrolling de Instagram y bebió un largo sorbo de lo que Kanon supuso un insípido café aguado.

—¿Sabes las veces que he pisado un hospital, Wyvern? —la pregunta apareció suave y el inglés alzó la mirada hacia él en silencio, dándole tiempo para ampliar lo que fuese que Kanon intentase decir—. Cuando de adolescente me hice un esguince en el tobillo, cuando murió mi padre y cuando Saga sufrió el infarto. Nunca más —aclaró arqueando las cejas con un peculiar deje de humildad.

—El Juez Dohko ha sido muy benevolente contigo, Kanon...—intervino Rhadamanthys alzando la vista del móvil, decantándose por el diálogo más que por el enfrentamiento— Es un hospital infantil. Pudo haber sido mucho peor.

—Lo sé. Si... —un suspiro escapó de sus labios y Kanon dejó caer la mirada por el suelo mientras apoyaba su trasero contra la mesa del salón—. Si yo me hubiese tenido que infligir la pena, te aseguro que hubiese sido mucho más duro que él. Me hubiese mandado a cumplir seis meses de cárcel como mínimo.

Rhadamanthys se echó hacia adelante y apoyó los brazos sobre sus muslos, cruzando las manos entre ellos.

—¿Entonces?

Kanon le miró. Rhadamanthys también. El silencio entre ambos comenzó a experimentarse raro y el abogado echó la vista al cielo antes de regresarla sobre el inglés.

—¿Cuál es el problema? —insistió el Wyvern para romper la tensión— ¿Por qué cojones llevas días estando de tanta mala leche? ¿Te ha pasado algo con Saga? —una risita irónica escapó de Kanon—. A parte de la discusión del otro día me refiero. Eso ya es más que habitual...

Kanon se agarró al borde de la mesa y sacó pecho echando los hombros hacia atrás al tiempo que inspiraba hondo.

—¿Puedo contarte algo, Wyvern?

El inglés lo miró extrañado y se tensó.

—¿A estas alturas tienes que preguntarme esto? —Kanon siguió mirándole y el Wyvern se puso en lo peor—. ¿Qué has hecho ahora?

Kanon no se rebeló contra la presunción de culpabilidad que cayó sobre él. Sencillamente deslizó su mirada hacia el mueble de la televisión y se acercó a él. Se agachó frente a los cajones y abrió el último. Comenzó a sacar cables, cargadores, alguna revista de videojuegos anticuados, un mantel jamás usado junto a su juego de servilletas, una bolsa de plástico con cucharillas desparejas, velas, una linterna y un sobre.

Arrugado y bastante maltratado.

Todavía cerrado.

Al alzarse del suelo le crujieron las rodillas y sin pensárselo de más entregó el sobre a Rhadamanthys.

—¿Qué es? —el Wyvern lo miró del derecho y del revés, viendo que provenía de una clínica privada y cuyo destinatario era ni más ni menos que Aspros Samaras— ¿De dónde lo has sacado? —se intrigó al darse cuenta de que seguía cerrado.

—Estaba en el cofre que nos dio Úrsula cuando fuimos a verla a Esparta.

—¿Tu padre ya sabía que estaba enfermo del corazón?

—¡Joder, Rada! ¡Pareces tonto! ¿Que no ves que nunca ha sido abierto?

—¡Sí! ¡Sí, lo veo! —se molestó Rhadamanthys volviendo a revisar el sobre por delante y por detrás— Pero no sé qué cojones quieres decirme, Kanon...

—La clínica —dijo el gemelo cruzándose de brazos, de pie frente al Wyvern—. Era una clínica privada que trataba problemas de fertilidad masculina.

—¿Y?

—¡Jodeeeer, Wyvern! —se exasperó Kanon—. ¿Por qué cojones tenía que visitarse ahí mi padre si supuestamente es nuestro padre? ¿Qué dudas podía tener?

A Rhadamanthys pareció aclarársele la mente y la mirada.

—A no ser...—pensó en voz alta, volviendo a mirar el sobre.

—A no ser que aquí dentro haya unos resultados que digan que mi padre era estéril.

El Wyvern se quedó en silencio, pensando, y Kanon se sentó en el sofá, a su lado.

—Podría haber un resultado estándar...

—Podría, Wyvern, pero no lo miró. Y no lo miró porque probablemente tenía miedo de leer algo que no le hubiese gustado.

—¿Y tú? ¿lo has abierto?

—¡¿Lo ves abierto?!

Rhadamanthys negó con la cabeza y devolvió el sobre a Kanon.

—Ábrelo y sal de dudas.

—No puedo, Rada... Saga no sabe que esto existe.

Kanon se quedó con el sobre entre las manos, dándole vueltas y vueltas, y Rhadamanthys le estudió el perfil gacho con cierta ternura.

Para el inglés sólo existía un padre de los gemelos: el que había conocido cuando era un adolescente recién llegado a Atenas, el que lo había encontrado en su propia casa sentado en su sofá y jugando a la Play Station, el que lo había tratado siempre con respeto e incluso afecto.

El fiscal de Atenas, ni más ni menos que Aspros Samaras.

Rhadamanthys se sumergió en sus propios recuerdos y no hallaba razones que le hicieran valorar otra opción que la que él había conocido. Rememoró con la vergüenza ya superada la mañana que lo encontró saliendo del cuarto de Kanon con el olor a porro impregnado en su cuerpo y la mirada vidriosa de resaca, la invitación al almuerzo, el rechazo de Kanon y su educada aceptación. A partir de esa mañana, la relación que Rhadamanthys estableció con Aspros fue un poco más allá de la mera cordialidad. Llegó a apreciarlo más que su propio hijo y se permitió disfrutar de la compañía que Aspros estuvo dispuesto a ofrecer.

Inspirando cierta melancolía, el Wyvern deslizó la mirada por las paredes del piso que él y Kanon alquilaron cuando rondaban los inicios de sus veintes y le pareció revivir a Aspros entre ellas, con la caja de herramientas en una mano y la promesa de arreglarles cuanto pudiera en la otra.

Y lo hizo.

El fiscal no dudó en subsanar unas fugas de agua que su ineptitud veinteañera era incapaz de solventar. Ese día Aspros se ensució las manos, la ropa y el orgullo, dejando de lado el dolor que le ocasionaba el constante rechazo de Kanon.

Con él Aspros siempre se había mostrado como el Aspros padre, nunca como el Aspros inalcanzable. Rhadamanthys sufrió su repentina pérdida casi tanto como Saga, aunque el desubicado talante con el que Kanon afrontó la circunstancia hizo que sus muestras de dolor permanecieran bien encerradas de piel para adentro.

—¿Qué cambiaría para ti descubrir que Aspros en realidad podría haber sido estéril? —planteó, cortando el pensativo silencio que se había establecido entre los dos.

—¿Saber que nuestro padre sigue con vida te parece poco?

—Pero ¿qué cambia este hecho en tu pasado? —insistió Rhadamanthys—. Yo creo que nada. Y estás dando por sentado que el resultado encerrado en el sobre es malo . ¡No lo sabes, Kanon!. Las probabilidades son fifty fifty.

Kanon se pasó una mano por los cabellos y se los mantuvo agarrados, dejándose la frente despejada, aunque su mirada seguía divagando por las arrugas del sobre.

—Deseé tantas veces que mi padre fuera Defteros...

—Porque en su ausencia lo idealizaste.

Kanon arrugó el ceño y se irguió ofendido.

—¡No!

—Sí, Kanon, sí. Proyectaste en él una figura paterna ideal, hecha a tus antojos, pero no tienes ni puta idea de qué tipo de padre pudo haber sido contigo cuando eras un crío.

—Tengo algunos recuerdos de cuando yo era un moco y estábamos con él. Y ha cuidado durante décadas de nuestra madre, Rada... No puede ser una mala persona...

—¡Yo no digo eso! Además, ¿qué importa todo ya? En nada regresan a Atenas, él y tu madre, y lo hacen para quedarse. Podrás disfrutarlo hasta que le llegue el día de morirse, sea tu padre biológico o no.

Kanon bufó con tanta fuerza que revoloteó los cabellos que volvieron a caer sobre su rostro.

—Si abrimos el sobre y los resultados son malos, a Saga le da otro patatús. Rechaza a Defteros, por mucho que ahora esté representando su rol de hijo modélico e ideal.

—¡Está en su derecho, Kanon! —Rhadamanthys bebió lo que le quedaba de café de una tacada y se levantó del sofá, enérgico—. Esta conversación la deberías tener con él, no conmigo —sugirió—. Y también deberías apreciar el esfuerzo que está haciendo.

—No es un esfuerzo. Es un puto papelón para quedar bien. Lo conozco, Rada. Es mi gemelo, a veces parece que lo olvides.

Rhadamanthys gruñó ya sin paciencia y se dispuso a abandonar el salón, aunque se detuvo en el umbral del corto pasillo que conducía al baño y la habitación.

—Saga es de Aspros, te guste o no. Nada cambiará eso y, por ser tu gemelo, deberías saberlo mejor que yo— dijo el Wyvern, sujetándose con una mano en el marco de la puerta y observando a Kanon por encima de su hombro—. Me voy a duchar. Mientras tanto puedes pensar en mostrarle el sobre y plantearle la situación cuando vayamos a comer a su casa.

—¡Mierda! —se quejó Kanon, frotándose el rostro con gestos bruscos al dejarse caer contra el respaldo del sofá—. Lo había olvidado...

—Es domingo, Kanon. A pesar de vuestras riñas y disputas, Saga es fiel a su empeño de cuidarte el estómago una vez por semana. Eso también deberías tenerlo en cuenta.

—¡Joder, Wyvern! ¡fóllatelo! ¡es lo que te falta!

Rhadamanthys estiró los labios en plan interesante mientras fingía valorar la posibilidad.

—Te confieso que antes de enrollarme contigo también lo tuve en consideración, pero por ese entonces ya me iban los tíos macarras.

Rhadamanthys se rio de sus propias palabras y esquivó con reflejos el ataque del cojín.

—¡Vete a la mierda, Wyvern!

—¡Capullo! —el cojín fue lanzado de vuelta al sofá y Kanon lo cogió al aire— ¡Con Saga no hubiese compartido ni porros ni cervezas ni nada! ¡Siempre fuiste la mejor opción!

El inglés se metió en el baño antes de seguir siendo atacado y Kanon se quedó vencido en el sofá con una pícara sonrisa asentada en sus labios. El sobre seguía en sus manos y sus verdes ojos lo miraban sin verlo. Un largo suspiro hinchó sus pulmones y de un repentino empujón moral se levantó del sofá y anduvo hacia el mueble del televisor. La incógnita regresó al fondo del caos y el cajón se cerró de golpe.

Tal vez algún día se lo mostraría a Saga.

Quizás lo abrirían juntos y saldrían de dudas. O él saldría de dudas.

O no.

Tal vez...