Daniel Valencia, por voluntad del destino manifiesto, nunca había entrado en intimidades con las pequeñas y cotidianas indignaciones del ciudadano promedio llegado el día de paga. Siendo más específicos, fuera de la esfera de su atención, la idea de esperar ansiosamente por su salario, había naufragado en el mar de su abundante liquidez económica sin encontrar preocupación por puerto.

Esto, claro, hasta que el ilustre Armando Mendoza Sáenz terminara sepultando Ecomoda.

Pocas cosas complacían a Daniel Valencia más que haber acertado en alguna predicción particularmente fatalística, y la evidente e innegable completa ruina de Armando bien que podía reclamar el primer lugar en el podio de las más destacadas; pero, sosteniendo una de las últimas botellas de Merlot de importación en sus manos mientras se debatía si abrirla o no, cualquier atisbo de deleite dejaba una estela de mal sabor a su paso.

Colocó el vino nuevamente en el botellero y salió de la pequeña cava que había mandado a configurar hacía un tiempo en su apartamento.

Con lo ajustado de su presupuesto actual, no iba a poder reemplazar su colección en largo rato. Era un sobregiro que ya no se podía permitir. Se decidió por una botella de whiskey que le habían obsequiado en uno de los tantos actos oficiales de gobierno. De esas que tenían más valor estético que lo que ofrecían al paladar. Recordó haberla abierto ya por curiosidad y abandonarla sin mucha ceremonia—Americano, artesanal y con un tono desconcertantemente picoso. Daniel probó un poco directo de la botella mientras se preparaba mentalmente para realizar su proyección de gastos mensuales. El primer trago ni de cerca tan amargo como la noción que oficialmente había empezado aeconomizar.

«Maldito seas, Armando Mendoza»

Pasando la botella de una mano a la otra se quitó la corbata y el saco, y meticulosamente los colgó en el perchero del living. Había viajado a la costa, a otra reunión infructífera de posibles inversionistas. Sentía la viscosidad de la brisa salina como una segunda piel. Por primera vez lo preocupó la cuenta de tintorería. Un rubro, que de gasto se le estaba trasladando a inversión. Al parecer más le valía preservar cuanto vestigio pudiera—trajes y accesorios incluidos—de su hasta hace poco infalible vida privilegiada. Si no tenía cuidado, un día de estos lo encontrarían en los pasillos de Ecomoda intercambiando datos con Patricia Fernandez sobre ofertas y rebajas.

«Una verdadera pesadilla Kafkiana»

Botella en mano buscó refugio en su estudio, la habitación mejor climatizada de su apartamento, sin anticipar sosiego. No era un hombre con una larga lista de gastos, pero sus preferencias eran terriblemente exclusivas. Daniel se desparramó en el giratorio sillón de su escritorio, llenando su vaso hasta la coronilla. Pasó su vista de la bebida servida al cuadernillo contable sobre la mesa, y otra vez de regreso. Finalmente su mano fue por el vaso corto. Por lo general, no se inclinaba por la bebida, ni más faltaba iba a empezar en estos días con su economía tan limitada, pero entre acabar con Armando Mendoza o lo poco que quedaba de su estimada colección de licor, lo último al menos presentaba algún reto. El tipo era un esperpento desde su destitución.

Así le comenzó otra noche insufrible, en el silencio de su apartamento. Tratando de despejar un poco con algo de licor y embriagándose otra vez con la calamidad de Ecomoda. Para variar, no pensó sobre la situación financiera. Para Daniel eso estaba más que claro, había que liquidar y cortar pérdidas. Caviló más bien sobre una sucesión de acontecimientos enigmáticos en los que apenas hasta hace poco había alcanzado en reparar.

Para empezar, toda la catástrofe del embargo, los maquillajes financieros y el abismal fracaso de las colecciones, habían eclipsado por completo aquel trágico asunto del matrimonio de Marcela con Armando. No había sido ninguna sorpresa, aunque ciertamente repugnante, escuchar la confesión pública de su hermana, acusando a aquel patán de haberla traicionado más que con los asuntos de la empresa. Siempre había sido evidente para Daniel, que la mayor parte del interés de Armando por su hermana, no era más que una táctica inmadura y ridícula de manipulación para tratar de mantenerlo neutralizado y fuera de las oficinas de presidencia. Y aunque por su parte, Marcela, se proclamaba fervientemente enamorada de Armando, Daniel intuía que siempre había estado dolorosamente consiente de lo mismo. Solo que para detrimento de su propio porvenir, y posiblemente el de la próxima generación de Valencias, se había obsesionado con el infeliz de Armando.

Era curioso entonces, que después de todos los deslices con modelitos, los juegos de mentiras, las mágicas desapariciones y tanta cosa sucia que el estúpido de Mendoza se inventaba, su hermana decidiera entrar en razón a pocas horas de tenerlo en el altar. Tanto ahínco por permanecer con él, y la bizcochito de turno fue la gota que colmó el vaso.

«Posible, si. ¿Probable? No tanto»

Ahí empezaban las dudas de Daniel. Aunque a menudo se sentía muy alejado de sus dos hermanas, Daniel era capaz de reconocer que como Valencias tenían cosas en común.

Por ejemplo, la terquedad. Y también,la codicia.

Una característica innata que no necesariamente reconocía como una falla personal en sí mismo—pues un hombre de negocios sin codicia era por mucho un mediocre—, pero en sus hermanas, esta debilidad de carácter, la encontraba fatal. Si la codicia de María Beatriz era esa fijación materialista compulsiva; por compras, por viajes, por cirugías y otro montón de aficiones superfluas. A Marcela, la había hecho víctima y verdugo de su propia tragedia, al manifestarse con nombre y apellido.

Armando Mendoza Sáenz.

No, Marcela no iba a dejarlo por una infidelidad más. No cuando por fin iba a recibir un poco de valor a cambio, después de haber pagado tanto precio por tan mal negocio.

«¿Qué otra cosa aborrecible hiciste Armandito?»

Aquel día, en medio de tanto desagravio, Daniel no había sentido más que alivio y reivindicación al ver a su hermana darse cuenta del gran equívoco que era ese matrimonio. Ahora, en su apartamento, con media botella de whiskey menos, pensando en el asunto se daba cuenta que muchas cosas de aquel día eran incluso más inexplicables que el mismo rompimiento del compromiso.

¿Acaso no había sido la misma mano derecha de Mendoza quién había entregado su cabeza en bandeja de plata?

Por la reacción patética y desesperada de Armando y Mario, los había cogido tan de sorpresa como al resto de la junta directiva. Aquel pobre par de imbéciles incluso habían tratado de retirar los balances de la junta como un par de payasos tratando de ajustar las carpas del circo en un ciclón.

«Idiotas»

Sino hubiera sido su asistente, Daniel hubiese tenido el placer de desmantelar la engañosa presidencia de Armando de una vez por todas. Aunque admitía, y quizás porque ya no se sentía enteramente sobrio, que su propia disección a aquella farsa financiera no habría alcanzado tal grado quirúrgico.

—Beatriz Pinzón Solano —Asistente, secretaria, asesora, presidente en la sombra, mano derecha de Armando y según Marcela, alegada celestina—, planeó, ejecutó y presenció el funeral de su idolatrado presidente con la junta directiva como testigo.

Lo impensable. La espada mágica que le había caído del cielo a Armando, y con la que arrogantemente arremetía contra sus enemigos imaginarios, reveló su doble filo y finalmente terminó por decapitarlo.

Daniel casi podía reír con lo poético que era la desdicha de Mendoza. Casi. Por el momento, tenía un déficit de humor de más o menos cincuenta millones de dólares.

Alcanzándose la botella se sirvió otro trago, poniendo cuidado a no rebasar el vaso cuando vió que las manos le bailaban. Ya no era capaz ni de resentir el mal sabor del licor. Daniel bebió gordo y se desabotonó los dos primeros botones de la camisa, mientras regresaba a sus preocupaciones.

Todo ese asunto se ponía más enredado mientras más se pensaba. Ese particular grado de humillación pública con la que habían desollado a Mendoza, era por naturaleza del tipo vengativa. Y sin embargo, aquella extraña mujer, se había sentado en la junta, con gran aplomo y frialdad, y una calma inusitada como para quien se regocija al ver a su enemigo caer en la ruina. Y más extraño aun, como para quien se acaba de hacer instantáneamente rico a costa de la incompetencia de terceros. Pálida y descompuesta—más allá del caótico conjunto de desafortunadas elecciones estéticas—, el alma parecía haberle abandonado el cuerpo mucho antes de entrar en la sala de juntas. Indiferente a los ánimos, en medio de los gritos y llantos, con su peculiar voz graznante y su diminuta figura atrincherada en un rincón de la sala, implacablemente develó los por menores de la confabulación entre el nefasto trío de ejecutivos. Había entregado su renuncia, un poder notarial e incluso pedido disculpas a Roberto y Margarita, para después marcharse como humo.

«O como neblina de mal tiempo, de esas que tanto accidente de tráfico dejan de Bogotá»

Sustraído de la rabia y el coraje inmediato que había sido perder su patrimonio, Daniel era capaz de considerar, que las acciones de la Doctora Pinzón ese día, habían tratado de comunicar algún mensaje sublevado. Aquella había sido una catástrofe antrópica. Enteramente calculada y diseñada para enjuiciar y condenar el buen carácter de Armando Mendoza. Como el presidente incompetente e irresponsable que había sido, como el socio estafador y poco merecedor de confianza, como el hijo profundamente decepcionante, como el prometido desleal e inconsiderado; en fin, como el hombre inmaduro, mimado y ruin que Daniel siempre vaticinó, se ocultaba bajo su fachada de alto ejecutivo respetable.

La forma en la que la insospechada Doctora Pinzón acabó con su jefe era casi de proporciones bíblicas. Para Daniel, un odio de esa magnitud solo podía ser personal. Lo sabía él, que tenía algo más de quince años llevándolo a lastres. Lo que sea que hubiese hecho aquel cretino, había sido lo suficientemente vil como para finalmente poner fin a la devoción casi religiosa de aquella reservada mujer.

Se levantó del escritorio y dió un ligero paseo por su estudio para desentumirse un poco. Se sintió ligero, sino de pensamientos, al menos de cuerpo. No lo sorprendió ver la botella de whiskey casi acabada. El trago ya lo estaba afectando.

Mientras seguía deambulando en el estudio, incluso le pareció, que tal grado de rencor por parte de la doctora hasta podía ser pasional.

Amoroso.

A pesar de los cincuenta millones, Daniel Valencia soltó una carcajada con el absurdo.